El presidencialismo atenuado, en deuda
Publicado en: LA NACIÓN, 22 de agosto de 2004.
Al cumplirse una década de la sanción de la reforma constitucional de 1994, podemos valorar positivamente la supervivencia de sus contenidos estructurales, cuando hace ya tiempo que desaparecieron las motivaciones de coyuntura política que le dieron origen. Muchos de tales contenidos se han desarrollado en los hechos, por obra de legislación complementaria o por aplicación de nuestros tribunales.
No puede eludirse el análisis de lo sucedido con la «atenuación del presidencialismo», que fue un propósito central de esa reforma. No se ha logrado el resultado perseguido.
Si la posición reticente del PJ era esperable, pues su dirigencia siempre adhirió a la idea alberdiana del presidencialismo fuerte, no parece lógico que también la Alianza prescindiera de los instrumentos previstos para dicha atenuación, cuando la UCR y el Frepaso eran fuerzas que impulsaban un «semipresidencialismo».
Fernando de la Rúa, por ejemplo, dejó de reglamentar los decretos de necesidad y urgencia (como reclamaba su partido cuando era oposición) y los utilizó ampliamente.
Más grave fue no usar el principal mecanismo previsto en 1994 para resolver la pérdida de poder de un presidente, cuando éste, además de haber sido derrotado en las elecciones generales de mitad de mandato, carecía de suficiente respaldo parlamentario: podía haber nombrado un jefe de Gabinete de ministros del partido triunfante, con responsabilidad para designar gabinete.
Si hubiese optado públicamente por esa solución, al conocerse los resultados de octubre de 2001, le habría resultado al PJ muy difícil negarse a ello. Empero, De la Rúa prefirió caer antes de utilizar el procedimiento constitucional que podría salvarlo.
Lo paradójico del caso es que luego el Congreso vino a designar un presidente para conducir la transición, pero con ciertos caracteres similares a un primer ministro, por la forma de su elección parlamentaria, por el apoyo que necesitaba del Congreso y por su renuncia ante el mismo.
La crisis de 2001, con el riesgo y el temor social a la anarquía que trajo aparejados, ha reafirmado las costumbres y prácticas del presidencialismo fuerte.
La aplicación de la reforma llevaría a afianzar sus instituciones. Pocas cosas bastarían: la creación por el Congreso de la Comisión Bicameral Permanente, pensada no sólo para el control de ciertos decretos sino como un nexo -del máximo nivel parlamentario- con el Poder Ejecutivo; realizar las reuniones y los acuerdos de gabinete; renovar los informes mensuales del jefe de Gabinete ante las cámaras, para facilitar la comprensión y el respaldo por el Congreso de las políticas del Gobierno.
Esas medidas no debilitarían el poder presidencial: por el contrario, lo dotaría de un mayor respaldo institucional ante los graves problemas que deben enfrentarse.
El autor es constitucionalista y fue convencional constituyente en la reforma de la Constitución, en 1994.