CAPITULO 5
El Núcleo de coincidencias básicas. Las reformas al Poder Ejecutivo y la reelección presidencial
1. Una negociación por etapas
Ha podido apreciarse a través de los hechos narrados que la negociación de los contenidos de la reforma constitucional recorrió varias etapas.
La primera de ellas, preparatoria del Acuerdo de Olivos, transcurrió durante las semanas previas al 14 de noviembre de 1993, fecha en que se formalizó dicho Acuerdo. La segunda fase de las negociaciones culminó con el documento dado a conocer por los equipos técnicos el 10 de diciembre. La tercera, comenzada pocos días después de la Convención Nacional del radicalismo —que en la madrugada del 4 de diciembre convalidó los resultados alcanzados hasta ese momento— concluía el 13 de diciembre con la firma por Carlos Menem y por Raúl Alfonsín del documento denominado «Acuerdos para la reforma de la Constitución Nacional». Por último, durante el recorrido de la instancia legislativa, se introdujeron algunas modificaciones menores a dichos acuerdos en la Cámara de Diputados, y una realizada en la Cámara Alta, relativa a la duración del mandato senatorial.
El propósito del presente capítulo y de los siguientes es explicar el contenido y el momento de cada uno de los acuerdos alcanzados en el curso de las negociaciones, las finalidades perseguidas con las propuestas. las respectivas posiciones de los partidos, las controversias suscitadas y su progresiva resolución, las cuestiones que han quedado definitivamente acordadas y que simplemente deben ser votadas por la afirmativa o por la negativa en la Convención Constituyente, o las que permanecen abiertas para su libre tratamiento.
La exposición de los puntos concretos del Núcleo, y más tarde de los temas habilitados, no puede prescindir de la mención de sus antecedentes, ni tampoco del mareo teórico que los encuadre en función de los grandes fines de la reforma constitucional en curso.
2. Reformas para la consolidación de la democracia. Sus antecedentes
Una de las causas principales que hacen necesaria la reforma constitucional es la intención de perfeccionar el funcionamiento del sistema democrático. Esto significa dotarlo de una mayor eficiencia en el ejercicio de los poderes del Estado, lograr un mejor equilibrio y control reciproco entre esos poderes, y proporcionar a la ciudadanía —así como a las entidades sociales— una participación más activa en los negocios públicos.
El Consejo para la Consolidación de la Democracia —creado en 1983 por el presidente Alfonsín— abrió un importante debate, que se extendió en el país durante varios años, acerca del papel que debía cumplir la reforma de las instituciones políticas para la obtención de aquellos objetivos. Como ya recordamos, el Consejo señaló deficiencias funcionales en nuestra Constitución de 1853-60, que habían dificultado la resolución de las crisis recurrentes que debió afrontar el país y habían contribuido a que nuestra ley fundamental fuese crónicamente transgredida en los últimos cincuenta años 1.
Desde una óptica similar, Liliana De Riz y Catalina Smulovitz tuvieron oportunidad de afirmar que: «La preocupación por el papel que las instituciones políticas juegan en la estabilidad de los regímenes resurge con el advenimiento de las nuevas democracias en América Latina …Hasta hace poco tiempo la dimensión constitucional, el principio mismo de la organización de los poderes, era un aspecto ignorado en los análisis políticos más preocupados por asociar la fragilidad de las democracias en América Latina a las condiciones socioeconómicas de la región o a su tradición natural» 2.
Muchos de estos análisis se centraron en el funcionamiento del sistema presidencial y las dificultades que trajo a la consolidación de la democracia, pero parece indudable que el objetivo de los mismos trascendía los límites de este último tema, para extenderse a toda la problemática del diseño constitucional de los poderes del Estado argentino 3.
Aunque las autoras mencionadas ubican como una tendencia reciente la incidencia de los estudios constitucionales en los análisis sobre el fortalecimiento de la democracia, en realidad dicha incidencia estuvo presente desde las primeras décadas de nuestro siglo. Varias de las propuestas de reforma a la parte orgánica de la Constitución Nacional, en especial la modificación del sistema de elección indirecta del presidente y vicepresidente y de la Cámara Alta, el acortamiento y unificación de los mandatos, entre otras de las actualmente incluidas en el Núcleo, fueron anticipadas por iniciativas legislativas presenta-das en el Congreso a partir de 1914.
Natalio Botana y Ana María Mustapic4 encontraron cuatro vertientes que nutrían esta producción orientada a declarar la necesidad de la reforma: proyectos de origen radical, socialista, conservador y demócrata progresista. Desde las bancadas radical y socialista se miraba al Senado como una institución digna de ser reformada, merced al fermento democratizante que introduciría la elección directa; en cambio, los conservadores pretendían —también por medio de una reforma— limitar el intervencionismo federal que aplicaba con brío, en la segunda y tercera década del siglo, Hipólito Yrigoyen.
Entre tales proyectos, se destaca el promovido en 1923 por el presidente Alvear, con la firma de su ministro del Interior José Nicolás Matienzo, que establecía entre otras propuestas la renovación total de la Cámara de Diputados cada tres años, la elección directa de los senadores, y la autorización al Congreso para aumentar el número de ministros, con el sentido de perfeccionar nuestra ley fundamental con las enmiendas parciales que la experiencia aconsejara.
La influencia de la reforma constitucional en la democratización de nuestro sistema político fue objeto de análisis al debatirse y sancionarse la llamada Constitución de 1949. En esa oportunidad, el informe de la mayoría de la Comisión Revisora, cumplido por Arturo E. Sampay, destacaba la importancia de democratizar los modos de elegir a los sujetos del poder político, y para fundamentar la posibilidad de reelección presidencial pedía la «supresión de los impedimentos para que el pueblo elija libremente a quienes reconoce con capacidad de dirección gubernativa»5.
Pero no sólo los inspiradores de la reforma de 1949, sino también sus adversarios ideológicos sintieron la necesidad de reformar las instituciones políticas de la Constitución de 1853-60. En efecto, la auto denominada «Revolución Libertadora» convocaba a una Convención Constituyente, para el tratamiento de numerosos puntos de reforma 6. Los objetivos de esa reforma fracasaron principalmente por la proscripción electoral del justicialismo y sus consecuencias en el juego de los partidos durante la convención de 1957, excepto en cuanto incluyó el artículo 14 bis en la parte dogmática de la Constitución (síntesis de los derechos sociales desarrollados en la Constitución de 1949), y otros temas menores.
Se reabrió aquel debate en los años 1971 y 1972. En ese momento tuvieron oportunidad de pronunciarse afirmativamente sobre la necesidad de la reforma del sistema institucional buena parte de nuestros más conocidos constitucionalistas y científicos políticos7.
La reforma implementada por el Estatuto Fundamental del 24 de agosto de 1972 rigió durante el gobierno constitucional de 1973-76. Contempló el modo de elección directa de diputados y senadores, y la unificación de sus mandatos; la composición del Senado (disponiendo la elección de tres senadores por provincia —dos por la mayoría y uno por la minoría— con la reducción del mandato de sus miembros a cuatro años; la extensión de las sesiones ordinarias del Congreso y su autoconvocatoria; la reducción del mandato de presidente y vicepresidente a cuatro años con posibilidad de reelección; la delimitación por ley del número de ministros; la iniciativa exclusiva del Poder Ejecutivo en las leyes de presupuesto y ministerios; el trámite de proyectos de leyes con pedido de urgente tratamiento y con aprobación ficta, y la posibilidad de delegar en comisiones internas la discusión y aprobación de determinados proyectos; un plazo abreviado para la consideración de las modificaciones propuestas por una Cámara con aprobación tácita, y un jury de enjuiciamiento para los jueces de los tribunales inferiores.
En suma, numerosos aspectos de la reforma ahora en curso, que forman parte del Núcleo de coincidencias básicas, han sido objeto de iniciativas desde las primeras décadas de este siglo, alcanzaron a regir en la práctica durante períodos de gobiernos constitucionales, y fue-ron acatados por la generalidad de los partidos políticos que se atuvieron a sus prescripciones, tanto durante la vigencia de la Constitución de 1949 cuanto en el período 1973-76.
3. Atenuación del régimen presidencialista. El debate teórico
Durante la breve y última presidencia de Juan Perón (1973-74), comenzó a estudiarse la posibilidad de introducir modificaciones profundas en el funcionamiento del régimen presidencialista. Esa perspectiva fue retomada por los trabajos del Consejo para la Consolidación de la Democracia (divulgados en l9Xh y 19X7), en donde se formularon fuertes críticas al desenvolvimiento histórico de nuestro Poder Ejecutivo, y se propuso implementar un régimen mixto, de base semipresidencialista o semiparlamentaria7 bis.
Las posturas adoptadas por el Consejo abrieron un amplio debate doctrinario en el cual intervinieron constitucionalistas y especialistas en ciencias políticas o en disciplinas afines, tanto de nuestro medio como extranjeros (muchos de ellos convocados por esa institución).
Juan Linz —profesor de la Universidad de Yale— se extrañaba de que en los análisis de las crisis y caídas de la democracia no se hubiera prestado atención suficiente a los factores institucionales (salvo en pequeña medida en el caso del derrocamiento de Allende), observando que la mayoría de los países con constituciones presidencialistas han sido democracias inestables o regímenes autoritarios s. Esta observación era compartida por Fred W. Riggs 9, quien afirmaba que los treinta y tres países del Tercer Mundo que habían adoptado constituciones presidencialistas soportaron quiebras institucionales bajo la forma de uno o más golpes militares. En cambio, casi dos tercios de los países de ese Tercer Mundo, que habían promulgado constituciones parlamentarias (siguiendo a los modelos británico o francés) habían eludido mejor ese tipo de rupturas. Este último autor sostenía que ese proceso de rupturas institucionales no había afectado a los Estados Unidos porque su régimen presidencialista funcionaba inmerso en un conjunto de reglas y prácticas, que él denominaba «paraconstitucionales», que le habían permitido superar los riesgos que afrontaba en otras latitudes. El profesor chileno Humberto Nogueira también encontraba en esa razón las diferencias históricas que registraba el comportamiento latinoamericano de los regímenes presidencialistas, res-pecto de la praxis norteamericana 10.
Carlos Niño, en una obra posterior a las publicaciones del Consejo, comenzó a utilizar el concepto de «hiperpresidencialismo» para denominar al régimen argentino. Imputaba a Juan B. Alberdi el haber diseñado un modelo más exagerado que el norteamericano. Sostenía que los poderes del presidente se fueron ampliando históricamente por una serie de circunstancias prácticas, por interpretaciones concesivas de los tribunales, por la pérdida de peso del Congreso a medida que sus procedimientos se volvieron más lentos, y por la situación similar del Poder Judicial debida a sus mecanismos vetustos. A todo ello debía agregarse el efecto de los golpes de Estado, que suprimían automáticamente al Congreso, afectaban la estabilidad de los jueces, violentaban la autonomía de los gobiernos provinciales y creaban la imagen de un presidente omnímodo que luego se transportaba a los presidentes constitucionales. Sin embargo, la figura del presidente fuerte respecto de los otros poderes constitucionales, resultaba débil ante los grupos de interés, las organizaciones corporativas y los factores de poder11.
Otros autores argentinos adscriptos al radicalismo, como Juan V. Sola12, compartían la opinión de que el presidencialismo tendía a profundizar las crisis políticas al no darles una respuesta inmediata dentro del sistema constitucional, y también proponían como solución evolucionar hacia regímenes mixtos. Sin embargo Jorge R. Vanossi (otro destacado constitucionalista y político de esa fuerza) se pronunciaba por morigerar el presidencialismo o introducirle sabias correcciones, sin abandonarlo ni importar modelos constitucionales ajenos a nuestra realidad y a nuestras necesidades 13. Por lo demás, este autor señalaba una importante prevención respecto de la tendencia hacia el parlamentarismo, al expresar que este último sistema «…sería el gran aliado para el mantenimiento del statu quo, cuando un país está necesitado de cambio y de transformación, lo cual significa fuerza de iniciativa del poder para alcanzar la aprobación de los programas y las normas que implementen los programas» l4.
Por su parte, el profesor Dieter Nohlen hacía una observación a las afirmaciones críticas de Juan Linz y de Fred Riggs, respecto del comportamiento del presidencialismo. Decía que ambos autores no tomaban en cuenta la región en la que se desenvolvían los procesos políticos: «…los sistemas presidenciales son inestables en América Latina, mientras que los sistemas parlamentarios son estables en Europa … Vale añadir que detrás de la variable región en el caso de América Latina se encuentran factores como cultura política, siempre referida a un ámbito social y territorial, situaciones de heterogeneidad estructural en lo económico y social, repercusiones de la forma de integración en el sistema mundial». Así, Nohlen coincidía con Vanossi al plantearse cuál era el mejor sistema de gobierno para la consolidación exitosa de la democracia, cuestión que excedía los límites de las instituciones y que tenía que ver con la eficiencia del gobierno. «Sería posible, por lo tanto, afirmar que la consolidación estaría igualmente en peligro con sistemas parlamentarios si los gobiernos fueran también ineficientes, en la medida en que esta falta se origina en la estructura del Estado, el funcionamiento de la burocracia .. y la adaptación de esos factores al grado de desarrollo socioeconómico con que los gobiernos se enfrentan…»,5.
Durante los años posteriores a la propuesta del Consejo para la Consolidación de la Democracia de modificar el presidencialismo por n régimen mixto, el justicialismo —pese al antecedente de la opinión Je Juan Perón en los años 1973-74— no se mostró demasiado receptivo a este aspecto (sin duda el central) de la reforma constitucional impulsada por Al fon sin.
La razón principal radicaba en sus posiciones históricas y fue expuesta por Arturo E. Sampay en la Convención Constituyente que sancionó la Constitución de 1949. El más importante constitucionalista de extracción peronista se colocaba, en esta materia, en la más rigurosa tradición alberdiana. Porque, para Juan B. Alberdi, un Poder Ejecutivo vigoroso era el medio de evitar la anarquía o la omnipotencia de la espada, por lo tanto un instrumento de la pacificación nacional; pero a la vez debía ser el principal impulsor del progreso y del engrandecimiento del país 16. En la misma línea de pensamiento —en otra época de grandes transformaciones económicas y sociales— Sampay afirmaba que «la organización de poderes del Estado adoptada en la Constitución de 1853 motiva su larga vigencia: un Poder Ejecutivo con atributos de tal, que sirvió primero para pacificar políticamente al país, y permitió después, cuando pasamos de un Estado neutro a un Estado intervencionista, asumir una administración fuerte y reglamentaria que pudo solventar, sin rupturas con el orden establecido, los problemas de la nueva realidad política argentina» l7.
Es que además de cumplir con los objetivos de pacificar y organizar el país, y promover su engrandecimiento económico, el Poder Ejecutivo había servido también para dirigir y encauzar procesos de acelerado cambio social. Así, con la presidencia de Yrigoyen accedieron al gobierno nuevos sectores sociales, las llamadas «clases medias», hasta ese momento excluídas en gran medida del juego político, mientras que con Perón hacían lo propio las «clases trabajadoras».
Empero, no pudo evitarse un fenómeno que se fue agudizando en nuestro país (como en otras naciones desarrolladas) durante la segunda parte de este siglo. El sistema de poderes se fue adaptando a una sociedad con acelerados procesos de industrialización y urbanización, mucho más compleja que la tenida en vistas al redactarse las constituciones de los Estados Unidos (a fines del siglo XVIII) y de la Argentina (a mediados del siglo XIX), y como consecuencia se produjo un crecimiento desmesurado de las prerrogativas del Poder Ejecutivo, hecho que ha sido estudiado con detenimiento en ambos países, pero que en nuestro medio se agravó por la presencia de los gobiernos de facto 18.
Ese desborde de los poderes presidenciales fue un elemento decisivo para que hombres del justicialismo concordaran parcialmente con la propuesta radical en cuanto a la desconcentración de las funciones ejecutivas, no sólo en búsqueda de un mejor equilibrio entre los poderes del Estado y para una mayor estabilidad del sistema político, sino incluso para la preservación de la persona del presidente. Lo que el justicialismo aceptaba era sólo una atenuación del régimen, sin adoptar ninguno de los regímenes mixtos que ofrecía el derecho comparado.
A modo de síntesis del debate suscitado en el país luego de 1986 —del que sólo se ha hecho una somera descripción dirigida a proporcionar elementos indispensables para el entendimiento de los fenómenos políticos posteriores , cabe decir que el radicalismo fue abandonando progresivamente la pretensión de implementar un régimen mixto, mientras comenzaba a admitir la idea de atenuar el sistema presidencialista –sin suplantarlo-, posición a la que, como lugar de encuentro, evolucionó también el justicialismo.
LAS COINCIDENCIAS
Es importante recordar que el Comunicado de Prensa suscrito por Alfonsín y Cafiero(enero de 1988), expresaba con referencia al Poder Ejecutivo que se había tratado de obtener consenso sobre mecanismos que”… protejan a ese órgano del desgaste de las cuestiones políticas cotidianas, desconcentrando funciones que no correspondan estrictamente a la jefatura del Estado; flexibilizando la marcha de la Administración según las situaciones políticas y electorales cambiantes…; hagan más estrecha y coordinada la relación entre el Ejecutivo y el Parlamento, permitiendo acuerdos interpartidarios en su seno que faciliten la agilidad y eficiencia de la Administración y su contralor por el Congreso…» 19.
Poco tiempo después, se planteaba en el justicialismo si tales conceptos debían ser interpretados como un acuerdo para la transformación de nuestro actual sistema en un régimen mixto, o si los propósitos mencionados podían alcanzarse mediante una simple atenuación de los actuales caracteres de nuestro presidencialismo. Se entendía que no había mediado definición a ese respecto20.
Más adelante, en la agenda para la reunión de septiembre de 1988 —celebrada entre Alfonsín, Menem, Cañero y Angeloz— ya se titulaba al punto en cuestión como «Atenuación del régimen presidencialista», aunque todavía se individualizaban, entre los aspectos para examinar, la «desconcentración constitucional de facultades entre jefatura de Estado y de gobierno» y el «jefe de gobierno designado y re-movido por el Presidente», cuyo enunciado sugería aún la posibilidad de debatir acerca de regímenes mixtos, agregándose el tratamiento de la «censura parlamentaria»21.
El título previsto en aquella reunión fue trasladado textualmente al Acuerdo de Olivos, y fue el punto inicial de las reformas dirigidas a consolidar el sistema democrático: «La atenuación del sistema presidencialista por medio de la incorporación de un jefe de gabinete o ministro coordinador, con responsabilidad frente al Presidente y al Congreso» 22. Se privaba así al ministro coordinador o jefe de gabinete del pretendido carácter de jefe de gobierno, rasgo propio de los regímenes mixtos, indicándose que el sistema institucional se mantenía dentro de un régimen presidencialista, si bien más morigerado que el vigente.
Sin embargo, quedó para la fase de las negociaciones posteriores precisar cuáles serían los alcances de dicha atenuación, tanto en lo relativo a las facultades del jefe de gabinete o ministro coordinador, cuanto al modo en que debían transformarse las atribuciones presidenciales.
La delegación justicialista estaba de acuerdo en flexibilizar las características del presidencialismo, permitiendo un mayor control parlamentario sobre el Ejecutivo. También aceptaba prever mecanismos que, sin abandonar la naturaleza del régimen, pudiesen resolver crisis graves que lo afectaran.
Los radicales proponían un consejo o gabinete de ministros con facultades discernidas en la propia constitución, dirigido por un jefe o primer ministro que compartiera con el presidente la función ejecutiva, y fuese responsable ante este último y ante la Cámara de Diputados. Impulsaban, a su vez, sustraer al presidente las prerrogativas confiadas a aquel funcionario.
Como resultado de un acercamiento entre las respectivas posiciones y en consonancia con lo previsto en el Acuerdo de Olivos, se admitió, en el documento del 1º de diciembre, la inclusión de un ministro con rango privilegiado, denominado jefe de gabinete de Ministros, con las atribuciones allí detalladas. Se reconoció indirectamente la constitucionalización del Gabinete de Ministros23 al atribuirse a este jefe la facultad de coordinar, preparar y convocar las reuniones, e incluso de presidirlas en caso de ausencia del primer mandatario, para resolver materias de relevancia24.
El justicialismo, en cambio, no aceptaba dividir al Poder Ejecutivo, ya que defendía su carácter unipersonal y sostenía que tal carácter era consecuencia de su elección por la ciudadanía y de su responsabilidad política ante ésta, condiciones que no se presentaban en el jefe de gabinete.
La principal prerrogativa asignada al jefe de gabinete era la de tener a su cargo la administración general del país y ejercer las funciones y atribuciones que le delegase el Presidente de la Nación25. Como consecuencia de esta atribución, se le confiaría «efectuar los nombramientos de los empleados de la administración, excepto los que correspondan al Presidente», «hacer recaudar las rentas de la Nación y ejecutar la ley de presupuesto nacional», «expedir los actos y reglamentos que sean necesarios para ejercer las facultades que le atribuye este artículo y aquellas que le delegue el Presidente de la Nación». El conjunto de las facultades señaladas destacan al jefe de gabinete como un ministro de rango privilegiado. Dicha superioridad sobre los otros ministros, imprescindible para que éstos acaten sus directivas y reglamentos, deberá ser precisada en la ley de ministerios que se dicte luego de concretarse la reforma26.
NEXO CON EL PARLAMENTO
En la arquitectura constitucional propuesta se concibe al jefe de gabinete como un nexo entre el Poder Ejecutivo y el Congreso Nacional, al obligarlo a concurrir en forma mensual, alternativamente a cada una de las Cámaras para informar sobre la marcha del gobierno, sin perjuicio de la facultad de éstas de convocarlo de igual modo que i los demás ministros, pudiendo también asistir voluntariamente a sus sesiones y participar en los debates, pero no votar. Una vez por año deberá presentar, junto con los demás ministros, una memoria detallada del estado de la Nación y se lo responsabiliza de los informes y explicaciones verbales o escritas que cualquiera de las Cámaras solicite al Poder Ejecutivo. De modo excepcional, concurrirá al Congreso para someter a una Comisión bicameral y permanente el dictado de decretos de necesidad y urgencia27.
Al confiarle al jefe de gabinete la administración general del país, las obligaciones así previstas tienen la finalidad de acrecentar el control parlamentario sobre la marcha de dicha administración.
En cuanto al procedimiento de censura contra el jefe de gabinete, el justicialismo se mantuvo firme y obtuvo la participación del Sena-
do y de la Cámara de Diputados —y no sólo de esta última como pretendía el radicalismo—, actuando por separado28. Se diagramaron dos etapas para ese procedimiento: la de interpelación a los efectos del tratamiento de una moción de censura (que puede abrir ya una crisis de gobierno), y la de remoción. Para ambos casos se requeriría el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada una de las Cámaras.
La censura diseñada puede funcionar sólo en casos de graves crisis de gobierno y cuando el Ejecutivo se encuentre —en los hechos— en minoría en ambas Cámaras Legislativas. Ofrece una posibilidad de resolución de ese tipo de crisis diferente a la prevista para el juicio político, que en la práctica no resultó aplicable para hacer efectiva la responsabilidad política de los ministros ante el Congreso Nacional (ni tampoco la del presidente), por los trámites complejos establecidos para su promoción y por las mayorías especiales (de dos tercios de los miembros presentes de ambas Cámaras), requeridas para que resulte procedente.
En las negociaciones que culminaron en los Acuerdos del 13 de diciembre, se incluyó este punto en el Núcleo de coincidencias básicas y se redactaron los incisos del artículo 86, que indica qué atribuciones presidenciales se asignan como facultades al jefe de gabinete.
LAS FACULTADES PRESIDENCIALES
En los acuerdos se precisó que el Poder Ejecutivo «es el Jefe Supremo de la Nación, Jefe del Gobierno y responsable político de la administración general del país». La inclusión expresa del carácter de «Jefe del Gobierno», indica que la creación constitucional de un ministro a quien se asigna la administración general del país, no lo transforma —como en los regímenes mixtos— en un titular del gobierno, relegando al presidente a la condición de un jefe de Estado, según se pretendía en los trabajos del Consejo para la Consolidación de la Democracia 29.
El presidente continuará entonces ejerciendo la jefatura del gobierno -—que antes era implícita y ahora se enuncia expresamente— y retendrá la responsabilidad política de la administración general del país30. Como consecuencia de ello, la reforma al inciso 13 del artículo 86 aclara que el presidente «supervisa el ejercicio de la facultad del jefe de gabinete de Ministros respecto de la recaudación de las rentas de la Nación y de su inversión con arreglo a la ley o presupuestos de gastos nacionales». La modificación propuesta al inciso 20 del artículo 86, incluye expresamente la atribución del Ejecutivo de requerir al jefe de gabinete de Ministros «los informes que crea convenientes» y la obligación correlativa de proporcionarlos.
La redacción de ese inciso 20 (interpretada en consonancia con los textos modificados de los incisos 1o y 13° y las demás atribuciones del Poder Ejecutivo) conduciría a sostener que el presidente conserva la facultad de avocación en materia de la administración general del país. La prerrogativa del presidente de avocarse en este tipo de asuntos, permitiría evitar la apertura de una crisis política cada vez que disienta con su jefe de gabinete sobre el tratamiento de una cuestión administrativa. En efecto, el titular del Ejecutivo no necesitará remover obligadamente a ese ministro en caso de diferencias de criterios sobre aspectos administrativos puntuales, excepto que se trate de aquellos que requieran la firma obligada del jefe de gabinete 31, porque en estas últimas situaciones no podría resolver la cuestión mediante el dictado de un decreto con el refrendo de otro ministro.
Por último se flexibilizó —en la ley declarativa de la reforma— el número de ministerios, aumentándolos o disminuyéndolos, conforme lo requiera la marcha de la administración y las políticas en juego.
A modo de síntesis, frente a las críticas expuestas por algunos animes que advienen sobre los poderes limitados del jefe de gabinete, cabe aquí reiterar que el propósito de la reforma no ha sido dejar de lado el sistema presidencialista sino únicamente atenuarlo, acrecentando el poder de controlar del Congreso Nacional, por un mecanismo diferente al utilizado en los Estados Unidos de América, donde se requiere el acuerdo del Senado para el nombramiento de los ministros (denominados allí «secretarios») propuestos por el presidente. En la reforma diseñada se ha optado por no seguir el procedimiento norteamericano, a fin de mantener la libertad del presidente en la elección y remoción de sus ministros12.
Tampoco pueden compartirse otras posiciones que, criticando la posibilidad de reelección del presidente que abre la reforma, han sostenido que lejos de atenuarse el régimen presidencialista los poderes ejecutivos se verían acrecentados por su eventual continuidad en un segundo mandato 33.Estas objeciones no tienen en cuenta el mayor parlamentario que significa la institución del jefe de gabinete, ni el sentido del resto de las reformas que, según se apreciará en el capítulo siguiente, tienden al fortalecimiento de los poderes legislativo y judicial, neutralizando así la concepción de un ejecutivo hegemónico.
4. La reducción del mandato presidencial y la posibilidad de la reelección
Uno de los ejes centrales del debate sobre la reforma constitucional ha sido, sin dudas, la cuestión de la reducción de los mandatos del presidente y vicepresidente de la Nación con la posibilidad de su reelección por un período.
Esta propuesta de reforma significa adoptar, en buena medida, el modelo de la Constitución de los Estados Unidos que, pese a ser la principal fuente inspiradora de nuestra ley fundamental, no fue seguida precisamente en este aspecto capital.
Parece importante hacer, en primer término, un breve panorama de los antecedentes de la institución presidencial norteamericana, de su evolución posterior, así como de las propuestas y experiencias que existieron en nuestro medio respecto del acortamiento del mandato presidencial.
EL DEBATE CONCEPTUAL
Desde la sanción de la Constitución de los Estados Unidos en 1787 hasta 1951, año en que fue ratificada la Enmienda XXII, rigió para ese país el mandato presidencial de cuatro años con la posibilidad de reelección indefinida. Esa Enmienda establecía que «ninguna persona será elegida para el cargo de presidente más de dos veces».
Hamilton, fundamentando el texto originario de la Constitución americana, decía que: «El magistrado de que hablamos se elegirá para un período de cuatro años, y ha de ser reelegible tantas veces como el pueblo de los Estados Unidos lo considere digno de confianza»34. Al explicar el Plan de la Convención que la sancionara, defendía la necesidad de un ejecutivo enérgico, y encontraba que los ingredientes que daban por resultado dicho vigor eran «primero, la unidad; segundo, la permanencia; tercero, el proveer adecuadamente a su sostenimiento; cuarto, poderes suficientes»35.
Vinculaba la permanencia con la energía, señalando que ésta se relaciona con dos factores: «con la firmeza personal del magistrado ejecutivo, al hacer uso de sus poderes constitucionales, y con la estabilidad del sistema de administración que haya sido adoptado bajo sus auspicios. En cuanto a la primera, tiene que resaltar con claridad que mientras más prolongada sea su duración en funciones, mayor será también la posibilidad de contar con tan importante ventaja […] La conclusión que debemos desprender de ella es que el individuo que haga las veces de primer magistrado, sabiendo que ni breve plazo deberá dejar su puesto, no tendrá en éste el interés suficiente para aventurarse a incurrir en críticas o dificultades de importancia por causa de la forma independiente en que haga uso de sus poderes, o debido a que desafíe la mala voluntad de una parte importante de la sociedad o inclusive de la fracción que predomine en el cuerpo legislativo, aun en el caso de que esa malevolencia sea pasajera»36.
Sin embargo, estas razones a favor de una reelección indefinida fueron limitadas por una práctica constitucional, iniciada por Washington y destacada por Jefferson, según la cual el presidente no debía postularse a un tercer mandato. Esta práctica fue interrumpida por Franklin Roosevelt, en 1940 y 1944, circunstancia que —luego de su muerte— motivó la Enmienda XXII, antes mencionada37.
Alberdi, en sus conocidas Bases, al analizar el diseño del Ejecutivo propuso separar, en este aspecto, a la constitución argentina del modelo norteamericano, y lo dotó de mayores poderes en consonancia con las características más personalistas de nuestras propias tradiciones 38. A la vez, extendió el período de mandato a seis años (aumentándolo en dos respecto del antecedente norteamericano), pero prohibió la reelección inmediata. La doctrina, en general, considera que la razón histórica que motivó esta limitación fue el recuerdo de la tiranía de Rosas39.
La reforma constitucional de 1949 permitió la reelección presidencial indefinida con mandatos de seis años cada uno. Se basó para ello en el sistema vigente en los Estados Unidos en ese momento (no se había sancionado aún la Enmienda XXII). Arturo E. Sampay se apoyaba en las expresiones de Hamilton en El Federalista, aduciendo también —entre otras razones— que derogar de la prohibición entrañaba una mayor fidelidad al régimen democrático, porque si el pueblo elige a los sujetos del poder político resultaría entonces contradictorio que no pudiese hacerlo nuevamente por un impedimento previsto en la constitución40.
El primer antecedente de importancia en nuestro medio, que planteo la conveniencia de la reducción del mandato presidencial con la posibilidad de la reelección, fue la reforma constitucional de 1972. En ese momento, el acortamiento del mandato presidencial fue propuesto por la comisión asesora en conexión con la unificación de los mandatos de senadores y diputados nacionales. Todos ellos se fijaban en cuatro años y se mantenía la prohibición de la reelección inmediata. Sin embargo, la Comisión Coordinadora del plan político, que elevó sus conclusiones al entonces presidente Lanusse, consideró dos alternativas en cuanto a la duración del mandato presidencial y a la posibilidad de reelección. En su fórmula A, se mantenía el período de seis años pero se prohibía la ulterior reelección; en cambio, la fórmula B, reducía el mandato presidencial a cuatro años con una sola reelección41.
Esta última solución fue la que primó en definitiva, puesto que el Estatuto Fundamental de 1972 modificó el artículo 77 de la Constitución Nacional, preceptuando que el presidente y vicepresidente durasen en sus cargos cuatro años y pudiesen ser reelegidos una sola vez.
En esta última década el marco general del debate se ha centrado en la cuestión del acortamiento de los mandatos de las funciones electivas, que resulta un aspecto primordial de la democratización de nuestro sistema institucional, en tanto permite convocar a la ciudadanía a expresar sus opiniones sobre el proceso político en menores intervalos de tiempo.
Ya se ha hecho referencia en el curso de esta obra a dos de las razones que justifican limitar a cuatro años la duración de los mandatos de presidente y vicepresidente. Una de ellas fue la constante histórica advertida en todos los gobiernos constitucionales desde 1958 en adelante, según la cual existió un período crítico para los gobiernos, entre los tres y cuatro años de iniciada una presidencia, que impidió —en todos los casos— completar el período de seis años. La otra es la prolongada transición que, según las normas constitucionales en vigencia, media entre el último tramo de un mandato presidencial y el comienzo del siguiente.
Por lo demás, el período de seis años tampoco fue completado por gobiernos de facto que tuvieron mayor pretensión de permanencia (por ejemplo, J. C. Onganía, designado sin plazo por el art. 1º del Estatuto de la Revolución Argentina), circunstancia que condujo a que otros regímenes militares lo redujeran42.
La repetición durante cuatro décadas de un ciclo fuertemente crítico para las presidencias entre el tercer y cuarto año de mandato parece ser una buena razón para someter a la consulta popular, en un plazo más corto a seis años, la conveniencia de cambiar al presidente o de ratificarle la confianza reeligiéndolo. Es cierto que la crisis de los cuatro años no ha golpeado, como en el pasado, al actual gobierno nacional. No obstante, y sin que esta reflexión signifique ignorar las variadas razones de la presente situación del partido gobernante, no puede desconocerse que la misma dinámica política generada por la estrategia de la reforma constitucional, con reelección presidencial incluida, contribuyó a mantener el vigor y la iniciativa del Poder Ejecutivo en ejercicio.
Uno de los hechos más notorios que parece acontecer en el último tercio del período de seis años, es el desplazamiento progresivo del poder político en favor de los candidatos presidenciales (a medida que la atención de la dirigencia en los partidos y de la ciudadanía en su conjunto se enfoca hacia el futuro) que debilita consecuentemente al mandatario en ejercicio43.
Esta circunstancia se vincula, a su vez, con el segundo argumento expuesto: el prolongado tiempo que los preceptos constitucionales y la mecánica de nuestro sistema electoral determinan para la transición entre dos presidencias. Cumplir al pie de la letra con lo establecido en el artículo 81 de la Constitución Nacional, que exige la reunión de los colegios electorales cuatro meses antes de que concluya el término del presidente cesante, requiere celebrar los comicios con una antelación no menor a seis meses de dicho término (al menos así se lo ha entendido en el pasado, dada la necesidad de realizar un escrutinio definitivo). Si admitimos que usualmente comienzan las campañas electorales varios meses antes de la fecha de tales comicios, y que con anticipación a ello deben ocurrir las internas partidarias para definir las candidaturas -—que por su parte insumen también varios meses—, el proceso de la sucesión presidencial representa en su conjunto un plazo no inferior a un año. El lapso ha llegado a ser de un año y medio en la presidencia de Alfonsín y esto pese a que su renuncia anticipada llevó a no cumplir con el plazo íntegro del citado artículo 81 de la Constitución Nacional.
Esa larga transición entre dos presidencias dota de características especiales al último tercio del mandato de seis años, al mermar sensiblemente la capacidad de decisión del Ejecutivo saliente. Esta variable no se presenta en un período reducido a cuatro años, siempre que las normas constitucionales permitan una más rápida entrega del mandato presidente electo —según se ha previsto en los Acuerdos—, y siempre que se prevea que todo el proceso electoral (internas partidarias y elecciones generales, incluida la entrega del mando) —como en los Estados Unidos de América— no supere los seis meses.
A tales fundamentos cabe agregar la necesidad de unificar en el tiempo la elección presidencial con los comicios para renovar gobernadores provinciales. Cuando ambas elecciones corren desfasadas (como sucedió en 1987), una derrota electoral del partido gobernante que entrañe
la pérdida de las gobernaciones en las principales provincias restaría el apoyo necesario al Poder Ejecutivo, ya de por sí debilitado por razones expuestas, para la ejecución de sus políticas a nivel nacional.
Una cuarta razón es que el período de seis años parece ser excesivo para una presidencia no exitosa. En este sentido, cabe tomar particularmente en consideración que en los Estados Unidos no han sido muchos los presidentes reelectos, y particularmente fueron pocos en la segunda mitad de nuestro siglo (sólo Eisenhower y Reagan), de modo tal que la costumbre política predominante en ese país ha sido la de administraciones de cuatro años, mandato sólo superado por personalidades políticas de importancia.
Varios de los argumentos que propenden a una reducción del período presidencial, son los que sustentan también la posibilidad de la reelección por ser, obviamente, aspectos que se complementan. A ello cabe agregar que en los países más desarrollados, política y económicamente, los sistemas constitucionales no prohiben las reelecciones del Ejecutivo, y —por el contrario— son notorios los casos de personalidades exitosas que —cuando raramente aparecen— suelen conducir durante largos años el destino de sus países (v.g. Felipe González en España; Mitlerand en Francia; Margaret Thatcher en Inglaterra, entre otros).
Contra esta evidencia suele argumentarse que ello sería admisible cuando se trate de gobiernos de base parlamentaria, o al menos mixta (semipresidencialista al estilo francés), porque en tales casos no supondría una mayor concentración de poder en el Ejecutivo. Este ar-gumento desconoce que, aún en los modernos parlamentarismos europeos (en especial el español), el gobierno —conducido por un Presidente o un Primer Ministro— dirije de tal manera los negocios públicos que, como lo afirma Rafael Pérez Escobar 44, el equilibrio constitucional entre los poderes Ejecutivo y Legislativo se ha roto a favor del primero, que desempeña de hecho no sólo la iniciativa parlamentaria sino también la función legislativa (respaldado en el partido mayoritario en el parlamento que, a su vez, aquél lidera). El ocaso del Legislativo en dichos sistemas parlamentarios en favor del incremento de las funciones ejecutivas es tan evidente, que en Europa ha llegado a cuestionarse la posibilidad y necesidad de la subsistencia misma de la doctrina de la división de poderes en un régimen democrático 45. Por el contrario, en los sistemas presidencialistas como el nuestro, que siguen al modelo norteamericano, el principio de la división de poderes está más rígidamente protegido por la existencia de elecciones separadas para cada uno de los órganos políticos.
En otra línea argumental, propia del debate en nuestro medio, se considera que la prohibición de la reelección presidencial es necesaria en América Latina para evitar la aparición de dictaduras, a las que esta región ha sido particularmente receptiva por causas diversas entre las que cabría mencionar a las estructuras socio-económicas y a los endebles sistemas institucionales.
Más allá de que ese razonamiento se sostenga o no en un análisis comparado de la situación actual de los países latinoamericanos, que valore adecuadamente las enormes diferencias que presentan entre sí, en la Argentina de hoy no se avisoran riesgos que puedan hacer prever una amenaza autoritaria, por varias razones.
La primera de ellas es que la dictadura requiere una concentración del poder político y del poder militar. En nuestro siglo, cuando tal circunstancia se presentó, fue producto del desborde (generado por causas de diversa índole que no cabe analizar aquí) de autoridades militares que asumieron directamente la conducción política, suprimiendo el juego de la democracia. Hoy, la primacía del poder civil respecto del poder militar, obtenida luego de una azarosa historia de muchas décadas, y el encuadre de las instituciones militares en el profesionalismo y en la subordinación a los órganos constitucionales, no permite visualizar una concentración de ambos poderes en una sola persona en un futuro previsible.
La segunda, es que muchas de las luchas sociales y económicas que condicionaron extremadamente al proceso político argentino, siendo fuente de violencia larvada o explícita, estuvieron vinculadas con la emergencia de dos sectores sociales (las llamadas «clases medias» y los trabajadores») que no estaban integrados ni participaban en el sistema político. Ese proceso histórico podemos considerarlo básicamente concluido, dado que se ha operado un alto grado de integración social y económica, que es el principal sustento del funcionamiento de nuestra democracia, sin que ello implique desconocer la presencia de bolsones I. pobreza y subdesarrollo de significativa importancia.
Esto se advierte en el pleno desenvolvimiento de las libertades individuales (particularmente la de prensa) y de las libertades políticas (respecto a la organización, vida interna y manifestaciones de los partidos), bajo las cuales se desenvuelve la democracia en nuestros días.
No es tampoco una razón menor la disminución de la participación del Estado en la economía nacional como consecuencia de las relaciones introducidas en los últimos años, y el ensanchamiento de la actividad y libertad de los mercados, que progresivamente aleja la concentración de los poderes económicos y del poder político, rasgo que también se hace presente en la conformación de los autoritarismos.
La mayor participación del país en el sistema mundial de naciones, con las interrelaciones de todo tipo que ello genera, y el robustecimiento de las libertades que respalda la propia comunidad internacional, conforman garantías adicionales a las que resultan de los factores internos ya recordados.
El conjunto de las razones mencionadas parece haber sido compartido por las dirigencias locales al generar el proceso de reforma a las constituciones provinciales, como así también en el que se impulsa para un futuro inmediato.
En efecto, de las catorce provincias que modificaron sus constituciones desde 1986 hasta el presente, sólo cinco de ellas (Salta, Santiago del Estero, Corrientes, Tucumán y Jujuy) no receptan la reelección inmediata de sus gobernadores. Por otra parte, nueve gobiernos promueven actualmente la reelección mediante reformas en sus provincias, seis de ellos conducidos por el justicialismo (Buenos Aires, Mendoza, San- la Cruz, La Pampa, Entre Ríos y Santa Fe), dos por fuerzas provinciales (Chaco, por el partido Acción Chaqueña; y Neuquén, por el Movimiento Popular Neuquino) y uno por el radicalismo (Chubut)46.
Por último, corresponde aclarar que la cláusula que impide la reelección presupone un juicio de valor negativo respecto de la aptitud política de la ciudadanía, a la hora de juzgar y tener que decidir sobre el mérito de sus gobernantes.
LAS COINCIDENCIAS
La comisión de reforma constitucional del radicalismo postuló la reducción del mandato presidencial a cuatro años, sin pronunciarse sobre el tema de la reelección 47. En cambio, Jorge Vanossi se manifestó a favor de introducir el sistema americano vigente al propiciar la misma reducción con una única reelección, con intervalo de un período o sin él 48. Otro constitucionalista vinculado con la misma fuerza política, Juan V. Solá —que analiza la cuestión de la duración del mandato presidencial en el marco de los regímenes mixtos— consideraba razonable la duración del período presidencial de la Constitución actual, seis años, señalando en cuanto a la reelección que la práctica es variada, pero que se evidencia «una firme tendencia a la indeterminación de los tiempos» 49. El Consejo para la Consolidación de la Democracia, mediante un dictamen de su Comisión 2, integrada por importantes constitucionalistas (varios de ellos radicales), se pronunció a favor del mandato de cuatro años, reelegible una sola vez 50.
Por su parte, el justicialismo, en aras de un mayor consenso, abandonó su inicial posición favorable a la reelección presidencial indefinida (sostenida en la Constitución de 1949), limitando su propuesta de reforma a la posibilidad de un mandato adicional de cuatro años.
Un período posible de ocho años (con una consulta intermedia a la opinión ciudadana) se considera adecuado para la implementación de reformas económicas y sociales que exigen una coherencia y constancia en la acción de gobierno por un tiempo prolongado. A su vez, la posibilidad de reelección presidencial se encontraría adicionalmente compensada por el conjunto de reformas que tendían a un mejor equilibrio y mayor contralor entre los poderes del Estado.
En el Acuerdo de Olivos se estableció la reducción del mandato do presidente y vicepresidente de la Nación a cuatro años con reelección inmediata por un sólo período (por reforma al artículo 76 de la Constitución Nacional), considerando el actual mandato presidencial como un primer período.
Esta última aclaración fue incluida para evitar la interpretación realizada respecto de la reforma a la Constitución de la Provincia de Córdoba, según la cual podía computarse como un primer mandato el posterior a esa reforma, exégesis que permitió a Eduardo Angeloz el acceso a la gobernación de esa provincia en tres oportunidades consecutivas. Por otra parte, es una previsión que alcanza sólo al mandato presidencial ya que, el momento de realizarse el Acuerdo, no existía vicepresidente en ejercicio.
5. La supresión de la condición católica del presidente
La reforma propuesta en este ámbito no altera el sistema de relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica, que emerge del artículo 2º de la Constitución Nacional, ni el principio de la libertad de cultos consagrado en su artículo 14. En cambio, ha pretendido suprimir el Patronato Nacional, abrogado en la práctica desde la firma del Concordato de 1966 con la Santa Sede, que autorizaba al gobierno federal a intervenir en ciertas cuestiones de importancia para el desenvolvimiento de la Iglesia Católica en la Argentina51.
Se propuso eliminar el requisito de la catolicidad del Presidente de la Nación (por reforma al artículo 77 de la Constitución Nacional), concientemente con el principio de la libertad de cultos, para permitir el acceso a la primera magistratura del país a personas que profesaran otros cultos religiosos.
Habrá de debatirse en un futuro inmediato, si una persona no creyente en Dios puede acceder a la presidencia. No parece ser éste el sentido de la iniciativa bajo análisis, porque la mención al «principio de la libertad de cultos» presupone indudablemente la adhesión a algún culto, y porque se mantiene la fórmula del Preámbulo sobre la invocación a «Dios, fuente de toda razón y justicia». Esta interpretación resultaría coincidente con la posición adoptada por el episcopado argentino, que entendió que las referencias a Dios en el texto constitucional le otorgan la característica de norma ética y un valor educativo, enraizado en nuestro pasado y en la enseñanza del Evangelio52.
La señalada supresión del Patronato debería traer aparejada la derogación de otras facultades del Congreso Nacional y del Poder Ejecutivo vinculadas al tema, tales como las previstas en los incisos 19 y 20 del artículo 67 y en los incisos 8 y 9 del artículo 86 de la Constitución Nacional, que pueden ser consideradas por la Convención Constituyente, por hallarse dichos artículos habilitados para su actualización.
6. Elección directa, con doble vuelta, del presidente y vicepresidente
La reforma constitucional persigue superar el anacronismo de ciertos rasgos aristocráticos que contiene el sistema implementado en la Constitución de 1853-60.
El primero de ellos es la elección indirecta del presidente y vicepresidente de la Nación por medio de los Colegios Electorales. El fundamento teórico de la presencia de tales cuerpos era permitir la intervención de los «notables», en una época en que no existían los partidos políticos al estilo moderno, sino que ellos se definían por ser precisamente «clubes de notables». La voluntad popular expresada en los comicios, quedaba sometida a las negociaciones y arreglos que aquellos pudiesen realizar, con carácter previo a la designación de las mencionadas autoridades. Hamilton explicitaba esta idea para los Estados Unidos de América: «un pequeño número de personas, escogidas por mis conciudadanos entre la masa general, tienen más probabilidades de poseer los conocimientos y el criterio necesarios para investigaciones tan complicadas»53.
Por otra parte, la utilización de métodos de elección indirecta fue concebida como una de las características que distinguen al sistema republicano de la democracia54. Recordando las diferencias que existían en los Estados Unidos entre ambos conceptos, recuerda Natalio Botana: «De este modo surgen más claras las tres vertientes que al i mentaron la teoría republicana en el nuevo mundo: la república participativa o democrática, de gobierno directo del pueblo, apoyada predominantemente en la soberanía legislativa; la república mixta, que consistía en vaciar en un molde republicano, mediante la invención presidencial, el gobierno mixto expuesto, entre otros, por Montesquieu; la república representativa, contrapuesta a la república democrática, en tanto su carácter específico es el gobierno indirecto del pueblo» 55.
Esta concepción fue básicamente recepcionada por nuestra Constitución que, en el texto de su artículo 2o, define la forma de estallo y de gobierno que «adopta» (palabra que revela el seguimiento riguroso del modelo utilizado), como «representativa, republicana y federal». No utiliza el vocablo «democracia» en dicho artículo ni en otra parte de la Constitución. Por lo demás, su artículo 22 complementa el principio representativo al decir que «el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes», expresión que ha sido interpretada en doctrina como opuesta a las formas de democracia semidirecta (iniciativa popular, plebiscito y referéndum).
EI contexto de nuestra época ha transformado la institución de los Colegios Electorales en una realidad muy distinta a las ideas que los inspiraron. Los sistemas de elección y la presencia de grandes partidos nacionales, hicieron inaplicables, anticuadas y en algunos casos riesgosas, las normas relativas al funcionamiento de los Colegios.
La designación indirecta del presidente y vicepresidente presenta en la Argentina riesgos mayores a los advertidos para los Estados Unidos, debido a diferencias notables que existen entre las constituciones, los sistemas electorales y las prácticas de ambos países.
En los Estados Unidos son los Estados locales los que establecen los diferentes sistemas para la nominación de electores, aunque ha predominado el sistema llamado de «lista general» («unit rule»), conforme con el partido que tiene mayoría simple de los votos populares de un Estado elige a la totalidad de los electores: el ganador se queda con todo y el perdedor con nada. La aplicación práctica de esa regla hizo que el objetivo de los partidos sea ganar grupos de Estados (principalmente grandes), más que lograr una mayoría o pluralidad de votos a nivel nacional. En este esquema, sin duda pesan los Estados más populosos, porque son los que eligen el mayor número de electores, y dentro de ellos las grandes urbes. Por eso ganan relevancia los dirigentes estaduales y locales de áreas metropolitanas más importantes56.
Con estas peculiaridades, el sistema estadounidense opera en la práctica casi como una elección directa, por la disciplina partidaria que vincula a los electores con el partido que los nomina (el último caso de un elector que voto por un candidato distinto al de su partido sucedió en 1821, otros autores señalan que en la historia de los Estados Unidos sólo seis de 16.510 electores no votaron por la lista de su partido). Más aún, en treinta y cinco Estados de la Unión los nombres de los candidatos para presidente y vicepresidente son los únicos que figuran en la boleta —sin incluir los nombres de los electores—, y quince Estados exigen por ley que los electores voten por la candidatura presidencial que apoyan sus partidos57.
En nuestro país la situación es diferente porque el voto popular se distribuye ahora entre los partidos por representación proporcional. Este sistema electoral fue escasamente utilizado en el pasado para elecciones presidenciales, ya que durante el siglo XIX se acudió al sistema de lista completa y en buena parte del siglo XX al de la Ley Sáenz Peña o de lista incompleta. La aplicación del régimen de representación proporcional puede implicar que no exista una victoria neta de un partido que le permita obtener la mayoría absoluta en los Colegios Electorales. Si esto sucediese, habrá de ser el Congreso Nacional —reunido en Asamblea Legislativa y con la composición anterior a los comicios celebrados para la elección presidencial— el que tenga que decidir entre los dos candidatos más votados.
Parece evidente que el funcionamiento del sistema de la constitución, asociado con el de representación proporcional, puede generar circunstancias que no condigan con la opinión popular de nuestro tiempo, que reclama conocer inmediatamente las personas elegidas como presidente y vicepresidente de la Nación por el simple cómputo de los sufragios emitidos por los ciudadanos. Dicho sistema propende también a una desestabilización del régimen político, puesto que la in-definición sobre quiénes ocuparían las primeras magistraturas, durante los varios meses que demandarían la actividad de los Colegios Electorales y del Congreso Nacional y las negociaciones o arreglos entre los partidos, sería vivida por el pueblo como un intento de frustrar la voluntad expresada en los comicios. Esto podría abrir el juego a factores de poder o grupos de presión ajenos al proceso democrático.
Algunos de estos riesgos fueron advertidos en el funcionamiento del Colegio Electoral de la Capital Federal que consagró senador nacional al justicialista Eduardo Vaca, en el año 1990, pese a obtener la mayoría de los sufragios el radical Fernando de la Rúa, y en el Colegio Electoral de Corrientes, como resultado de los comicios para la elección de gobernador, que culminaron con la intervención federal y la reforma de la constitución de esa provincia, que implantó el sistema de elección directa, vigente en las demás provincias 58.
La presencia de tales riesgos sirve para refutar uno de los principales argumentos esgrimidos para mantener, aun en nuestros días, la subsistencia de los Colegios Electorales. El mismo sostiene que dichos Colegios expresarían el sentir de la ciudadanía de la Capital Federal o de las provincias —como tales, y no como integrantes de la Nación— y, por lo tanto, conformarían un instrumento de expresión del federalismo. Pero parece impensable que alguna provincia pudiese utilizar el poder de negociación que surgiese de comicios de renovación presidencial (v.g. en el caso de obtener el triunfo partidos locales), para condicionar el resultado de una elección con características nacionales, a cambio de ventajas de cualquier tipo. Por otra parte, la presencia predominante de partidos nacionales, la misma nacionalización de los comicios y de las voluntades populares que suscitan en sus programas y plataformas, así como la difusión que hacen en el mismo sentido los medios masivos de comunicación, haría que una hipótesis como la analizada fuera inaceptable para la mayoría de los ciudadanos del país.
Algunas de las consideraciones hasta aquí expuestas, complementadas con otras de peso, fueron ya levantadas en oportunidad de la consideración de reformas para suprimir el sistema de elección indirecta contemplado en la Constitución de 1853-6059.
EL PROBLEMA DEL «BALLOTAGE»
El Consejo para la Consolidación de la Democracia60 y la comisión del radicalismo61 se pronunciaron, en su momento, por la elección directa, si bien ambos plantearon su combinación con el sistema del “ballotage» o doble vuelta.
El justicialismo tenía una posición adversa a la doble vuelta. En una serie de razones. La primera de ellas era que el problema del ballotage debería ser apreciado dentro de las condiciones en que se desenvolvía el sistema de partidos. En efecto, de la experiencia resultante de casi cinco décadas de historia argentina podía extraerse la conclusión que nuestro país había consolidado un régimen político primordialmente bipartidista, con fuertes semejanzas con modelos anglosajones, que concentra entre el 80% y el 90% de los votos 62. Si bien funcionaba corregido por la presencia de otros partidos, ninguno de ellos había podido constituirse en una tercera fuerza significativa.
Como señalaban importantes constitucionalistas, ésto sucedía pese a que, desde 1955 en adelante, en diversas elecciones por decisión de sucesivos gobiernos militares, se venía implementando la representación proporcional con el propósito evidente de favorecer una dispersión de los votos entro una pluralidad de partidos. La voluntad popular de expresarse por los dos partidos políticos principales, que ofrecen importantes rasgos comunes en sus doctrinas o programas, ha sido pues independiente de la influencia del régimen electoral basado en la representación proporcional 63.
En estas condiciones, la implementación del «ballotage» supondría que fuerzas políticas poco significativas, situadas a la derecha o a la izquierda de los dos grandes partidos, pudiesen tener una capacidad de presión y negociación a la hora de brindar sus apoyos antes de la segunda vuelta (cuando ninguno de aquellos dos grandes partidos obtuviese la mayoría absoluta de los sufragios), que podría superar ampliamente el peso electoral que reúnen. La situación se agudizaría de tener que requerirse el apoyo de fuerzas políticas que se encuentren fuera o en los bordes del sistema constitucional, que representen una amenaza para éste, tal como ha sucedido en elecciones presidenciales de Francia.
En el problema del «ballotage» se halla en juego la libertad que pueda poseer el partido mayoritario (la fuerza que obtenga el mayor número de votos) para implementar sus programas mediante el ejercicio del Poder Ejecutivo. Aquellos que propugnan el «ballotage» adoptan una versión modernizada de los mismos principios que, en el siglo pasado, inspiraron al Colegio Electoral. Es decir, la elección de un Presidente de la Nación debía ser la resultante de negociaciones y acuerdos electorales; en el Colegio Electoral tales acuerdos los hacían los notables, con el «ballotage» lo realizan los partidos.
Sin embargo, cabe reiterar que las reflexiones que anteceden, contrarias al «ballotage», se encuentran vinculadas con la naturaleza bipartidista de nuestro régimen político. De atenuarse dicha naturaleza, y de no obtener el primer partido un número apreciable de sufragios —por ejemplo, el 40% de los votos totales— sin los cuales el presidente electo carecería de un suficiente respaldo electoral, entonces sí podría contemplarse el recurso del «ballotage» para configurar alianzas o frentes que permitiesen designar a un presidente por una mayoría significativa.
Por estas razones la comisión justicialista propuso en su proyecto de reformas, la elección directa de presidente y vicepresidente, a simple pluralidad de sufragios, es decir «sin ballotage»64.
LAS COINCIDENCIAS ALCANZADAS
Las diferencias suscitadas dificultaron el cierre de los acuerdos sobre el «ballotage». El documento del 1º de diciembre explicitó que el presidente y vicepresidente de la Nación serían elegidos directamente por el pueblo en doble vuelta (ballotage) y, a ese fin, el territorio nacional conformaría un distrito único. Se estableció, asimismo, que la elección se efectuaría dentro de los dos meses anteriores a la conclusión del mandato del presidente en ejercicio.
Esta última reducción a dos meses es una de las reformas más n ascendentes, ya que al abreviar notablemente la transición entre dos presidencias, contribuye a una mayor estabilidad de las variables económicas.
A pesar de las intensas negociaciones realizadas no pudo convenirse, en la referida instancia, cuál debía ser el porcentual mínimo de votos que obligara a convocar una segunda vuelta. El radicalismo partía de una hipótesis máxima del cincuenta más uno por ciento de los votos. Si el partido que triunfara no obtenía ese porcentual, debería acudirse al ballotage. En una posición de mínima, aceptaba fijarlo i n el cuarenta y cinco por ciento de los votos. El justicialismo sólo aceptaba la doble vuelta si no se alcanzaba el cuarenta por ciento de los votos.
La fijación de este último piso no era arbitraria pues atendía a un importante antecedente: una propuesta de Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos suprimiendo el Colegio Electoral, a fin de establecer la elección directa del presidente, planteada en 1969 durante la administración de Nixon y reiterada en 1977 bajo el gobierno de Carter. Esta propuesta había previsto el «ballotage» entre los dos candidatos más votados de no alcanzarse el cuarenta por ciento de los votos. El interés de la iniciativa para nuestro medio reside en que provenía de un sistema que funcionaba en términos de un bipartidismo similar al argentino, en donde tampoco pudieron consolidarse fuerzas que terciaron entre los dos grandes partidos. Aprobada por la Cámara de Representantes, la enmienda no reunió en el Senado (en 1979) —pese a obtenerse mayoría simple— los dos tercios de los votos requeridos por aquella constitución65.
Otro de los argumentos utilizados en defensa del 40%, o de fórmulas intermedias entre el 40% y el 45%, fue que había variado notablemente el mapa electoral del país y la ubicación de los grandes partidos en dicho mapa, desde la época en que se propusiera el ballotage», como un aspecto esencial de la reforma constitucional de 1972 —sancionada durante el gobierno de facto de Alejandro A. Lannuse—, para el supuesto en que ninguno de los candidatos presidenciales alcanzase la mayoría absoluta de los votos válidos emitidos. La finalidad política de esa reforma era constituir, entre la primera y la segunda vuelta, un gran frente electoral con base en el partido radical y alianzas en el liberalismo y el centro-derecha, para posibilitar la derrota del justicialismo, en un momento de nuestra historia en el cual se mantenía todavía exacerbadamente vigente la antinomia peronismo-antiperonismo y cuando recién comenzaba a ser posible el fin del largo exilio de Juan Perón. En nuestros días no sólo ha quedado superada esa rígida división de nuestra sociedad, sino que un gobierno justicialista conduce al país en alianza con sectores del liberalismo, por lo que el radicalismo ya no se encuentra en la misma situación que en 1972 y su propuesta sobre el «ballotage» puede resultar anacrónica.
Durante la segunda etapa de conversaciones, se exploraron fórmulas de acercamiento, consistentes en tomar en consideración la magnitud de las diferencias porcentuales entre el primero y segundo partido en orden de votos. Sin embargo, las objeciones planteadas por Angeloz, que se había pronunciado a favor de un piso del cincuenta por ciento, impidieron al alfonsinismo cerrar el punto en el documento del 1º de diciembre. Las diferentes tesituras entre Alfonsín y Angeloz, reflejaban —quizás inconcientemente— sus respectivos posicionamientos en el seno del radicalismo, y las di-versas intenciones de situarlo a la izquierda o a la derecha del justicialismo.
En la tercera etapa de las negociaciones, que concluyeron en el Acuerdo del 13 de diciembre, se incluyó este aspecto de la reforma en el Núcleo de coincidencias básicas y se obtuvo finalmente una transacción entre las respectivas posiciones de las partes. Se fijó un piso del 45% de los votos afirmativos válidamente emitidos, que de alcanzarse por un candidato haría innecesario el «ballotage». Pero, si los candidatos más votados obtuviesen por lo menos el 40% de dichos votos y, además, existiere una diferencia mayor que diez puntos porcentuales sobre la fórmula que le sigue, tampoco sería preciso acudir a la segunda vuelta. Ello significaba que en el supuesto de una victoria clara del primer partido en orden de votos respecto del segundo, y de encontrarse ubicado en una banda entre el 40% y el 45%, no mediaría la instancia del ballotage.
En el caso que correspondiera, la segunda vuelta electoral se realizará dentro de los treinta días entre las dos fórmulas de candidatos más votados, según también se expresa en el Acuerdo. En esa circunstancia, se abreviaría a treinta días la transición entre la elección del presidente y la toma de posesión del mando.
7. Otras reformas. Remisión
En el Núcleo de coincidencias básicas se contemplaron otras reformas que hacen al funcionamiento del Poder Ejecutivo, tales como la regulación de los decretos de necesidad y urgencia y las condiciones para el uso de los reglamentos delegados (por ley del Congreso), o los límites impuestos al veto presidencial. Sin embargo, dado que el objetivo principal de esas inclusiones ha sido fortalecer eI poder de contralor parlamentario sobre la Administración, parece preferible tratarlas en el capítulo siguiente. Lo mismo se hará respecto de la situación de la ciudad de Buenos Aires, puesto que, si bien la designación de su ejecutivo significa un recorte de las atribuciones presidenciales, resulta más claro desarrollar esa temática dentro de los cambios impuestos a las atribuciones del Poder Legislativo.
NOTAS
1 Cfr. «Reforma Constitucional». Dictamen preliminar, op. cit., Cap. II, págs. 23-30.
2 Cfr.»Instituciones y dinámica política. El presidencialismo argentino», en Reforma inconstitucional y cambio político, Dieter Nohlen y Liliana De Riz, compiladores. Ed. Legasa-Ades, Bs. As., 1991, págs. 123 y ss.
3 El Consejo para la Consolidación de la Democracia dedica su segundo dictamen, al estudio de esta temática, poniendo el acento en una propuesta de reforma del régimen presidencialista y amplía esta última problemática en una tercera publicación denominada Presidencialismo vs. Parlamentarismo (Eudeba, Bs. As., 1988).
4 Cfr.”La reforma constitucional frente al régimen político argentino», en op. cit. en Nota 3, especialmente págs. 50-57. Para el estudio de los proyectos de leyes presentados al Congreso Nacional, cfr. Reforma Constitucional, 2º vol., Secretaría Parlamentaria bajo la dirección de Fermín P. Ubertone, Bs. As., octubre, 1989.
5 Cfr. Las Constituciones de la Argentina (1810-1972), recopilación, notas y estudio preliminar de Arturo Enrique Sampay, Eudeba, Bs. As., 1975, especialmente págs. 512-516
6 El decreto 3837/57 individualizaba, entre otros: el sistema de elección de diputados y senadores de presidente y vicepresidente de la Nación; los mecanismos de equilibrio entre los poderes del Estado relativos al juicio político, al funcionamiento del Congreso Nacional, al régimen de formación y sanción de las leyes, al número de ministros y al procedimiento de su interpelación parlamentaria; también las atribuciones del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo, y la organización y facultades del Poder Judicial. Además de todo esto, habilitaba el tratamiento de reformas al sistema federal y a las libertades individuales y sociales.
7 Entre ellos Carlos M. Bidegain, Natalio R. Botana, Julio Oyhanarte, Pablo A. Ramella, Jorge Vanossi, Germán Bidart Campos, Carlos S. Fayt, Mario J. López y Alberto Spota.
7 bis Cfr. Dictamen preliminar, op. cit, cap. V.
8 Cfr. Jean Linz, «Democracia presidencial o parlamentaria. ¿Hay alguna diferencia?», en Presidencialismo VJ. Parlamentarismo, Consejo para la Consolidación de la Democracia. Materiales para el estudio de la reforma constitucional. EUDEBA, diciembre de 1988, págs. 20-21.
9 Fred W. Riggs, La supervivencia del presidencialismo en EE.UU.: prácticas para- constitucionales, en Presidencialismo vs. Parlamentarismo, págs. 45-93.
10 Humberto Nogueira, «Los regímenes presidencialistas en América Latina, Tesis y Práctica», en Presidencialismo vs. Parlamentarismo, págs. 127 y ss. (esp. 154-161).
11 Carlos Nino, Id presidencialismo y la justificación, estabilidad y eficiencia de la democracia, en publicación del Centro de Estudios Institucionales. Bs. As., 1991.
12 Juan V. Sola, En las dos caras del Estado, Grupo Editorial Planeta Argentina, Bs. As.. 1988.
13 Jorge R. Vanossi, La reforma de la Constitución, Emecé, Bs. As., 1988, págs. 321-323. Cfr. también dos extensos artículos: «El Estado requiere otra distribución de funciones» y «Se debe mantener el régimen presidencialista», La Nación, 3 y 4-VIII- 87.
14 Jorge R. Vanossi, «Fundamentos y razones de la necesidad de la reforma de la Constitución. La descentralización en la Argentina», en Reforma institucional y cambio político, op. cit., especialmente pág. 119.
15 Dieter Nohlen, «La reforma institucional en América Latina, un enfoque conceptual y comparativo», en Reforma institucional y cambio político, op. cit., págs. 15-15 y 24.
16 Juan B. Alberdi, «Bases y puntos de partida para la organización política de la Argentina», en El pensamiento político hispanoamericano, vol. 6, Depalma, Bs. As., 1964, cap. XV, págs. 94-95.
17 Arturo E. Sampay, La Reforma Constitucional, La Plata, 1949, pág. 34. Cfr. también N. Botana y A. M. Mustapic, op. cit., pág. 80.
18 Alberto García Lema, La construcción del consenso, op. cit., págs. 174-175; Edward S. Corwin, El Poder Ejecutivo, EBA, Bs. As., 1959; César Enrique Romero, D. Constitucional, Víctor P. de Zavalía Editor, Bs. As., Tomo I, cap. X.
19 Cfr. Anexo documental, V.
20 Alberto García Lema, La construcción del consenso para la reforma de la Constitución Nacional, op. cit., pág. 172.
21 Cfr. Anexo documental, XI.
22 Cfr. Anexo documental, XIX.
23 Cfr. puntos III, IV, V del capítulo A a), y capítulo H, inciso a; que pasaron a ser puntos 3º, 4º y 5º del apartado «A, a» y «G. a», respectivamente, en la versión definitiva de los acuerdos.
24 Se prevé reuniones de gabinete si así lo indicara el Poder Ejecutivo o el Jefe de Gabinete por su propia decisión en supuestos de importancia, o cuando se debiese resolver el envío al Congreso de la Nación del proyecto de ley de ministerios y del presupuesto nacional —previa aprobación del Poder Ejecutivo— y el dictado de decretos de necesidad y urgencia que correspondería realizar en acuerdo general de ministros. Deberá en el futuro interpretarse esa norma en caso que el vicepresidente haya sustituido temporariamente al presidente, por ausentarse del país.
25 Cfr. punto I; luego «a» 1., y punto III; ahora «a» 3 del capítulo A.
26 Cfr. punto II, VI y VII del capítulo A: a); que luego pasaron a ser puntos 2, 6 y 7 del capítulo A «a». La superioridad del jefe de gabinete respecto de los demás ministros, se ratifica por la necesidad de su refrendo en los decretos reglamentarios de las leyes y en los mensajes del presidente que promuevan la iniciativa legislativa, y en sus facultades para decidir el envío al Congreso del proyecto de ley de ministerios y del presupuesto nacional, previa aprobación del Poder Ejecutivo.
27 Cfr. punto IX, luego A «a» 9o; ídem «a» 10; ídem «a» 12; y Capítulo H, apartado “a», en la versión definitiva G «a».
28 También se descartó la primera alternativa concebida, de la intervención de la Asamblea Legislativa. En el curso del debate se descartaron también otras dos modalidades de la censura que pueden presentarse en el derecho comparado. La censura constructiva, es decir, la nominación de un candidato a jefe de gabinete, a fin de imponérselo al Poder Ejecutivo si se aprobaba esa moción; y la facultad ejecutiva de disolver el Congreso frente a una moción de censura. Se consideró incompatible el primer precedente con el régimen presidencialista que sólo se atenuaría en nuestro medio, así como inconveniente la disolución del Congreso, que era un órgano que se deseaba fortalecer.
29 Ese Consejo, por su Comisión II, expresaba: «En el sentido indicado, deberían otorgarse al Presidente las atribuciones propias de un jefe de Estado y al Primer Ministro las de jefe de gobierno»; Cfr. Dictamen Preliminar, op. cit., pág. 115, v. págs. 110 116; y págs. 49-56.
30 Cfr. Rodolfo Barra, comentando el punto, señala la necesidad de distinguir los conceptos de «gobierno» y «administración». El gobierno supone el poder de concepción y conducción política de los asuntos estatales e indirectamente de los comunitarios. Si bien en un sentido amplio los tres poderes de la Constitución «gobiernan», el Ejecutivo es tradicionalmente considerado la principal sede del gobierno. Recuérdese Mi poder de iniciativa y el «residual» que permanece en su cabeza luego de la distribución de competencias entre los otros órganos del Estado: todo lo que no fuere legislar y juzgar es atribución presidencial. De aquí que Poder Ejecutivo y gobierno —señala- se confundan. En la concepción original e histórica de la división de poderes también gobierno y administración, pero ambos conceptos son distinguidos en el proyecto constitucional. «El jefe de gabinete atenúa el sistema presidencialista» en Ámbito Financiero, 25-11-94.
31 Por ejemplo, los del capítulo A, «a», VIII, o los del H, «a» y «b».
32 Miguel A. Ekmekdjian, «Los aspectos jurídicos del Pacto de Buenos Aires», en El Cronista, 16-XII-93 y Walter V. Costanza, «El jefe de gabinete», en La Prensa, 16- XII-93 consideran al jefe de gabinete semejante al primer ministro establecido en la constitución peruana de 1980. Sin embargo, por las razones antedichas no puede entenderse —según lo sostiene el primero de ellos— que sea un simple asistente técnico-administrativo del presidente, con menos poder aún que los restantes ministros del Poder Ejecutivo (ya que ni siquiera tendría un ámbito de competencia en ciertas materias propias). Por el contrario, su competencia específica será toda la administración y —con sus facultades de dictar actos y reglamentos, efectuar nombramientos del personal y ejecutar la ley de presupuesto, entre otras— poseerá un rango privilegiado, debiendo los demás ministros responder a su conducción en tales aspectos.
33 Cfr. Alberto Natale, «¿Menos poder presidencial?», La Nación, 16-XII-93.
34 Cfr. Hamilton, Madison y Jay, El Federalista, Fondo de Cultura Económica, México. 1957. pág. 291.
35 Idem. pág. 298.
36 Idem págs. 303-304. Cfr. una ampliación de los argumentos en todo e] artículo del 18 de marzo de 1788 incluido como capítulo LXXI de la obra mencionada.
37 No puede desconocerse por un lado, que en los Estados Unidos, se cuestionó esa enmienda existiendo movimientos a favor de su derogación, ni tampoco que existieron otros estudios y propuestas para una reforma que introdujera el mandato de seis años. Cfr. Edward S. Corwin, El Poder Ejecutivo, Ed. Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, 1959, pág. 40. Cfr. James L. Sundquist, Constitutional reform and effective government, The Brookings Institution, Washington D. C., 1986, págs. 4. j .49.
38 «En cuanto a su energía y vigor, el poder ejecutivo debe tener todas 1as facultades que hacen necesarias los antecedentes y las condiciones del país y la grandeza del fin para que es instituido»… «Dad al poder ejecutivo todo el poder posible, pcr0 dádselo por medio de una Constitución. Este desarrollo del poder ejecutivo constituye la necesidad dominante del derecho constitucional en nuestros días en Sudamérica». Cfr, Juan B. Alberdi, Bases, op. cit., págs. 94-96.
39 Cfr. Germán Bidart Campos, El Derecho Constitucional del Poder, Ediar 1967, Tomo II, pág. 35.
40 Cfr. para mayor amplitud de los fundamentos, Arturo E. Sampay, La Reforma constitucional. La Plata, 1949, págs. 68-73.
41 Al fundamentar la alternativa «B», expresaba la Comisión Coordinadora que “no sería incongruente con nuestras prácticas. En su favor puede argumentarse que permitía ratificar el mandato de un Presidente de modo de garantizarle un amplio período para cumplir su gestión —ocho años— y, a la vez, sustituir en un plazo no muy largo a quien no haya podido satisfacer las expectativas en él depositadas. Por otra parte se conjuga con la práctica de los derechos políticos que requiere una manifestación electoral cíclica, por lo cual no es dable admitir una prolongación excesiva de los mandatos sin que el pueblo pueda expresar su definición política». Cfr. Arturo E. Sampay, Las Constituciones de la Argentina (1810-1972), Ed. Eudeba, 1975. pág. 594.
42 V.g. el Proceso de Reorganización Nacional lijó el mandato en 3 años, con posibilidad de reelección por única vez, y remoción en cualquier momento por la Junta Militar — arts. 2° y 3º del Estatuto y 2.7 del Reglamento-—•
43 Este argumento se ha considerado en los Estados Unidos de América contra la rigidez que impuso al sistema la Enmienda XXII, ya que la certidumbre de que un presidente en su segundo período no puede en circunstancia alguna pretender un tercer período, disminuye inevitablemente su efectividad en la función, como lo demostró la experiencia del presidente Eisenhower, según lo señala C. Hernán Pitchett, La Constitución Americana, op. cit., pág. 395-396.
44 En «La Constitución Española: diez años después», trabajo incluido en La Constitución Española, lectura para después de una década. Ed. La Universidad Complutense, Madrid, 1989, especialmente págs. 185-188.
45 Cfr. por ejemplo en la obra anterior, el trabajo de José Luis Alvarez Alvarez, «Gobierno. Partido y Separación de Poderes» (especialmente págs. 10-18 y 21-42).
46 Cfr. artículo de Graciela Guadalupe en La Nación, 8-H-94.
47 Cfr. Anexo documental, VI.
48 Jorge R. Vanossi, La reforma de la Constitución, op. cit- págs.. 149 y 198-99.
49 Juan V. Sola, op. cit., págs. 59-60.
50 Dictamen preliminar, op. cit., pág. 105.
51 La supresión del Patronato había sido propuesta por el Consejo para la Consolidación de la
Democracia, si bien éste pretendía una rígida independencia entre la Iglesia y el Estado. La comisión justicialista sugirió un conjunto de reformas dirigidas a dicha supresión, siendo una de ellas la exclusión del requisito de la confesionalidad del presidente. Cfr. Dictamen preliminar, op cit pág. 45-46; Cfr. Tercer documento II 1º.
52 Cfr. Síntesis del documento episcopal, en Ambito Financiero, 10-111-94.
53 Hamilton, Madison y Jay, El Federalista, op. cit-, pág. 289.
54 Madison definía a la «república» como «un gobierno que deriva todos sus poderes directa o indirectamente de la gran del pueblo y «que se administra por personas que conservan sus cargos a voluntad de aquél, durante un período limitado o mientras observen buena conducta. Es esencial que semejante gobierno proceda del gran conjunto de la sociedad, no una parte inapreciable, ni de una clase privilegiada de ella..Es suficiente para ese gobierno que las personas que lo admitiesen sean designadas directa o indirectamente por el pueblo”. Cfr. El Federalista, op. cit., cap XX- pág. 159
55 Cfr. La tradición republicana. Ed. Sudamericana, Bs. As.. 1984, pág. 85. Cfr. Especialmente, para mayor desarrollo, su capítulo II titulado «La república en América del Norte”
56 Cfr. Wallace S. Sayre y Judith H. Parris. La elección presidencial en los Estados Unidos de América (El Colegio Electoral y el sistema político americano), citado en el artículo de nota 57.
57 Cfr. Alberto García Lema, La elección presidencial en los Estados Unidos de América y en la República Aregntina; Cfr. Sayre y Parris, op. cit., pág. 57-83.
58 Para un estudio de los problemas ocasionados en los Estados Unidos por el Colegio Electoral y los proyectos para su reforma, puede verse C. Hernán Prichett, La Constitución Americana op. Cit. pág. 383-394.
59 Pablo Ramella, analizando lo dispuesto en ese sentido por la Constitución de 1949, expresaba que «es sabido que la elección indirecta de presidente aquí y en Estados Unidos, en la práctica se frustra, puesto que los electores de presidente tienen el mandato imperativo de sus partidos de votar quien haya sido proclamado por éstos». Recordaba también las palabras del convencional Luder en aquel momento, quien sostenía que la supresión del sistema de elección indirecta… «destruye una ficción constitucional y al mismo incorpora un procedimiento para registrar con mayor fidelidad la voluntad popular” y las del convencional Sampay: «el pueblo elige entro los candidatos a presidente de la república y no entre los electores».
El dictamen de la mayoría de la Comisión que analizó la reforma constitucional de 1972, fundamentó la iniciativa en que la elección directa «tiende a suprimir la complicación del actual régimen indirecto, verificándose que en la realidad de nuestra praxis constitucional el sistema de segundo grado se ha convertido normalmente en un sistema directo». Cfr. Pablo Ramella, op. cit., págs. 748-749.
60 Cfr. Dictamen preliminar, op. cit., pág. 53.
61 Cfr. Anexo documental, VI.
62 Hening, S. y Pindler, J., en su obra sobre Partidos políticos europeos, Ed. Pegaso, Madrid, 1976, distingue entre el sistema que funciona con sólo dos partidos mayoritarios (en el sentido que puedan aspirar a una mayoría) que alternan en el poder, del multipartidista en que la norma es la coalición de dos o más grupos (Cfr. p. 15). Ejemplo de este último sistema es Italia en donde pese a existir un partido principal (la D. C.) el voto del partido ha fluctuado alrededor del 40% del electorado, lo que ha obligado a la gestación de coaliciones a derecha o izquierda (Cfr. págs. 205-271).
63 Bidart Campos, Germán, en La Constitución frente a su reforma, Ed. Ediar, Bs. As., 1987 expresaba: «Y sobre este último punto, el fenómeno de polarización bipartidista en las elecciones con que salimos del último período de facto de 1983, pone en entredicho la teoría de que los sistemas electorales inciden fuertemente en los sistemas de partidos. En Argentina, con un sistema de representación proporcional, un 90% aproximadamente de los votos populares se acumuló y repartió en 1983 entre dos grandes partidos, el radicalismo y el peronismo».
64 Cfr. 3er. Documento, II, punto 4.
65 Cfr. Congressional Quaterly’s Guide Elections. Introduction, pág. 263.