CAPITULO 6
El Núcleo de coincidencias básicas. Reformas a los poderes Legislativo y Judicial. Garantías jurídicas y políticas
En el capítulo anterior se habló del incremento que experimentaron los poderes del Ejecutivo —en gran medida a expensas de las facultades del Parlamento— a lo largo de la historia de este siglo. Este hecho, que es universal y no una particularidad de nuestro medio, ha justificado la búsqueda de mecanismos que tiendan a revertirlo, a fin de obtener un mejor equilibrio entre los órganos del Estado. La atenuación del presidencialismo, mediante la incorporación de un jefe de gabinete que actúe como nexo con el Congreso Nacional y que facilite el contralor sobre la administración, es sólo una de las medidas contempladas para lograrlo.
A continuación podrá advertirse cómo otro conjunto de reformas, que alcanzan al Poder Legislativo y al Poder Judicial, han perseguido el mismo propósito. Se intenta robustecer el funcionamiento de estos dos poderes introduciendo mayor eficacia en el desarrollo de sus tareas propias y su actividad de control, a la vez que se crean órganos auxiliares que colaboren con ambos poderes en el cumplimiento de estos objetivos. El análisis en particular de cada una de las iniciativas reformistas no debe perder de vista que ellas se encuentran entrelazadas unas con otras y responden a una concepción global que les otorga su sentido último.
1. El fortalecimiento del poder del Congreso
En el siglo XX, la decadencia del Poder Legislativo y el del Ejecutivo no es una nota típica de los regímenes presidencialistas, sino que alcanza también a los sistemas parlamentarios Veamos la cruda descripción de esta realidad que realizan algunos autores.
José Luis Alvarez Alvarez 2 escribe —respecto de la situación actual de España y de Europa en general— que «El Legislativo ha perdido, como ha dicho Wheare, poder, eficacia, estima e interés público; ha quedado disminuido frente a otras instituciones políticas o sociales, especialmente el Ejecutivo, pero también respecto de los partidos, los sindicatos y patronales, la radio y la televisión. De hecho el Legislativo ha cedido en todas sus funciones básicas: fijar la política a seguir, hacer las leyes y controlar al Ejecutivo. La política la fija el gobierno en su programa y aún más lejos el partido en el programa que presenta para las elecciones. La legislación la aprueba el Parlamento pero no la elabora él, los proyectos en una proporción abrumadora son obra del gobierno, del Ejecutivo, y se aprueban sin apenas modificaciones del Legislativo; y la llamada legislación delegada (decretos-leyes, reglamentos, textos refundidos), es cada vez más numerosa e importante. El control del Ejecutivo por el Legislativo se ve sometido cada vez a mayores límites, quedando de él la capacidad del Parlamento de derribar al Gobierno por la vía de la moción de censura, pero reduciéndose la eficacia real al control menor de los actos de día a día. Y cuando esa moción de censura se configura, como en nuestro derecho, como constructiva, es un arma sólo para situaciones muy excepcionales».
Otro autor español, Jordi Sola Tiera, en un artículo del diario El País, titulado «¿Qué hacer con las Cortes y los Partidos?», expresaba la misma realidad y señalaba que «el funcionamiento real de nuestro sistema parlamentario se puede sintetizar así: el órgano político fundamental es el Poder Ejecutivo, es decir, el gobierno; el Congreso de los diputados es, desde el punto de vista legislativo, un órgano de ratificación jurídico-formal de proyectos y decisiones que se toman fuera de él y desde el punto de vista del ejecutivo, un órgano poco eficaz».
Este panorama es compartido por tratadistas contemporáneos que en sus estudios sobre el funcionamiento actual de los regímenes parlamentarios, se refieren a la crisis del propio concepto clásico de la «separación de poderes», que evoluciona hacia un modelo que puede denominarse de «cooperación de poderes»3.
Una obra clásica de tres profesores franceses —André Hauriou, lean Gicquel y Patrice Gelard— 4 plantea una tesis para demostrar que el fenómeno del superdesarrollo técnico-económico provoca desequilibrios sociales, políticos e institucionales. Señala que existe una crisis de los equilibrios clásicos en las sociedades superdesarrolladas que se manifiesta por el crecimiento global del poder, su centralización, la hipertrofia del Ejecutivo en detrimento del Parlamento y la inhibición progresiva de los gobernantes políticos y de sus censores en favor de los expertos agrupados en una «tecnoestructura». En cuanto a la hipertrofia del Ejecutivo, proveen ejemplos comunes a los regímenes presidencialistas (la importancia del leadership presidencial en los Estados Unidos después de Roosevelt), parlamentarios (la preeminencia del gabinete en Gran Bretaña) y mixtos (la Constitución francesa de 1958). Pero observan con mucha agudeza que «en las sociedades superdesarrolladas de Occidente, el crecimiento del Ejecutivo político en detrimento del Parlamento, se prolonga por el aumento de una ‘tecnoestructura’ administrativo-burocrática, que tiende a desposeer, a su vez, al Gobierno, es decir al Ejecutivo»
Estos autores proponen un conjunto de remedios entre los cuales destacan la búsqueda de la eficacia en el ámbito de las instituciones. La función del control de gobierno —entienden— debe ser compartida por el Parlamento, el cuerpo electoral y los organismos económicos especializados. Ello implica, por una parte, la modernización del Parlamento, el control político del Ejecutivo por el cuerpo electoral mediante los procedimientos de democracia semidirecta (el referéndum constitucional o legislativo) y la existencia de organismos especializados de control (como el Consejo Económico y Social)6.
Como puede apreciarse, la cuestión relativa a generar un mejor equilibrio entre los poderes del Estado es mucho más compleja de lo que suele creerse. Los problemas inherentes al desenvolvimiento de tendencias profundas de la sociedad industrial (y post industrial) requieren un conjunto de remedios institucionales armonizados entre sí.
Frente a ese panorama, ¿cuál es la situación que se presenta en nuestro país a consecuencia de las prácticas constitucionales?
Nuestro Congreso, fiel al modelo de los Estados Unidos, fue diseñado para dictar pocas leyes por año, resultado de un amplio debate y destinadas a durar mucho tiempo. El órgano deliberativo era el ámbito principal para conciliar los diversos intereses sociales en pugna. Los territoriales estaban representados particularmente en el Senado, que a su vez tenía algunas características de cámara aristocrática y de «ancianos». Los demás intereses se argumentaban en la Cámara de Diputados, destinataria de la representación directa de la voluntad del pueblo.
El Poder Legislativo tenía, entonces, el importante papel de conciliador de las aspiraciones de los distintos sectores sociales al elaborar los términos de las leyes a sancionarse.
Si apreciamos que ese engorroso procedimiento se enmarcaba en un breve período de sesiones ordinarias de tan sólo cinco meses de duración, y que los proyectos debían circular habitualmente entre las distintas comisiones internas, el plenario de las Cámaras y las diferentes intervenciones de éstas, puede concluirse que muchas dificultades para la tarea legislativa provienen de la misma estructura de nuestro sistema institucional.
Ahora bien, si en la arquitectura de nuestra constitución, el Poder Legislativo fue una institución más débil que el Poder Ejecutivo, la historia agudizó dicha debilidad. En efecto, el Congreso Nacional es-tuvo inactivo durante los largos años de gobiernos de facto. Sólo existió como poder político el Ejecutivo, en contacto directo con los factores de poder —como las Fuerzas Armadas o los grupos de presión empresarios o laborales—.
A lo largo del tiempo, el presidente acrecentó notablemente sus ya importantes atribuciones originarias en desmedro de las funciones del Congreso. De ese modo, se terminó de desplazar al Poder Ejecutivo la función de árbitro de los conflictos sociales y el Poder Legislativo perdió parcialmente su papel en la conciliación de los mismos.
Cabe destacar también una diferencia importante con el funcionamiento del sistema en los Estados Unidos. Allí, los grupos de presión, formalizados como «lobbys», están enlazados permanentemente con el Congreso. Por otra parte, al no haberse interrumpido la actividad legislativa, como sucedió en nuestro medio durante largos períodos, las prácticas parlamentarias sufrieron adaptaciones permanentes.
Frente al diagnóstico de situación, el pensamiento político argentino fue analizando mecanismos para revertir este problema estructura], muchos de los cuales habían sido ya ensayados en países con mayor desarrollo institucional.
Humberto Quiroga Lavié expresa sus reservas a la idea de que «solamente introduciendo variables parlamentarias vamos a poder modificar el equilibrio del ejercicio de los poderes del Estado», porque «la parlamentarización del Estado en realidad significa otorgar más poder al Congreso en una sola instancia de su funcionamiento, cual es en el voto de censura para separar un gobierno en cabeza de un Primer Ministro y asegurar de tal modo, la continuidad del Jefe de la República. Pero esta decisión fundamental no hace a la cotidianidad del ejercicio del poder del Congreso sino a la excepcionalidad, y no se trata de darle solución solamente a lo que es accidental o excepcional, sino a la vida cotidiana de la tarea del legislador»7.
A continuación se examinarán varios temas que persiguen el propósito de fortalecer el poder parlamentario: las importantes reformas que se introducen en el Senado de la Nación para democratizar esa Cámara e incrementar el peso de la oposición las disposiciones que se adoptan respecto de los reglamentos de necesidad y urgencia y de la legislación delegada, la extensión de las sesiones ordinarias del Congreso, las modificaciones que se introducen en los órganos de control de la administración y en el procedimiento de formación y sanción de las leyes. Algunas de estas últimas modificaciones se derivan al libre tratamiento por la Convención Constituyente, al igual que el examen de los poderes de investigación del Congreso.
2. Las reformas al Senado de la Nación
Las reformas a introducirse en el Senado de la Nación estuvieron entre las cuestiones di- mayor debate en las negociaciones iniciales, y se reprodujeron con igual intensidad en las instancias posteriores.
Tres fueron las modificaciones propuestas. La elección en forma directa de los senadores, en reemplazo del modo vigente de elección por las legislaturas provinciales; la ampliación a tres del número de senadores por provincias y por la ciudad de Buenos Aires, dos por la mayoría y uno por la minoría, y la reducción de los mandatos de quienes resulten electos8.
LOS FUNDAMENTOS DE LAS PROPUESTAS
Como se dijo en el capítulo anterior, la elección de los senadores por el voto directo de los ciudadanos de cada provincia fue objeto de iniciativas parlamentarias desde el año 1914, inspiradas en la enmienda a la Constitución de los Estados Unidos implementada el año anterior. Recién se concretaron en las reformas de 1949 y 1972, pero no permanecieron en nuestra constitución actual por la derogación o pérdida de vigencia de tales reformas.
A pesar de ello, el Consejo para la Consolidación de la Democracia se pronunció por mantener la elección indirecta por las legislaturas provinciales, como medio de posibilitar la revocación del mandato de los senadores, en la alternativa que contemplaba la reducción de tales mandatos a seis años9. El tema no fue tampoco en su momento objeto de propuestas por la comisión radical, ni receptado en el comunicado de prensa de la reunión entre Alfonsín y Cañero 10.
Sin embargo, las deficiencias que registra el sistema de elección indirecta de senadores habían podido advertirse recientemente, con la práctica adoptada por ciertas legislaturas provinciales de designarlos con más de un año de anticipación al momento de asunción de los mandatos. Esta práctica hacía todavía más irrazonable la duración por nueve años del período senatorial.
El proyecto de la comisión justicialista había postulado suprimir la elección indirecta pero no consideró la alternativa de aumentar el número de senadores por provincia. La ampliación de este número —a tres— proviene de la reforma de 1972, cuando se pretendió garantizar una composición que asegurase la participación de las minorías Otro aspecto importante de esa reforma fue la reducción a cuatro años del mandato de los senadores, en el marco tic la unificación de todos los mandatos electivos (incluidos el presidente y el vicepresidente de la Nación y los diputados nacionales).
La comisión justicialista del año 1992 no compartía la tesitura de la unificación de los mandatos. Consideraba útil la renovación bianual para seguir más de cerca las orientaciones políticas del pueblo y para incentivar cambios de importancia en el seno de los partidos. Por tal razón, se abstuvo de modificar el modo de renovación (bianual) de la Cámara de Diputados, a la vez que sugirió el acortamiento del mandato de los senadores a seis años, con renovación por tercios cada dos años. Coincidirían así las elecciones de renovación legislativa de ambas Cámaras 12. No obstante, la duración del período senatorial de seis años conlleva la virtual dificultad de que los senadores de una provincia no coincidan políticamente con el gobierno de la misma, si a los cuatro años un cambio electoral llevara a otro partido a la conducción de los negocios públicos locales.
LAS NEGOCIACIONES
La posición del radicalismo de incorporar un tercer senador por la minoría, aunada al problema de la reducción de los mandatos, produjo una gran complicación en todas las variables del sistema.
El primero de los aspectos intensamente debatidos fue la posibilidad de postular un artículo transitorio de acortamiento de los mandatos existentes, iniciativa reiteradamente resistida por el justicialismo, dado que los senadores con mandatos más extensos pertenecían en su amplia mayoría a esta fuerza política, por cuya razón se limitó la propuesta para «quienes resulten electos» en el futuro.
Si se aplicaba el período de nueve años y la renovación por tercios vigente, en 1995 debían renovarse los mandatos de dieciséis senadores, en 1998 de diecisiete y en el 2001 de otros quince. Así, la in-corporación de un senador por la minoría a partir de 1995 (fecha en que debía operarse la primera tanda de renovaciones) planteaba ciertos interrogantes. El primero era qué forma de elección se utilizaría para la designación del tercer senador; si la directa —por el cuerpo electoral—, o la indirecta —por las legislaturas—. Según como se respondiera a ese interrogante, el siguiente punto consistía en determinar si la minoría que debía quedar representada era el segundo partido en orden de votos (en caso de elección directa), o según el número de bancas que poseía en la Legislatura (en el supuesto de elección indirecta). Por otra parte, el sistema de dos senadores por la mayoría y uno por la minoría con elección directa, sólo podía aplicarse coherentemente en el futuro, con un mandato unificado en donde se eligieran simultáneamente los tres senadores. Ello trasladaba el peso de la discusión a si el mandato de los senadores debía ser reducido a cuatro o a seis años.
Hl radicalismo insistía en la reducción a cuatro años por dos motivos principales. Como motivo de fondo, la elección simultánea del presidente de la Nación, los gobernadores de provincia y los senadores nacionales, todos ellos con mandatos por cuatro años, proporcionaría un «bloque de gobernabilidad» del sistema político (recuérdese que se mantiene la renovación parcial de la Cámara de Diputados cada dos años). Es decir, un nuevo presidente contaría probablemente con mayoría de su propio partido en el Senado, dado el efecto de arrastre que habitualmente tienen los comicios presidenciales sobre las situaciones provinciales. El segundo motivo era coyuntural: la propuesta servía para aumentar la presión para la reducción de los mandatos existentes, pretendiendo concluirlos en el año 1999, fecha en que se elegiría presidente y una Cámara de Senadores íntegramente nueva.
El justicialismo estaba dividido sobre el punto. Su comisión de juristas había postulado reducir los mandatos senatoriales a seis años a fin de mantener la proporcionalidad originaria de una vez y media el mandato del presidente, y la renovación por tercios cada dos años (coincidentemente con la de diputados) en vez de cada tres como dispone la Constitución de 1853-60.
Empero el sentido de esa reforma se dificultaba notablemente al adicionarse el tema del senador por la minoría. Los diputados incorporados a su equipo de negociación estaban netamente enrolados en la tesitura de la reducción a cuatro años, porque equiparaba a ambas Cámaras, suprimiendo de paso lo que se entendía como resabios aristocratizantes de la Cámara Alta. Esta posición era resistida con vigor por los senadores de esa fuerza. A su vez, estos últimos proponían una variante ingeniosa para mantener el mandato de seis años y la renovación por tercios, a pesar de la necesidad de la elección única. Se sorteaban las provincias y la Capital Federal estableciéndose tres tandas de ocho distritos. Cada dos años se elegirían, en una de las tandas de ocho distritos, dos senadores por la mayoría y uno por la minoría, que durarían seis años en sus funciones, y así sucesivamente.
No puede negarse que la posición del radicalismo, avalada por una parte del justicialismo, de postular un mandato senatorial de cuatro años con el argumento de que facilitaba la formación del mencionado «bloque de gobernabilidad», presentaba un cierto grado de incoherencia respecto de sus conocidas actitudes críticas al presidencialismo. Esta idea resultaba lo opuesto: fortalecía el poder del presidente ya que éste, al asumir, podría probablemente contar con un Senado adicto 13. Por similar razón, hacía casi imposible —en un marco teórico— la hipótesis de un voto de censura al jefe de gabinete, porque como principio el gobierno siempre contaría con mayoría propia en la Cámara de Senadores. Por su parte, el mandato de seis años, con renovación por tercios cada dos del modo indicado, si bien aumentaba las posibilidades de una oposición en el Senado, ocasionaba otra dificultad: que una elección presidencial podría coincidir con una renovación de la Cámara Alta integrada sólo por senadores electos por provincias menores (si por el capricho del sorteo habían quedado postergadas las grandes), situación opuesta a la del pretendido «bloque de gobernabilidad».
Aun cuando en el texto del Acuerdo del 1º de diciembre no se resolvió definitivamente el modo de solucionar estas cuestiones, se previo una cláusula transitoria orientada hacia la reducción a cuatro años. Contemplaba, además del acortamiento del mandato, la vigencia de la reforma a partir de 1995 mediante la incorporación del tercer senador por provincia, para garantizar la representación por la minoría, y la coincidencia entre la renovación de los mandatos de senadores y la elección de presidente y vicepresidente de la Nación y de los gobernadores de provincia.
En los Acuerdos del 13° de diciembre se fijó, esta vez expresamente, la duración del mandato de los senadores en cuatro años, como consecuencia de las negociaciones expuestas en el capítulo anterior. Asimismo, para despejar las dudas que podría ocasionar la propuesta de un senador «por la minoría», se especificó que éste debía corresponder a «la primera minoría». Con el mismo propósito se dejó sentado «el respeto por los mandatos existentes».
La cláusula transitoria incluida en los Acuerdos del 13 de diciembre coincidía con la anterior del 1º de diciembre, en que debía atender «la transformación de un sistema de elección indirecta de un senador por vez, en uno de elección directa de tres senadores a la vez con representación de la primera minoría». Reproducía el texto del 1º de diciembre, respecto de «la decisión de integrar la representación con el tercer senador a partir de 1995», pero aclaraba el modo en que debía efectivizarse dicha decisión, estableciendo que «los órganos previstos en el artículo 46 de la Constitución Nacional en su texto de 1853 (las legislaturas provinciales y un colegio electoral en la Capital Federal) elegirán un tercer senador, cuidando que las designaciones, consideradas en su totalidad, otorguen representación a la primera minoría de la Legislatura o del Cuerpo electoral, según sea el caso». AI excluirse la elección directa del tercer senador, que debía representar a la primera minoría, a partir tic MW», se privilegiaba la composición tic las legislaturas provinciales emergente de los resultados electorales de IW3 (que renovaron la mitad de su integración), permitiendo apreciar a qué fuerza política correspondería dicho senador en cada provincia y en la Capital Federal.
En cuanto a la vinculación entre la renovación de los mandatos de los senadores con la elección del presidente y vicepresidente de la Nación y de los gobernadores de Provincia, prevista en el Acuerdo del 1º de diciembre en la cláusula transitoria, se trasladó a los Acuerdos del 13 de diciembre fuera del Núcleo de coincidencias básicas, para proponerse en términos más generales, al extenderse la posibilidad de unificar la iniciación de «todos los mandatos electivos» en una misma fecha (capítulo Ñ)14.
Por último, a causa de los acontecimientos relatados en el capítulo anterior, la ley 24.309 excluyó la fijación en cuatro años de la duración del mandato senatorial, por eso este punto también quedó abierto para su libre tratamiento en la Convención Constituyente.
3. Regulación de los decretos de necesidad y urgencia
Para el justicialismo fueron «puntos atados» de reforma los relativos a las regulaciones en materia de decretos de necesidad y urgencia y de legislación delegada, y los referidos a los procedimientos para agilizar el trámite de discusión y sanción de las leyes. Por tal motivo su tratamiento .fue incluido en un mismo capítulo l5. De esta manera, los negociadores de ese partido indicaban que el uso de los decretos de necesidad y urgencia, criticado con fuerza desde la oposición, había sido imprescindible para implementar aceleradamente las reformas económicas y del Estado, ante la lentitud de los procedimientos legislativos 16.
El justicialismo, mediante las iniciativas propugnadas por su comisión de juristas y por el dictamen de la mayoría del Senado, pretendía transformar al Congreso Nacional en un órgano más activo y modificar su hábito de bloquear las políticas impulsadas por el Ejecutivo, facilitado por procedimientos constitucionales provenientes de mediados del siglo pasado, y que no habían sido «aggiornados» —como en los Estados Unidos de América— mediante una práctica ininterrumpida.
A su vez, el radicalismo, variando en muchos aspectos sus antiguas posiciones en la materia, se oponía a estas reformas por entender que ellas podían debilitar el papel de la oposición en el ámbito legislativo.
EL MARCO CONCEPTUAL
El Consejo para la Consolidación de la Democracia reconoció al presidente la atribución de dictar reglamentos de necesidad y urgencia, es decir, actos de contenido legislativo, cuando se hicieran presentes circunstancias excepcionales. Lo curioso del caso es que le atribuía esta facultad con carácter privativo, sin intervención del gabinete ni del Primer Ministro y sin necesidad de refrendo ministerial17.
Por su parte, fueron constitucionalistas del radicalismo —como Jorge Vanossi y Humberto Quiroga Lavié— quienes, dentro de la doctrina que reconocía la validez de estos reglamentos, sentaron las tesis más amplias respecto de su reconocimiento, estimando que estos se mantienen en plena vigencia en tanto no sean expresamente derogados por el Poder Legislativo.
En un trabajo titulado «Los reglamentos de necesidad y urgencia», Vanossi opina que la existencia de estos «constituye un dato definitivamente incorporado al bagaje del derecho constitucional con-temporáneo como parte de la creación legislativa abreviada o de emergencia». Considera que una vez puestos en conocimiento del Congreso, éste tiene tres caminos posibles: aprobar expresamente su sanción, rechazarlos expresamente, guardar silencio o «en cuyo caso se opera una aprobación ficta». Es que son, como dice Quiroga Lavié, actos constitucionales válidos, sujetos a condición resolutoria por parte del Congreso. Esto quiere decir que el acto del Congreso en caso de oposición (d’empecher) debe ser expreso si quiere producir o significar la no aprobación, el rechazo. Por lo tanto, en caso de silencio del
Congreso, el reglamento sigue produciendo sus efectos. Salvo manifestación en contrario del Congreso estos decretos continúan en vigor, por lo cual la anticipación del acto legislativo que hizo el Poder Ejecutivo se prolonga en el tiempo18.
Esta opinión doctrinaria, fundante de la convalidación tácita, concuerda con la evolución que registraron en nuestro medio los decretos-leyes sancionados por los gobiernos de facto. Como es sabido, se aceptó pacíficamente hace ya varias décadas, por razones de certeza y seguridad jurídica, que dichos decretos-leyes (denominados «leyes» y numerados como tales durante un extenso período de nuestra historia) se mantienen en vigencia en tanto no sean derogados expresamente. No podría ser que obtuvieran mejor trato esos decretos provenientes de gobiernos ilegítimos que los decretos tic necesidad y urgencia emanados de gobiernos constitucionales, que cuentan con legitimidad de investidura. La conclusión que sigue de ello es que estos últimos decretos deben mantenerse vigentes en tanto el Congreso no los derogue expresamente. A partir de que el Parlamento toma conocimiento de los mismos, los reglamentos mencionados se emancipan de la voluntad del Poder Ejecutivo. El transcurso del tiempo, y la ausencia de una derogación expresa, puede implicar así una convalidación tácita que impide su derogación por medio de simples decretos 19.
La regulación de los decretos de necesidad y urgencia no había sido contemplada en el proyecto de la comisión de juristas del justicialismo que, en cambio, propuso un trámite parlamentario abreviado para los proyectos de leyes de necesidad y urgente tratamiento20, tal como en su momento también lo previera la comisión radical21.
Sin embargo, en el curso de las negociaciones, el radicalismo se negó a considerar procedimientos especiales para estos proyectos, puesto que rechazó la posibilidad de su sanción tácita o «ficta» (modo de obligar al Congreso a pronunciarse en plazos breves), aduciendo que se debilitaba el rol de la oposición en la discusión legislativa. Ello obligó a trasladar el peso del debate sobre la forma de regular los decretos de necesidad y urgencia.
El resultado surgió tras una compleja sucesión de transacciones. Por una parte, el justicialismo aceptaba «excluir reformas tendientes a introducir la sanción tácita, tanto en proyectos de leyes de necesidad y urgente tratamiento, como en casos de proyectos aprobados por una de las Cámaras». En compensación el radicalismo aceptaba el reconocimiento constitucional de los decretos de necesidad y urgencia, aunque tal aceptación se encontraba sometida a importantes limitaciones.
La primera era la prohibición de utilizarlos —bajo pena de mili dad absoluta e insanable— en «materia penal, tributaria, electoral o el régimen de partidos políticos». Si bien el gobierno no había sancionado decretos de ese carácter en las dos últimas materias, sí lo había hecho extendidamente en el orden tributario (la mayor cantidad de veces para suprimir impuestos) y, en contadas ocasiones, en el derecho penal administrativo.
La segunda, era fijar formas especiales para el dictado de ese tipo de decretos e incrementar el control parlamentario. Así, su ejercicio debía ser «decidido en acuerdo general de ministros, con el refrendo del jefe de gabinete y los restantes ministros. El jefe de gabinete, personalmente y dentro de los diez días de su sanción, someterá la medida a consideración de una comisión bicameral permanente, cuya composición deberá respetar las proporciones de las minorías».
Quedaron sin definir, en cambio, ya que no existió acuerdo, los efectos de la aprobación o el rechazo de la medida por la comisión bicameral permanente. El justicialismo pretendía que se explicitara que la aprobación por la comisión convertía al decreto de necesidad y urgencia en ley, y que el rechazo lo remitía al plenario de cada Cámara. La cuestión se vinculaba, además, con el principio de la convalidación tácita de dichos decretos, en ausencia de una ley que los dejara expresamente sin efecto. Sin embargo, ante la falta de coincidencias sobre los alcances de la intervención de la comisión bicameral, sólo se dejó prevista su creación constitucional quedando abierta para el futuro la restante temática.
Durante la fase final de las negociaciones, se incluyó esta regulación en el Núcleo de coincidencias básicas y se agregó la palabra «excepcionales» para referirse a las circunstancias que hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por la constitución y que auto-rizaran el dictado de esta clase de decretos.
Contra las críticas alzadas respecto de la constitucionalización de los decretos de necesidad y urgencia22, cabe recordar que esa iniciativa fue, según acaba de señalarse, producto de la negativa del radicalismo de prever mecanismos parlamentarios para proyectos de leyes de ese carácter. Por otra parte, parece evidente la conveniencia de incluir en la Constitución Nacional un procedimiento impuesto en la práctica, puesto que las formalidades con que se ha revestido su utilización inducen a sostener que se apelará a esa medida en circunstancias excepcionales, que hacen a su esencia misma, y quedará sujeta a un contralor parlamentario inmediato, precisamente porque se dispone que el jefe de gabinete deberá concurrir a dar explicaciones sobre la medida e interviniendo, como se ha dicho, una comisión bicameral permanente al efecto.
4. Legislación delegada
La delegación legislativa al Poder Ejecutivo es utilizada ampliamente en los Estados Unidos. La doctrina americana ha encontrado justificación a esta práctica en el peso de la maquinaria legislativa, puesto que una vez aprobada una ley resulta extremadamente difícil su reforma, mientras que los problemas considerados por la legislación pueden cambiar constantemente. Ha sido particularmente utilizada a partir del aumento de la intervención estatal en el manejo de la economía y en los períodos de emergencia o de guerra.
Algunas formas de la delegación en aquél país (por ejemplo que el Poder Ejecutivo pueda llenar los detalles de la ley o sus medidas de ejecución) son atribuciones que nuestra constitución vigente ha confiado directamente al presidente (artículo 86, inciso 2 de la Constitución Nacional). Dentro de la amplitud de la delegación legislativa reconocida en Estados Unidos, se admite la legislación condicional, es decir, que el presidente pueda suspender o poner en vigencia determinada legislación. Se ha considerado allí como límite, el hecho de que el Congreso deba definir la materia de la delegación y suministrar un patrón o criterio claro para guiar al organismo administrativo al cual se transfieren facultades23. Asimismo, se ha establecido que la delegación dure un tiempo limitado, pasado el cual las facultades concedidas pueden ser recuperadas por el Congreso.
La comisión radical había previsto en su momento permitir la delegación en el Ejecutivo de atribuciones legislativas en materias que requiriesen alta especialización técnica24. A su vez, su par justicialista había propuesto la delegación de la facultad de dictar normas relativas a materias determinadas de administración o de emergencia pública, con fijación de plazo para su ejercicio y con el control parlamentario directo25.
El reconocimiento constitucional de la legislación delegada, en materia de administración o de emergencia pública, ha tenido el propósito de dotar al Ejecutivo de un instrumento indiscutible para afrontar el dictado de reglamentos en cuestiones de naturaleza técnica, compleja o cambiante. También ha tenido la finalidad de cerrar el largo debate doctrinario y jurisprudencial respecto de su viabilidad, así como permitir diferenciar los decretos delegados de otros —los reglamentarios de las leyes— con los que habitualmente se confundieron. Además, el reconocimiento se encuentra limitado por la necesidad de fijar los plazos para su ejercicio, por la necesaria intervención del jefe de gabinete que debe refrendar los decretos de tal carácter, y por un control parlamentario especial que cumple la Comisión bicameral permanente.
La legislación delegada preexistente trajo un notable crecimiento de las atribuciones presidenciales en los gobiernos de facto, que solían dictar decretos-leyes que autorizaban amplias facultades para el Ejecutivo y que han quedado incorporados a nuestra legislación. Estos decretos-leyes deberán ser reexaminados sistemáticamente, ya que se fijó un plazo automático de caducidad al cumplirse los cinco años de sancionarse esta reforma, salvo su ratificación expresa por una nueva ley.
En el Acuerdo del 13 de diciembre, en donde esta materia fue incorporada al Núcleo de coincidencias básicas, se agregó un párrafo adicional precisando que «la caducidad resultante del transcurso de los plazos previstos en los párrafos anteriores no importará revisión de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa». El propósito de dicho agregado fue aclarar que los efectos de los actos del Poder Ejecutivo, cumplidos en ejercicio de atribuciones delegadas por leyes, no podían ser revisados en cuanto al uso de la delegación legislativa. Esta aclaración revestía importancia, pues una parte considerable de los procesos de reforma del Estado y de las privatizaciones había sido concretada por el Ejecutivo mediante la utilización .de facultades delegadas por el Parlamento.
5. Reducción a tres de las intervenciones posibles de las Cámaras
La primera de las medidas propuestas por el justicialismo26 para agilizar los procedimientos parlamentarios, admitida por el radicalismo luego de arduas discusiones, fue la reducción a tres de las intervenciones posibles de las Cámaras que, en la constitución vigente, podría llegar hasta cinco en caso de que la Cámara revisora modificara los proyectos.
El modo de efectivizar la reducción fue computar la mayoría lograda —simple o de las dos terceras partes de los miembros— en la Cámara revisora, al modificar un proyecto de ley proveniente de la Cámara de origen mediante adiciones o correcciones. Esta última Cámara, al intervenir en una segunda lectura de! proyecto, podrá por simple mayoría aprobarlo con las adiciones o correcciones introducidas, o insistir en su redacción originaria excepto que tales adiciones o correcciones las haya realizado la revisora con la indicada mayoría de las dos terceras partes. En esta última situación, para que prevalezca la primera redacción, la Cámara de origen debe también obtener el voto de las dos terceras partes de sus miembros.
Se reglamenta también que la Cámara de origen no podrá introducir nuevas adiciones o correcciones a las realizadas por la revisora, precisamente para impedir una cadena de modificaciones sucesivas entre las Cámaras que dificultaría limitar a tres sus intervenciones posibles, e introduciría una práctica de demoras parlamentarias
6. Proyectos desechados parcialmente
En consonancia con los temas antes tratados, otra de las reformas contempladas para resolver situaciones emergentes de prácticas constitucionales que provocaron intenso debate doctrinario, fue la regulación del denominado «veto parcial».
De modo similar al tratamiento realizado en los decretos de necesidad y urgencia y de la legislación delegada, se admite en este caso la promulgación parcial por el Poder Ejecutivo de proyectos de leyes con carácter excepcional, puesto que el principio establecido es que «los proyectos desechados parcialmente no podrán ser aprobados en la parte restante».
La utilización de este instrumento se encuentra sujeto a límites de fondo y de forma. En cuanto a lo primero, se dispone que «las partes no observadas sólo podrán ser promulgadas si constituyen porciones escindibles del texto primitivo, y su aprobación parcial no altera el espíritu ni la unidad del proyecto sancionado por el Congreso». Respecto de lo segundo, se establece la aplicación del procedimiento previsto para los decretos de necesidad y urgencia, que obliga al Ejecutivo a dictar la medida en acuerdo general de ministros, con el refrendo necesario de todos ellos y del jefe del gabinete, quien personalmente debe ponerla en conocimiento de la comisión bicameral permanente, en el plazo de diez días.
7. Extensión de las sesiones ordinarias del Congreso
Con idéntica finalidad —agilizar la actividad del Congreso Nacional— se habilitó la reforma del artículo 55 de la Constitución Nacional para permitir la extensión de las sesiones ordinarias al período comprendido entre el 10 de marzo y el 30 de noviembre de cada año.
Es decir, se prolonga a nueve meses en el año ese período ordinario de sesiones, que en la constitución en vigencia se halla limitado a cinco meses.
Esta medida cumple asimismo la función de fortalecer la independencia del Parlamento, ya que reduce notoriamente tanto los plazos en que el presidente puede gobernar al país sin que el Congreso se encuentre en funcionamiento, como el ejercicio de sus prerrogativas de convocarlo para sesiones extraordinarias (para el tratamiento de los temas incluidos en la convocatoria) o de prórroga. No obstante, se consideró prudente reservar todavía un número de meses (que se reducirían a tres) de libre actividad del Poder Ejecutivo, a fin de graduar el ajuste que implica esta reforma para el funcionamiento histórico de nuestras instituciones políticas.
8. Otros procedimientos de agilización del trámite legislativo
Fueron intensamente debatidas en el seno de la comisión negociadora otras propuestas del justicialismo para la agilización de los procedimientos parlamentarios. Su contraparte radical manifestaba permanentemente reservas respecto a que dichas propuestas pudiesen afectar su rol opositor en el Congreso, pese a la amplitud con que habían sido admitidas por el Consejo para la Consolidación de la Democracia, compartidas por la comisión especial del radicalismo del año 1988 28.
Al fundamentar teóricamente esta posición, Humberto Quiroga Lavié cuestionaba como inadmisible la existencia de un procedimiento parlamentario único para los diversos tipos de leyes que se conocen en el derecho comparado: leyes comunes, leyes-programas, leyes orgánicas, leyes de bases, leyes reglamentarias, leyes de refundición (para consagrar la unidad federativa), leyes de armonización, leyes se-cretas, de necesidad y urgencia, o de trámite urgente 29.
El justicialismo, además del proceso de simplificación ya referido, había propuesto en su proyecto otros procedimientos abreviados para el trámite legislativo, para las leyes de necesidad y urgente tratamiento, la aprobación ficta para proyectos con sanción de una de las Cámaras ante la falta de tratamiento por la revisora (a fin de evitar el «cajoneo» legislativo) y la delegación de atribuciones de la Cámara a sus comisiones internas.
Pese a todo ello, frente a la oposición radical, en el documento del
1 ° de diciembre se explicó (en el punto f del capítulo H) que se continuaba examinando, para su ulterior tratamiento, procedimientos de aprobación de leyes en general en plenario y en particular en comisiones, y la compatibilización de las posiciones de las Cámaras —cuando existiesen diferencias entre ellas— por comisiones de enlace intercameral de trámite legislativo.
La aprobación de leyes en general en plenario y en particular en comisiones, provenía —como se acaba de ver— del documento elaborado por la comisión de juristas del justicialismo. En el debate interpartidario fue previsto compatibilizar las posiciones de las Cámaras por medio de comisiones de enlace bicameral, tomando en consideración la experiencia de los Estados Unidos. Se incluyó una solución parecida en el Acuerdo del 13 de diciembre, habilitando la reforma del artículo 69 de la Constitución Nacional a los efectos de introducir reformas para agilizar los procedimientos legislativos, cuya redacción quedará librada a la Convención Constituyente.
9. Leyes modificatorias del régimen electoral y de partidos políticos. Intervención federal
Como consecuencia de diferenciar los tipos de leyes que sanciona el Congreso Nacional según la materia comprendida, mediante la utilización de procedimientos con mayorías especiales, se adoptaron en los acuerdos previsiones respecto de ciertas leyes orgánicas que hacen al desenvolvimiento de nuestras instituciones políticas.
En el documento de 1o de diciembre se aludió a los «derechos políticos y garantías del orden constitucional» (como título de su capítulo O). En su texto se previo incluir en nuestra Carta Magna un capítulo «que garantice el pluralismo en la vida democrática, con un sistema de seguridades que contemplará mayorías especiales para la sanción de leyes que hacen a la sustancia del orden constitucional, su defensa, los derechos políticos y leyes electorales».
Durante el curso de las conversaciones mantenidas posteriormente en la comisión interpartidaria, se decidió desdoblar ese punto diferenciando aquellas iniciativas que por su importancia política merecían ser incorporadas al Núcleo de coincidencias básicas, de otras que podían ser objeto de libre tratamiento por la Convención Constituyente.
Así, en el capítulo L de ese Núcleo, se estableció como agregado al artículo 68 de la Constitución, que los proyectos de leyes que modifiquen el régimen electoral y de partidos políticos actualmente vigentes deberán ser aprobados por mayoría absoluta del total de los miembros de cada una de las Cámaras. Obviamente, esta propuesta responde también a la necesidad de la oposición de dificultar la aprobación de leyes que puedan modificar, sin suficiente consenso, las reglas básicas del juego político y electoral.
Otra de las garantías institucionales exigidas por el radicalismo consistió en la reafirmación de que la intervención federal es competencia del Congreso de la Nación. Sin embargo, en el Acuerdo del 13 de diciembre, se aclaró que «en caso de receso, puede decretarla el Poder Ejecutivo Nacional y, simultáneamente, convocará al Congreso para su tratamiento». La solución es acorde a lo aconsejado en su momento por el Consejo para la Consolidación de la Democracia, aunque allí también se había propuesto que se regularan con más detalle ciertas situaciones conflictivas que pudiese originar la aplicación del remedio federal, como la relativa a los poderes facultados para requerirla, sus alcances, su duración, y la necesidad de que una ley especial la reglamente30.
10. El control de la Administración Pública
El justicialismo había contemplado, como otro de los modos de fortalecer al Parlamento, constitucionalizar órganos de control de la Administración que se desenvolviesen dentro del ámbito parlamentario con calidad técnica, idoneidad profesional e independencia funcional, tales como la Auditoría General de la Nación y el Defensor del Pueblo 31.
Vanossi, por su parte, había advertido que en los órganos de control debía estar asegurada la representación pluripartidaria y estar determinada la órbita de lo que debe controlar, así como garantizarse la libertad de información indispensable para el conocimiento de los hechos bajo examen32.
Durante las negociaciones, en el equipo interpartidario se siguieron los lineamientos de la propuesta justicialista de otorgar carácter constitucional a la Auditoría General de la Nación, sin mayores cambios33.
El control externo del sector público nacional, en sus aspectos patrimoniales, económicos, financieros y operativos, fue ratificado como atribución específica del Poder Legislativo, que podrá sustentar
sus exámenes y opiniones sobre el desempeño y la situación general de la Administración en los dictámenes de la Auditoría General de la Nación.
Este organismo, con autonomía funcional y dependencia técnica del Congreso de la Nación, se integrará y organizará del modo que establezca la ley que reglamente su creación y funcionamiento, que deberá ser aprobada por mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara. Su presidencia se reservará a una persona propuesta por el principal partido de la oposición legislativa. El sentido de esas dos últimas previsiones fue, obviamente, otorgar mayor incidencia a la oposición en el control de la Administración.
Se estableció también que la Auditoría tendrá «el control de legalidad, gestión y auditoría de toda la actividad de la Administración pública centralizada y descentralizada, cualquiera fuere su modalidad de organización». Al no hacerse reservas en este último aspecto, se extiende el control parlamentario también a la actividad de los organismos autárquicos, aun cuando manejen recursos propios no evidenciables en el presupuesto nacional. «Intervendrá —por último— en el trámite de aprobación o rechazo de las cuentas de percepción e inversión de los fondos públicos.»
En atención a la importancia asignada a esta función de contralor se incluyó el tema en el Núcleo de coincidencias básicas. En cambio, el instituto del Defensor del Pueblo, garantía de una mayor protección de los derechos de los habitantes, fue remitido a los temas de libre tratamiento por la Convención Constituyente en el Acuerdo del 13 de diciembre.
11. La elección directa del intendente y la reforma de la Ciudad de Buenos Aires
No ofreció mayores discusiones, en el seno de la comisión negociadora, la regulación constitucional de la Capital Federal, que había sido previamente analizada por la dirigencia de ambos partidos en ese distrito.
La idea central fue otorgar a la ciudad de Buenos Aires un «status constitucional especial», que asemejara su organización interna a un Estado provincial, pero sin transformarla efectivamente en una nueva provincia. Por tal motivo, se descartó la posibilidad de incluir la convocatoria a una Asamblea Constituyente de carácter local que tuviese por finalidad dictar una constitución para el distrito federal.
El reconocimiento de la autonomía política de la ciudad de Buenos Aires quedó garantizado al proponerse la elección directa por el pueblo de la ciudad de su jefe de gobierno, así como la existencia de órganos legislativos y judiciales, ya que se admiten «facultades propias de legislación y jurisdicción»34.
De cualquier modo, no se trata de una autonomía política plena porque una «regla especial» garantiza «los intereses del Estado Nacional mientras la ciudad de Buenos Aires sea Capital de la Nación». De igual modo, se previo que hasta tanto se constituyan los poderes que surjan del nuevo régimen de autonomía, «…el Congreso ejercerá sobre la Capital de la República las facultades establecidas en el inciso 27, del artículo 67» —referido al dictado de la legislación local—. Por su parte, «la designación de los magistrados de la ciudad de Buenos Aires se regirá por las mismas reglas, hasta tanto las normas organizativas pertinentes establezcan el sistema aplicable»35.
En el Acuerdo del 13 de diciembre se incorporó esta reforma al Núcleo de coincidencias básicas. Juan Carlos Cassagne plantea varios interrogantes respecto de sus alcances 36, que básicamente pueden reducirse a dos. El primero, es si el régimen que se establezca para la ciudad de Buenos Aires será similar al de las provincias, y el segundo, cuál será la regla especial que garantizará en el futuro los intereses del Estado Nacional. Según de qué manera se resuelvan estos interrogantes fundamentales, la ciudad de Buenos Aires tendrá un régimen federal de gobierno o bien un status constitucional de régimen local o municipal autónomo, sin control alguno del presidente, del Congreso Nacional, o de los jueces federales. «El dilema no es otro que el mantenimiento del sistema federal o la consagración de un status equivalente al de las provincias.» Frente al supuesto de que la ciudad de Buenos Aires perdiera totalmente el carácter federal que hoy posee, no debe olvidarse señala con razón— que la cesión, por parte de la provincia de Buenos Aires, de parte de su territorio se hizo bajo las condiciones constitucionales entonces imperantes. Según éstas, la ciudad de Buenos Aires se constituiría en la Capital definitiva de la República bajo un régimen federal. Si cambiasen tales condiciones, parecería necesario —afirma— que aquella provincia consienta el cambio de status constitucional que se propicia.
Con respecto a esos interrogantes cabe recordar que la reforma propuesta no contempla la creación de una nueva provincia. Las condiciones de la autonomía resultarán de una ley, ya que es al Congreso Nacional a quien corresponderá dictar la «regla especial» que garantizará los intereses del Estado Nacional mientras la ciudad de Buenos Aires sea Capital de la Nación. Por lo demás, el Congreso ya posee la facultad de crear nuevas provincias si lo considera conveniente, según el artículo 67, inciso 14 de la Constitución Nacional. El sentido de la reforma no parece ser otro que flexibilizar el inciso 27 de ese artículo, que actualmente dispone para el Congreso Nacional una legislación exclusiva en todo el territorio de la Capital de la Nación, a fin de permitir el ejercicio de un poder legislativo local. La competencia del Congreso podrá quedar limitada, por ejemplo, a ciertas cuestiones vinculadas con los «intereses» que el Estado Nacional crea necesario preservar.
También se procura remover el obstáculo que ha representado el inciso 3o, del artículo 86, para la elección directa del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires.
En cuanto a los poderes de jurisdicción de esta ciudad, los términos de los Acuerdos no precisan sus alcances, es decir, la materia comprendida en ella. Sin embargo, cabe decir que el inciso 11, del artículo 67, establece que la aplicación de los códigos de fondo corresponde a los tribunales federales o provinciales, según que las cosas o las personas cayesen bajo sus respectivas jurisdicciones, si la ciudad de Buenos Aires no se convirtiese en una nueva provincia. En atención a lo ya dicho, la ciudad no podría tener en principio jurisdicción en materia de dichos códigos si no fuese modificado también el inciso 11, del artículo 67, lo cual no está previsto en los Acuerdos.
12. Las reformas al Poder Judicial.
El marco conceptual y sus antecedentes
Se ha visto que las diversas iniciativas tendientes al fortalecimiento del Poder Legislativo reconocían como marco conceptual la necesidad de generar mecanismos que compensaran el crecimiento histórico de las facultades del Ejecutivo. Distinto es el caso de la reforma del Poder Judicial, porque aquí no se presenta primordialmente la necesidad de reparar un traslado de competencias —acaecido durante décadas— de un poder a otro (más allá de lo que pueda decirse respecto de los tribunales administrativos), sino la de mejorar la imagen pública de la administración de justicia, notablemente deteriorada por el cuestiona- miento de la independencia de los jueces y por la manifiesta falta de eficacia en la prestación del servicio.
La primera cuestión fue asumida por la comisión de juristas del justicialismo al proponer la supresión del juicio político para la remoción de los jueces, con la única excepción de los integrantes de la Corte Suprema de Justicia, y su reemplazo por un jury de enjuicia-miento. La comisión no ofrecía reformas en el sistema de designación de los magistrados37. Esta posición coincidía exactamente con la tesitura adoptada en su momento por el Consejo para la Consolidación de la Democracia, que además criticaba la creación de un Consejo para la Magistratura, al considerar que la experiencia de la actividad de esa institución (mayoritariamente integrada por representantes de la Magistratura) había sido negativa en algunos países como España, por generar una tendencia corporativa en el Poder Judicial, consolidando una suerte de establishment de los jueces, impermeable a las razonables sugerencias originadas por las necesidades cambiantes de la sociedad 3S. Sin profundizar esta última objeción, que fue superada de otro modo en el curso de las negociaciones que se relatarán seguida-mente, cabe simplemente acotar —a modo de digresión— que autores españoles le han imputado a ese Consejo (denominado más precisamente Consejo General del Poder Judicial) justamente el defecto contrario: el ser designado por la mayoría parlamentaria y, en última instancia, por el gobierno39.
Pese a la posición que comentábamos, de la comisión de juristas del justicialismo, durante la discusión de la ley declarativa de la reforma en la primera intervención del Senado se propuso la creación del Consejo de la Magistratura, como medio de desvincular la selección y ascenso de los miembros del Poder Judicial, de las presiones que pudiesen ejercer los poderes políticos. Se concebía a este Consejo como órgano asesor del Poder Ejecutivo, integrado por representantes del Congreso, del Poder Judicial y de las entidades representativas del sector.
La cuestión de la eficacia de la administración de justicia requiere un mayor desarrollo. Las conclusiones de estudios de diversa índole pusieron de manifiesto en los últimos años que, en términos generales, el servicio de justicia adolecía de graves problemas que afectaban su eficacia. El diagnóstico se centraba en el tiempo excesivamente extenso que insume la tramitación de los procesos judiciales 40.
Una misión del Banco Interamericano de Desarrollo que analizaba la reforma de la administración de justicia apreciaba que la congestión y la mora en los procesos judiciales eran fruto de múltiples causas: «marcado incremento de la litigiosidad social, problemas en la administración, carencia de prácticas y procedimientos adecuados para el gerenciamiento del despacho judicial, precario desarrollo de sistemas alternativos de solución de conflictos, sistemas inadecuados para la evaluación y promoción de los jueces, apoyo e infraestructura por debajo de las necesidades actuales, etc.». Indicaba, con datos recientes (1991), que sólo se resolvían al año el 30% de los casos pendientes, ejemplificando —para ilustrar la profundidad de este problema— que los juzgados deberían estar cerrados durante un período de dos años y seis meses para poder ventilar las causas pendientes al inicio de un nuevo año judicial41.
Se advertía, como resultado de las entrevistas realizadas por la misión, que la demora en una instancia podía extenderse en los procesos ordinarios a un término promedio de cinco años y de hasta cuatro años en los procesos ejecutivos. Se señalaba que los jueces argentinos dedicaban una parte sustancial de su tiempo y sus esfuerzos a la administración de los juzgados (conducción del personal, compra, venta y mantenimiento de los edificios judiciales, compra de material de oficina, etc.), lo cual restaba tiempo para el desempeño de su principal función, que es la de dictar sentencias. Este último problema se agravaba a nivel de la Corte Suprema de Justicia porque además de tener que administrarse, sus integrantes debían encargarse del gobierno y dirección del Poder Judicial (diseñar y ejecutar la política judicial, proponer los presupuestos para el Poder Judicial, administrativo, etc.). La misión ponía de manifiesto que en otros ordenamientos jurídicos estas funciones burocrático-administrativas están separadas de la función de impartir justicia y se encargan a un ente especializado dentro del Poder Judicial. Como otros aspectos graves del problema enumeraba el deficiente acceso a la justicia en todos los niveles, más acuciante para los sectores de menores recursos; la presencia de una «cultura del litigio» propiciada por la masificación y malformación profesional, que repercute en la congestión del sistema judicial; los costos de acceso a la justicia; la inexistencia de jueces de paz y de sistemas alternos de resolución de conflictos; la precariedad y deterioro de la estructura edilicia del Poder Judicial; entre otras dificultades de-tectadas.
Las conclusiones anteriores han sido compartidas en gran medida por otros trabajos que se propusieron diagnosticar la situación de la administración de justicia, así como proponer un programa de mejoras 42. Este diagnóstico de la situación de la justicia nacional, en los dos aspectos del fenómeno analizado, resulta generalizable al orden provincial. Así, Ricardo Alberto Vergara ha observado, como razón de las reformas introducidas en las constituciones provinciales a partir de 1986, que se observaba «en los constituyentes preocupaciones y objetivos comunes: eclipsar la desvalorización social y política que sufre actualmente el Poder Judicial y desarraigar del sentimiento de la sociedad la idea de una justicia cada vez menos eficaz» 43. Las constituciones de San Juan, Río Negro, San Luis y Santiago del Estero, siguiendo el camino antes emprendido por el Chaco y la anterior de Río Negro, implementaron Consejos de las Magistraturas con el objeto de relativizar la injerencia política predominante en las designaciones de los miembros del Poder Judicial44. En los últimos años se agregaron a ellas las de Tierra del Fuego y Formosa. Otras constituciones provinciales contemplan diferentes modos de participación de las entidades sociales en la designación de los magistrados. Por ejemplo, en Co-mentes los propone el Superior Tribunal de Justicia y en el Chubut los designa el Superior Tribunal de entre una terna presentada por el Colegio de Abogados.
Para el constitucionalista Néstor Pedro Sagüés, que comparte estas apreciaciones, existía una profunda crisis de legitimidad en el régimen actual. Afirmaba que, según encuestas realizadas, uno de cada dos argentinos no confiaba en la imparcialidad del Poder Judicial y que el 54% de los consultados en las mismas encuestas entendía que había mejores modos para designar a los jueces en el derecho comparado, y señalaba como una de las vías al Consejo de la Magistratura45.
Sin embargo, el crítico diagnóstico de la situación argentina debe ser analizado dentro de la perspectiva que proporciona la existencia de problemas similares, tanto en las naciones más desarrolladas como en muchos otros países, particularmente en el ámbito latinoamericano. En los Estados Unidos se ha encarado hace tiempo la tarea de mejorar las propuestas del presidente al Senado para la designación de los jueces federales, mediante investigaciones muy completas sobre la calidad moral y la idoneidad intelectual y profesional de los candidatos que lleva a cabo la American Bar Association, y que sirven para otorgarles mayor respaldo. Los esfuerzos por combatir las causas del retardo de la administración de justicia son acometidos por una multiplicidad de organismos, algunos de carácter público —nacionales, regionales o provinciales— o social, que muchas veces trabajan en colaboración46.
En cambio, en Europa se ha dado mayor organicidad a la resolución de estos temas mediante la creación de entes especializados que intervienen tanto en la selección y designación de los jueces como en la administración del Poder Judicial. Así, contemplan instituciones de tal carácter Italia (1947), Francia (1958), Grecia (1975), Portugal (1976) y España (1978). En este último país, preside el organismo, el presidente del Tribunal Supremo y lo integran veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. Doce de estos miembros son jueces y magistrados de todas las categorías y se los nombra en los términos que establezca la ley orgánica. Cuatro son propuestos por el Congreso de los Diputados y otros cuatro por el Senado, en ambas Cámaras por mayoría de tres quintos de sus miembros, elegidos entre un número de abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión47.
Un número significativo de constituciones latinoamericanas modernas, como las de Venezuela, Perú y Colombia, parecen haber preferido este último modelo.
LAS COINCIDENCIAS ALCANZADAS
Las reformas propuestas para el Poder Judicial fueron muy amplias, y excepto en las discrepancias —resueltas en el curso de las conversaciones— respecto del sistema de nombramiento de los jueces, medió una perspectiva común entre los negociadores de ambos partidos respecto de la profundidad de los cambios a realizar.
Los radicales propusieron suprimir todas las intervenciones políticas en el procedimiento de nombramiento de los jueces (excluida la Corte Suprema) en búsqueda de una mayor transparencia, remitiendo al Consejo de la Magistratura que se creaba la totalidad de esa responsabilidad. En cambio, el justicialismo defendió la participación de los poderes políticos en ese procedimiento por entender que la designación de los jueces no es una tarea que interese a un sólo sector de la comunidad —al más vinculado profesionalmente a la actividad judicial— sino que atañe también al conjunto de ella, dado que se trata de un servicio abierto a todos los sectores sociales.
Como conciliación entre ambas posiciones, se postuló que los jueces fuesen designados por el presidente de la Nación sobre la base de una propuesta vinculante realizada por el Consejo de la Magistratura en dupla o terna (no se cerró esta alternativa que hace a la mayor o menor discrecionalidad presidencial), con acuerdo del Senado en sesión pública. De tal modo, el control político quedaba muy limitado en el ámbito presidencial pero se lo mantenía —en los términos de la constitución vigente— en la Cámara de Senadores.
En cuanto a los magistrados de la ciudad de Buenos Aires, continuarían rigiéndose por las mismas reglas hasta tanto las normas organizativas pertinentes establezcan el sistema aplicable. En este aspecto, cabe recordar que para las reformas relativas a la ciudad de Buenos Aires se habilitó el artículo 67, inciso 27, de las atribuciones del Congreso, pero no el inciso 11 que para el caso de la legislación de fondo prevé que su aplicación corresponde a los tribunales federales o provinciales. La falta de habilitación expresa de este inciso se compadece con la lógica de no considerar a la ciudad de Buenos Aires como una provincia, sino dotarla simplemente de un status especial.
Para el nombramiento de los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, se mantuvo el procedimiento político por tratarse de los titulares de uno de los poderes del Estado, previéndose su designación por el presidente de la Nación con acuerdo del Senado por mayoría absoluta del total de sus miembros, en sesión pública convocada al efecto. Se acrecentaron, de tal modo, las mayorías exigidas para el acuerdo senatorial (recuérdese que en la constitución vigente los acuerdos se deciden por simple mayoría) a fin de dar mayor intervención a la oposición en el control de los nombramientos.
En el Acuerdo del 13 de diciembre se incorporó la temática al Núcleo de coincidencias básicas y se aclaró que las alternativas expresadas en el texto (respecto a la opción de dupla o terna propuesta por el Consejo) quedaban sujetas, en última instancia, a la decisión de la Convención Constituyente.
El Consejo de la Magistratura fue dotado de muy importantes funciones que exceden las referidas al nombramiento de los jueces, a cuyo respecto deberá seleccionar mediante concursos públicos a los postulantes a magistraturas inferiores y emitir propuestas vinculantes para el nombramiento de los magistrados de los tribunales inferiores. En efecto, se le confiaron otras dos atribuciones de significativa trascendencia.
La primera de ellas es «el gobierno y la administración del Poder Judicial», y en especial «administrar los recursos y ejecutar el presupuesto que la ley asigne a la justicia». Así también el «dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquéllos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación del servicio de justicia».
La principal finalidad perseguida con esta reforma, de acuerdo con las ideas explicadas precedentemente, fue responder a los requerimientos sociales de una administración de justicia más eficiente, que funcione en plazos más breves. Se eximiría a los jueces —en todas las instancias— de las tareas administrativas, permitiéndoles así disponer de mayor tiempo para concentrarse en sus responsabilidades específicas de impulsar y resolver las causas judiciales. Al confiar la administración de los recursos a otro órgano se pretendía también evitar que los jueces se encontrasen personalmente afectados por cualquier decisión equivocada o por posibles sospechas en el manejo de las contrataciones, lográndose así una mayor transparencia en la actividad de los magistrados.
La segunda atribución conferida al Consejo es el ejercicio de «facultades disciplinarias» y la facultad de «decidir la apertura del procedimiento de remoción de los magistrados». Disponer la remoción de los jueces debe ser tarea de un Jurado de Enjuiciamiento, y sus causales pueden ser el mal desempeño o delito en el ejercicio de sus funciones, o la comisión de crímenes comunes. Se excluye de este tipo de procedimiento a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, para quienes se reserva, como se ha dicho, la vía del juicio político en atención a su jerarquía de titulares de un poder del Estado.
La conjunción de las facultades disciplinarias y el poder de decidir la apertura del procedimiento de remoción de los jueces, con las relativas a la administración, permitiría al Consejo encarar una profunda reforma judicial, para cumplir los objetivos de lograr los tiempos más breves y la mayor calidad en la prestación del servicio de justicia.
En cuanto al modo concreto de integración del Consejo de la Magistratura y del Jurado de Enjuiciamiento (así como sus respectivas formas organizativas) fue delegado en la ley a dictarse a tal efecto, dentro de un marco proporcionado constitucionalmente. Se dispuso para ese Consejo una integración periódica y de tal manera que procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias, y de los abogados y personalidades independientes. Esta misma previsión se hace respecto de la integración del Jurado de Enjuicia-miento, con la única diferencia que en ese caso se habla exclusivamente de legisladores, excluyéndose por tanto la representación del Poder Ejecutivo.
13. Las garantías jurídicas y políticas
Las garantías del cumplimiento de los acuerdos obtenidos demandó un esfuerzo adicional por parte de los negociadores, que se plasmó en un capítulo concebido a tal efecto. Ya en el documento del 1º de diciembre se dejó constancia de que habían sido analizadas distintas alternativas de garantías jurídicas a contemplarse en la ley declarativa de reforma, y garantías políticas a ser otorgadas por los respectivos partidos, que permitiesen circunscribir la actividad de la Convención Constituyente al tratamiento de los puntos habilitados.
Entre tales alternativas se enunció, a título de ejemplo, la inclusión en la ley declarativa de un anexo que describiera todas las enmiendas básicas a ser consideradas en su conjunto, de modo tal que la votación afirmativa decidiera la incorporación de la totalidad de las propuestas, y en cambio la negativa representara el rechazo global de las reformas y en consecuencia, la subsistencia de las normas constitucionales vigentes.
En el Acuerdo del 13 de diciembre se incorporó, en su capítulo III, una cláusula en el sentido indicado y en protección de la integridad de las reformas incluidas en el Núcleo de coincidencias básicas. Complementariamente se previo que la Convención Constituyente se reunirá con el único objeto de introducir las reformas al texto constitucional contenidas en dicho Núcleo y para considerar los temas que deberán ser habilitados por el Congreso Nacional para su debate (apartado b). Asimismo, que la declaración de la necesidad de la reforma establecerá la nulidad absoluta de todas las modificaciones, derogaciones y agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de los términos del presente acuerdo. Finalmente, se acordó que ambos partidos tomarán los recaudos internos para asegurar que sus respectivos convencionales constituyentes cumplan con estos acuerdos.
Estas cláusulas de garantía constituyeron preceptos de la ley declarativa de la reforma, según ya se anticipara. El artículo 2º de esa ley enumera las modificaciones y reformas de artículos o capítulos de la Constitución Nacional, la incorporación de artículos o incisos nuevos y la sanción de cláusulas transitorias. Establece que: «la finalidad, el sentido y el alcance de la reforma que habilita este artículo 2o se expresa en el contenido del Núcleo de coincidencias básicas que a continuación se detalla:…». Por su parte, el artículo 4º señala —como se expresara anteriormente— que «…los temas indicados en el artículo 2º de esta ley de declaración deberán ser votados conjuntamente, entendiéndose que la votación afirmativa importará la incorporación constitucional de la totalidad de los mismos, en tanto que la negativa importará el rechazo en su conjunto de dichas normas y la subsistencia de los textos constitucionales vigentes».
Algunos autores y constitucionalistas han cuestionado la validez de la llamada «cláusula sistemática». Entienden que la misión de decidir si la reforma ha de hacerse, la orientación y la forma que hayan de tener los nuevos textos en nuestro sistema compete exclusivamente .i la Convención. Y la doctrina constitucional argentina, expresan, coinciden en que, en tanto no exceda el marco de los lemas establecidos por el Congreso como reformables, la Convención actúa soberanamente. Por lo cual, predeterminar el sentido que ha de tener la reforma, en el momento de declarar su necesidad, es un exceso que quebranta el sentido del artículo 30 de la constitución48. Otros constitucionalistas utilizan para cuestionarla una tesitura diferente: si la Convención Constituyente separa los temas que se pretenden atar, aprobando algunos y rechazando otros, no hay recurso judicial o extrajudicial alguno para exigir la nulidad de la reforma49. Para algún autor, en coincidencia con las posiciones políticas de los partidos de izquierda, debe afirmarse la soberanía de la Constituyente como expresión de la soberanía del pueblo, y no aceptarse los límites impuestos por la ley declarativa50.
Comentando las cláusulas de garantías, Rodolfo Barra51 ha reiterado que la Convención Constituyente —según lo sostiene la mayoría de nuestra doctrina— sólo ejerce un poder constituyente derivado. «La convención reformadora —dice— no puede apartarse de lo dispuesto en la ley declarativa, simplemente porque sin ella no existe.» Destaca la íntima relación que existe entre la creación, vigencia y reforma de la constitución, y el consenso político, y afirma que esa vinculación adquiere en la ley 24.309 una singularidad especial. «Fue tan fuerte la voluntad del legislador ‘preconstituyente’ de respetar tal acuerdo que no sólo lo transcribió, convirtiéndolo en ley, sino que sancionó con la ‘nulidad absoluta’ a todas las modificaciones, derogaciones, agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de la competencia establecida en los artículos 2º y 3º de la presente ley de declaración.» Agrega que la actuación de todos los órganos estatales se encuentra sometida a la regla de la estricta competencia. «La Ley 24.309 estableció la competencia de la convención reformadora por el tiempo (artículo 12), por el lugar (artículo 12), por el objeto (artículo 4 que remite a los 2 y 3, 13 y 15), y por el modo (artículo 5). Si la convención no existe sino en razón de la ley que la convoca, de acuerdo con lo establecido en la constitución vigente, no puede ejercer otras competencias que las establecidas en la ley de convocatoria.» Porque «…la creación misma de la Convención que en concreto reformará a la Constitución, es producto del Congreso en ejercicio del ya mencionado poder preconstituyente».
Como el Núcleo de coincidencias básicas es la esencia y la resultante del consenso, está protegido por la ley declarativa de manera especial con la redacción del texto que deberá considerar la Convención y con la «cláusula sistemática» o de votación conjunta.
Barra piensa que la Convención Constituyente puede aprobar o desechar las reformas incluidas en el Núcleo; «si las aprueba sólo podrá corregir la redacción propuesta, sin alterar su esencia», y cree también posible que aquella pueda «introducir modificaciones no sustanciales que respeten el espíritu de la reforma propuesta». Con esa opinión parece coincidir Ricardo Gil Lavedra, a fin de dejar espacios a la Convención Constituyente52
Sin embargo, esa función correctora de la Convención Constituyente debería apreciarse como restringida. Si bien el artículo 15″ de la ley declarativa confiere a dicha Convención «la de realizar la renumeración de los artículos y compatibilización de denominación de los títulos, de las secciones y de los capítulos de la Constitución Nacional que resulten después de la reforma», no hace lo propio respecto de los textos mismos. Ello no implica negar a priori una interpretación posible de ese precepto, ya que implícitamente el Congreso ha atribuido también esa facultad a la Asamblea.
Por otro lado, la lectura del artículo 5o de la ley 24.309, que contiene la «cláusula sistemática», no termina de despejar las dudas sobre la cuestión ya que en su primera parte alude a los «temas indicados en el artículo 2º», «entendiéndose que la votación afirmativa importará la incorporación constitucional de la totalidad de los mismos». La palabra «temas» expresaría una mayor elasticidad en las atribuciones conferidas a la Convención Constituyente, y podría entenderse que autoriza funciones correctoras o integrativas del Núcleo. Sin embargo, el artículo 2º en su última parte expresa que «la negativa importará el rechazo en su conjunto de dichas normas». La palabra «normas», como descriptiva de los preceptos del Núcleo, parece ser más acotada que la expresión «temas», lo que induce a adoptar la interpretación restrictiva señalada.
Sin embargo, debe recordarse una vez más que entre los temas habilitados se encuentra la actualización de las atribuciones del Congreso y del Poder Ejecutivo Nacional (artículos 67 y 86 de la Constitución Nacional), y se puede acudir a estos preceptos, para realizar una tarea de perfeccionamiento del Núcleo.
Barra se plantea también, qué sucedería si la Convención Constituyente no respetara los límites delineados por la ley declarativa. La primera consecuencia sería política: «la Constitución reformada nacerá carente de consenso, cuestionada, sin legitimidad política y por lo tanto destinada al fracaso». Cree dificultoso que la Corte Suprema pueda expedirse sobre la posibilidad de que la Convención se apartase de lo dispuesto por la ley declarativa, puesto que los jueces sólo pueden intervenir en causas concretas; sin embargo, si el Congreso o el Ejecutivo desconociesen la reforma excesiva se daría un caso de extrema gravedad institucional que podría ser llevada ante la Corte para su decisión.
Además de esta última hipótesis, un eventual exceso de la Convención Constituyente que generase perjuicios concretos a los ciudadanos, también podría ser planteado por algún particular en el ámbito judicial y ser allí objeto de revisión —situación no considerada por Barra— ya que los jueces podrían analizar la competencia de dicha Convención para sancionar las reformas que generasen tales perjuicios.
Eduardo Menem, coincide sustancialmente con la línea expuesta, pero señala con sentido práctico que «…más allá de los fundamentos y tecnicismos jurídicos acerca de las atribuciones y poderes de la Convención Constituyente, debemos privilegiar el cumplimiento del acuerdo político que abrió las puertas para la reforma constitucional». Por eso afirma que «…el mandato de nuestros convencionales será claro: a) respetar las disposiciones contenidas en el Núcleo de coincidencias básicas del pacto de Olivos, ratificado por la ley 24.309; b) libertad para fijar la posición partidaria sobre los restantes temas habilitados, que no integran ese Núcleo; c) abstenerse de incursionar en cualquier otro tema que no esté habilitado por la mencionada ley. De esta forma, el debate acerca de los poderes de la Convención Constituyente quedará reducido al plano teórico, porque la realidad política lo tornará innecesario»53.
La actitud de defensa del Núcleo de coincidencias básicas y una interpretación restrictiva de las facultades de la Convención Constituyente para introducir modificaciones al mismo, permitiría prevenir posibles cuestionamientos futuros a la reforma que se apruebe. La Constitución de 1949 fue anulada por un gobierno de facto, por los presuntos defectos en el procedimiento de aprobación de la ley declarativa (por no reunirse los dos tercios de la totalidad de los miembros de la Cámara de Diputados). Ese precedente conduce a prevenir, cuidadosamente, las eventuales impugnaciones a las reformas que sancione la Convención Constituyente, máxime en atención a las nulidades absolutas dispuestas en la ley declarativa para fulminar cualquier exceso de dicha Convención.
NOTAS
1 Alberto García Lema, «Las políticas de transformación y la seguridad jurídica», en La Ley, Actualidad, 10 de diciembre de 1992.
2 José Luis Alvarez Alvarez, «Gobierno, partido y separación de poderes» publicado en La Constitución Española: Lecturas para después de una década. Ed. de la Universidad Complutense, Madrid, 1988.
3 Rafael Pérez Escobar, «La Constitución Española: diez años después», en obra citada en nota 2, pág. 184.
4 Cfr. en Derecho constitucional e instituciones políticas, op. cit., Título I de la segunda parte: «Derecho constitucional clásico y sociedades superdesarrolladas». Especialmente Cap. I en Secc. IV, págs. 758-764.
5 Id., pág. 762.
6 Id. cap II, págs. 768-779.
7 Humberto Quiroga Lavié, «Formación y sanción de las leyes, roles del Poder Ejecutivo y Poder Legislativo. Diversos sistemas», en Reforma Constitucional, Jornadas Nacionales, Ministerio del Interior y Fundación Banco de la Ciudad de Buenos Aires, 11 al 14 de diciembre de 1989.
8 Capítulo «D» de los Acuerdos.
9 Dictamen preliminar, op. cit. pág. 61.
10 Cfr. Anexo documental, V y VI.
11 Jorge Vanossi, al auspiciar la ampliación a tres de los senadores electos por cada provincia, proponía que uno continuase siendo elegido por la legislatura, otro por procedimientos directos y el tercero por el gobernador de la provincia. «La reforma de la Constitución», op. cit., pág. 145.
12 La Comisión del año 1992 se pronunció a favor de la propuesta del autor en el sentido indicado en el texto y anticipado en el artículo ya citado «La construcción del consenso para la reforma de la Constitución Nacional», capítulo XIII.
13 Los constitucionalistas Gregorio Badeni y Daniel Sabsay opinan en el mismo sentido, recordando que las elecciones periódicas actúan como reaseguro del control de poderes y más específicamente del poder presidencial, permitiendo auscultar el pronunciamiento del pueblo. La Nación, 26-XII-93.
14 Id. La Nación, 26-XII-93. Sin embargo, la habilitación de una cláusula transitoria para atender a este punto, no significaba suprimir la renovación periódica por mitades de la Cámara de Diputados de la Nación, como parecieron entenderlo algunos observadores, ya que no se encontraba habilitada la reforma del artículo 42 de la Constitución Nacional que prevé dicha renovación.
15 Capítulo 1-1 del acuerdo del Io de diciembre, que pasó a ser capítulo G en el del 13 de diciembre.
16 Alberto García Lema, Las políticas de transformación y la seguridad jurídica, op. cit.
17 Dictamen preliminar, op. cit., págs. 53-54.
18 Jorge Vanossi, «Los reglamentos de necesidad y urgencia», J.A. IV. pág. 885 y ss.
19 La tesis de la convalidación tácita es compartida por Néstor Sagiics. en «Los decretos de necesidad y urgencia: derecho comparado y derecho argentino» (La Ley, tomo 1985-E, pág. 798 y ss.) y encuentra respaldo en la jurisprudencia de la C.S.J.N., in re. «Peralta, Luis A. y otros c/Estado nacional (Ministerio de Economía-Banco Central)» del 29 de diciembre de 1990 (Considerando 25).
20 Tercer documento, I, 9.4.
21 Anexo documental, VI.
22 Artículo de Alberto Natale y Miguel A. Ekmekdjian, «Aspectos positivos del proyecto», en El Cronista, 21 XII 93.
23 C. Hernán Pikheit. La Constitución Americana, T.E.A.. Bs. As., 1965, págs. 235- 241.
24 Anexo documental, VI.
25 Tercer documento, 8.15.
26 La comisión de juristas del justicialismo, a propuesta del autor, proyectó como modo de simplificar el trámite de aprobación de las leyes, la reducción a tres de las instancias de posible lectura de un proyecto. Tercer Documento, I, 9.1.
27 Dictamen preliminar, op. cit., págs. 58-59.
28 Cfr. Dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia, donde se transcribe el artículo 72 de la Constitución de Italia y los artículos 69 y 71 de nuestra reforma constitucional de 1972, como ejemplo de las medidas que podían efectivizar- se, y Anexo documental. VI.
29 Humberto Quiroga Lavic, artículo precitado.
30 Dictamen preliminar, op. cit., pág. 73.
31 Primer documento, punto 7, y Tercer documento, I, 11 y 12.
32 Jorge Vanossi, La reforma constitucional, op. cit., pág. 322.
33 Capítulo LL del documento del Io de diciembre y K del 13 de diciembre.
34 Capítulo «F» de los Acuerdos.
35 Capítulo «F» apartado d), y capítulo I. inciso 2.
36 Juan Carlos Cassagne, «La ciudad de Buenos Aires y la reforma constitucional», en La Nación, 3-II-94.
37 Tercer documento 1, 6.
38 Dictamen preliminar, op. cit., pág. 62-63.
39 Federico Carlos Saiz de Robles, «La parlamentarización del Consejo General del Poder Judicial», en La Constitución Española: Lecturas para después de una década, Ed. de la Universidad Complutense, Madrid, 1988, págs. 203-214.
40 William E. Davis, en Informe sobre los problemas del sector judicial de la Argentina, de diciembre de 1992, expresaba que: «la demora persistente en el sistema de tribunales daña a la comunidad empresarial, a los particulares, a las instituciones públicas, a los sindicatos, al ambiente, a la comunidad financiera, a la agricultura y al comercio exterior. Un sistema judicial que no sea capa/ de resolver con rapidez los casos se transforma en un cuello de botella para la evolución de la sociedad porque los conflictos que inevitablemente acaecerán, necesitan resolución».
41 Resumen de la Misión, con relación a la Reforma tic la Administración de Justicia, del Banco Interamericano de Desarrollo, 6 de septiembre de 1993.
42 Carlos G. Gregorio, Investigación piloto sobre duración del proceso judicial (Convenio entre la Agencia para el Desarrollo Internacional —AID— y La Fundación La Ley), Bs. As., febrero de 1993. Rafael A. Bielsa Transformación del Derecho en Justicia, Editorial La Ley, Bs. As.. 1993, cfr. especialmente Cap. II, págs. 17-38.
43 Ricardo A. Vergara, «Poder Judicial», en Las nuevas constituciones provinciales, op. cit., pág. 163.
44 Ricardo A. Vergara, id., págs. 179-182.
45 Néstor Pedro Sagüés, Elementos de Derecho Constitucional, Tomo I, Editorial Astrea, pág. 427.
46 A título de ejemplo cabe citar los esfuerzos que realiza en la materia un órgano nacional que agrupa a los jueces (sénior) de distrito, como la Judicial Conference of The United States (que reporta al Congreso por intermedio de su Presidente); órganos regionales como el National Center’s Western Regional Office, que supervisa proyectos para mejorar la administración de tribunales en trece Estados de la zona oeste y en los territorios de Guam y Samoa (ver, por ejemplo, su publicación Camino hacia la reducción de las demoras en los tribunales); de carácter estadual (v.g. en California, las iniciativas encaradas por el Judicial Concil of California, especialmente la ley de reducción de demoras en los juicios de 1986) y asociaciones privadas, como el Concil for Court Excellence.
47 Cfr. para España, Juan Montero Aroca, «Poder Judicial y Administración de Justicia en la administración y en la práctica», en Diez Años de Régimen Constitucional, op. cit., págs. 315-331.
48 Pablo González Bergez, «El trámite anormal de la reforma», La Nación, 28-XII- 93. En términos similares, Félix León, «Reforma por unas pocas monedas», La Nación. 18-11-94; Daniel Sabsay y Gregorio Badeni, en «Las garantías para el pacto reformista generan controversias», La Nación, 20-XII-93.
49 Miguel A. Ekmekdjian, «El pacto entre el PJ y la UCR no ofrece las garantías necesarias», en El Cronista, 27-XII-94.
50 Ricardo Monner Sanz, «No limiten el poder del pueblo», Clarín, 16-11-94.
51 Rodolfo Barra, «Los límites de la convención constituyente», en Ambito Financie ro, 16-11-1994.
52 «Las garantías para el pacto reformista generan controversias», en La Nación, 20 XII-93.
53 En «Basta de bromas jurídicas», Clarín, 16-11-94.