Balance de la reforma del 94
A cinco años de vigencia de la reforma constitucional, por primera vez dos protagonistas de aquellas negociaciones evalúan en conjunto lo hecho y lo que queda por hacer para lograr un Estado más eficiente.
Los cinco años que acaban de cumplirse desde que entró en vigencia la reforma de 1994 a nuestra Constitución Nacional son un lapso exiguo para realizar un adecuado balance crítico del resultado de dicha enmienda, que fue precedida de un debate -en ámbitos políticos, sociales y académicos- que duró casi una década (1985-1994) y que en cierto modo aún no ha concluido. Sin embargo, creemos posible hacer una primera aproximación a ese balance para recordar lo que ya se ha logrado, y destacar algo de lo mucho que aún resta por hacer. Para ello, es menester tener presente que el contenido de la reforma estuvo determinado por motivaciones políticas de coyuntura y por otras de índole más estructural, que intentaban efectuar un diseño institucional a mediano y largo plazo. Desde luego, la modificación de la cláusula que prohibía la reelección inmediata del presidente constituyó el motor político que dio impulso a la reforma, pero junto a ella se incorporaron otras de similar naturaleza en el acuerdo de Olivos del 14 de noviembre de 1993: a) la elección directa -por doble vuelta- del presidente y del vicepresidente de la Nación; b) la incorporación de un jefe de Gabinete de Ministros; c) la ampliación de la composición del Senado por la elección de tres senadores nacionales -dos por la mayoría, uno por la minoría-; d) la elección directa del intendente de la Capital. Estas reformas encontraron lugar dentro del marco que brindaron ciertos ejes: 1) la búsqueda de un nuevo equilibrio entre los tres órganos clásicos del poder del Estado que permitiera un funcionamiento institucional más eficaz para facilitar la gobernabilidad; 2) otorgar mayor jerarquía a los derechos humanos y aumentar sus mecanismos de protección; 3) la promoción de la integración latinoamericana, y 4) el fortalecimiento del régimen federal. Cuando se compara la simpleza de la redacción del acuerdo de Olivos con la complejidad del posterior acuerdo del 13/12/93 (elaborado por los equipos negociadores interpartidarios) que dio origen a los contenidos de la ley declarativa de la necesidad de la reforma 24.309, y con los aún mayores desarrollos resultantes de la obra de la Convención Constituyente, donde realizaron valiosos aportes las fuerzas no participantes de los consensos originarios, surge evidente que las causas de coyuntura quedaron incorporadas dentro de las finalidades estructurales. Basta comparar el objetivo inicial de la elección directa del intendente de Buenos Aires con el amplio régimen de autonomía establecido luego en la Ciudad. Acatado el mandato constitucional de permitir una sola reelección presidencial inmediata, está concluyendo una transición muy extensa -porque culmina con un período de seis años y otro de cuatro años y cinco meses- que no se repetirá en el futuro: la regla será la presidencia de cuatro y con un máximo de ocho años. Una presidencia de cuatro años tiene menos tiempo que una de seis para imprimir su sello al cambio político que decida conferir a su gestión de gobierno. Nuevo equilibrio de poderes. Si a ello se agrega que la composición parlamentaria en los próximos años no tendrá la hegemonía de ninguna fuerza política, el próximo presidente deberá articular una política de consensos fundamentales en el Congreso, que permita el desenvolvimiento del programa de gobierno. Así, la oposición deberá acompañar responsablemente las bases de la propuesta que obtenga mayoría popular en la compulsa electoral del 24 de octubre. No resultará indiferente el papel que pueda desempeñar el jefe de Gabinete de Ministros. Si bien es razonable que en los primeros momentos de su mandato el presidente acumule sobre sí una gran legitimidad, que debe aprovechar para establecer los lineamientos de su gestión, la figura del jefe de Gabinete posee la flexibilidad necesaria para convertirse en una suerte de bisagra entre el Ejecutivo y el Congreso, que facilite la concreción de las políticas de gobierno y preserve, a su vez, la figura del presidente. Puede apreciarse que la Jefatura de Gabinete se ha desenvuelto, desde su creación, de un modo precario. Si bien existe en la práctica, dista de haberse afianzado como institución: su funcionamiento se mantiene regulado por dos decretos dictados en 1995, que contemplan su organización y el sistema de sus relaciones con el presidente y los demás ministros. No se ha dictado aún la nueva ley de ministerios prevista en la reforma constitucional, lo cual no deja de ser una ventaja para el próximo gobierno, porque en ella se define, además de lo atinente al jefe de Gabinete y al número de ministros, la organización de toda la estructura del Ejecutivo. También en el ámbito del Congreso se han implementado algunas de las reformas previstas, mientras otras quedan pendientes. Una mayor eficiencia de la labor legislativa se logró por la reducción a tres de las intervenciones posibles de las Cámaras y por la simplificación del trámite de las enmiendas. Sin embargo, salvo un uso ocasional por el Senado, no se arraigó todavía la práctica de la aprobación en general de las leyes en plenario, con delegación de la aprobación particular en las comisiones especializadas. Hubo dificultades para lograr la sanción de leyes complementarias de la reforma, aunque se logró dictar varias de ellas. Parece de especial utilidad la pronta conformación de la Comisión Bicameral Permanente, prevista por la reforma de 1994 como suerte de miniparlamento para actuar como interlocutor del jefe de Gabinete. Se le encomendó controlar el uso de los decretos de necesidad y urgencia, de los reglamentos delegados y del veto parcial, lo que no excluye que pueda, en el futuro, intervenir en otros asuntos, logrando así convertirse en un ámbito para alcanzar acuerdos parlamentarios. Se han registrados avances en las tareas que realizan los organismos de contralor parlamentario (la Auditoría General de la Nación y el defensor del pueblo), sobre la administración o en defensa de los derechos humanos. No cabe descuidar el impacto que tendrá, en la mitad del próximo período de gobierno, la elección directa de los senadores nacionales con la renovación total de la composición de la Cámara alta. Un mejor servicio de Justicia Aunque con demoras, se ha reglamentado, constituido y está dando sus primeros pasos el Consejo de la Magistratura, al que se le ha confiado fortalecer la independencia y la eficiencia de la administración de Justicia. Su intervención en los procesos de selección y acusación para la remoción de los jueces, como en el ejercicio del poder disciplinario sobre ellos, debería contribuir a ambos objetivos. La conveniencia de haber creado este Consejo será juzgada en el futuro, según responda a las expectativas ciudadanas puestas en lograr un mejor acceso al servicio de Justicia, una mayor celeridad en el trámite y que cumpla con una fuerte demanda social: elegir jueces idóneos e independientes y acusar, para obtener su remoción, a los que incurran en mal desempeño. En cuanto a la protección de los derechos humanos, se avanzó en la organización de un Ministerio Público, que debe actuar independientemente de los otros poderes del Estado para responder a los intereses generales de la sociedad. La ley reglamentaria ha sido sancionada y habrá que aguardar su comportamiento. La apertura del país a las reglas de la comunidad internacional, así como la lucha que se dio en nuestro medio por la vigencia y el respeto de los derechos humanos, llevó a incluir en la Constitución normas y garantías en esa materia, como las contenidas en las convenciones y los tratados internacionales, que han dado ya origen a una fecunda jurisprudencia. Otro progreso de importancia se registra en la participación, también prevista por la reforma, de las asociaciones sociales en la defensa y protección del ambiente y demás derechos colectivos. Aunada a la actividad del Ministerio Público y del defensor del pueblo, suscitó una intensa actividad judicial, aunque por momentos amenaza con desbordar las posibilidades de ciertos fueros, y que debe ser contemplada en las reformas al sistema judicial. Para concluir, cabe señalar que la reforma de 1994 ha sentado las bases de un nuevo programa económico, social y cultural, al que aún no se le prestó la debida atención. Una nueva cláusula del progreso complementa a la tradicional de nuestra Constitución de 1853. Su texto plantea un equilibrio de valores que deben inspirar la acción legislativa: la defensa del valor de la moneda, la productividad de la economía nacional, la generación de empleo, la formación profesional de los trabajadores, la investigación y el desarrollo científico y tecnológico, los principios a los que debe ajustarse la educación. Todo ello debe conducir al desarrollo humano y al progreso con justicia social, a la defensa del federalismo y al crecimiento armónico de la Nación (mediante políticas diferenciadas o el impulso a las regiones). Esos valores también se proyectan sobre el proceso de integración supranacional a partir de la reciprocidad e igualdad entre los Estados. Tales principios generales sientan las bases sobre las que deben trazarse las políticas de gobierno. A su alrededor deben buscarse los consensos necesarios para impulsar auténticas políticas de Estado. Lo que no cabe admitir -para eso se los ha constitucionalizado- es que en nombre de alguno se prescinda de los otros. Los autores fueron protagonistas principales durante los años 1987/8 y 1993/4, por los partidos Justicialista y Radical respectivamente, de los acuerdos para la reforma constitucional de 1994.