LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN.
Explicada por miembros de la Comisión de Redacción.
Co autor: Alberto García Lema.
Rubinzal Culzone Editores, Buenos Aires, 1994.
LAS REFORMAS DEL SISTEMA INSTITUCIONAL
EL NÚCLEO DE COINCIDENCIAS BÁSICAS
por ALBERTO M. GARCIA LEMA y ENRIQUE PAIXÁO
Observación preliminar
Al abordar el presente trabajo se ha seguido el orden temático expuesto en la ley declarativa de la necesidad de la reforma (24.309), que se mantuvo hasta la aprobación del Núcleo de Coincidencias Básicas por la Convención Constituyente, y no el resultante del texto ordenado de la Constitución Nacional con sus reformas (incluida la de 1994) que aprobó la Convención en un último día de sesiones. Se ha preferido este esquema a fin de poder apreciar cuál fue la importancia asignada originariamente a cada uno de los temas y cómo se los consideró interrelacionados conformando un sistema.
La base conceptual de este aporte está constituida por las intervenciones de los autores como miembros informantes de la Comisión del Núcleo de Coincidencias Básicas en la sesión plenaria de la Convención Constituyente que aprobó sus contenidos, las exposiciones que realizaron sobre algunos de sus aspectos en reuniones de dicha Comisión, y en el conocimiento personal que tuvieron en la gestación del proceso de reforma, particularmente en las negociaciones que culminaron en los acuerdos políticos entre el justicialismo y el radicalismo.
Aun cuando los autores han leído y comentado mutuamente sus respectivas contribuciones a esta obra en colaboración, compartiendo en términos generales las interpretaciones y conclusiones expuestas, se ha creído conveniente identificar en cada uno de los capítulos a su redactor porque es el responsable primario de las opiniones allí vertidas.
ANTECEDENTES
por ALBERTO M. GARCÍA LEMA
Parece conveniente recordar, como instancia previa al análisis de las reformas incluidas en el Núcleo de Coincidencias Básicas, cuáles fueron los momentos más significativos de la historia del proceso político que culminó con su incorporación al texto de la Constitución Nacional. Esa referencia histórica contribuye a ilustrar sobre el sentido y propósitos generales que informan a la arquitectura constitucional.
El domingo 14 de noviembre de 1993, Carlos Menem y Raúl Alfonsín suscribían en la residencia de Olivos un acuerdo político que permitía avanzar hacia una reforma constitucional consensuada. Los contenidos básicos de dicho acuerdo eran el fruto de un largo debate -extendido durante casi una década- que se había suscitado en la dirigencia nacional sobre la necesidad de abordar una reforma de la Constitución de 1853/60.
1. El comienzo del debate
Sin remontarnos a las iniciativas reformistas encaradas por otros gobiernos en décadas anteriores, durante el primer año del mandato del presidente Alfonsín ya se presentaban proyectos legislativos con el propósito indicado. Fue hacia fines de 1985 que la idea ganó entidad al crearse por decreto 2446/85 una comisión para el estudio del tema, denominada Consejo para la Consolidación de la Democracia, que reunió a personalidades del oficialismo y a otras representativas de diversas expresiones políticas.
Las conclusiones de ese Consejo, incluidas en dos dictámenes producidos en 1986 y 1987, fueron favorables a la necesidad y oportunidad de una reforma constitucional, explicaron sus posibles contenidos y afirmaron la Importancia de que existiera un amplio y generalizado consenso que la sustentara.
Durante esos años 1986 y 1987 la idea fue ampliamente analizada y discutida en el seno de los dos grandes partidos, como también en otras fuerzas políticas, económicas y sociales, así como en ámbitos académicos.
La mayoría de los dirigentes del justicialismo renovador -entre ellos el entonces gobernador de La Rioja Carlos Menem se fueron pronunciando en favor de la necesidad y oportunidad de la reforma, compartiendo en buena medida el enfoque del gobierno en cuanto a las finalidades a las que debía responder.
Ello no obstante, se advirtió desde un principio que un aspecto central de la perspectiva del gobierno, asentada en los estudios del Consejo para la Consolidación de la Democracia, consistente en introducir cambios profundos en el funcionamiento de los poderes del Estado que se expresaran en un sistema mixto de base semipresidencialista o semiparlamentaria, se contraponía con una visión más tradicional del partido justicialista, proclive a mantener los datos esenciales del presidencialismo.
Luego de las elecciones de setiembre de 1987, de renovación legislativa y de gobiernos provinciales, en los que triunfó el justicialismo, existieron conversaciones entre el líder de estepartido Antonio Cafiero y Raúl Alfonsín, que culminaron el 14 de enero de 1988, en un comunicado de prensa, en donde se expusieron los objetivos y principales lineamientos de la reforma constitucional. Su texto representaba también la primera explicitación de la posibilidad de un acercamiento entre las posiciones contrapuestas del radicalismo (favorables a un sistema mixto) y del justicialismo (más presidencialista).
En el curso de ese mismo año 1988, las discusiones y trabajos que venían realizando dirigentes y técnicos de ambos partidos para desarrollar los puntos del acuerdo, fueron avalados por sus respectivos candidatos presidenciales, Carlos Menem y Eduardo Angeloz. Así, el 6 de septiembre se celebró una reunión reservada que congrego a esas cuatro figuras nacionales y que sentó los criterios centrales de una reforma constitucional consensuada, sintetizados en una «Agenda» de temas, preparada por los técnicos intervinientes, que indicaba los procedimientos y la materia comprometida en la iniciativa reformista.
2. La iniciativa del presidente Menem
Las circunstancias políticas acontecidas poco tiempo después de esa reunión generaron un interregno de varios años de menor comunicación interpartidaria, al menos en lo que refiere al tema de la reforma constitucional. Durante esos años dicha problemática se mantuvo presente en reuniones, estudios y publicaciones, realizados en ámbitos académicos o de reflexión sobre el desenvolvimiento de las instituciones de la República, hasta que en marzo de 1992 el presidente Carlos Menem relanzaba la idea.
Pocos meses después, una comisión de juristas del partido justicialista producía, en tres documentos, un dictamen que analizaba la necesidad, oportunidad y contenidos de la reforma. Ese dictamen, aprobado por los máximos órganos partidarios, recepción6 en buena medida los resultados de las conversaciones mantenidas con el radicalismo y con otras fuerzas políticas y sociales en años anteriores, y fijó puntos de vista propios del justicialismo desde los cuales éste, encararía futuras negociaciones.
Las nuevas controversias y debates, suscitados entre los partidos a partir de 1992, se extendieron en el año siguiente al ámbito parlamentario. En 1993, el justicialismo obtuvo, en alianza con fuerzas provinciales, la aprobación en el Senado de una ley declarativa de la necesidad de la reforma, votada por las dos terceras partes de los miembros totales de la Cámara Alta.
Cuando ese proyecto legislativo se encontraba en el seno de la Cámara de Diputados, se promovieron conversaciones entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín, continuadas por las tareas de un equipo de negociadores de ambos partidos, que dieron como resultado el Acuerdo de Olivos.
Las negociaciones se vieron facilitadas por haber se desenvuelto el proceso reformista a lo largo de muchos años., durante los cuales el radicalismo y el justicialismo intercambiaron sus respectivos roles. Así, los estudios y conversaciones políticas preparatorias de la reforma fueron iniciadas cuando el radicalismo era el partido del gobierno y el justicialismo la principal fuerza opositora, y concluyeron en un acuerdo siendo el justicialismo el partido gobernante y el radicalismo la primera oposición.
Esta peculiar circunstancia del intercambio de roles determinó una mutua comprensión por parte de la dirigencia de ambos partidos, tanto de las dificultades que presentaba la realidad que debía afrontar la reforma, como de la búsqueda y elaboración de soluciones compartidas para resolver los inconvenientes que se iban presentando.
3. El diseño del Núcleo
A la percepción do que existía entre los negociadores un enfoque común sobre importantes aspectos a modificar de la Constitución de 1853-60, se sumó el reconocimiento de que mediaban todavía divergencias conceptuales sobre otros puntos de importancia que requerían mayores discusiones. Esa convicción llevó a concebir un Núcleo de Coincidencias Básicas que resultaba abarcativo ele aquellos aspectos, diferenciándolo de otros temas de re- forma que simplemente serían habilitados pura su libre tratamiento por la Convención Constituyente.
La distinción entre el Núcleo de Coincidencias Básicas por un lado, y los temas habilitados por el otro, permitía también mantener las individualidades partidarias, al someter el diseño de nuevas instituciones al debate elector al y a la actividad posterior de la Convención Constituyente. Ese método tenía la ventaja adicional de facilitar el cierre de los puntos, que serían acordados hasta donde lo permitiera el consenso alcanzado respecto de los contenidos, trasladando a la controversia electoral algunas de las cuestiones que permaneciesen abiertas. Dicho método se correspondía, además, con las garantías jurídicas y políticas que se reclamaban mutuamente los partidos para el cumplimiento de los acuerdos, puesto que se privilegiarían sólo los compromisos que fuesen necesario asegurar firmemente. En este sentido, cabe señalar que las garantías fueron exigidas -principalmente por el radicalismo- antes de votarse la ley declarativa de la reforma, porque la instancia legislativa requería un nivel de consenso político superior (mayoría de dos tercios de los miembros de cada Cámara) al propio de la Convención Constituyente (mayoría simple).
No puede obviarse, sin embargo, que la exigencia de que la declaración de necesidad de la reforma contuviera precisiones que acotaran la libertad de acción de la Convención Constituyente preexistía al Acuerdo de Olivos, y fue expresada por autores, medios de comunicación y sectores sociales que se opusieron al intento de reforma de modo permanente, antes y después del Acuerdo. Así, por ejemplo, el constitucionalista Miguel M. Padilla sostenía que: «la declaración de la necesidad de reformar la Constitución Nacional debe enunciar concretamente las enmiendas que se estiman necesarias, esto es, ha de indicarse con mucha precisión […] qué textos se proponen en reemplazo de los vigentes», y agregaba que «la única alternativa compatible con el espíritu del artículo 30 era la de encuadrar con justeza los lindes de aquellas cuestiones sobre las cuales la Convención debe limitarse a expresar su aprobación o rechazo». Algunos de esos mismos sectores devinieron, sin embargo, en los críticos más severos de la decisión legislativa de limitar la libertad de acción de la Convención Constituyente en los términos de los artículos 2Q, 5Q y 6Q de la ley 24.309.
La línea de pensamiento que anticipaba el diseño del Núcleo, fue anunciada en el final del Acuerdo de Olivos: «Las disposiciones a reformar (de la Constitución), en fundón de los entendimientos que se vayan alcanzando y de las propuestas que se reciban de otros partidos o sectores políticos o sociales, una vez que sean aprobados por los órganos partidarios pertinentes, constituirán una base de coincidencias definitivas algunas y sujetas otras -en cuanto a su diseño constitucional- a controversia electoral. Los temas incluidos en dicha base de coincidencias quedarán acordados para su habilitación al momento en que el Honorable Congreso de la Nación declare la necesidad de la reforma. Asimismo, se establecerán los procedimientos que permitan garantizar el debido respeto para esos acuerdos».
Con posterioridad al Acuerdo de Olivos, los equipos de negociadores del justicialismo y del radicalismo desarrollaron los puntos de coincidencias en el documento del 1º de diciembre de 1993, preparatorio de otro todavía más preciso suscripto por Carlos Menem y Raúl Alfonsín el día 13 del mismo mes y año.
Este último documento -que fue reproducido con pocas modificaciones por la ley 24.309, declarativa de la necesidad de la reforma constitucional (la única de importancia fue la duración del mandato de los senadores)-, diferenció concretamente un Núcleo de Coincidencias Básicas de los restantes temas habilitados para su debate por la Convención Constituyente, reproducidos respectivamente en los artículos 2º y 3º de esa ley.
Se contempló como garantía de las reformas incluidas en el Núcleo el procedimiento de la votación conjunta, entendiéndose que la votación afirmativa habría de decidir la incorporación constitucional de la totalidad de los preceptos propuestos, en tanto que la negativa importaría el rechazo en su conjunto de dichas reformas y la subsistencia de los textos constitucionales vigentes. Dicha garantía fue reproducida, en lo substancial, por el artículo 5º de la ley 24309.
4. La defensa contra los cuestionamientos del Núcleo
Durante la campaña previa a los comicios para la elección de convencionales constituyentes, las fuerzas políticas opositoras al Acuerdo -pero que sin embargo se proclamaban reformistas- objetaron el carácter cerrado del Núcleo de Coincidencias Básicas. El argumento principal fue sin duda de índole política, toda vez que aquéllas pretendían una votación particularizada de cada una de las reformas, a fin de dejar sentadas sus opiniones coincidentes o discrepantes con determinados aspectos del Núcleo; pero también adujeron, con apoyo de algunos constitucionalistas, que el Congreso no podía limitar la libertad de acción de la Convención Constituyente» porque tal conducta excedería el marco de las atribuciones conferidas por el artículo 30 de la Constitución. Este debate se reprodujo en las sesiones iniciales de la Asamblea Constituyente, al discutirse el proyecto de reglamento elaborado por los partidos mayoritarios, cuyo artículo 127 contemplaba el procedimiento de la votación conjunta del Núcleo, prescripto en la mencionada, cláusula 5a de la ley declarativa.
Mientras lauto, los contenidos del Núcleo, presentes en la ley 24309, eran objeto de redacción (en forma de artículos) por una comisión interpartidaria del justicialismo y del radicalismo, que plasmó un proyecto que fue ingresado para su tratamiento por la Convenció» Constituyente bajo las firmas de los jefes de bloques -Augusto Alasino y Raúl Alfonsín- y de Eduardo Menem y los demás integrantes de dicha comisión. El aludido proyecto fue: a su vez, materia de tratamiento por la Comisión del Núcleo de Coincidencias Básicas durante varias sesiones de trabajo, la cual expidió un dictamen de mayoría que, sin modificaciones por la Comisión Redactora, fue llevado ai plenario del Cuerpo. Allí, luego de extensas discusiones, se efectuaron todavía nuevos ajustes a los textos propuestos y correcciones de redacción, siendo aprobados en la sesión del día 1º de agosto de 1994.
Con respecto a los cuestionamientos políticos formulados contra el diseño de un Núcleo de Coincidencias Básicas, cabe adicionar a lo ya expresado que ese Núcleo fue expresión de un acuerdo político previo. Como antes se dijo, la circunstancia de que el Núcleo haya sido el resultado del acuerdo no significa que la determinación de límites precisos a la tarca de la Convención Constituyente fuera interés exclusivo de los partidos que lo suscribieron, sino también lo fue de sectores sociales de significativa influencia. Existieron, asimismo, otras notas distintivas propias de un proceso reformista consensuado, ajenas al Núcleo, entre las que merece citarse la adopción del procedimiento de reforma parcial, la enunciación taxativa de los temas habilitados, la prohibición de introducir modificaciones a las declaraciones, derechos y garantías contenidos en los primeros treinta y cinco artículos de la Constitución, el régimen proporcional D’Hont adoptado para la elección de los Convencionales Constituyentes, la limitación en el tiempo de duración -noventa días no prorrogables- de la Asamblea (arts. 3°, 7º, 10 y 12, respectivamente, de la ley 24.309).
La práctica de los acuerdos previos fue utilizada en nuestra historia constitucional para condicionar incluso el ejercicio del llamado «poder constituyente originario», ya que la denominación de «pactos preexistentes» (Pacto Federal de 1831, Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos de 1852 y Pacto de San José de Flores de 1859) ha sido admitida como plenamente válida para justificar el dictado de la Constitución de 1853-60, en su «cumplimiento» conforme lo recuerda el Preámbulo. Pese a que so ha querido diferenciar los pactos preexistentes del siglo pasado respecto del que dio nacimiento a la actual reforma, sosteniéndose que aquéllos fueron suscriptos entre provincias, no puede obviarse que sus contenidos eran de naturaleza sustancial mente política. Así lo fueron, a título de ejemplos, la restricción impuesta a los constituyentes por el Pacto Federal y por el Acuerdo de San Nicolás destinada a sancionar únicamente una constitución federal, o los términos del Pacto de San José de Flores que acentuaron el carácter federalista del régimen, orientadas a facilitar la incorporación de la Provincia de Buenos Aires al Estado Nacional. La consecuencia que se deriva de dicha observación es que si los «pactos preexistentes» han sido considerados como una metodología válida para restringir al poder constituyente originario, más aún debe serlo cuando se trata del ejercicio de un poder constituyente derivado, esto es, cuando se arriba a una reforma por los procedimientos y órganos previstos en la propia Constitución.
En este último sentido, corresponde recordar que el Congreso Nacional, al ser un órgano permanente de nuestro sistema constitucional, es quien tiene la aptitud de convocar o no a la Convención Constituyente que es un órgano transitorio.
Uno de los principios fundamentales del derecho expresa que: «quien puede lo más, puede lo menos». Si el Congreso posee la capacidad de hacer nacer o no a la Convención, está habilitado entonces para establecer el conjunto de condiciones dentro de las cuales ella debe actuar, porque esto es lo menos respecto de lo más. Luego, cuando es convocado el cuerpo electoral para pronunciarse sobre un procedimiento de reforma, lo hace sólo dentro del marco de la ley que lo convoca.
Más allá de las argumentaciones señaladas, el carácter sistémico de las reformas incluidas en el Núcleo constituyó la razón de fondo de su diseño, aspecto que se analizará en el apartado siguiente.
Cabe acotar, todavía, que el debate sobre la aptitud del Congreso para limitar el poder de la Convención -que inclusive se trasladó a los estrados judiciales sin éxito para los Impugnantes de la ley declarativa- devino substancial mente abstracto con la votación afirmativa del mencionado artículo 127 del reglamento. La convalidación por la asamblea del procedimiento de votación conjunta del Núcleo, previsto en el artículo 5- de la ley 24.309, y la aprobación posterior del propio Núcleo, fueron elementos decisivos para fundar una legitimación ulterior y final del procedimiento de reforma, resultante de la votación unánime del texto ordenado de la Constitución reformada por todas las fuerzas políticas representadas en la Convención.
Finalmente, de la evaluación de los resultados de la elección de convencionales constituyentes, pudo advertirse que las fuerzas reformistas, pactistas o antipactistas, alcanzaron una abrumadora mayoría respecto de las que sostuvieron posiciones antirreformistas; a su vez, que los partidos defensores de los acuerdos habían construido un camino intermedio, entre tesituras que se equilibran entre sí en cuanto a su peso electoral. En efecto, mientras algunos antipactistasapoyaron la vigencia irrestricta de un sistema presidencialista conforme a las características del régimen instaurado en la Constitución de 183-60, otros postularon una posición predominantemente parlamentaria, sin perjuicio de aceptar en ambos casos muchas de las reformas propuestas en el Núcleo.
La conclusión que se desprende de esta última observación es que la idea inspiradora del Núcleo situó a las propuestas en él comprendidas en el centro del espectro político argentino, otorgándole a dichas reformas moderación y equilibrio.
II
EL NUCLEO COMO SISTEMA
1. Las finalidades de la reforma
Se anticipó ya que el Núcleo de Coincidencias Básicas representa un sistema de reformas porque ellas se encuentran entrelazadas entre sí, compensándose mutuamente, y porque respondieron a ciertas ideas-fuerzas, a grandes finalidades que las inspiraron.
Dichas ideas-fuerzas fueron substancialmente la necesidad de obtener la consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático, de generar un nuevo equilibrio entre los tres órganos clásicos del poder del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), y lograr una mayor eficiencia en el accionar de esos órganos.
La convocatoria de una Convención para considerar estas grandes finalidades llevó, como se expresara anteriormente, a incluir en el Núcleo sólo las modificaciones a la Constitución más esenciales sobre las que existían consensos entre los partidos firmantes del Acuerdo. En cambio, quedaron remitidos a los temas habilitados aquellos aspectos que requerían mayor debate y una tarea posterior a la sanción de la ley declarativa o al acto comicial para ampliar las coincidencias básicas.
Pero en la habilitación de ciertos temas jugaron otras ideas- fuerzas, adicionales a las mencionadas, como el fortalecimiento del régimen federal mediante instrumentos institucionales que favorecieran mejores equilibrios Nación-provincias (o de éstas entre sí), la promoción de la integración latinoamericana –eventualmente continental- y la ampliación del reconocimiento de ciertos derechos de las personas o de sus garantías específicas.
En atención a los cuestionamientos esgrimidos por sectores de la dirigencia -opuestos al Acuerdo- contra el carácter sistémico de los contenidos del Núcleo parece conveniente aportar algunos argumentos demostrativos de dicho carácter.
2. La consolidación de la democracia
Existen reformas que tienden a la democratización del sistema político, que implican un nuevo equilibrio entre el poder institucionalizado y la sociedad civil. Cabe mencionar, en este sentido, la elección directa (por doble vuelta) del presidente y del vicepresidente de la Nación y de los senadores nacionales, que implica la supresión de los procedimientos indirectos, respectivamente los Colegios Electorales y las Legislaturas (aunque con la salvedad respecto de los senadores de la subsistencia de un período de transición); la reducción de los mandatos del presidente y vicepresidente a cuatro años, con posibilidad de una reelección inmediata, y de los senadores a seis años; la creación de un tercer senador por provincia, a ser designado por la minoría; el régimen de autonomía de la ciudad de Buenos Aires y la elección directa de su jefe de gobierno; la eliminación del requisito confesional para ser electo presidente de la Nación (que amplía el número de ciudadanos habilitados para acceder a ese cargo); el establecimiento de mayorías especiales para la sanción de leyes que modifiquen el régimen electoral y de partidos políticos.
Tal conjunto de modificaciones compensan los aspectos de interés para un partido de gobierno (actual o futuro) como la reelección del Ejecutivo, con otros que significan una participación más activa de la oposición en el sistema institucional (vgr. el tercer senador), y representa un modelo de equilibrio de poderes distinto del previsto en la Constitución de 1853-60, donde la prohibición de reelegir de inmediato al presidente de la Nación estaba concebida como una de las principales limitaciones al Poder Ejecutivo.
Aquella finalidad se expresó también en la habilitación de temas fuera del Núcleo, como los relativos a la autonomía municipal en las provincias, a la incorporación de la iniciativa y consulta popular como mecanismos de democracia semidirecta, a las garantías de la democracia en cuanto a la regulación constitucional de los partidos políticos, sistema electoral y defensa del orden constitucional. Estos puntos fueron considerados por la Convención e incorporados al texto de la Constitución. En cambio, no fue tratado algún otro tema habilitado, como el Consejo Económico y Social, que expresaba una modalidad de democracia tendiente a la participación de entidades intermedias.
3. El nuevo equilibrio y la mayor eficacia del poder
Entre los objetivos del Núcleo, como ya se anticipara, se tiende a formular un nuevo equilibrio entre los órganos del Estado y a lograr una mayor eficacia en su accionar, finalidades éstas que presentan una íntima vinculación entre sí.
En este sentido, se ha procurado atenuar el régimen presidencialista mediante la creación de un jefe de gabinete de ministros (también por la constitucionalización de dicho gabinete); pero al confiarse la administración general del país a ese funcionario, no sólo se previo un mejor equilibrio entre el ejecutivo y el legislativo sino también un más eficiente funcionamiento de aquel órgano del Estado. En efecto, el presidente ejercerá directamente en el futuro tres de las cinco jefaturas que antes desempeñaba -la del Estado, del gobierno y de las fuerzas armadas- desconcentrándose las dos restantes (jefatura de la administración -aunque conserva la responsabilidad política de ella- y de la Capital Federal). Esta reasignación de funciones debería permitirle destinar una mayor parte de su tiempo y energías a la conducción estratégica y política del Estado, al desobligarlo de la gestión burocrática corriente que constituirá la índole central de las tareas del jefe de gabinete, así como de aspectos de la administración de la ciudad de Buenos Aires que, en el pasado, requerían de su atención.
La atenuación del régimen presidencialista tiene su contrapartida en el acrecentamiento del rol del Congreso. También aquí se pretende alcanzar una mayor eficacia en el accionar estatal, mediante un sistema más ágil de discusión y sanción de las leyes. Para ello se ha previsto la extensión de las sesiones ordinarias de nuestro órgano legislativo (que supone, además, una disminución de la eventual discrecionalidad del Ejecutivo en la convocatoria a sesiones de prórroga o extraordinarias), la reducción a tres de las intervenciones posibles de las Cámaras, y la aprobación en general de los proyectos de leyes en plenario y en particular en comisiones, en los casos en que así se determine.
Por otra parte, el fortalecimiento del Congreso, que ya le traerá aparejada la mayor agilidad legislativa, se complementa con el incremento en sus funciones de contralor: el jefe de gabinete deberá informarle mensualmente sobre la marcha del gobierno; a su vez, el parlamento podrá interpelarlo y eventualmente removerlo mediante una moción de censura. Asimismo, se constitucionaliza el control externo del sector público nacional en sus aspectos patrimoniales, económicos, financieros y operativos, contando para ello con el apoyo de la Auditoría General de la Nación, cuya presidencia será ejercida por una persona propuesta por el principal partido de la oposición legislativa.
Pese a las críticas esgrimidas por los opositores al Acuerdo respecto de los decretos de necesidad y urgencia y las precisiones adoptadas respecto a la legislación delegada y la promulgación parcial de las leyes, estos instrumentos responden a los mismos lineamientos expuestos de reducción de poderes presidenciales, en relación con el estado de cosas resultantes de la práctica constitucional, conforme tendrá oportunidad de examinarse más adelante.
Por último, los dos ejes que se vienen considerando han estado, también, presentes al encararse la reforma del Poder Judicial. E diseño del Consejo de la Magistratura y de los jurados de enjuiciamiento, del modo en que ha sido concebido, tuvo por una parte el propósito de disminuir la gravitación de los poderes políticos en los procedimientos de designación y remoción de los magistrados federales y, consecuentemente, fortalecer la independencia del Poder Judicial. Pero, a la vez, se contemplaron medidas dirigidas a una profunda reforma de las prácticas del servicio de justicia, tendiente a una más pronta finalización de los litigios. Con tal propósito, se confirió al Consejo de la Magistratura la administración de los recursos y la ejecución del presupuesto asignado al Poder Judicial, el dictado de los reglamentos relacionados con su organización y con la eficaz prestación de dicho servicio, así como el ejercicio de facultades disciplinarias y la apertura del procedimiento de remoción de los magistrados.
Según puede advertirse hasta aquí, las tres grandes finalidades individualizadas dotan de un común sentido a las reformas institucionales contenidas en el Núcleo de Coincidencias Básicas, que al encontrarse relacionadas entre sí conforman un sistema. La cláusula de votación conjunta del Núcleo tuvo, pues, un significado preciso: la votación afirmativa representó la aprobación de dicho sistema y -por lo tanto- de todas las modificaciones propuestas, con su respectivo entrelazamiento; mientras quienes lo hicieron por la negativa se opusieron a ese sistema, más que a cada una de las reformas en particular, como lo dejaron sentado algunos convencionales en los despachos de minoría o al fundar los respectivos votos.
IV
LA REDUCCION DEL MANDATO PRESIDENCIAL Y LA POSIBILIDAD DK UNA REELECCION INMEDIATA
1. Los antecedentes
La reducción del mandato del presidente y del vicepresidente a cuatro años, con posibilidad de reelección inmediata por un período consecutivo, significa en buena medida adoptar el modelo de la Constitución de los Estados Unidos, que no fue seguido -precisamente, en este punto capital- por nuestros constituyentes de 1853-60 en el diseño de las instituciones políticas.
Desde 1787 hasta 1951 -en que fue ratificada la Enmienda XXII- rigió en los Estados Unidos el principio de la reelección indefinida, que respondía a las ideas de Hamilton (expuestas en El Federalista) respecto de las características que debía poseer la institución presidencial, tales como el criterio de la permanencia. Pero una práctica constitucional iniciada por Washington y explicitada por Jefferson limitó la posibilidad de la reelección a un solo mandato. Esta práctica fue interrumpida por Franklin Delano Roosevelt, quien fue reelecto tres veces, circunstancia que motivó la sanción de la mencionada enmienda después de su muerte.
Alberdi, en sus conocidas Bases, propuso apartar a la Constitución Argentina de su modelo norteamericano al conferir mayores poderes al presidente, de acuerdo con las características más personalistas de nuestras propias tradiciones, postulando extender su mandato a seis años (aumentándolo en dos respecto de su antecedente norteamericano) y prohibir la reelección inmediata. La doctrina considera que la razón histórica que motivó esta limitación fue el recuerdo, fresco entonces, de la dictadura de Rosas, resultante de su reelección permanente como gobernador de Buenos Aires, dotado de facultades extraordinarias.
Cuando se encaró en la Argentina la reforma constitucional de 1949, en donde se planteó la posibilidad de la reelección presidencial por períodos de seis años, en Estados Unidos se encontraba todavía vigente la cláusula originaria de su Constitución, que establecía la posibilidad de la reelección indefinida, y permanecía aún el recuerdo del referido precedente de Franklin Roosevelt, electo cuatro veces presidente de ese país. Precisamente, fue Arturo Sampay -miembro informante en la Convención que sancionó aquella reforma- quien sostuvo y fundamentó ese tipo de reelección en el pensamiento de Hamilton, aduciendo -entre otras razones- que derogar la prohibición entrañaba una mayor fidelidad al régimen democrático expresado por la voluntad popular.
Poco después, en 1951, se sancionó en los Estados Unidos la Enmienda XXII que limitó la elección del presidente a dos mandatos. Del mismo modo, el tema de la reelección fue reconsiderado en las últimas décadas en el pensamiento político argentino. Así, la reforma de 1972 estableció, por primera vez en nuestro medio, el mandato de cuatro años con reelección inmediata por un período, modificando en tal sentido el artículo 77 de la Constitución histórica. Cabe aclarar que los términos de esa reforma fueron específicamente acatados por el conjunto de las fuerzas políticas durante el período de gobierno constitucional que rigió entre 1973 y 1976, que se ajustó a las disposiciones de la Constitución entonces reformada. El Consejo para la Consolidación de la Democracia se pronunció, en su momento, por el mandato presidencial de cuatro años, con reelección por una sola vez. Similar tesitura adoptó la comisión de juristas del justicialismo en 1992, aunque aclarando que eran posibles reelecciones posteriores con intervalo de un período. Las reformas de las constituciones provinciales realizadas en la última década fueron asimismo coincidentes -en la mayoría de los casos- en permitir la reelección por un período consecutivo de los gobernadores en ejercicio.
2. Los fundamentos de esta reforma
Más allá de estos antecedentes existen otras razones que sustentan la solución adoptada en la reforma en examen.
En primer lugar, ha existido una constante histórica advertida para todos los gobiernos constitucionales desde 1958 en adelante que demostró la existencia de dificultades insalvables para completar el período de seis años, además de revelar momentos especialmente críticos en el tercer o cuarto año de gobierno. Esas dificultades se extendieron incluso a gobiernos de facto que tuvieron pretensión de mayor permanencia (por ejemplo el de Onganía, designado sin plazo por el art. 1Q del Estatuto de la Revolución Argentina), circunstancia que condujo a que otro régimen militar (el Proceso de Reorganización Nacional) también redujera aquel período.
La repetición durante cuatro décadas de un ciclo eminentemente crítico para las presidencias entre el tercer y cuarto año de mandato parece ser una buena razón para someter a la consulta popular, en un plazo más corto de seis años, la conveniencia de reemplazar al presidente o de ratificarle la confianza reeligiéndolo. En el último tercio del período de seis años se ha verificado, en general, el desplazamiento progresivo del poder político en favor de los candidatos presidenciales a medida que la atención de la dirigencia de los partidos y de la ciudadanía en su conjunto se focalizaba hacia el futuro gobierno, hecho que debilitaba, consecuentemente, al mandatario en ejercicio.
Es cierto, sin embargo, que la crisis de los cuatro años no ha afectado, como en el pasado, al actual gobierno nacional y que tampoco se ha producido el desplazamiento del interés político hacia los posibles candidatos presidenciales. Pero, más allá de las razones políticas y económicas que puedan explicar estas circunstancias, no puede ignorarse que la dinámica generada por la estrategia de la reforma constitucional, con reelección presidencial incluida, contribuyó a mantener el vigor y la iniciativa del Poder Ejecutivo en ejercicio durante el último tramo de su mandato.
En segundo término, y en forma adicional a lo anterior, el mandato de seis años importaba en nuestro país una larga transición entre dos presidencias, por las reglas de juego electoral previstas en la Constitución de 1853-60, y en la práctica de los partidos; ello también dificultaba el ejercicio del gobierno durante el último tercio de gestión. Así, el antiguo artículo 81 de la Constitución Nacional exigía la reunión de los colegios electorales cuatro meses antes de que concluyera el mandato del presidente saliente, y ello requería celebrar los comicios con una antelación no menor a seis meses de dicho término.
La reforma aprobada no consiste sólo en reducir a cuatro años el período de gobierno sino en disminuir el tiempo de la transición, aspecto tan importante como el anterior porque en el futuro la duración de esa transición insumirá sesenta días, según resulta de las nuevas normas. Las prácticas políticas relativas a las elecciones internas en los partidos se adaptarán muy probablemente a la abreviación de los extensos plazos, usuales en el pasado, tal como parece estar sucediendo actualmente en nuestro medio.En efecto, al momento de escribirse estas páginas, siete meses antes del acto eleccionario, los principales partidos no tienen aún definidas sus fórmulas presidenciales, es decir, es evidente ya el acortamiento del período de transición política entre presidencias, resultantes de las nuevas reglas de juego impuestas por la reforma. Esta reducción de la transición contribuye a la estabilidad de las variables económicas y a una mayor normalidad en el desenvolvimiento de los acontecimientos políticos.
En tercer lugar, y en conexión con lo anterior, es deseable el pueblo pueda, a los cuatro años de gobierno, analizar si las políticas puestas en práctica son exitosas o no. Por lo tanto, la posibilidad de un mandato abreviado en el tiempo representa un mayor contralor por parte de la opinión pública. Por otra parte, cabe recordar que en la práctica de los Estados Unidos la reelección presidencial -premio de los gobiernos exitosos- ha sido la excepción y no la regla.
A lo expuesto corresponde agregar, que la reforma en análisis se ajusta a las pautas utilizadas en los países más desarrollados política y económicamente, cuyos sistemas constitucionales no impiden la reelección de quien desempeña el Poder Ejecutivo. Por el contrario, son notorios los casos de personalidades destacadas que -cuando raramente aparecen- suelen conducir durante largos años el destino de sus países (vgr. Felipe González en España, Mitterrand en Francia, Margaret Thatcher en Inglaterra, para referirnos sólo a casos recientes). Contra esta evidencia suele argumentarse que ella corresponde a sistemas constitucionales de base parlamentaria o al menos mixta (semipresidencialista al estilo francés), porque en tales casos no supondría una mayor concentración de poder en el Ejecutivo. Pero este último argumentodesconoce que el gobierno, aun en los parlamentarismos europeos, dirige de tal manera los negocios públicos que -como lo afirma un autor español, Rafael Pérez Escobar- se ha quebrado el equilibrio constitucional entre los Poderes Ejecutivo y Legislativo a favor del primero. Por el contrario, en los sistemas presidencialistas que siguen el modelo norteamericano, el principio de la división de poderes está más rígidamente protegido por la existencia de elecciones separadas para cada uno de los órganos políticos.
De cualquier modo, la reducción del periodo presidencial con la posibilidad de una reelección ha sido vinculada en nuestro país -por la reforma sancionada- a la atenuación del sistema presidencialista y a los nuevos equilibrios entre los poderes que consagra.
En la realidad argentina actual no existen tampoco motivos que aconsejen hacer excepción al principio seguido en las naciones más avanzadas, por cuanto se presenta una mayor integración del país en el sistema mundial, un pleno ejercicio de las libertades civiles y políticas (entre ellas la mayor libertad de prensa) y porque se ha disminuido la participación del Estado en la economía, que implica un campo más amplio de actividad para la sociedad civil. Todos estos aspectos debilitan la justificación del mantenimiento de una cláusula impeditiva de la reelección presidencial inmediata, propia de regímenes políticos más frágiles y propensas a gobiernos autoritarios.
Por último, la cláusula impeditiva de la reelección presupone un juicio de valor negativo respecto de la aptitud de la ciudadanía, a la hora de tener que juzgar y decidir sobre el mérito de sus gobernantes, que tampoco se corresponde con el alto grado de madurez cívica que manifiesta poseer nuestro pueblo.
3. El nuevo texto
Los consensos alcanzados entre la dirigencia nacional durante el proceso reformista se han circunscripto a la posibilidad de imple- mentar la reelección presidencial por un solo período consecutivo.
El nuevo artículo 90 expresa que el presidente y el vicepresidente «podrán ser reelegidos o sucederse recíprocamente por un solo peí iodo consecutivo. Si han sido reelectos o se han sucedido recíprocamente no pueden ser elegidos para ninguno de ambos cargos, sino con el intervalo de un período».
El expresado principio se aparta en dos aspectos de la solución seguida por la Enmienda XXII en los Estados Unidos, según fue interpretada por la doctrina de ese país.
En primer término no sería posible en nuestro medio un caso como el de Bush, quien fue en dos oportunidades vicepresidente, luego presidente, y se presentó nuevamente a los comicios para un segundo período presidencial en que fue derrotado, todo ello de modo consecutivo. Ello así, porque la limitación expuesta en nuestra Constitución, referida a la posibilidad de una sola reelección consecutiva, vale tanto para el presidente como para el vicepresidente o para el entrecruzamiento de dichos mandatos.
La segunda diferencia respecto del modelo norteamericano es que la Enmienda XXII impone (según la entiende la doctrina) una inelegibilidad permanente para aquel individuo que ha sido presidente por dos términos electivos completos (o uno completo y más de la mitad de otro por sucesión del cargo), mientras que el actual artículo 90 de la Constitución Nacional permite que quienes hayan sido reelectos puedan serlo nuevamente con intervalo de un período.
4. Las cláusulas transitorias
La cláusula transitoria novena establece, por su parte, que el mandato del presidente en ejercicio al momento de sancionarse esta reforma deberá ser considerado como primer período.
El sentido de esta aclaración fue evitar la aplicación del pre-cedente sentado con motivo de la reforma de la Constitución de la Provincia de Córdoba, donde se entendió que debía computarse eximo primer mandato el posterior a esa reforma, exégesis que permitió a la misma persona acceder al cargo de gobernador en dos oportunidades sucesivas con posterioridad a su vigencia (es decir, por un total de tres períodos consecutivos).
Según había sido previste) en la ley declarativa de la reforma, se limitaba el impedimento al mandato «presidencial» al considerárselo como primer período, toda vez que al momento de redactarse los acuerdos no existía vicepresidente en funciones. No obstante ello, para aventar posibles dudas, se precisó en la redacción de la cláusula transitoria que el mandato «del presidente en ejercicio” sería entendido como primer período.
Aun con la antigua redacción del artículo 76 era posible sostener que la persona elegida como vicepresidente en 1989 no se hallaba alcanzada por la cláusula prohibitiva de la reelección. En efecto, la solución adoptada resulta acorde con el hecho de que la renuncia presentada en su momento por el vicepresidente de la Nación no es pasible de sospechas de haber sido fraudulenta -es decir, dirigida a burlar el impedimento y poder asumir una candidatura presidencial-, pues fue presentada para ejercer durante cuatro años el cargo de gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Ese fue el orden de ideas seguido en los debates de la Convención sobre el punto, al reservarse la aclaración del primer período únicamente para el presidente.
La cláusula transitoria décima dispuso que el mandato del presidente de la Nación que asuma su cargo el 8 de julio de 1995, se extinguirá el 9 de diciembre de 1999.
Esta disposición no se encontró incluida entre las previsiones del Núcleo, sino que fue redactada al considerarse por la Comisión Redactora de la Convención el punto «Ñ» de los temas habilitados (dado que el artículo 42 del Reglamento atribuyó a dicha Comisión una competencia originaria sobre esta cuestión), según el cual correspondía analizar el «implementar la posibilidad de unificar la iniciación de todos los mandatos electivos en la misma fecha».
Mediante la cláusula décima, se mantuvo en plena vigencia el vencimiento del mandato del presidente Menem a los seis años exactos del día de su ascensión (8 de julio de 1989), como lo disponía el antiguo artículo 78 de la Constitución de 1853-60, al preverse que la persona que suceda en el cargo deberá tomar posesión el 8 de julio de 1995.
Pero, al mismo tiempo, extendió el período del futuro presidente hasta el 9 de diciembre de 1999, para hacer coincidir la fecha de ascensión del mando de quien lo suceda (el 10 de diciembre de ese año) con la fecha en que asumen los legisladores nacionales electos por las renovaciones del mismo año.
V
ELIMINACION DEL REQUISITO CONFESIONAL PARA SER PRESIDENTE DE LA NACION
por ALBERTO M. GARCÍA LEMA
El punto «C» del artículo 22 de la ley declarativa 24309 preceptuó que, coincidentemente con el principio de libertad de cultos, debía eliminarse el requisito confesional -esto es, la pertenencia a la comunión Católica Apostólica Romana- para ser presidente de la Nación. Allí se dispuso también que, con tal alcance, se proponía la modificación del antiguo artículo 76 de la Constitución Nacional en el párrafo pertinente y el artículo 80 en cuanto a los términos del juramento.
Se ha señalado ya la vinculación que presenta esta reforma con la finalidad de perfeccionar el sistema democrático, toda vez que remueve un impedimento para acceder a la primera magistratura del país, ampliando consiguientemente el número de ciudadanos habilitados para ser presidente (que adhieran a otros cultos religiosos). Adicionalmente, eliminar la discriminación religiosa respecto del presidente de la Nación importa, asimismo, extender el concepto constitucional de igualdad.
La subsistencia del requisito mencionado perdió su principal justificación cuando cayó en desuso el Patronato Nacional, que se encontró abrogado en la práctica desde la firma del Concordato de 1966 con la Santa Sede (aprobado por ley 17.032). Aquel atributo autorizaba al Gobierno federal a intervenir en ciertas cuestiones de importancia para el desenvolvimiento de la Iglesia Católica en la Argentina.
Por tal razón, la Convención Constituyente no se limitó a excluir la condición de católico, requerida para ser presidente y vicepresidente de la Nación del nuevo artículo 89 y consecuentemente modificar la fórmula del juramento previsto en el actual artículo 93, ambos de la Constitución Nacional. La Convención suprimió también -en las facultades del Congreso Nacional y del Poder Ejecutivo- las demás atribuciones vinculadas con el Patronato. Así lo hizo respecto a la facultad genérica que tenía el Congreso para arreglar su ejercicio y la relativa a admitir en el territorio de la Nación a otras órdenes religiosas a más de las existentes (incs. 19, última parte, y 20 del antiguo art. 67, excluidas del nuevo art. 75, Const. Nac.); la atribución del presidente de ejercer los derechos del Patronato en la presentación de obispos para las iglesias catedrales, a propuesta en terna del Senado, y el de conceder el pase o retener los decretos de los Concilios, las bulas, breves y rescriptos del Sumo Pontífice de Roma, con acuerdo de la Suprema Corte (incs. 82 y 9- del antiguo art. 86, excluidos del nuevo art. 99, Const. Nac.).
La supresión del régimen del Patronato Nacional no alteró, sin embargo, el principio sentado en el artículo 29 de la Constitución -que no fue objeto de reforma- según el cual el Gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico y romano. El referido artículo ubica a la Iglesia Católica de Roma en una situación de preferencia respecto a las demás religiones, por cuanto se vincula al sentimiento espiritual e histórico de la mayoría del pueblo argentino.
Si bien el verbo «sostener», utilizado en el texto, no ha sido entendido por una parte de la doctrina constitucional únicamente en el sentido de apoyo financiero, en adelante dicho sostenimiento no podrá ser invocado como la contrapartida económica, que debía realizar el Estado Nacional a esa Iglesia por los poderes que poseía sobre ella en materia de Patronato, según lo afirmaba otro sector de dicha doctrina. De allí que la subsistencia de tal sostenimiento corresponderá interpretarla, al menos para el futuro, en la circunstancia, ya aludida, de ser la religión católica la predominante entre la población argentina.
Otra cuestión que suscita la eliminación del requisito confesional es si ha cambiado el sistema de valores -en materia religiosa- adoptado por nuestra Constitución de 1853/60 y, consecuentemente, cómo deberán interpretarse los alcances de la fórmula de los juramentos que deben prestar el presidente y vicepresidente al tomar posesión de sus cargos.
En este punto puede afirmarse que la Constitución reformada mantiene el carácter teísta que resulta, en primer término, de la invocación a Dios «fuente de toda razón y justicia» contenida en el Preámbulo, ratificada en los artículos 14 y 20 en cuanto aseguran a los habitantes de la Nación profesar y ejercer libremente su culto.
El principio de libertad de cultos -al que se remitió la ley declarativa para fundar la necesidad de la reforma bajo examen- presupone una creencia religiosa, y esta profesión de fe parece ser también el supuesto en que se sitúa el nuevo artículo 93 cuando prescribe que el presidente y vicepresidente prestarán juramento «respetando sus creencias religiosas». En esta línea de pensamiento, podría llegar a argumentarse que una persona no creyente se encontraría inhabilitada para ser presidente de la Nación.
Si se entendiera, en cambio interpretación que prefiere Paixao y que despierta dudas a García Lema-, que el principio de libertad de cultos y el respeto de las propias creencias religiosas poseen una latitud conceptual suficiente como para capacitar al ateo para ocupar la primera magistratura del país, todavía quedaría en pie el hecho de que el juramento que deberán prestar el presidente y vicepresidente, de «observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina», implica el respeto y observancia del orden de valores religiosos reconocido por las cláusulas constitucionales mencionadas y la preeminencia de la Iglesia Católica de Roma que resulta del artículo 2º de nuestra Ley Fundamental.
VII
ELECCION DIRECTA DEL PRESIDENTE Y VICEPRESIDENTE, POR DOBLE VUELTA
por ALBERTO M. GARCÍA LEMA
1. La elección directa
El artículo 94 de la Constitución reformada dispone que «el presidente y el vicepresidente de la Nación serán elegidos directamente, en doble vuelta, según lo establece esta Constitución. A este fin el territorio nacional conformará un distrito único».
Los cuatro artículos siguientes, del 95 al 98, prescriben los procedimientos aplicables al sistema de elección directa, por doble vuelta si fuese preciso, de dichas magistraturas.
Las normas mencionadas precedentemente reemplazan a los artículos 81 a 85 de la Constitución de 1853-60, que establecían la elección indirecta por colegios electorales (que debían reunirse en la Capital Federal y en la de sus provincias), el escrutinio a realizarse en el Congreso de la Nación, y la intervención de este último para elegir al presidente y al vicepresidente de la Nación entre los candidatos que hubiesen obtenido mayor número de sufragios, cuando ninguno de ellos hubiese obtenido mayoría absoluta de todos los votos en los colegios electorales.
La elección de las primeras magistraturas por procedimientos indirectos, siguiendo al precedente de los Estados Unidos de Norteamérica, adoptado en nuestro país, respondió a la idea de intermediar la opinión popular mediante la actividad de «notables», en una época en que no existían los partidos políticos al estilo moderno, sino que éstos se definían más precisamente como «clubes de notables». La voluntad de la ciudadanía expresada en los comicios quedaba, en definitiva, sometida a las negociaciones y compromisos que aquéllos pudiesen realizar, con carácter previo a la designación de las autoridades, pues, como lo afirmaba Hamilton en el Federalista: «un pequeño número de personas, escogidas por mis conciudadanos entre la masa general, tienen más probabilidades de proveer los conocimientos y el criterio necesarios para investigaciones tan complicadas»
La elección indirecta fue concebida, en el pensamiento pre- constituyente -de los siglos XVIII y XIX- norteamericano y argentino, como una de las características de la república representativa (que define a nuestras formas de Estado y de gobierno, según lo establece el art. I9 de la Constitución) contrapuesta a la república democrática.
Sin embargo, los sistemas electorales y la presencia de grandes partidos nacionales transformaron a los colegios electorales en una realidad muy distinta a las ideas que los inspiraron. El sistema estadounidense operó en la práctica como una elección directa, desde que se conformaron partidos en forma orgánica que vincularon a los electores mediante reglas de disciplina interna (el último caso de un elector que votó por un candidato distinto al de su partido sucedió en 1821).
En nuestro medio, el sistema de elección indirecta también operó desde hace tiempo como un régimen directo que favoreció a un juego electoral centrado en dos grandes partidos que, en ciertos casos, organizaron coaliciones electorales, surgiendo habitualmente de los comicios mayorías netas que transformaron a la actividad de los colegios en una mera formalidad.
Sin embargo, la Constitución de 1853-60 contenía prescripciones –
que podían acarrear peligro para la estabilidad del régimen político, dada la extensión de los plazos en ella prescriptos para la reunión de los colegios, y en su caso para la elección por el Congreso Nacional, antes de poder ser realizada la transmisión del mando presidencial. Esa situación de peligro podría verse potenciada en presencia de elecciones de las que no hubiese resultado un claro ganador, pues la indefinición de los nombres de quienes habrían de ocupar las primeras magistraturas podía constituir fuente de riesgosa incertidumbre.
Por otra parte, además de la existencia de prácticas resultantes de los sistemas electorales y de la presencia de grandes partidos nacionales, fundantes de una operatoria similar a los procedimientos directos, la incidencia de los medios masivos de comunicación y las expectativas de la ciudadanía por conocer de inmediato los nombres de los triunfadores de los comicios, constituían impedimentos políticos sustanciales para el mantenimiento de las reglas de la Constitución de 1853-60.
Cuando se aplicaron estas reglas en casos excepcionales, por ejemplo para la consagración del justicialista Eduardo Vaca como senador nacional, por el colegio electoral de la Capital Federal, pese a la mayoría de sufragios obtenida en los comicios por el radical Fernando De la Rúa, fueron vividas por la ciudadanía como una suerte de ilegitimidad de los procedimientos establecidos. De modo análogo, ante los riesgos que entrañaba el régimen de elección indirecta para la designación de gobernadores de provincias (vgr. lo sucedido en el caso de Corrientes), las Constituciones locales evolucionaron, en su totalidad, hacia la implementación de procedimientos directos.
Durante los debates previos a la sanción de las reformas aquí examinadas, existieron críticas provenientes principalmente de partidos provinciales. Sostuvieron que los colegios electorales representaban un instrumento de expresión del federalismo, toda vez que incrementaban el poder de negociación de las fuerzas políticas provinciales para la elección del presidente y del vicepresidente de la Nación. Sin embargo, aun atendiendo el peso de tal argumento, no resulta aceptable el condicionamiento del resultado de comicios de carácter nacional -puesto que se trata aquí de la nominación de las máximas autoridades de la Nación- a cambio de conceder ventajas a los localismos.
2. La doble vuelta
El régimen de doble vuelta o ballotage fue preconizado por el Consejo para la Consolidación de la Democracia y por la comisión de juristas del radicalismo (1988), y resistido por las comisiones similares del justicialismo (vgr. la de 1992). Las objeciones esgrimidas por este último partido ponían énfasis en que, mediante la implementación del ballotage, fuerzas políticas (que pudiesen ser incluso poco significativas en términos de votos) adquiriesen una capacidad de presión o negociación a la hora de decidir brindar sus apoyos antes de la segunda vuelta, que podría superar ampliamente su peso electoral, como pudo advertirse en experiencias del derecho comparado (particularmente en el caso de Francia).
Ello no obsta a señalar que las expresadas resistencias al ballotage tenían como marco conceptual la naturaleza eminentemente bipartidista de nuestro sistema político, que facilitó en el pasado la existencia de triunfos nítidos. Pero tal posición podía reverse para la hipótesis de atenuación de esa naturaleza bipartidista, porque se reconocía que un presidente debía llegar al gobierno con un respaldo electoral suficientemente explícito, necesario para gobernar, estimando tal respaldo en el 40% de los votos.
Tales antecedentes políticos pesaron a la hora de definir, de común acuerdo, entre los partidos mayoritarios un procedimiento peculiar de doble vuelta, que se plasmó en el punto E, del artículo 2- de la ley declarativa y fue luego receptado por la Convención Constituyente.
Cabe aquí la acotación de que la elección presidencial por doble vuelta es ahora incorporada por primera vez a la Constitución Nacional, toda vez que la reforma al artículo 81, introducida por el gobierno de facto en 1972, no establecía la doble vuelta en el mismo texto constitucional, sino que remitía a la ley la solución del punto (el ballotage fue reglamentado por la ley 19.862).
Ahora bien, el régimen de elección directa, prescripto en la Constitución reformada, no requerirá de la realización de una doble vuelta (ballotage) en dos supuestos:
a) «cuando la fórmula que resultare más votada en la primera vuelta, hubiere obtenido más del cuarenta y ciña) por ciento de los votos afirmativos válidamente emitidos…»;
b) cuando la fórmula más votada hubiese «obtenido el cuarenta por ciento por lo menos de los votos afirmativos válidamente emitidos y, además, existiere una diferencia mayor de diez puntos porcentuales respecto del total de los votos afirmativos válidamente emitidos sobre la fórmula que le sigue en número de votos…» En tales casos, los integrantes de la fórmula triunfante serán proclamados como presidente y vicepresidente de la Nación (arts. 97 y 98).
De no presentarse las situaciones descriptas, será necesario proceder a una segunda elección que «…se realizará entre las dos fórmulas de candidatos más votadas, dentro de los treinta días de celebrada la anterior» (art. 96).
Es pertinente efectuar aquí algunas observaciones a los fines interpretativos de esos preceptos:
1) La reforma implementa un sistema que es operativo en sí mismo, puesto que no se encuentra subordinado a términos resultantes de leyes complementarias o reglamentarias, y contempla todos los supuestos que, en principio, podrían presentarse.
2) El cómputo, a los efectos de la determinación de los porcentajes, se realiza sobre «votos afirmativos válidamente emitidos», es decir, excluyéndose los votos en blanco (que no son afirmativos) y los anulados (que no son válidos).
3) Se toma en consideración la «fórmula» integrada por el binomio de candidatos a presidente y vicepresidente de la Nación, por lo que los votos no podrán consignarse separadamente para los aspirantes a cada una de tales magistraturas como lo preveía el derogado artículo 81 de la Constitución de 1853-60.
Por esta razón, si correspondiere celebrar una segunda vuelta la elección se limitará a las dos fórmulas de candidatos más votadas.
No podrá admitirse la recomposición de las fórmulas, entre la primera y la segunda vuelta, variando alguno de los integrantes del binomio para permitir la conformación de coaliciones partidarias con miras a afrontar la nueva elección. Esa solución está descartada por el texto del art. 96 de la Constitución («la segunda vuelta electoral, si correspondiere, se realizará entre las dos fórmulas de candidatos más votadas…»), que consagra un criterio orientado a evitar que se altere la base de comparación de los resultados de la primera vuelta.
4) No se ha previsto en la Constitución reformada los procedimientos a aplicar si ocurriese el fallecimiento de uno de los integrantes de las fórmulas más votadas, durante el lapso que transcurra entre la primera y la segunda vuelta. Tampoco lo contemplaban los derogados artículos 81 a 85 de la Constitución de 1853- 60. Aun en tal caso, no sería posible en principio, la recomposición de la fórmula por la razón antes expuesta, es decir, se alteraría la base de comparación de los resultados de la primera vuelta. Para evitar una eventual anulación del primer comicio, resultante de que la fórmula llegue a quedar trunca, conviene que el Código Electoral o una ley complementaria establezca que la fórmula lleve agregado a un suplente, conocido por el cuerpo electoral a la hora de pronunciarse en la primera vuelta, el que sería incorporado para completarla si se produjera el caso aquí analizado.
En el supuesto que correspondiera convocar a una segunda vuelta electoral -a realizarse, como se ha dicho, dentro de los treinta días de celebrada la anterior- para que la ciudadanía decida entre las dos fórmulas más votadas, deberá tenerse en cuenta que, en tal circunstancia, se abreviaría la transición a treinta días entre la elección del presidente y la toma efectiva de posesión del mando.
VIII
LA REFORMA DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
por ALBERTO M. GARCÍA LEMA
1. Los lineamientos generales
Las modificaciones introducidas al régimen de la ciudad de Buenos Aires respondieron a una de las finalidades generales del proceso reformista ya expuesta, consistente en perfeccionar el sistema democrático, en este caso mediante una mayor participación de los vecinos de esa ciudad en la elección y organización de su gobierno.
Como lo puso de relieve el convencional Valdés, al informar sobre los cambios propuestos en la Comisión de Núcleo de Coincidencias Básicas de la Asamblea Constituyente, la idea de una ciudad de Buenos Aires autónoma reconocía antigua data, puesto que había sido recibida en el proyecto de reforma constitucional de Juan A. Argerich, en 1909. Recordaba también que la Convención Constituyente de 1957, por el despacho de la mayoría de su Comisión de Redacción, proponía un régimen municipal autónomo, siendo el dictamen de la minoría socialista todavía más terminante en cuanto al reclamo de autonomía. Fundamentaba el mencionado convencional la actual demanda de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires -dirigida a poder decidir sobre la organización de las propias instituciones- en la circunstancia de que, bajo el régimen entonces vigente, esa ciudad era un distrito federal dotado de autarquía; pero si se examinaba la realidad contemplando el volumen de su población, el tipo de servicios que presta, su capacidad de recaudar impuestos o su presencia en la distribución de la coparticipación federal, su condición resultaba algo similar a una provincia.
En lo específicamente relativo a la elección popular del intendente de la Capital Federal, la antigüedad de esa problemática queda demostrada por el debate acaecido en el ámbito parlamentario en 1881, en la instancia previa a la sanción de la ley 1260 (de 1882) que dispuso la elección del jefe del departamento ejecutivo por el presidente de la Nación con acuerdo del Senado, y el que se reprodujo en 1916 y 1917, precediendo a la sanción de la ley 10.240, que mantuvo la misma tesitura. En 1972 se sancionó la ley 19.987, modificada por la ley 22.846 que rige en la actualidad, cuyo artículo 27 dispone que el intendente municipal «será nombrado por el presidente de la Nación», suprimiéndose el requisito del acuerdo senatorial.
Similar debate se apreció durante largos años en los ambientes académicos en torno a la interpretación que debía acordarse al artículo 86, inciso 3º, de la Constitución de 1853-60 que confería al presidente de la Nación el carácter de «jefe inmediato y local de la Capital de la Nación».
La arquitectura constitucional en materia de autonomía y de elección del jefe de gobierno, reflejada en los acuerdos políticos que sustentaron los contenidos de la ley declarativa 24.309, partió de distinguir entre el régimen de la ciudad de Buenos Aires y el referido a la ciudad capital de la República, diferenciación que se acentuó al redactarse los nuevos textos de la Constitución.
En efecto, las ideas centrales expuestas en el artículo 2º, apartado F, de dicha ley declarativa, encaminadas a articular la finalidad de una mayor participación popular fueron la elección directa del intendente o jefe de gobierno y el dotar a la ciudad de Buenos Aires de un «status constitucional especiar que le reconociese autonomía, comprensivo de facultades propias de legislación y jurisdicción. Sin embargo, esa autonomía se encontraba limitada por haberse previsto también que «una regla especial garantizará los intereses del Estado Nacional, mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital de la Nación».
Una difícil tarea para la Convención Constituyente fue definir los alcances de los referidos conceptos de «status constitucional» y de «regla especial», circunstancia que originó extensos debates en el seno de la comisión interpartidaria justicialista-radical que proyectó la redacción del Núcleo de Coincidencias Básicas. Las conclusiones de dicho debate pueden advertirse -y serán puestas de relieve en los respectivos comentarios- en el texto del artículo 129 de la Constitución reformada, así como en la redacción de otras cláusulas permanentes o transitorias que se refieren a la cuestión bajo examen.
2. La regulación constitucional
El nuevo artículo 129 expresa: «La ciudad de Buenos Aires tendrá un régimen de gobierno autónomo, con facultades propias de legislación y jurisdicción, y su jefe de gobierno será elegido directamente por el pueblo de la ciudad.
«Una ley garantizará los intereses del Estado nacional, mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital de la Nación.
«En el marco de lo dispuesto en este artículo, el Congreso de la Nación convocará a los habitantes de la ciudad de Buenos Aires para que, mediante los representantes que elijan a ese efecto, dicten el Estatuto Organizativo de sus instituciones».
De dicho texto pueden extraerse algunas conclusiones: 1º) Según resulta de la primera parte del precepto, el «status constitucional» quedó definido por la expresión «un régimen de gobierno autónomo, con facultades propias de legislación y jurisdicción», y por la existencia de un jefe de gobierno elegido directamente por el pueblo de la ciudad.
2º) Dicho régimen habrá de ser alcanzado mediante un procedimiento complejo compuesto de varios pasos:
a) El Congreso Nacional deberá dictar una ley (se aclara de este modo el concepto de «regla especiar’) a fin de precisar cuáles son los intereses del Estado Nacional que habrán de ser garantizados, mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital de la Nación (v. segunda parte del art. 129).
La tarea de determinar los intereses del Estado Nacional que serán resguardados implica un deslinde de competencia. Habrán de individualizarse, por una parte, aquellas que conservará el Congreso Nacional respecto de la ciudad de Buenos Aires mientras prosiga siendo Capital Federal, según lo prescripto en la cláusula transitoria séptima, y, por otra parte, las demás que no afecten a dichos intereses, que podrán transferirse al nuevo régimen autónomo de la ciudad de Buenos Aires, para su ejercicio por la Legislatura local. Queda claro, con lo expuesto, que esa tarea de deslinde deberá cumplir con el mandato constitucional: la garantía de los intereses del Estado Nacional es la razón que justificaría la asunción de competencias federales en el ámbito territorial de la ciudad de Buenos Aires.
b) El Congreso deberá también «en el marco de lo dispuesto en este artículo» (dice su tercer apartado) convocar a los habitantes de la ciudad de Buenos Aires para que, mediante los representantes que elijan a ese efecto, dicten el Estatuto Organizativo de sus instituciones.
La salvedad encomillada tuvo la intención de dejar en claro que la convocatoria del Congreso habrá de hacerse con respeto tanto del principio de autonomía consagrado en el primer párrafo cuanto de los intereses del Estado Nacional, realizado que fuere el mencionado deslinde de competencias en la ley especial.
Es una cuestión a considerar si los dos pasos hasta aquí señalados deben ser objeto de una misma ley. La respuesta afirmativa podría desprenderse del uso del término singular en el tercer apartado de la cláusula transitoria decimoquinta, cuando dice ley prevista en los párrafos segundo y tercero del artículo 129, deberá ser sancionada dentro del plazo de doscientos setenta días a partir de la vigencia de esta Constitución».
Sin embargo, la existencia de un solo ordenamiento legal ofrecería la dificultad de un posible veto del Poder Ejecutivo respecto de la ley que garantice los intereses del Estado Nacional, que a su vez debería ser examinado por el Congreso antes de procederse a la convocatoria a la Asamblea de vecinos de la ciudad. Por esta razón, parece preferible interpretar el término «ley» utilizado en la cláusula transitoria mencionada, en sentido genérico. Ello no significa alterar el modo de computar el plazo prescripto en la cláusula transitoria decimoquinta, toda vez que de una u otra forma debería ser cumplimentado el plazo allí prescripto.
c) Otro paso es la elección directa del jefe del gobierno de la ciudad. La cláusula transitoria decimoquinta indica en su segundo párrafo, a ese respecto, que esta elección deberá realizarse durante el año 1995.
Podría sostenerse que dicha elección habría quedado independizada de la organización del régimen de autonomía por el Estatuto que debe dictar la Asamblea convocada al efecto, porque ha sido contemplada en un párrafo especial de la cláusula transitoria, diferente al que prescribe los tiempos en que deben dictarse las leyes anteriores. Sin embargo, también es posible otra exégesis, según la cual correspondería aguardar el dictado del Estatuto Organizativo de las instituciones, porque el tercer párrafo del artículo 129 alude también a la elección del jefe de gobierno, dentro del marco desde el que se convocará a los habitantes de la ciudad.
El Congreso deberá elegir entre estas dos exégesis viables al proyectar la ley respectiva, pero no puede obviarse que, si se pronuncia por la primera solución, el funcionario que resultara electo tendría el carácter de Intendente Municipal y sus atribuciones resultarían del plexo normativo anterior a la sanción del Estatuto Organizativo porque no existiría todavía el régimen de autonomía que entrará en vigencia una vez dictado éste. Ello generaría un conjunto de dificultades, pues el funcionario electo debería luego adecuarse a las atribuciones que disponga el Estatuto para el jefe de gobierno. También se produciría un desajuste entre la iniciación del mandato del Ejecutivo y el de los miembros de la Legislatura (que se elegirían con posterioridad). Toda esta cuestión obligaría al dictado de cláusulas transitorias en el Estatuto: es, pues, preferible la segunda solución expuesta.
d) La última instancia prevista en el artículo 129 es la reunión de los representantes de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, luego de los comicios que se realicen a los efectos de su elección, para dictar el Estatuto Organizativo de sus instituciones.
La terminología empleada, convocatoria «a los habitantes», obvia el uso del concepto de «ciudadanos» (empleado, por ejemplo, en los nuevos arts. 36 y 39 de la Constitución), toda vez que por tratarse de comicios de naturaleza local (es decir, no de carácter nacional ni provincial) podría habilitarse a los extranjeros a sufragar en ellos.
3e) En cuanto al concepto de «Estatuto Organizativo», conforme lo expresó el autor al informar el Núcleo de Coincidencias Básicas ante el plenario de la Convención Constituyente, «la elección de los términos marca las diferencias» con la «constitución» que debe dictar cada provincia conforme a lo prescripto en los artículos 5Q y 123 de nuestra Ley Fundamental. El régimen de autonomía de la ciudad de Buenos Aires no importa, pues, transformarla en una provincia, aspecto sobre el que se volverá seguidamente.
Por ahora basta reiterar que dicho Estatuto Organizativo no se encontrará inmediatamente articulado con nuestra Carta Magna, como sucede con las constituciones locales, sino que deberá responder al marco de competencias que resulte de la salvaguarda de los intereses del Estado Nacional, que habrá de delimitar la ley del Congreso a lo que se hizo mención.
También corresponde hacer notar, que la convocatoria a los representantes de los habitantes de la ciudad evitó denominar Convención o Asamblea Constituyente a dicha reunión, en el mismo orden de ideas explicitado, es decir, de no asemejar ese acto a la existencia de un cuerpo con facultades para dictar una constitución local.
3. La subsistencia del distrito federal
El régimen de autonomía previsto para la ciudad de Buenos Aires no priva a ésta de su condición de Capital de la República, puesto que se mantiene la vigencia de la ley 1029 de 1880 que así lo estableció (como también la ley de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires del 27-11-1880, que cedió las respectivas tierras a ese fin).
Su carácter de distrito federal resulta indubitable por lo dispuesto en el artículo 3Q de la Constitución. La Capital es el lugar donde residen las autoridades que ejercen el gobierno federal y, como lo expresa la última parte de esa norma, se trata de un territorio federalizado.
La Constitución reformada ha efectuado ciertas precisiones en diferentes normas, que contribuyen a esclarecer el régimen creado por el referido artículo 129.
En primer término, cabe señalar que, por lo prescripto en el artículo 75, inciso 30 de esa Constitución, el Congreso Nacional conserva como atribución «ejercer una legislación exclusiva en el territorio de la capital de la Nación y dictar la legislación necesaria para el cumplimiento de los fines específicos de los establecimientos de utilidad nacional en el territorio de la República…»
Tal como puede apreciarse, se mantienen diferenciados en dicho artículo los dos supuestos que contemplaba el antiguo artículo 67 inciso 27 (de la Const. de 1853-60), si bien el segundo de ellos -relativo a la legislación respecto de los establecimientos de utilidad nacional- ha sido objeto de reformas.
La cláusula transitoria decimoquinta (primera parte) expresa, a su vez, que hasta tanto se constituyan los poderes que surjan del nuevo régimen de autonomía de la ciudad de Buenos Aires, el Congreso ejercerá una legislación exclusiva sobre su territorio, en los mismos términos que hasta la sanción de la presente.
La ley (o leyes, por la aclaración ya formulada) que determine los intereses del Estado Nacional que deben ser garantizados y que disponga la convocatoria a comicios, deberá ser sancionada dentro del plazo de doscientos setenta días a partir de la vigencia de esta Constitución (acaecida el 24-8-94).
A su vez, la cláusula transitoria séptima dispone que «el Congreso ejercerá en la ciudad de Buenos Aires, mientras sea Capital de la Nación, las atribuciones legislativas que conserve con arreglo al artículo 129».
Esta última cláusula transitoria ratifica la exégesis realizada en el párrafo anterior, en el sentido de que la ley que garantizará los intereses del Estado Nacional arbitrará un reparto de competencias, entre las que conservará el Congreso federal y las que se atribuirán a la futura Legislatura de la ciudad de Buenos Aires.
Aquí también se encuentra en juego el problema de dónde residirá el poder residual, es decir, aquél remanente a las competencias que se enumeren a efectos de la distribución mencionada. En atención a lo preceptuado en el artículo 75, inciso 32 de la Constitución reformada (antes art. 67, inc. 28, fundante de las llamadas facultades implícitas del Congreso), parece claro que dicho poder residual debería mantenerse en el Congreso Nacional, porque el futuro gobierno autónomo de la ciudad de Buenos Aires no podría quedar colocado -frente a ellas- en mejor situación que una provincia, máxime por cuanto tampoco podría acudir al concepto de poder no delegado (por las provincias) del ahora artículo 121 de la Constitución reformada (antes art. 104).
Si el Congreso Nacional conserva facultades legislativas sobre la ciudad de Buenos Aires mientras sea Capital Federal, resta considerar la situación en que se encuentra el presidente de la Nación a partir de la reforma constitucional.
Sobre este punto cabe decir que ha sido derogado el inciso 32 del antiguo artículo 86 de la Constitución Nacional, que le otorgaba al primer mandatario el carácter de jefe inmediato y local de la Capital de la Nación. Pero ello no puede importar privarlo de los poderes suficientes para poner en ejecución, en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires, las leyes del Congreso Nacional que sean dictadas en ejercicio de las competencias que éste conserva.
Por el contrario, el presidente mantiene la facultad que le confiere el actual artículo 99, inciso 2, de expedir instrucciones (es decir, las que pueda dirigir a todos los organismos federales) y reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación.
De todo ello, como ya se anticipara, cabe concluir que la ciudad de Buenos Aires conserva su condición de distrito federal, como Capital de la República y como asiento del gobierno nacional, poseyendo el Congreso Nacional atribuciones legislativas a su res-pecto en las competencias que conserve, y el presidente los poderes adecuados para hacer cumplir las leyes que aquél sancione en materia de tales competencias.
Por su parte, la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires podrá hacer uso de las facultades que le atribuya la ley federal prevista en el artículo 129 de la Constitución y las que resulten (en concordancia con aquéllas) dispuestas en el Estatuto Organizativo de
4. El problema de la justicia
Se ha visto hasta aquí los alcances de la autonomía de la ciudad de Buenos Aires, con relación a sus Poderes Legislativo y Ejecutivo futuros. Corresponde examinar ahora el significado de aquella autonomía en lo que hace a las facultades propias de jurisdicción.
Como no se encuentra en discusión que dichas facultades pueden abarcar el servicio de justicia que se presta actualmente en materia estrictamente municipal (faltas y contravenciones de tal carácter), ni tampoco que podría extenderse sin esfuerzo su ampliación a lo contencioso administrativo local, la problemática a considerar reside en determinar si puede trasladarse la justicia nacional, total o parcialmente (por fueros o por parte de ellos), a la jurisdicción de la ciudad de Buenos Aires.
Al hacer referencia a la justicia nacional, se denota a la que juzga sobre la aplicación de los códigos de fondo (civil, comercial, penal, de minería y del trabajo y seguridad social) y no a la llamada justicia federal, con jurisdicción sobre los puntos regidos por la Constitución, los tratados y la legislación de ese carácter.
La respuesta a ese interrogante no es fácil, porque la Constitución reformada no ha sido suficientemente precisa en esta cuestión, presentando ambigüedades que permitirán sostener posiciones antagónicas.
En efecto, subsisten por un lado los términos del antiguo artículo 67, inciso 11 (hoy 75, inc. 12) primera parte -que fue incluso objeto de una reforma dirigida a permitir la unificación de las obligaciones civiles y comerciales- que luego de enumerar los códigos de fondo, expresa «sin que tales códigos alteren las jurisdicciones locales, correspondiendo su aplicación a los tribunales federales o provinciales, según que las cosas o las personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones..,»
Si se advierte que la ciudad de Buenos Aires no quedó transformada en una provincia, por las razones antedichas, la aplicación de los códigos de fondo no podría realizarse por los jueces de aquella ciudad, porque está reservada a tribunales nacionales o provinciales.
Esta interpretación es la que mejor se ajustaría, además, al carácter de nacionales que la Corte Suprema reconoce a todos los jueces de la Capital Federal, a partir del dictado de la ley 13.998 (mantenido luego ese principio en el decreto-ley 1285, de organización de la justicia nacional), pese a la existencia de un fuero federal que aplica las norman de ese carácter (excluida la materia de los códigos de fondo),
Pero, por otro lado, la última parte de la cláusula transitoria decimoquinta de la reforma constitucional dispone que «hasta tanto se haya dictado el Estatuto Organizativo la designación y remoción de los jueces de la ciudad de Buenos Aires se regirá por las disposiciones de los artículos 114 y 115 de esta Constitución» Estos últimos preceptos regulan el futuro Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento, cuyas atribuciones se aplicarán a las magistraturas inferiores de la Nación (excluye a la Corte Suprema),
De estarse a lo previsto en esta cláusula transitoria, los jueces de la ciudad de Buenos Aires integrantes del Poder Judicial de !a Nación, o al menos una parte de ellos, podrían en el futuro ser nombrados y removidos con arreglo a lo que disponga el Estatuto Organizativo de las instituciones de la ciudad (y previamente a la ley que deslinde las competencias), y por lo tanto desempeñarían su jurisdicción en el ámbito de ella.
Las dos interpretaciones expuestas tienen apoyos normativos y no son de fácil conciliación, aun cuando la primera tiene la ventaja sobre la segunda de provenir de disposiciones permanentes y no transitorias de la Constitución.
Sin embargo, es posible adoptar una solución pragmática según la cual el Congreso Nacional, al efectuar el deslinde entre las competencias que conserva y las que se trasladarían a las instituciones de la ciudad, se encontraría habilitado para disponer que ciertos fueros o parte de ellos fuesen transferidos al ámbito de Buenos Aires, tomando para ello en cuenta su relación directa con materias de interés para los vecinos de la ciudad de Buenos Aires (por ejemplo cuestiones de locación, de copropiedad horizontal, de medianería, de familia, de accidentes de tránsito, de asuntos de menor cuantía, entre otros).
Esta solución pragmática puede apoyarse en ciertos antecedentes históricos, relativos a antiguas organizaciones de la justicia de la Capital Federal, que serían demostrativos de que el artículo 67, inciso 11, de la Constitución de 1853-60, en cuanto disponía que la aplicación de los códigos de fondo correspondía a los tribunales federales o provinciales, no fue interpretado en términos absolutos.
En efecto, las leyes 1893 (de 1885-86) y 2860 (de 1891) organizaron la justicia de paz de esa capital, creaba la institución de los alcaldes, que eran jueces legos designados por el Consejo Deliberante de la municipalidad, que decidían los asuntos de menor cuantía; también jueces depaz, nombrados por el Poder Ejecutivo a propuesta en terna de la Cámara de Apelaciones en lo Civil de la Capital (según art. 11, ley 2860), que conocían en ciertos asuntos civiles o comerciales, y en juicios sucesorios o de concurso de acreedores, basta un monto máximo variable con los años, así como en las demandas por alquileres, desalojos o rescisión de contratos de locación. La nota distintiva de estos jueces es que no reunían las condiciones de ser designados por el presidente de la Nación con acuerdo del Senado ni removibles por juicio político, que eran exigidas para conformar el carácter de jueces de la Nación (art. 86, inc. 5º; 45 y 51, Const. de 1853-60). Más tarde, la ley 11.924 (de 1934) modifico el sistema de designación de los jueces de primera instancia y de las cámaras de paz, estableciendo el requisito de su designación por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado, pero su remoción continuó haciéndose por procedimientos diferentes al juicio político, por lo que todavía en ese momento continuaban careciendo de la condición de jueces de la Nación, pese a lo cual aplicaban -en la medida de sus competencias- los códigos de fondo.
Del mismo modo, el Título II de la mencionada ley 1893 creaba en los mercados de la Capital Federal jueces de ese carácter, que debían conocer -siempre que las partes reconociesen la existencia de un contrato- en todas las cuestiones relativas a las transacciones del mercado que versaran sobre entrega de ganados y frutos, sobre fletes de los transportes terrestres y sobre exactitud de pesas y medidas.
Ello permitía fundar la antigua distinción entre jueces Constitución y jueces de la ley [Fallos de la Corte 30:112}. Esta distinción se modificó a partir del dictado de la Constitución de 1949, cuyo artículo 94 estableció que en la Capital Federa! los tribunales tienen el mismo carácter nacional, recepcionado en la recordada ley 13.998 y principio que informó a la
jurisprudencia posterior (Fallos: 236:8 y concordantes) pese a la derogación de aquella Constitución.
Pero, además de estas razones históricas que permiten interpretar el actual artículo 75, inciso 12 de la Constitución reformada en términos menos absolutos de lo que expresan sus palabras, existe otra reflexión que robustece la utilización del referido criterio pragmático y que emerge de la intencionalidad de la reforma constitucional al diseñar el régimen autónomo de la ciudad de Buenos Aires.
5. Un régimen de transición
Esta intencionalidad puede describirse como la adopción de un régimen de transición de preparación de la ciudad de Buenos Aires para convertirla en una futura provincia, en el supuesto de disponer el Congreso Nacional en el futuro el traslado de la Capital Federal a otra ciudad o región de la República.
En el caso de que el Congreso dictase una ley trasladando la capital, sin duda la ciudad de Buenos Aires perdería en ese momento su condición de distrito federal y se abriría la alternativa de reintegrar su territorio a la provincia homónima -que efectuó la cesión de tierras, afectadas al fin de establecerla- o de convenirla en una nueva provincia.
La Convención Constituyente ha preferido esta última solución. En efecto, no puede obviarse que el artículo 129, que prevé el régimen autónomo de la ciudad de Buenos Aires, ha sido incluido en el Titulo Segundo correspondiente a los gobiernos de provincia.
Con similar criterio, el nuevo artículo 75, inciso 31, contempla el remedio federal entre las atribuciones del Congreso, en los siguientes términos: «disponer la intervención federal a una provincia o a la ciudad de Buenos Aires».
Pero, además de ello, el nuevo artículo 54 de la Constitución establece ahora que el Senado se compondrá de senadores por cada provincia y por la ciudad de Buenos Aires, modificando en este último aspecto lo preceptuado en el artículo 46 la Constitución de 1853-60 que reservaba los senadores para la Capital. En virtud de esta modificación, si la Capital Federal mudase de ciudad habrá perdido sus senadores, porque ellos permanecerán para la ciudad de Buenos Aires. La cláusula transitoria cuarta se ocupa incluso del modo de designarse los senadores de dicha ciudad en 1995 y en 1998,
Para la Cámara de Diputados de la Nación, el nuevo artículo 45 expresa que se compondrá de representantes elegidos directa-mente por el pueblo de las provincias, de la ciudad de Buenos Aires, y de la capital en caso de traslado, que se consideran a este fin como distritos electorales de un solo Estado.
Tal como puede apreciarse de las normas inmediatamente cita- das, ante el supuesto de un traslado de la capital, la ciudad de Buenos Aires conservará sus senadores y sus diputados, mientras que se agregarán los diputados que representen al futuro distrito federal.
La conclusión que se desprende de estos preceptos es que la Convención Constituyente ha preparado la transformación de la ciudad en una nueva provincia (no puede entenderse de otro modo la reserva de los senadores que poseía por ser capital) sin serio todavía, pues subsiste su condición de distrito federal. En ningún momento ha dejado a salvo la posibilidad de un reintegro de ¡a ciudad a la Provincia de Buenos Aires, en el caso de traslado de la capital. Sin embargo, también resulta cierto que esa provincia debería ser oída en el terna cuando se presente concretamente I¿ cuestión, por imperio de lo prescripto en el artículo 13 de la Cons-titución, según el cual no podrá erigirse una provincia en el territorio de otra sin el consentimiento de la Legislatura de la provincia interesada.
Esta situación de transición fue descripta en los comentaren a los acuerdos políticos, que sirvieron de fuente a la ley 243.v. como la de una ciudad-Estado, es decir, un distrito que posee características parcialmente similares a una provincia pero que aún no lo es.
6. Una justicia para un régimen de transición
Desde la perspectiva señalada, parece conveniente resolver la cuestión de la justicia de la ciudad de Buenos Aires con un criterio que se afirme en el régimen de transición.
Así, mientras la ciudad de Buenos Aires conserve su condición de distrito federal y asiento del gobierno nacional -circunstancia que ha facilitado en el pasado, y continúa haciéndolo en el presente, el haber sido elegida como sede de las principales empresas y negocios del país- la aplicación de los códigos de fondo debería estar reservada a los jueces nacionales radicados en la ciudad cuando se trate de materias que trasciendan al interés de sus habitantes fundados en sus relaciones de vecindad. Este razonamiento parte del hecho notorio de que uno de los motivos por los cuales las empresas han preferido tener su sede en la Capital Federal, más que en los establecimientos que pudiesen tener en territorios de las provincias, ha sido la protección que les significa acudir a jueces nacionales en defensa de sus derechos. De allí que el propio interés de los vecinos de la ciudad de Buenos Aires, para conservarla como sede de los principales negocios del país, podría ser el mantenimiento de una justicia nacional que juzgue acerca de ellos.
Existe otra razón práctica que concurre en favor de una solución como la aquí propuesta: no media ninguna disposición transitoria que obligue a los jueces nacionales de la Capital Federal (que gozan de la garantía de inamovilidad que le acuerda el art. 110, Const. reformada) a convertirse en jueces de la ciudad de Buenos Aires, si así resultare impuesto por la ley del Congreso que delimite las competencias y por el Estatuto Organizativo de las instituciones de esa ciudad. Aun cuando se tratare de una cuestión opinable, responder a la pregunta de si el Congreso podría suprimir los cargos en los cuales se desempeñan magistrados designados e inamovibles, parece mejor soslayar una respuesta difícil ofreciendo en cambio un régimen de transición (acorde por lo demás, con el mismo carácter que registra al presente la temática de la ciudad de Buenos Aires).
En el marco de estas reflexiones, correspondería listar aquellas materias que se vinculan directamente con la vida cotidiana de los vecinos de la ciudad o con el desenvolvimiento de ésta, a fin de organizar un servicio de justicia (en el Estatuto Organizativo y en sus leyes complementarias) que pueda atenderlas adecuadamente. La desconcentración de fueros o materias que ello traería aparejado, produciría dos efectos benéficos de gran trascendencia: aliviaría, por un lado, la sobrecarga de trabajo que tienen hoy los tribunales nacionales de la Capital facilitando la reforma del Poder Judicial de la Nación (finalidad que también pretende la nueva Constitución) y, por el otro lado, permitiría organizar ab initio una justicia moderna para la ciudad de Buenos Aires, para mejor atención de las necesidades de sus vecinos.
Por último, esa solución puede combinarse con otra que ya se utilizó en nuestro medio, en las antiguas leyes organizativas de la justicia de paz, cual fue atribuir ciertas competencias a magistrados que impartían justicia del modo más inmediato con las relaciones de vecindad, reservando el acudir en grado de apelación a los jueces nacionales, cuando así lo justificare la importancia de los asuntos en litigio.
7. Aclaraciones de opinión de Enrique Paixáo
1. Entiende que con arreglo a la Constitución, una vez establecidos los poderes que surjan del régimen de autonomía, no subsisten en el Congreso atribuciones de legislatura local en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires. Tampoco concuerda en concebir a la “ley que garantice los intereses del Estado nacional, mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital de la Nación» (art. 129, segundo párrafo), como una regla que «deslinde» competencias.
Piensa que:
a) el Congreso no puede «atribuir» competencias a la ciudad de Buenos Aires, porque ellas se encuentran establecidas en la Constitución («régimen de gobierno autónomo con facultades propias de legislación y jurisdicción», y «jefatura de gobierno elegido por el pueblo», es decir, la totalidad de los atributos del poder estatal);
b) la misión del Congreso se limita a individualizar los intereses del Estado Nacional a ser garantizados en el territorio de la ciudad, y el modo de esa garantía;
c) el concepto de «intereses del Estado nacional» es coextensivo con las facultades taxativamente enumeradas en el art. 75;
d) esos intereses deben ser garantizados -o, lo que es lo mismo, esas facultades deben ser ejercidas- en todo el territorio de la Nación;
e) a lo sumo podrá decirse que en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires, mientras en ella esté radicada la capital federal, aquellos intereses presentan una concentración particularmente fuerte;
f) el Congreso deberá hacer uso de su atribución («garantizar los intereses del Estado nacional») respetando el principio de que la autonomía es la regla fijada en el art. 129, y la limitación fundada en la garantía de esos intereses es la excepción;
g) consecuentemente, todos los poderes locales de la ciudad de Buenos Aires (de gobierno, de jurisdicción y de legislación) que no entren en colisión con los intereses del Estado nacional han de ser ejercidos por las autoridades de la ciudad.
2. Considera que un instituto definido en la Constitución como «un régimen de gobierno autónomo, con facultades propias de legislación y jurisdicción», cuyo «jefe de gobierno será elegido directamente por el pueblo» (art. 129, primer párrafo) no constituye un gobierno provincial ni uno municipal, sino una categoría intermedia, más cercano al primero que al segundo; en esta inteligencia, en su intervención en la Comisión de Coincidencias Básicas, se refirió a él como «Estado de la ciudad de Buenos Aires».
Este aserto no se ve alterado, según piensa, por la ambigua referencia a los «representantes de los habitantes» en el párrafo cuarto del art 129. La expresión «pueblo», mediante la cual alude el párrafo primero del mismo artículo a quienes tienen derecho a elegir jefe de gobierno, es utilizada para mencionar al depositario de la soberanía, que gobierna por representación (cfr., por ejemplo, Preámbulo y arts. 1º,22,33 y 45). Sólo el pueblo definido por la Constitución Nacional puede concurrir a dar validez al Estatuto Organizativo. A este instrumento no le corresponde la denominación de «Constitución» porque el régimen de la ciudad de Buenos Aires no será constituido por ésta, sino por el tantas veces citado art. 129.
3. Entiende que la Constitución ha establecido tres reglas distintas, en orden a las facultades del Congreso respecto del distrito federal y a la ciudad de Buenos Aires:
a) «hasta tanto se constituyan los poderes que surjan del nuevo régimen de autonomía de la ciudad de Buenos Aires. el Congreso ejercerá una legislación exclusiva sobre su territorio, en los mismos términos que hasta la sanción de la presea- te» (disposición transitoria decimoquinta, primer parra:»: :
b) una vez constituidos esos poderes en la ciudad de Buenos Aires, «mientras (ésta) sea capital de la Nación», las atribuciones del Congreso se limitarán a establecer la ley garantice en ese territorio los intereses del Estado nacional (disposición transitoria séptima);
c) si Buenos Aires deja de ser capital de la Nación, el Congreso ejercerá «una legislación exclusiva» en el territorio donde ella quede establecida (art. 75, inc. 30), porque allí n: rustirá una forma estatal con poderes concurrentes.
4. Entiende que la asignación de «facultades de jurisdicción” a la ciudad de Buenos Aires (art. 129, primer párrafo) tiene el alcance corriente de esa clase de facultades: decir el derecho mediante los órganos judiciales. En consecuencia, no sola considera que «puede» sino que «debe» trasladarse la jurisdicción a ii a .a.*u No es necesario presentar argumentos que refuercen esa interpretación; no obstante, existen referencias expresas a jueces que no ejercen poder judicial en nombre de la Nación, como lo demuestra
la última parte de la disposición transitoria decimoquinta, que regla la designación y remoción de los jueces de la ciudad de Buenos Aires, hasta tanto se haya dictado el Estatuto Organizativo.
Considera que la discusión sobre si la ciudad de Buenos Aires será una provincia, una municipalidad o una tercera especie no tiene incidencia sobre esta cuestión: las atribuciones jurisdiccionales de esa ciudad surgen en forma directa del art. 129, no de una interpretación sistemática apoyada en la «naturaleza» del ente.
Opina que la preexistente regla del art. 67, inc. 11 (hoy 75, inc. 12) debe hoy ser entendida de modo compatible con aquél; de lo contrario, por paradoja, la cláusula sancionada en 1860 derogaría a la establecida en 1994.
Estima que, por lo demás, tampoco esa cláusula fue obstáculo, durante casi un siglo, para admitir jurisdicción local en la ciudad de Buenos Aires (cfr. ley 1893, Títulos III, IV y V), a pesar de que no existía un status constitucional especial para la ciudad (hasta la sanción de la ley 13.998 los jueces de la Capital no fueron considerados «jueces de la Constitución», sino «jueces de la ley»; la doctrina de los tribunales, y en particular de la Corte Suprema -v. Fallos: 30:112, cons. 2° 3º y 4º-, siguió pareja evolución).
Piensa que esa jurisdicción «local» brinda, a su vez, el modelo para diferenciar entre justicia «nacional» (o federal, o dedicada a atender las cuestiones que contienen «intereses del Estado nacional») y justicia «de la ciudad de Buenos Aires», en consonancia con la retracción de los poderes del Congreso como legislatura territorial, establecida en la reforma (v., en particular, el considerando 49 del citado fallo).
Sugiere recordar, todavía, que:
a) esa diferencia no coincide exactamente con la delimitación actual de la competencia entre los fueros «en lo Federal» y los restantes, toda vez que a éstos se ha atribuido también, en varios casos, el conocimiento de causas federales;
b) si bien no existen razones para modificar conceptualmente el contenido de lo que históricamente constituye la materia
federal, corresponde todavía analizar si la mayor concentración de intereses federales en el territorio de la ciudad de Buenos Aires justifica desde el punto de vista práctico alguna modificación adicional de la competencia de la justicia de esa ciudad; c) nada obsta a que, si las nuevas necesidades económicas y sociales lo hacen aconsejable, el Congreso revise el límite que ha puesto al ejercicio de algunas de las atribuciones que le confiere el art. 75, y extienda en consecuencia la competencia federal a materias que hoy atienden los jueces locales, pero en todo caso bajo la condición de que ese límite de la jurisdicción local sea establecido de modo uniforme en todo el país, y no de modo discriminatorio respecto de las facultades que el art. 129 reconoce a la ciudad de Buenos Aires.
En particular, discrepa con la reducción de las atribuciones jurisdiccionales de la ciudad de Buenos a las relaciones de vecindad, y entiende que la jurisdicción federal no puede ser establecida sobre la base de establecer diferencias en orden a la confiabilidad de los jueces, considerando a los nacionales en distinta calidad que a los locales, ni de aceptar el reconocimiento de preferencias de esa clase, cualquiera sea la calidad del particular que lo apetezca.
Estima que la disposición transitoria decimoquinta, párrafo cuarto, implica una regla que obliga a la Nación a transferir órganos judiciales a la ciudad de Buenos Aires, y a ésta a respetar la inamovilidad de los magistrados que desempeñen esos órganos. Esta inamovilidad, a su vez, no es impedimento para que la Constitución dé a las instituciones una organización distinta, que incluya la transformación de los órganos judiciales existentes y un distinto fundamento a su jurisdicción (no se trata, en ningún caso, de la supresión de funciones). Sin embargo, un régimen que tenga en cuenta las preferencias vocacionales ha de ser, ciertamente, de beneficio general.
IX
DECRETOS DE NECESIDAD Y URGENCIA.
DELEGACION LEGISLATIVA. AGILIZACION DEL TRAMITE DE DISCUSION Y SANCION DE LAS LEYES
por ALBERTO M. GARCÍA LEMA
1. Introducción
Uno de los aspectos más controvertidos del proceso de reforma constitucional, que mereció las mayores críticas de las fuerzas antipactistas y de un sector significativo de la doctrina constitucional, fue la regulación de los decretos de necesidad y urgencia, la delegación legislativa y la promulgación parcial de las leyes.
El argumento sustancial levantado contra la regulación de esas instituciones consistió en afirmar que ella frustraba uno de los propósitos centrales de la reforma (obtener la atenuación del presidencialismo), puesto que al introducirlas en nuestra ley fundamental se otorgaban mayores poderes al ejecutivo en detrimento del legislativo. Estas mayores potestades compensarían en exceso la disminución de las atribuciones ejecutivas que otras modificaciones disponían.
Sin embargo, es posible demostrar -como se intentará a continuación- que las previsiones adoptadas en dichas materias, incluidas en el capítulo «G» del artículo 2Q de la ley declarativa de la reforma, se encontraban inspiradas en los mismos propósitos a los que respondía integralmente el proceso reformista: generar un mejor equilibrio entre los poderes del Estado, acrecentar el nivel de eficacia en el desempeño de sus respectivas funciones y consolidar el sistema democrático.
En efecto, los decretos de necesidad y urgencia, la delegación legislativa y la promulgación (o veto) parcial de las leyes, eran prácticas paraconstitucionales de larga data en nuestro medio, respaldadas por sectores importantes de la doctrina y cuya validez fue declarada por fallos de la Corte Suprema de Justicia. No fueron creadas por la reforma constitucional sino reconocidas con el fin de limitarlas, circunscribiéndolas -cuando fueron admitidas- mediante la aplicación de reglas que dispusieron mayores exigencias para su utilización que las requeridas en las costumbres vigentes.
Para comprender mejor el sentido de tales propuestas, conviene tener presente que los instrumentos mencionados representaron algunos de los medios que acompañaron a un fenómeno de crecimiento de los poderes ejecutivos -en desmedro de las facultades parlamentarias- que se operó, desde comienzos de siglo, en todos los países desarrollados.
Este fenómeno ha sido estudiado con detenimiento en la evolución de las instituciones políticas comparadas y respondió a un conjunto de causas que fueron, en líneas generales, manifestaciones de distintas etapas de la revolución industrial y de la creciera complejidad de las sociedades modernas. Estas causas atraviesan horizontalmente a todos los sistemas políticos.
Una obra de derecho comparado, de la década de tres profesores franceses -André Hauriou, Jean Gicquel y PatriceGelard- advierte sobre las características actuales de la crisis los contrapesos clásicos entre los poderes del Estado, considerándolo una circunstancia propia de las sociedades superdesarrolladas, que aparece asociada con fenómenos técnico-económicos y que provoca desequilibrios sociales, políticos e institucionales. Esa crisis se revela, para dichos autores, por el crecimiento global del poder, su centralización, la hipertrofia del ejecutivo en detrimento del parlamento y la inhibición progresiva de los gobernantes políticos y de sus censores en favor de los expertos agrupados en una “tecnoestructra”. Aprecian que la señalada hipertrofia del ejecutivo se presenta en regímenes presidencialistas (por ejemplo, la importancia del leadership presidencial en los Estados Unidos después de Roosevelt), parlamentaristas (tal es el caso de la preeminencia del gabinete en Gran Bretaña y en otros países) y mixtos (como el rol destacado del presidente y del gobierno en la Constitución francesa de 1958).
Pese a que ahora se trata de una problemática agudizada con el llamado superdesarrollo económico, lo cierto es que el roí creciente del ejecutivo y el debilitamiento del legislativo aparece como una constante histórica para los Estados Unidos de América, desde las primeras décadas de esta centuria. En este sentido, el Congreso en los regímenes presidencialistas tiende a parecerse cada vez más al Parlamento de los regímenes parlamentarios: con disminución de las funciones legislativas y crecimiento de las extra-legislativas (fijación de políticas, seguimiento y control).
Algunos autores, que han examinado esa tendencia a la expansión de las facultades presidenciales, individualizaron como causas: al manejo por el ejecutivo de las relaciones internacionales y sus poderes de guerra (la llamada «presidencia imperial»), a su papel de árbitro entre los sectores sociales (del capital y del trabajo) acrecentado en épocas de emergencia económica, el ejercicio de la jefatura de la administración que le acuerda el control de la tecnoburocracia del Estado, su carácter de jefe político (que le permite disciplinar al partido gobernante), su función de conductor de las políticas económicas y sociales respecto de un tipo de Estado (al menos en buena parte de este siglo) regulador e intervencionista.
La presidencia en los Estados Unidos -y también en nuestro país como se apreciará seguidamente- desarrolló en este siglo virtualidades que ya se hallaban presentes en el origen de la institución.
2. La concepción originaria de las facultades ejecutivas
En el pensamiento preconstituyente de los Estados Unidos de América influyeron dos concepciones contrapuestas.
Una de ellas, que preconizó la prevalencia del legislativo, reconoció como principal antecedente la importancia de las Asambleas en la etapa previa al proceso de la independencia de ese país, por encontrarse controladas por nativos, respecto de los ejecutivos que -en general- eran gobernadores designados por la Corona británica. Ejemplo de esta vertiente de ideas fue la Constitución de Virginia de 1776, que libraba la organización del ejecutivo a la determinación legislativa, desarraigándolo de las fuentes generales del derecho común y de la costumbre constitucional inglesa.
La otra corriente ideológica, evidenciada en la Constitución de Nueva York y defendida por Hamilton en el Federalista, que en definitiva prevalecería en el diseño de la Constitución federal de 1787, lo independizaba del legislativo al disponer su elección directa por el pueblo, dotándolo de facultades propias como la jefatura de las fuerzas armadas y de la administración, poder de indulto, de ejecución de las leyes y de veto.
Corwin, en su obra sobre el poder ejecutivo de los Estados Unidos, recuerda que visto desde una perspectiva histórica aquél aparece como el poder originario, del cual se han desprendido los otros órganos del Estado. Encuentra que mientras el legislativo y el judicial denotan funciones de gobierno claramente definibles, así como métodos constantes para su desempeño, el ejecutivo es indefinido en cuanto a su función y, retiene la mayor flexibilidad original en cuanto a método se refiere. Es, por lo tanto, el poder gubernamental que mejor se adapta a condiciones de emergencias es decir, situaciones que no han alcanzado suficiente estabilidad o repetición como para admitir ser tratadas de acuerdo con reglas generales preexistentes.
De ese carácter originario se deriva también la teoría del poder residual, según la cual el presidente goza de facultades implícitas, que encuentran su apoyo normativo en el artículo II de la Constitución (que dice: «se conferirá el poder ejecutivo al presidente de los Estados Unidos de América»), fuente inmediata del actual artículo 87 (antes 74) de la Constitución argentina.
Esa teoría (también llamada de la Administración) fue sostenida en los comienzos de este siglo por el presidente Theodore Roosevelt, quien afirmaba que el ejecutivo tenía el derecho y el deber de hacer todo lo que mandaban las necesidades del país, a menos que dicha acción estuviese prohibida por la Constitución o por las leyes. La teoría se apoyaba en el pensamiento del propio Locke (capítulo XIV de su Tratado sobre el gobierno) quien sostenía que los legisladores no pueden prever todo lo que puede ser útil para la comunidad, por lo que el ejecutor de las leyes, que tiene el poder en sus manos, posee por el derecho común de la Naturaleza la facultad de hacer uso de aquél en beneficio de la sociedad, hasta tanto pueda convocarse convenientemente al poder legislativo para dar disposiciones sobre ello. Incluso, ese filósofo político le reconocía la facultad para actuar en ocasiones contra las leyes, mientras esta prerrogativa fuese empleada en beneficio de la comunidad. Como lo pusieron de relieve sus comentaristas, Locke no era partidario de una Constitución con supremacía legislativa sino de «una constitución equilibrada».
Esta concepción del ejecutivo norteamericano se desarrolló con plenitud a raíz de los conflictos que generó el industrialismo, es decir, en las emergencias económicas o sociales. Los presidentes arbitraron, a partir de Theodore Roosevelt (1902), numerosas disputas industriales, sin intervención legislativa específica, y hasta derogando la ley en algunos casos. En uno de ellos (de Acerías, 1925), la Corte de los Estados Unidos -que ya aceptaba los poderes presidenciales implícitos desde el caso «Neagle», de 1890-vinculó el poder de emergencia con la facultad presidencial de adoptar legislación temporaria cuando el Congreso, según el criterio del presidente, hubiese sido indebidamente remiso en la consideración de una determinada situación que requería ser normada.
En la Argentina, la arquitectura constitucional ideada por Alberdi estuvo todavía más orientada al diseño de un poder ejecutivo fuerte, porque nuestra tradición personalista carecía del equilibrio proveniente de la importancia dada a las Asambleas en los antecedentes históricos del país del norte.
Alberdi acordaba al ejecutivo dos grandes roles: el de pacificador (para evitar la anarquía y la omnipotencia de la espada) y el de transformador, porque debía conducir un proceso de desarrollo político, económico, social y cultural de extraordinaria envergadura. Resumía sus prevenciones sobre la labor que, en este sentido, podía desarrollar el legislativo, al decir que debían confiarse al presidente los atributos para llevar a cabo «ciertas reformas de larga, difícil e insegura ejecución, si se entregan a legislaturas compuestas por ciudadanos más prácticos que instruidos y más divididos por pequeñas rivalidades que dispuestos a obrar en el sentido de un pensamiento común».
La facultad presidencial para emitir medidas legislativas dirigidas a atender situaciones de urgencia fue reconocida por la Corte Suprema en 1872 (Fallos: 11:405; caso «Crisólogo Andrade», referido a una amnistía dispuesta por un comisionado del gobierno nacional y aprobada por el presidente en 1868), y ejercida por el Poder Ejecutivo desde época aún más temprana (cfr., por ejemplo, decretos del Poder Ejecutivo aprobados por el Congreso de Paraná por leyes 52 -promulgada el 2 de octubre de 1855-, 63 -promulgada el 16 de junio de 1856-, 109-promulgada el 29 de junio de 1857-, 149 -promulgada el 24 de setiembre de 1857).
Si en nuestra Constitución histórica el poder legislativo fue pensado como una institución más débil que el ejecutivo (en términos aun mayores que en su modelo norteamericano), el desenvolvimiento posterior agudizó dicha debilidad. La presidencia argentina, durante este siglo, también se vio afectada, y debió conducir los cambios que generaban los procesos de industrialización y urbanización, así como la incorporación al juego político de dos nuevos sectores sociales (las llamadas clases medias y clases trabajadoras). El crecimiento desmesurado de las prerrogativas del ejecutivo que esos cambios ocasionaron se agravó en nuestro medio por la presencia recurrente de gobiernos de facto. Así, el Congreso Nacional permaneció inactivo durante largos años de esos gobiernos; sólo existió entonces como poder político el ejecutivo, en contacto directo con los factores de poder o los grupos de presión, y como único órgano canalizador de las demandas de esos grupos.
3. Los antecedentes directos de estas reformas
Los trabajos del Consejo para la Consolidación de la Democracia (divulgados en 1986 y 1987) formularon fuertes críticas al desenvolvimiento histórico de nuestro poder ejecutivo, proponiendo implementar un régimen mixto de base semipresidencialista o semiparlamentaria. Ya se ha visto que esas posiciones evolucionaron a una situación conceptualizada como atenuación del presidencialismo, en los acuerdos entre el justicialismo y el radicalismo.
Fue el mencionado Consejo quien también propuso un conjunto de modificaciones tendientes a hacer más ágil y eficiente el mecanismo de elaboración y sanción de las leyes, como modo de robustecer el nuevo equilibrio de poder deseado. Pero ello no constituyó un obstáculo para que el Consejo advirtiese que debían contemplarse otras medidas institucionales para hacer frente a las urgencias del dictado de normas, que reclamaba la época.
Del tal modo, postuló la incorporación de reformas que permitiesen la aprobación ficta de proyectos (sanción abreviada con juego del silencio); un trámite especial para proyectos enviados por el poder ejecutivo con pedido de urgente tratamiento, y atribuyó al presidente la facultad de dictar decretos de necesidad y urgencia, cuando se hicieran presentes circunstancias excepcionales, confiriéndole esta facultad con carácter privativo (es decir, sin intervención del gabinete o del primer ministro y sin necesidad de refrendo ministerial).
En el anteproyecto de reforma constitucional del justicialismo, elaborado por su comisión de juristas (año 1992), no se incluyeron propuestas relativas a los decretos de necesidad y urgencia. Su posición, se concentró en los siguientes aspectos:
1) la reducción a tres de las instancias posibles de revisión de un proyecto (es decir, dos intervenciones por la Cámara iniciadora y una por la revisora);
2) la sanción ficta para los proyectos aprobados por la Cámara iniciadora y no tratados dentro de un cierto tiempo por la Cámara revisora;
3) la promulgación parcial en aquellos casos en que la parte no vetada del proyecto tuviera autonomía normativa;
4) la regulación de un trámite abreviado (con sanción tácita) para los proyectos de ley de necesario y urgente tratamiento, así declarados por el Poder Ejecutivo;
5) contemplar la delegación de atribuciones del plenario de la Cámara a sus comisiones internas, limitadas a asuntos administrativos que no afecten los derechos de los ciudadanos.
El principal fundamento de estas propuestas (coincidentes en algunos casos con las preconizadas por el Consejo para la Consolidación de la Democracia) consistía en el reconocimiento de la aceleración que los profundos cambios científicos y tecnológicos -que se operan en el contexto mundial- le imponen al dictado de la legislación en nuestro tiempo. En efecto, la Constitución de 1853-60 preveía un sistema de formación de las leyes, ideado para sancionar pocas leyes por año, pero destinadas a perdurar en el tiempo; sin embargo, los avances tecnológicos antes mencionados, imponen el dictado de legislación en número considerable y destinada a durar poco tiempo.
4. La prohibición de la sanción tácita o ficta
En el curso de las negociaciones previas a los acuerdos políticos que sustentaron la ley declarativa de la necesidad de la reforma, el radicalismo sostuvo que la determinación de plazos para el pronunciamiento por parte de las Cámaras y la sanción ficta de proyectos de leyes, implicaban una pérdida de libertad para los partidos opositores en el desarrollo de su actividad legislativa. Como uno de los propósitos de la reforma era también acrecentar el control parlamentario se prefirió no insistir con aquellos instrumentos. De tal modo, se estableció como pauta prohibir la sanción ficta de los proyectos de ley, dejándose constancia de ello en el párrafo final del apartado «G* del artículo 2º de la ley 24.309.
Ese es el origen y la explicación del actual artículo 82 de la Constitución reformada, según el cual: «la voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta».
Los alcances de esta norma, en lo que hace a los efectos de los decretos de necesidad y urgencia serán examinados más adelante.
5. Los decretos de necesidad y urgencia
El principal problema que debió resolverse, respecto de los decretos de necesidad y urgencia, fue decidir si la Constitución debía regular las emergencias de ese carácter o si cabía entender que dichas emergencias estaban por fuera de la Constitución.
Se adoptó el criterio de que podían ser previstas por la Constitución y no quedar al margen de ella, siguiéndose el criterio que informó la institución del estado de sitio (artículo 23 de nuestra Carta Magna) para los supuestos de conmoción interior o de ataque exterior.
Sentado ello, la regulación constitucional de ese tipo de reglamentos fue prevista para situaciones de excepción, estableciéndose para su dictado requisitos de procedimientos de exigencia mucho mayor que los vigentes en la práctica anterior a la reforma, incrementándose asimismo los controles legislativos.
Corresponde entrar al análisis en detalle de lo preceptuado en el artículo 99, inciso 3Q de la Constitución reformada.
a) La regla general
La segunda parte de esa norma de la Constitución preceptuó, como regla general, que: «el Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo».
Esa prohibición es absoluta cuando «se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos». En los dos primeros casos, porque opera con firmeza el principio de legalidad -en sentido formal además de material- de acuerdo a lo establecido en los artículos 17 y 18 de la Constitución Nacional, y en cuanto a los dos últimos, porque se protege rigurosamente el libre desenvolvimiento de los partidos políticos y el juego electoral, esenciales para el funcionamiento democrático, como lo afirman ahora también los nuevos artículos 37 y 38 de la Constitución.
b) Las circunstancias excepcionales
La prohibición dispuesta en la regla general es relativa para los demás supuestos, aunque sujeta a ciertas condiciones.
Así se requiere que «circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes»; en tal caso, el presidente podrá dictar «decretos por razones de necesidad y urgencia».
Cabe preguntarse qué debe entenderse por «circunstancias excepcionales» que impidan seguir los trámites ordinarios para la sanción de las leyes.
La expresión hace referencia a situaciones de hecho, que habrá que apreciar en cada caso, vinculadas con razones de necesidad y urgencia justificantes del dictado de decretos en uso de facultades legislativas.
Así lo entendió la Corte Suprema de Justicia, en el precedente «Peralta, Luis y otros c/Gobierno Nacional», cuando se remitió a la presencia de «una situación de grave riesgo social, frente a la cual existió la necesidad de medidas súbitas del tipo de las instrumentadas en aquel decreto (se refiere al individualizado con el número 36/90), cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados» (considerando 24). En ese mismo fallo la Corte avanzó en criterios descriptivos de circunstancias excepcionales; haciendo mérito de «…la índole de los problemas y el tipo de solución que cabe para ellos, difícilmente pueden ser tratados y resueltos con eficacia y rapidez por cuerpos pluripersonales»
«La confrontación de intereses que dilatan -y normalmente con razón dentro del sistema- la toma de decisiones, las presiones sectoriales que gravitan sobre ellas, lo que es también normal, en tanto en su seno están representados los estados provinciales y el pueblo -que no es una entidad homogénea sino que los individuos y grupos en él integrados están animados por intereses muchas veces divergentes-, coadyuvan a que el Presidente, cuyas funciones le impone el concreto aseguramiento de la paz y el orden social, seriamente amenazados en el caso, deba adoptar la decisión de elegir las medidas que indispensablemente aquella realidad reclama con urgencia impostergable» (considerando 29).
Un punto a ser tenido en consideración es que la Constitución ha preferido utilizar el concepto de excepcionalidad en vez del término «emergencia», que había sido objeto de amplios análisis en la doctrina y jurisprudencia.
El parentesco que puede existir entre ambos resulta evidente también de lo expresado por el Alto Tribunal en el caso «Peralta»: «…el concepto de emergencia abarca un hecho cuyo ámbito temporal difiere según circunstancias modales de épocas y sitios. Se trata de una situación extraordinaria, que gravita sobre el orden económico-social, con su carga de perturbación acumulada, en variables de escasez, pobreza, penuria o indigencia, origina un estado de necesidad al que hay que ponerle fin. La etiología de esa situación, sus raíces profundas y elementales, y en particular sus consecuencias sobre el Estado y la sociedad, al influir sobre la subsistencia misma de laorganización jurídica y política, o el normal desenvolvimiento de sus funciones, autoriza al Estado a restringir el ejercicio normal de algunos derechos patrimoniales tutelados por la Constitución». La vinculación entre la emergencia y los decretos de necesidad y urgencia -instrumento hábil para resolverla- fue afirmada por un sector de la doctrina, en el que se destaca Jorge Vanossi. Este autor afirma que: «Cuando se ha acudido a la sanción de estas normas de urgencia, nadie ha puesto en duda ni ha entrado a discutir la existencia misma de una situación de emergencia. Como es sabido, las situaciones de crisis engendran estados de emergencia, que se traducen en la implantación de limitaciones anormales y transitorias al ejercicio de ciertos derechos […] Entonces, se reconoce la legitimidad constitucional de un ‘poder de policía* mis amplio y más enérgico que el habitual. Es el poder de policía pan superar un estado de necesidad (…) la existencia de los reglamentos de necesidad y urgencia constituye un dato definitivamente incorporado al bagaje del derecho constitucional contemporáneo como parte de la creación legislativa abreviada o de emergencia […] Lo importante es, en todos los casos, que la palabra final quede en manos del órgano legislativo propiamente dicho, pero que éste por su acción o por su omisión pueda fijar el contenido normativo que considere apropiado hacer prevalecer […] Quien pudiera tener que la legislación de necesidad y urgencia es un instrumento autoritario y antidemocrático […] se equivoca, ciertamente, porque lo que importa para el estado social de derecho, no son las formas sino los resultados. Vale decir, no la apariencia de la democracia sino la vigencia plena de actos de gobierno razonarles a control […] Si las formas democráticas y representativa – y atención que el Presidente también representa al pueblo- no pueden resolver a tiempo las emergencias por las que pasa la sociedad, el sistema debe tener una respuesta hábil para evitar el daño al interés público».
Sin embargo, el concepto de «emergencia** parece, en un cierto sentido, más amplio que el de «circunstancias excepcionales”, y ello ocurre porque aquél fue utilizado habitualmente en el pasado también para calificar a leyes restrictivas de los derechos habitantes (particularmente del derecho a la propiedad); en cambio, la situación a la que alude el tercer párrafo del inciso 3º del artículo 99 de la Constitución es la que impide la sanción legislativa. Resulta más útil y preciso, entonces, vincular la excepcionalidad a los decretos que autoriza la norma bajo análisis.
Villegas Basavilbaso describía, bajo la vigencia de la Constitución de 1853-60, al reglamento de necesidad y urgencia como «…sustancialmente un acto legislativo y formalmente un acto administrativo. Implica una sustitución de poder, su fundamento no reside en ninguna potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo, sino en un hecho: el estado de necesidad y urgencia. Se trata, entonces, de examinar si en determinadas circunstancias es admisible una excepción al principio de la legalidad y si el Poder Ejecutivo puede crear normas de derecho que modifiquen o suspendan las preexistentes».
Este planteo aporta claridad al punto en cuestión: la excepcionalidad está referida al principio de legalidad (sentado ahora en forma por demás explícita en la segunda parte del inciso 3º del mencionado artículo 99), y se encuentra sustentada en la necesidad y urgencia. A esta tesis no sólo adscribe Villegas Basavilbaso sino también Marienhoff, Cassagney Juan Francisco Linares, entre otros.
El desarrollo conceptual que ha realizado la doctrina y la jurisprudencia respecto de las nociones de necesidad y urgencia con sus limitaciones, al que cabe remitirse por razones de brevedad, es pues recuperable para apreciar la legitimidad de la futura utilización de los instrumentos aquí considerados.
c) El acuerdo general de ministros y la intervención del Jefe de gabinete de ministros
La siguiente cuestión a examinar consiste en los trámites previstos para el dictado de los decretos de necesidad y urgencia.
El párrafo final del tercer apartado del inciso 3º del artículo 99 de la Constitución reformada, establece que los decretos de necesidad y urgencia «…serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros». Este precepto se vincula con lo dispuesto en el mismo sentido por el artículo 100, inciso 13 de la Constitución.
Las normas referidas han sido examinadas por Enrique Paixáo en el capítulo III de este trabajo (puntos 2-b.4 y 4). Cabe agregar a lo ya expuesto en ese lugar, que los procedimientos establecidos en la reforma agravan notoriamente el trámite impreso en el pasado a este tipo de reglamentos, que podían ser emitidos con la firma exclusiva del presidente y uno de los ministros. El refrendo conjunto importa ahora la aplicación del artículo 102 de la Constitución, según el cual cada ministro es responsable de los actos que legaliza, y solidariamente de los que acuerda con sus colegas.
d) El control de la Comisión Bicameral Permanente
Dictado el decreto de necesidad y urgencia, expresa el inicio del cuarto apartado del inciso 3e del artículo 99 de la Constitución que: «El jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a consideración de la Comisión Bicameral, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara».
Esta previsión responde a una de las finalidades de la reforma, reiteradamente mencionada en este trabajo, consistente en atenuar el presidencialismo acrecentando paralelamente el rol de contralor del Congreso.
A estos efectos se dispone la creación constitucional de una Comisión Bicameral Permanente. Pesa sobre cada una de las Cámaras la obligación de proceder a integrarla (asegurando una representación política equivalente a la que existe en ellas), que deberá efectivizarse mediante resoluciones o por preceptos incluidos en sus respectivos reglamentos, que habrán de prever las modalidades de la operatoria.
La idea rectora de la conformación de un cuerpo permanente de las características señaladas, consiste -en términos de práctica política- en que el presidente de la Nación o su jefe de gabinete de ministros cuenten con la posibilidad -sí lo entendían conveniente- de efectuar consultas a los líderes parlamentarios (que se presupone que integrarán esa comisión, de gran significación institucional), en forma previa al dictado de los decretos de la especie examinada. De tal forma, podría conocerse anticipadamente el parecer de los líderes de las principales fuerzas políticas representadas en el Congreso (incluso en condiciones de razonable reserva), respecto de una medida que las circunstancias le imponen al ejecutivo adoptar en uso de atribuciones legislativas.
Si se arribara a una costumbre de colaboración entre los poderes políticos del Estado del modo indicado, y si las medidas que en el futuro se presenten como necesarias y urgentes gozaran de consenso, quedaría allanado el camino para la pronta ratificación legislativa del decreto que las implementara.
El plazo de diez días para que el jefe de gabinete someta el decreto a consideración de la Comisión Bicameral Permanente, no es óbice al propósito mencionado. Ese término resulta apropiado para poner en marcha una operatoria formal de control del reglamento dictado, atento a que pueda tener que convocarse a legisladores ausentes de la Capital (máxime en épocas de receso del Congreso). También servirá al ejecutivo para implementar las decisiones complementarias que la situación imponga y medir sus primeras consecuencias, antes de que el jefe de gabinete de ministros deba afrontar un debate público sobre el tema ante la Comisión Bicameral.
Como consecuencia del control estatuido, el cuarto apartado del inciso 3Q del artículo 99 de la Constitución, continúa expresando que: «Esta comisión elevará su despacho en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras».
Este segundo plazo de diez días se concede a los fines de que la Comisión Bicameral estudie aceleradamente la situación suscitada y las medidas dispuestas por el ejecutivo, formándose opinión acerca de ellas, que se concretará en los dictámenes del caso, elevándolos -siempre dentro de ese término- a los plenarios de las Cámaras.
Conviene reparar aquí que como cada una de las Cámaras recibirá simultáneamente los dictámenes de la Comisión Bicameral, aquella que sancione en primer término un proyecto de ley con el fin de ratificar o anular el decreto se convertirá en Cámara iniciadora, a los efectos previstos en el artículo 81 de la Constitución.
En lo que hace al significado del concepto «expreso tratamiento» del despacho de la referida comisión por el plenario, se lo analizará seguidamente, en conexión con la última parte del texto examinado.
e) Trámite y alcances de la intervención del Congreso. El valor del silencio
El párrafo final del inciso 3e del artículo 99 dice: «Una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara regulará el trámite y los alcances de la intervención del Congreso».
Esta ley habrá de regular, pues, el modo de actuación de cada Cámara para cumplir con su obligación de dar «expreso tratamiento» por el plenario al despacho de la comisión. Asimismo, allí corresponderá pronunciarse sobre los alcances de la intervención parlamentaria, es decir, los efectos que se reconocerán al decreto de necesidad y urgencia en caso de ser anulado o ratificado, pudiendo también contemplarse el significado que cabe asignar al silencio del Congreso, si no se pronunciaran las dos Cámaras sobre un reglamento de esa especie.
Respecto de esta última cuestión -la relativa al silencio del Congreso- el autor, informando sobre el punto el dictamen de la mayoría en el plenario de la Convención Constituyente, expresó «que el sentido del artículo 71 bis (ahora artículo 82) en cuanto establece que el Congreso debe expedirse expresamente sobre esta materia significa que tanto para la aprobación del decreto o para su rechazo debe mediar una voluntad expresa del mismo».
De acuerdo a lo que se infiere de los textos del cuarto apartado del inciso 3º del artículo 99 -la elevación del despacho de la Comisión Bicameral para su «expreso tratamiento» por los plenarios de las Cámaras- y del artículo 82 -exclusión de la voluntad tácita o ficta-parece claro que la reforma innovó, notablemente, respecto de las posiciones contrapuestas asumidas por la doctrina respecto del valor que correspondía acordar al silencio del Congreso.
Hasta la reforma, un sector de ella, en el que se alineaban Marienhoff, Juan Francisco Linares, Vanossi, Quiroga Lavié y Sagüés, entre otros, se pronunciaba a favor de interpretar dicho silencio como una convalidación ficta del decreto, es decir, una aprobación virtual. En el campo opuesto, Cassagne sostenía que la ausencia de aprobación por el poder legislativo implicaba la derogación de los reglamentos de necesidad y urgencia para el futuro, reputándose válidos hasta ese momento.
Cabe entender ahora que ambas posiciones habrían quedado superadas por la exclusión de la voluntad tácita o ficta del Congreso: no corresponde atribuir valor alguno a su silencio.
Ello significa que dictado un decreto de necesidad y urgencia y puesta en marcha la operatoria prescripta en la Constitución reformada con la intervención del Congreso, el decreto producirá sus efectos hasta el momento en que resulte derogado por una ley (si es ratificado, obviamente continuarán produciéndose dichos efectos).
Enrique Paixáo introduce aquí, como salvedad, que el decreto sólo permanecerá vigente hasta que fuere rechazado por una Cámara, puesto que -de lo contrario- supondría admitir que es posible legislar contra la voluntad de una de las Cámaras del Congreso.
Pese al valor de ese argumento, el autor considera que el punto deberá merecer atención al sancionarse la ley especial prevista en la última parte del inciso 39 del artículo 99 de la Constitución reformada, a dictarse con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara, para regular el trámite y los alcances de la intervención del Congreso. Hasta ese momento, un decreto -que es un instrumento jurídicamente válido- sólo podría ser derogado por otro acto normativo (en el caso una ley).
Mientras aquella ley especial no se dicte (o si se sanciona y no decide contemplar los plazos requeridos para el tratamiento por las Cámaras de los reglamentos de la especie examinada) los jueces carecerán de imperium para arbitrar tales plazos o para atribuir significados al silencio parlamentario. El conocimiento e intervención del Congreso respecto de cada uno de los decretos de necesidad y urgencia, constituirá para los jueces una de las llamadas «cuestiones políticas no justiciables».
Enrique Paixáo, recordando conceptos de Jorge De la Rúa que hace propios, señala que la facultad de regular el trámite y los alcances de la intervención del Congreso, que la Constitución atribuye al propio órgano, subraya la responsabilidad de éste en la salvaguarda de los límites que separan los poderes del Estado. No cabrá, en consecuencia, hacer argumento sobre el «avance» del Ejecutivo si la ley regulatoria no se dicta, no establece con precisión aquel deslinde, o es permisiva del incremento de facultades de éste.
La regla del artículo 82, antes recordada, importa limitaciones a la atribución legislativa de regular los alcances de la intervención del Congreso. Este podrá, como ya se dijo, omitir la fijación de plazos para el tratamiento de un decreto de necesidad y urgencia por las Cámaras, establecerlos y no fijar consecuencia alguna a su vencimiento, o bien asignar a su transcurso el significado de rechazo del decreto. No podrá, en cambio, asignar como consecuencia al paso del tiempo la ratificación del decreto, porque estaría declarando sancionada una ley con violación de la regla que «excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta» (artículo 82 citado).
6. La delegación legislativa
El reconocimiento constitucional de la legislación delegada tuvo el propósito de otorgar al ejecutivo un instrumento indiscutible para afrontar el dictado de reglamentos en cuestiones de naturaleza técnica, compleja o cambiante. También ha tenido la finalidad de cerrar el largo debate doctrinario y jurisprudencial respecto de su viabilidad, fijando simultáneamente límites precisos a su admisibilidad, así como permitir diferenciar los decretos delegados de otros -los reglamentarios de las leyes- con los que habitualmente se confundieron.
En cuanto a lo primero, HermannFiner destacaba cuatro razones que impulsaron la delegación legislativa: el exceso de asuntos sobre los que debe legislar el parlamento y las dificultades temporales de su accionar; la presencia de problemas técnica y cien-tíficamente complejos; la velocidad de los cambios científicos y tecnológicos que generan constantemente nuevas situaciones económicas, y la articulación de comités ejecutivos (con participación de los sectores interesados) para el tratamiento de temas específicos. Se tuvo ocasión de apreciar precedentemente, cómo estos aspectos fueron parte del fenómeno global del crecimiento del poder ejecutivo en este siglo.
Antes de la reforma, la doctrina adujo variados fundamentos para explicar y sustentar la delegación legislativa. Entre ellos cabe mencionar la teoría del poder residual del ejecutivo (ya examinada); los poderes implícitos del Congreso (García Pelayo y Alberto Bianchi); los poderes no prohibidos por la Constitución (Badeni); la doctrina del estado de necesidad (Villegas Basavilbaso), que para Sagüés se combina con la presencia de un derecho constitucional consuetudinario, resultante de los usos elaborados por el poder legislativo al delegar, por el ejecutivo al aceptar la delegación, y por el judicial al consentir ambas operaciones.
Parece importante señalar la diferenciación entre los reglamentos delegados y los decretos reglamentarios de las leyes. La confusión entre ambos institutos había estado presente en fallos de la Corte Suprema -como los recaídos in re «Delfino» (1927) y «Prattico» (1960)- que aceptaron la validez de la delegación legislativa con base en las potestades reglamentarias del ejecutivo, emergentes del anterior artículo 86, inciso 2º de la Constitución (hoy 99 inciso 2º). Una pauta distintiva entre ambos tipos de decretos ha sido recordada por Sagüés: la delegación de competencias legislativas importa crear la ley; la reglamentación que hace el poder ejecutivo implica modelar pormenores y detalles para efectivizarla.
Sentados los objetivos y el marco conceptual de esta reforma, corresponde examinar las normas que la implementan.
El artículo 76 de la Constitución expresa: «Se prohibe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca.
«La caducidad resultante del transcurso del plazo previsto en el párrafo anterior no importará revisión de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa».
Por su parte, la cláusula transitoria octava dispuso: «La legislación delegada preexistente que no contenga plazo establecido para su ejercicio caducará a los cinco años de la vigencia de esta disposición, excepto aquella que el Congreso de la Nación ratifique expresamente por una nueva ley (corresponde al artículo 76)».
Estos preceptos obligan a realizar algunas precisiones interpretativas.
a) Los principios generales
El inicio del artículo 76 prohíbe la delegación legislativa en el poder ejecutivo. La idea que anima esta prohibición, es que el Congreso no está habilitado para delegar en bloque en el presidente todas sus facultades legisferantes, porque ello está impedido por el artículo 29 de la Constitución, que sanciona tal acto con la nulidad insanable y condena a los que los formulen, consientan o firmen a la responsabilidad y pena de infames traidores a la patria.
Como consecuencia de esa regla, la delegación legislativa tampoco puede importar la transferencia lisa, llana y definitiva ce legislar sobre ciertos asuntos. Este segundo principio, establecido en la doctrina, ha sido ahora reconocido normativamente en el mencionado artículo 76, cuando preceptúa que el Congreso debe fijar «las bases de la delegación», aspecto que se desarrollará más adelante.
b) El sujeto de la delegación
Como excepción a los principios recordados, el artículo 76 de la Constitución reformada admite la delegación legislativa en materias determinadas de administración o de emergencia pública.
El sujeto destinatario de esta delegación será exclusivamente el poder ejecutivo. Así se desprende del mismo texto del citado artículo 76: tanto la prohibición como sus excepciones han sido referidas, en la reforma realizada, directamente a aquel órgano.
Por lo demás, el artículo 100, inciso 12, confiere al jefe de gabinete de ministros la facultad de «refrendar los decretos que ejercen facultades delegados por el Congreso, los que estarán sujetos al control de la Comisión Bicameral Permanente». Ello ratifica que el ejercicio de la delegación legislativa deberá efectivizarlo el presidente, con el concurso de su jefe de gabinete de ministros. La solución adoptada es coherente con la asignación por la Constitución al poder ejecutivo de la responsabilidad política de la administración general del país y funciones de supervisión específica sobre ella (artículo 99, incisos 1º y 10) y al jefe de gabinete de ministros el ejercicio de dicha administración (artículo 100, inciso 1º).
Se ha puesto aquí un límite preciso -impidiéndola para el futuro- a la costumbre que el Congreso desarrolló en el pasado de efectuar delegaciones legislativas en organismos y entes de la administración central, descentralizada o autárquica (que fue posible por tratarse de usos paraconstitucionales, en ausencia de normas de la Constitución que los regularan), que alteró en muchas ocasiones los mecanismos de decisión y control interno del poder ejecutivo sobre cuerpos subordinados o agencias.
La exigencia del dictado de un decreto para el uso de facultades delegadas por el Congreso implica que se tratará de competencias propias del ejecutivo, insusceptibles de ser a su vez delegadas en el jefe de gabinete de ministros (está fuera, entonces, de los casos del artículo 100, incisos 2º- y 4º), en otros ministros u organismos dependientes de aquél.
Cabe, por último, señalar que no se exige para los reglamentos delegados el acuerdo general de ministros -y el refrendo de éstos- que se requiere para los decretos de necesidad y urgencia, porque en el caso de los primeros media una intervención inicial del Congreso que no sucede en los segundos.
c) Materias determinadas de administración o de emergencia pública
Atento a la generalidad de los conceptos utilizados para las excepciones admitidas en el artículo 76 de la Constitución, corresponderá al Congreso apreciar en cada caso en que resuelva hacer uso de la delegación legislativa si se trata o no de materias determinadas de administración o de emergencia pública.
No podrán serlo aquellas materias en las que el principio de legalidad sea requerido en la Constitución con carácter formal, en protección de los derechos reconocidos en su primera parte. Por ejemplo, no corresponderá su utilización para crear tipos penales o para fijar sus respectivas sanciones (artículo 18, Const. Nac.) ni tampoco para crear nuevos impuestos u otras contribuciones (artículo 4º, Const. Nac.).
Como criterio general, podría sostenerse la admisibilidad de la delegación legislativa en aquellos casos que se requiere de la actividad (instructoria o reglamentaria) del poder ejecutivo para poner en ejercicio las leyes de la Nación.
En efecto, en los supuestos en que ordinariamente se necesita incitar esa actividad del ejecutivo, podrán extenderse tales facultades -previa decisión por vía de delegación del Congreso- autorizándolo a completar aspectos inconclusos de las leyes, o acordarle márgenes de acción para graduar (y aun suspender) su aplicación.
Podrían también ejemplificarse las materias de administración o de emergencia pública, recurriendo a la jurisprudencia sentada por la Corte Suprema durante décadas o a la legislación dictada al efecto, como lo hace adecuadamente Alberto Bianchi, recordando los casos de edictos de policía, multas administrativas, materia impositiva, tasas portuarias, importación y exportación de mercaderías, expropiación, leyes reguladoras de la economía, de policía, entre muchos otros. Como se ha visto al comienzo de este punto, la delegación legislativa es particularmente necesaria en cuestiones de naturaleza eminentemente técnicas, complejas, o muy cambiantes en el tiempo.
d) Bases de la delegación y plazos fijados para su ejercicio
El artículo 76 de la Constitución ha adoptado los límites a la delegación legislativa reconocidos por la doctrina y la jurisprudencia de los Estados Unidos: el Congreso debe definir la materia de la delegación y suministrar un patrón o criterio claro para guiar al ejecutivo, a la vez que debe preverse un tiempo limitado, pasado el cual las facultades concedidas puedan ser recuperadas por aquél.
El primero de tales límites importa que no será admisible una simple delegación legislativa al poder ejecutivo, que no contenga las pautas para su accionar. Si la norma que concreta la delegación no contempla el criterio a seguir, podrá examinarse si dicho criterio puede inferirse de los fines o principios que informan a la ley en su conjunto. En su defecto, la delegación será inválida.
El plazo fijado para el ejercicio de la delegación es un término de caducidad, como se desprende del comienzo del segundo párrafo del artículo 76.
La caducidad resultante del vencimiento del plazo no importará -como lo establece ese segundo párrafo- revisión de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa. Ello parece obvio, dado que tales relaciones jurídicas nacieron mientras la delegación legislativa estaba vigente. A contrario sensu, también resulta consecuencia del precepto examinado que serán nulas las relaciones jurídicas ocurridas con posterioridad al vencimiento del término fijado por el Congreso.
Vale la pena agregar, para evitar confusiones con lo preceptuado por la cláusula transitoria octava, que no se exige un plazo máximo de cinco años para las delegaciones legislativas, sino que el Congreso es libre de arbitrar el término que considere adecuado para cada caso. Sin embargo, no sería admisible un plazo cuya excesiva duración significara transferir al Poder Ejecutivo, de modo prácticamente definitivo atribuciones que son propias del Congreso.
e) La cláusula transitoria octava
Esta cláusula contempla la situación de la legislación delegada preexistente (no la posterior) al dictado de la Constitución. Cuando ella no contenga plazo establecido para su ejercicio caducará a los cinco años de su vigencia.
Se trata de remediar, mediante esta cláusula transitoria, el resultado de una práctica -que se generalizó durante los gobiernos de facto- de atribuir al poder ejecutivo (o a organismos de la administración) delegaciones legislativas sin plazos de vigencia, circunstancia que permitió el acrecentamiento de los poderes ejecutivos durante décadas.
Esa delegación legislativa permanecerá como válida, en las condiciones en que se efectivizó originariamente, pero por un tiempo de cinco años, que se estima razonable -dado el elevado número de delegaciones- para que el Congreso pueda examinar la conveniencia de ratificarla caso por caso.
7. Procedimientos para la agilización del trámite de discusión y sanción de las leyes
Cuatro fueron los procedimientos implementados en la Constitución reformada para agilizar el trámite de discusión y sanción de las leyes, a saber: reducción a tres de las intervenciones posibles ce las Cámaras; promulgación parcial de las leyes; extensión de las sesiones ordinarias del Congreso, y aprobación de leyes en general en plenario y en particular en comisiones.
Estas reformas responden a las finalidades ya enunciadas de hacer más eficiente la labor legislativa del Congreso, como modo ¿e acentuar su protagonismo político, fortaleciendo también su rol de contralor sobre el ejecutivo. Se las analizará seguidamente.
a) Reducción a tres de las intervenciones posibles de las Cámaras
El nuevo artículo 81 de la Constitución expresa: «Ningún proyecto de ley desechado totalmente por una de las Cámaras podrá repetirse en las sesiones de aquel año. Ninguna de las Cámaras puede desechar totalmente un proyecto que hubiera tenido origen en ella y luego hubiese sido adicionado o enmendado por la Cámara revisora. Si el proyecto fuere objeto de adiciones o correcciones por la Cámara revisora, deberá indicarse el resultado de la votación a fin de establecer si tales adiciones o correcciones fueron realizadas por mayoría absoluta de los presentes o por las dos terceras partes de los presentes. La Cámara de origen podrá por mayoría absoluta de los presentes aprobar el proyecto con las adiciones o correcciones introducidas o insistir en la redacción originaria, a menos que las adiciones o correcciones las haya realizado la revisora por dos terceras partes de los presentes. En este último caso, el proyecto pasará al Poder Ejecutivo con las adiciones o correcciones de la Cámara revisora, salvo que la Cámara de origen insista en su redacción originaria con el voto de las dos terceras partes de los presentes. La Cámara de origen no podrá introducir nuevas adiciones o correcciones a las realizadas por la Cámara revisora».
Este precepto contiene varias innovaciones respecto del texto del antiguo artículo 71 de la Constitución de 1853-60.
La primera de ellas aclara expresamente que ninguna de las Cámaras puede desechar totalmente un proyecto que hubiera tenido origen en ella y luego hubiese sido adicionado o enmendado por la Cámara revisora (segundo párrafo del artículo 81). Su objeto es reservar la hipótesis de rechazo total -sin posibilidad de repetirse en las sesiones del año-contenida en el primer párrafo del artículo 81, para cuando aquel rechazo se opera en la primera intervención de la Cámara de origen o de la revisora.
Modificado un proyecto por la Cámara revisara y no tratado por la Cámara de origen, esta conducta (de extenderse en el tiempo) admitiría ser considerada equivalente a un rechazo total, situación que proscribe expresamente el citado segundo párrafo del artículo 81. Por lo tanto, la revisora podría reclamar a la de origen el tratamiento del proyecto de ley enmendado por aquélla. Los reglamentos de las Cámaras deberían prever el modo de actuar en tal caso.
La segunda y más importante de las innovaciones consiste en la reducción a tres de las intervenciones posibles de las Cámaras para el caso en que el proyecto originario fuese objeto de adiciones o correcciones por la revisora, que en el texto del antiguo artículo 71 podía llegar hasta cinco veces.
El modo de efectivizar tal reducción parte de indicar el resultado de la votación realizada por la Cámara revisora, a fin de establecer si tales adiciones o correcciones fueron efectuadas en ella por mayoría absoluta o por las dos terceras partes de los presentes. La Cámara de origen, de no aceptar el criterio de la revisora, puede imponer su proyecto originario haciendo primar la mayoría absoluta o las dos terceras partes de los presentes, según que fuese una u otra la mayoría obtenida en la revisora. En caso contrario, es decir, de no lograr la Cámara de origen las dos terceras partes de los presentes, frente a una mayoría de ese tipo en la revisora, se remitirá al ejecutivo el proyecto aprobado por esta última, para su promulgación.
El párrafo final del artículo 81 preceptúa que la Cámara de origen no podrá introducir nuevas adiciones o correcciones a las efectuadas por la Cámara revisora, de modo tal de impedir una cadena de modificaciones sucesivas que pudiese alterar el cómputo de las votaciones.
b) Promulgación parcial de las leyes
El nuevo artículo 80 de la Constitución expresa: «Se reputa aprobado por el Poder Ejecutivo todo proyecto no devuelto en el término de diez días útiles. Los proyectos desechados parcialmente no podrán ser aprobados en la parte restante. Sin embargo, las partes no observadas solamente podrán ser promulgadas si tienen autonomía normativa y su aprobación parcial no altera el espíritu ni la unidad del proyecto sancionado por el Congreso. En este caso será de aplicación el procedimiento previsto para los decretos de necesidad y urgencia».
Las modificaciones introducidas al artículo 70 de la Constitución de 1853-60 han tenido por objeto regular la situación -largamente debatida en la doctrina- de la promulgación o veto parcial.
El principio general, que luce en el segundo párrafo de la norma actual, es que los proyectos desechados parcialmente no podrán ser aprobados en la parte restante. Pero ese principio puede ser excepcionado, admitiéndose la promulgación parcial de la ley, cuando las partes no observadas posean autonomía normativa y su aprobación parcial no altere el espíritu ni la unidad del proyecto aprobado por el Congreso.
Es requisito de la promulgación parcial la aplicación del procedimiento prescripto para los reglamentos de necesidad y urgencia (artículo 99, inciso 3º, de la Constitución), es decir, la decisión habría de adoptarse en acuerdo general de ministros que, a su vez, deberán refrendar el respectivo decreto conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros, correspondiendo también el control de la Comisión Bicameral Permanente, mediante la intervención personal ante ella del jefe de gabinete de ministros, dentro de los diez días de adoptarse la medida.
El despacho de la Comisión Bicameral Permanente será sometido, en el plazo de diez días, no al plenario de cada una de las Cámaras (como resultaría de la aplicación del citado artículo 99, inciso 3º) sino a la Cámara de origen, porque -a partir de ese momento- se aplica la norma específica que regula la cuestión, cual es el artículo 83 de la Constitución reformada. Este último precepto reproduce sin modificaciones el trámite para la insistencia parlamentaria, prescripto en el antiguo artículo 72 de la Constitución de 1853-60.
Este punto de vista no es compartido por Paixáo, quien considera que el artículo 83 sólo regula las situaciones de veto sin promulgación parcial. Entiende que son dos decisiones distintas del Congreso: la de insistir en la conveniencia de una ley que el Poder Ejecutivo le ha devuelto con objeciones y la de admitir la existencia de autonomía normativa -y, por lo tanto, de validez- de la parte promulgada (no devuelta) de una ley.
c) Extensión de las sesiones ordinarias del Congreso
El actual artículo 63 de la Constitución reformada dispone: «Ambas Cámaras se reunirán por sí mismas en sesiones ordinarias todos los años desde el primero de marzo hasta el treinta de noviembre. Pueden también ser convocadas extraordinariamente por el presidente de la Nación o prorrogadas sus sesiones».
La norma transcripta innova respecto del anterior artículo 55 de la Constitución 1853-60 en varios aspectos.
Primeramente, se contempla de modo expreso, la posibilidad de autoconvocatoria de las Cámaras, al preceptuarse que «se reunirán por sí mismas», si el presidente de la Nación no realiza la apertura anual dispuesta en el artículo 99, inciso 8S, de la Constitución.
Luego, se extiende el período de sesiones ordinarias, comenzando ahora el primero de marzo y concluyendo el treinta de noviembre. Ello no sólo implica la posibilidad de una mayor actividad legislativa, sino que cumple asimismo la función de fortalecer la independencia del parlamento, ya que reduce notoriamente los plazos en que el presidente puede gobernar al país sin que el Congreso se encuentre en funciones.
Ello no obstante, el poder ejecutivo cuenta todavía con la prerrogativa que resulta de la tercera parte del precepto, de convocarlo para sesiones extraordinarias (para el tratamiento de los temas incluidos en la convocatoria) o de prórroga. Cabe hacer notar que la reforma ha suprimido la «coma» existente en el antiguo texto del artículo 55, que precedía a la prórroga de las sesiones, y que generara en su momento algunas cuestiones doctrinarias: no pueden existir ahora dudas de que es también el presidente de la Nación quien convoca a las sesiones de prórroga.
d) Aprobación en general en plenario y en particular en comisiones
Este punto no fue desarrollado explícitamente en el artículo 2- de la ley declarativa de la necesidad de la reforma, sino que se habilitó para la libre consideración de la Convención Constituyente el antiguo artículo 69 de la Constitución de 1853-60.
El texto del artículo 79 de la Constitución reformada expresa: «Cada Cámara, luego de aprobar un proyecto de ley en general, puede delegar en sus comisiones la aprobación en particular del proyecto, con el voto de la mayoría absoluta del total de sus miembros. La Cámara podrá, con igual número de votos, dejar sin efecto la delegación y retomar el trámite ordinario. La aprobación en comisión requerirá el voto de la mayoría absoluta del total de sus miembros. Una vez aprobado el proyecto en comisión, se seguirá el trámite ordinario».
Se trata aquí de la posibilidad de que cada una de las Cámaras, luego de aprobar un proyecto en general en el plenario, pueda delegar en sus respectivas comisiones la aprobación en particular de dicho proyecto. Esta delegación se efectúa por una votación con mayoría agravada respecto del trámite ordinario de un proyecto de ley: se requiere del voto de la mayoría absoluta del total de los miembros de la Cámara. La misma mayoría se exige para dejar sin efecto la delegación y retomar el trámite ordinario.
La aprobación en particular requerirá del voto de la mayoría absoluta del total de los miembros de la Comisión. Aprobado el proyecto en comisión, se seguirá el trámite ordinario.
Un aspecto no tratado en la reforma, es la situación que pueda producirse respecto del procedimiento indicado en el artículo 79 y el modo de computar las votaciones establecido en el nuevo artículo 81, que se examinó anteriormente.
Esta cuestión debería ser específicamente abordada en los reglamentos de las Cámaras a fin de que el trámite que posibilita el artículo 79 no impida la aplicación del artículo 81, cuando se lo utilice en la Cámara revisora y ésta decida efectuar adiciones o enmiendas, o si se lo implementa en la Cámara de origen que debe decidir su posición respecto de tales adiciones o enmiendas.
Así, será preciso indicar si la votación mediante la cual la Cámara delega en comisión la aprobación en particular de un proyecto -que conforme se ha visto requiere la mayoría absoluta de los miembros totales de las Cámaras- alcanzó a cumplimentar o no la mayoría de los dos tercios de los miembros presentes. También deberá prever si bastan las mayorías que se obtengan en el plenario en el acto de delegación para cumplir con lo dispuesto en el artículo 81, que es la interpretación que satisface al autor, o si corresponderá además indicarse que en la respectiva comisión se computen los dos tercios de sus miembros presentes. En todo caso, los reglamentos de las Cámaras deberían adoptar una decisión similar a este respecto para resguardar el principio de la igualdad de ellas.
ACLARACIONES DE OPINION A LOS CAPITULOS X AL XII
por ALBERTO M. GARCÍA LEMA
1. La cuestión del Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento como órganos del Poder Judicial
En la elaboración y discusión de la ley que debe sancionar el Congreso, para regular la integración y funcionamiento del Consejo de la Magistratura y del jurado de enjuiciamiento de magistrados con arreglo a lo dispuesto en los artículos 114 y 115 de la Constitución reformada, será preciso determinar si ambos órganos son parte integrante del Poder Judicial de la Nación o si, en cambio, se trata de órganos extrapoderes.
No parece una cuestión baladí o simplemente teórica, porque su resolución tendrá importancia directa en el diseño legislativo de esas instituciones.
Existirían elementos suficientes para adherir a la primera tesitura, es decir, concebirlo como integrante del Poder Judicial, aunque también en tal caso correspondería despejar problemas y dudas implicados en tal adhesión.
Los mencionados artículos 114 y 115 han sido incluidos en la Sección Tercera de la Constitución reformada, denominada «Del Poder Judicial», en el Capítulo Primero, «De su naturaleza y duración». TM ubicación induciría a inferir que el Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento de magistrados corresponden por su «naturaleza» al Poder Judicial. Esta conclusión se corroboraría con el trato de órgano extrapoder otorgado por la Constitución al ministerio público, al que se le asignó una sección especial (la Sección Cuarta). Asimismo, cuando incorporó otros órganos que se desenvuelven en la órbita del Congreso, tales como la Auditoría General de la Nación y el defensor del pueblo (a los que confirió autonomía funcional e independencia, respectivamente), los incluyó en la Sección Primera: «Del Poder Legislativo», Capítulos Sexto y Séptimo.
El problema que presenta la posición examinada es que ni el Consejo de la Magistratura ni el jurado de enjuiciamiento tienen las atribuciones que el Capítulo II de la Sección Tercera confiere a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, es decir, las específicamente jurisdiccionales, consistentes en «el conocimiento y decisión de todas las causas» referidas en el artículo 116 (antes 100) de la Constitución. Por el contrario, aquellos dos nuevos órganos tienen las funciones y facultades que contemplan los artículos 114 y 115, de naturaleza no jurisdiccional (respecto al jurado de enjuiciamiento, sólo interviene en lo relativo a las causales expresadas en el artículo 53).
Afirmar que dichos nuevos órganos han pasado a formar parte del Poder Judicial de la Nación implica predicar que este poder ha acrecentado sus facultades con las conferidas en los artículos 114 y 115.
Algunas de ellas, como la relativa al nombramiento de los jueces, significó restringir funciones de libre discernimiento del Ejecutivo (tal el sentido de la reforma en el ahora artículo 99, inciso 4Q, segunda parte); otra importó suprimir los procedimientos del juicio político para los magistrados inferiores que no integran la Corte Suprema en detrimento de potestades del Congreso (ver los textos actuales de los artículos 53 y 59 de la Constitución).
En cambio, otras de tales facultades requieren mayores reflexiones. Así, las relativas a administrar los recursos y ejecutar el presupuesto que la ley asigne a la administración de justicia, el ejercicio de facultades disciplinarias sobre magistrados, y el dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia (artículo 114, incisos 3º, 4º y 6º). Estas atribuciones no son las específicas del Poder Judicial enumeradas en el Capítulo II de la Sección Tercera. Pese a haber sido ejercidas por ese poder en ciertos períodos, provenían de delegaciones del Poder Legislativo, con una salvedad: la Constitución reformada ha restringido la atribución de la Corte Suprema conferida por el antiguo artículo 99, puesto que el ahora artículo 113 excluyó su antigua facultad de dictar el reglamento «económico».
2. Consecuencias
Si se sostiene, entonces, que el Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento son nuevos órganos del Poder Judicial de la Nación, ello importará las siguientes consecuencias:
a) Existirá un incremento de las atribuciones de ese poder, circunstancia que no mediará de entenderse que se trata de órganos extrapoderes.
b) La Corte Suprema y los demás tribunales inferiores que el Congreso estableciere en el territorio de la Nación (artículo 108 de la Constitución reformada) no poseerán las facultades conferidas a los nuevos órganos, pues han sido asignadas específicamente a éstos, ni podrán existir recursos administrativos contra las decisiones del Consejo por ante la Corte.
c) En atención a la importancia de las funciones atribuidas al Consejo de la Magistratura, en orden a la administración de los recursos, al dictado de reglamentos relacionados con la organización judicial y al ejercicio de facultades disciplinarias sobre los magistrados (se entiende los inferiores a la Corte Suprema, porque sus miembros continuarán siendo regidos por el juicio político), sus integrantes deberían poseer un rango equivalente a jueces de la Corte Suprema de Justicia con remuneración, inmunidades e incompatibilidades similares.
d) No importaría tanto el modo de integración de ese Consejo, en cuanto al sistema de designación de sus integrantes (este autor piensa que debe existir representación de ambas Cámaras del Congreso -asegurando participación de la mino-ría parlamentaria- y del Ejecutivo, porque el artículo 114 habla «de los órganos políticos resultantes de la elección popular»), sino que el acento debe ponerse en el régimen de incompatibilidades. Estas habrán de resguardar el sistema de división de poderes: no podrán integrarlo legisladores ni funcionarios del Poder Ejecutivo en ejercicio de otras funciones sino sólo sus representantes. En cuanto a los jueces, deberían evitarse procedimientos de elección que impliquen su politización como los sistemas de listas incompletas; habrá que analizar mecanismos de participación de los magistrados de primera y segunda instancia de todos los fueros que no incurran en aquel riesgo. Los representantes de los abogados serían elegidos por los respectivos colegios o asociaciones, y las personalidades del ámbito académico y científico por las universidades o academias. Dichos resguardos podrían ser más flexibles de concebirse Consejo como órgano extrapoder.
e) Las razones precedentemente señaladas confluyen para qx este autor crea posible un mandato de cuatro años para integrantes del Consejo de la Magistratura, con renovare por mitades cada dos años y la posibilidad de reelección indefinida (en cuanto a esto último, porque se asemejara a la situación de permanencia del Poder Judicial y, adecué porque existe renovación indefinida para los legisladores.
f) Como corolario de las posiciones que vienen exponiéndose, la remoción de los integrantes del Consejo de la Magistratura debería realizarse (antes del vencimiento de los respectivos mandatos) por las causales y procedimientos del juicio político (artículos 53, 59 y 60 de la Constitución).
g) Debería organizarse el Consejo mediante un sistema de rígida división por salas (administrativa; de selección de jueces; disciplinaria y acusadora ante el jury de enjuiciamiento), en cuyo caso sería posible incluir o excluir de alguna de ellas a los representantes de los poderes políticos del Estado respetando los antecedentes de una práctica que se desarrolló por décadas (los representantes del Senado no integrarían la sala de selección de jueces, y los del Ejecutivo la disciplinaria y acusadora).
La rígida división preconizada tiene particular importancia para la sala administrativa. Deben preverse mecanismos de alta ejecutividad: no tendría sentido prolongar en el Consejo las dificultades percibidas para el manejo administrativo en Cuerpos plurales de numerosa composición, cuales han sido la Corte Suprema de Justicia y las Cámaras de Apelaciones en lo referido a sus funciones de Superintendencia.
h) La presidencia del Consejo debería reservarse a un miembro de la Corte Suprema de Justicia, y de este modo establecer un funcionamiento colaborativo con el Alto Tribunal. La conveniencia de un régimen de cooperación entre el Consejo de la Magistratura y la Corte Suprema de Justicia resulta clara si se advierte que existen posibles puntos de contacto (y por ende de posible fricción) en materias confiadas a aquel Consejo tales como la administración de los recursos del Poder Judicial y el ejercicio del poder reglamentario para la eficaz prestación del servicio de justicia.