CAPITULO 8
Temas habilitados: Reformas complementarias para la Consolidación de la Democracia y para un mejor equilibrio de los poderes del Estado

Resta por examinar en este capítulo las reformas complementarias a las contempladas en el Núcleo de coincidencias básicas, tanto las relativas al perfeccionamiento del sistema democrático, cuanto las que se proponen un mejor funcionamiento, equilibrio y control entre los órganos del Estado, habiéndose ya agrupado (en el capítulo anterior) los temas vinculados con ambas finalidades. Por último, se considerará el alcance de la actualización de las atribuciones del Congreso y del Poder Ejecutivo Nacional (artículos 67 y 86 de la Constitución Nacional).

1. Mecanismos de democracia semidirecta (iniciativa y consulta popular). El proceso de democratización

Las instituciones de democracia semidirecta, que se han divulgado notablemente en las últimas décadas, responden a requerimientos de mayor participación ciudadana en la conducción de los negocios públicos, que no encuentran satisfacción plena en el mero ejercicio del sufragio.

Aun cuando suele contraponerse la democracia directa (donde el poder lo ejerce el ciudadano) a la democracia representativa (en la que gobiernan dirigentes en nombre del pueblo), señala con razón Norberto Bobbio 1 que entre ambas existe un «continuum» de formas intermedias, apropiadas a diversas situaciones y exigencias, perfectamente compatibles entre sí. Por tal razón, democracia representativa y democracia directa no son dos modelos o regímenes alternativos, sino que se trata de situaciones que pueden integrarse recíprocamente. «Con una forma sintética —afirma Bobhio— se puede decir que, en un sistema de democracia integral ambas formas de democracia son necesarias, pero no suficientes consideradas por sí.»

En el mismo sentido, Vanossi sostiene que las denominadas formas semidirectas de democracia constituyen «inserciones de participación popular directa en sistemas netamente representativos»2.

El proceso de democratización contemporáneo descripto por Bobbio, es todavía más profundo del que resulta de la combinación de la democracia representativa con mecanismos de democracia directa. En efecto, aquél proceso se va extendiendo de la esfera de las relaciones políticas (en la que el individuo es tomado en consideración en su papel de ciudadano) al ámbito de las relaciones sociales (donde es considerado en una variedad de status: de empresario y de trabajador; de padre, hijo o cónyuge; de administrador y de administrado o usuario; de productor y de consumidor, entre otros roles). De allí que la democratización no se defina hoy tanto por el tránsito de la democracia representativa a la directa, cuanto por el paso de la democracia política, en sentido estricto, a la democracia social. En esta última no hay decisión política que no venga condicionada e incluso determinada por lo que ocurre en la sociedad civil.

El marco descripto por Bobbio se ve claramente ratificado si se repara en la importancia que revisten en nuestros días las mediciones o encuestas de opinión. Ellas son reveladoras de que en la acción gubernamental existe una permanente referencia a la opinión ciudadana, a la que se sondea de modo habitual para constatar su grado de conformidad o disconformidad con las políticas en ejecución.

La apertura de la democracia política a la democracia social, mediante la importancia asignada a la opinión pública o por mecanismos que promueven una mayor participación popular, aventa el riesgo de que las dirigencias partidarias puedan transformarse en una suerte de oligarquías encerradas en sí mismas.

La significación de este hecho no pasó inadvertida al Consejo para la Consolidación de la Democracia. En su opinión no correspondía limitar las formas de participación a aquellas vinculadas a la toma de decisiones políticas, sino que debían desarrollarse también en empresas, sindicatos, universidades y otros ámbitos de la vida social. Tampoco cabía que se la limitase a los individuos aisladamente considerados, sino que debería fomentarse la participación de los grupos y asociaciones intermedias3.

LOS DISTINTOS SISTEMAS

Para el Consejo las formas semidirectas de democracia más utilizadas eran la iniciativa popular, el plebiscito y el referéndum.

La primera es un sistema mediante el cual se presenta un proyecto de medida gubernamental por vía de petición, acompañado por la firma de un número de ciudadanos; puede contener una propuesta general o un proyecto de ley específico para ser tratado. Si la iniciativa no es considerada, debe convocarse al electorado para que exprese su opinión: de ser afirmativa, la medida deberá ser aprobada por los gobernantes. El plebiscito es el mecanismo de participación por el cual se consulta a la ciudadanía respecto de cuestiones no legislativas (por ejemplo, sobre aspectos territoriales o sobre la ratificación de la confianza a un gobernante). El referéndum también consulta la opinión popular, ya sea en función constituyente (cuando el pueblo decide acerca de una modificación de la Constitución) o en función legislativa (cuando confirma o rechaza una ley del parlamento, o cuando se pronuncia respecto de un proyecto de ley). En los Estados Unidos, el referéndum constitucional es obligatorio en casi todos los Estados; el legislativo, por lo general facultativo, se hace obligatorio en determinadas materias. En Suiza, el referéndum es obligatorio en materia constitucional y facultativo en materia legislativa en los cantones.

El referéndum se clasifica también en posterior al acto estatal (para conferirle o quitarle eficacia) y en preventivo o programático (si antecede a dicho acto). Pereyra Pinto señala que en la actualidad el plebiscito tiene grandes analogías con el referéndum, utilizándoselos como sinónimos. Sin embargo, para ese autor, se diferencian en que el primero es una consulta al cuerpo electoral sobre cuestiones de gobierno, mientras que el segundo se dirige a ratificar o no ciertas leyes4.

Sin perjuicio de la caracterización de los distintos instrumentos de consulta popular, que proporcionan la doctrina y el derecho comparado, debe ponerse de relieve, como bien lo hace notar Vanossi —y concuerda Biscaretti di Ruffia—•, que persiste cierta utilización promiscua de los términos «referéndum» y «plebiscito», por cuanto no existe una diferenciación uniforme en la doctrina y en las normas que los consagran. Latamente, como se ha visto, se le confiere al referéndum un contenido predominantemente legislativo-normativo, mientras que el plebiscito tiene un componente más político, pudiendo ser vinculante o no. «Sin embargo —expresa Vanossi—, salta a la vista que numerosas cuestiones políticas pueden estar revestidas de formas normativas con lo que aquello que aparenta ser un referéndum se transforma en la imagen de un plebiscito… Muchas veces la aprobación de una Constitución (decisión jurídica) envuelve la decisión sobre la forma de gobierno (republicana o monárquica), y entonces se trata de un pronunciamiento popular sobre una decisión política fundamental, malgrado el aspecto jurídico del objeto sobre el cual recae la consulta»5.

En definitiva ambas formas de democracia semidirectas constituyen medios de consulta popular. Por lo tanto, la consulta podría indistintamente asumir la forma de propuestas relativas a cuestiones de índole política, o de proyectos legislativos o constitucionales sobre los que corresponda un pronunciamiento por la ciudadanía (referéndum).

Por último, el recall o revocación es una institución vigente en numerosos estados de norteamérica, mediante la cual un número de electores (del 10 al 35%) impulsa la destitución de algunos funcionarios o diputados que dejaron de gozar de la confianza de la ciudadanía.

En el derecho argentino se ha planteado el problema de la compatibilización de las formas semidirectas con preceptos de nuestra Constitución Nacional, en especial con los artículos 1º (que consagra la forma de gobierno) y 22 (que fija el principio de representatividad). Para cierta parte de la doctrina, esta última cláusula constituye un obstáculo insalvable para la admisión de tales mecanismos.

Otros autores, en cambio, sostienen su constitucionalidad con fundamento en las pautas que enuncia Vanossi, enrolado en esta vertiente. En primer lugar, el hecho de que la Constitución no contemple expresamente los supuestos de consultas populares directas, no implicaría su condena, es decir, el silencio de la norma no debe interpretarse como una prohibición expresa. En segundo término, la fuente alberdiana del artículo 22 permite inducir que su letra se orientaba a abrogar prácticas inorgánicas como la asonada y la apueblada, propias de aquella época y no formas institucionalizadas de expresión popular. Por último, varias constituciones provinciales prevén algunas formas semidirectas de democracia, sin que se hayan registrado hasta el momento con éxito impugnaciones a las mismas6.

En la misma línea doctrinaria, Ekmekdjian va más allá al sostener una interpretación dinámica del artículo 22, considerando a esta norma como una afirmación categórica de que el sufragio es la única forma legítima y verificable de la expresión soberana del pueblo. Por lo demás, al referirse a las formas semidirectas entiende que «tales medios son instrumentos del derecho a la participación y se encuentran incluidos, al igual que éste, en el art. 33 de la Constitución Nacional»7.

En cuanto a los antecedentes de este carácter en nuestro derecho positivo, cabe consignar que no se contemplaron en la reforma de 1949 ni en la enmienda de 1972. Sin embargo, un precedente de excepción surge de los dictámenes de la «Comisión Asesora para el Estudio de la Reforma Institucional» de 1971, donde constan varias opiniones favorables a la celebración de un referéndum para la aprobación de la reforma propuesta en aquel momento, criterio que no fue adoptado en definitiva.

La idea del referéndum constitucional fue receptada y propiciada en el Dictamen de la comisión especial sobre la reforma de la UCR, reunida en Córdoba en febrero de 1988. En el punto 7 de ese documento se expresa que: «Reconociendo el carácter rígido tic nuestra Constitución, es preciso flexibilizar el procedimiento de su reforma. La utilización del referéndum constitucional aprobatorio puede considerarse una herramienta útil como expresión del consenso de la ciudadanía» 8.

Más allá de las recomendaciones contenidas en las dos opiniones antes citadas —referidas al uso del referéndum para aprobar una eventual reforma constitucional— resulta manifiesta la conveniencia de dar un acogimiento expreso a formas semidirectas de democracia en nuestra ley fundamental, máxime cuando en el orden provincial, de modo similar a lo que sucede en Estados Unidos, varias de ellas (tales como la iniciativa popular, plebiscito, consulta, referéndum y revocatoria) ya han sido contempladas en las constituciones reformadas en los últimos años.

La consulta popular y el referéndum se han confundido en algunos de los nuevos textos constitucionales; no obstante, ha sido usual diferir a las leyes reglamentarias las precisiones sobre el funcionamiento de dichos institutos9.

La comisión de juristas del justicialismo había previsto en su proyecto dos formas de democracia semidirecta: la iniciativa y la acción popular. Esa propuesta fue ampliada en el Dictamen de la mayoría del Senado durante su primera intervención. La Cámara Alta señalaba que las instituciones de democracia semidirecta rigen desde hace muchos años en los países europeos (Francia, España, Italia, Suiza, Holanda, Bélgica y las monarquías escandinavas), además de existir en los Estados Unidos (con carácter estadual), habiendo sido expresamente incorporadas a las constituciones de Brasil, Uruguay, Venezuela y Paraguay.

Así, los senadores se pronunciaban a favor de constitucionalizar el plebiscito (que había sido considerado favorablemente por la Corte Suprema en el caso «Baeza, Aníbal R. c/Nación Argentina», afirmando que no existía colisión entre esta forma y el artículo 22 de la Constitución Nacional) mediante la inclusión de un artículo nuevo, por el cual se facultase al Congreso para convocar al pueblo —con o sin carácter vinculante, antes o después de que se sancionase una norma— para que éste se pronunciara sobre ella. El Poder Ejecutivo también estaría facultado para convocar al pueblo a consulta no vinculante sobre materias de importancia de su exclusiva competencia. Asimismo, el Senado propuso incluir la iniciativa popular como complemento del artículo 68 de la Constitución Nacional, a fin de reconocer el derecho de los ciudadanos a proponer proyectos de leyes que el Congreso debía luego tratar.

En el Acuerdo del 13 de diciembre, se incorporó como tema habilitado la posibilidad de regular la iniciativa y la consulta popular como mecanismos de democracia semidirecta, sin mayores distinciones ni limitaciones. En atención al tratamiento registrado en los antecedentes mencionados, no parece haberse diferenciado en la práctica los conceptos de consulta y referéndum, por lo que podría reglarse la consulta del modo previsto por el Senado.

Así lo interpretó el justicialismo en su Plataforma Electoral, que siguió los lineamientos del Dictamen por mayoría de la Cámara Alta, excepto en cuanto entendió que podría facultarse al Poder Ejecutivo, en las mismas condiciones que al Congreso (es decir, consulta vinculante), para que convocase al pueblo en materias de su exclusiva competencia.

2. El Consejo Económico y Social. Sus antecedentes y el marco conceptual

La idea de crear organismos que representen no a los ciudadanos en cuanto tales, sino a los individuos «situados» social y económicamente, nació después de la Primera Guerra Mundial, plasmándose en el Consejo Económico de la Constitución de Weimar (1919) y, más tarde, en el Consejo Nacional Económico de Francia (1924) que adquirió rango constitucional en 1946 y fue mantenido en la Constitución de 1958 10.

Cabe mencionar, entre otras importantes naciones que le dan rango constitucional al Consejo Económico y Social, a Italia —en donde asesora a las Cámaras y al gobierno—, Bélgica y Holanda 11.

En nuestro país existieron numerosos organismos que dieron participación a los sectores de la producción y del trabajo. En las últimas cinco décadas, gobiernos —de diferentes extracciones políticas e ideológicas— sintieron la necesidad de contar con este tipo de instituciones para desarrollar sus tareas. La mayoría de los organismos creados no sobrevivió a las administraciones que los impulsaron; otros tuvieron apenas una vida efímera dentro del propio gobierno que los implemento. La transitoriedad de esas instituciones debe explicarse por la circunstancia de que fueron concebidas como auxiliares de una concreta acción de gobierno: se crearon con relación a ciertas políticas económicas para atender a coyunturas específicas, cambiadas esas políticas —o los funcionarios que las impulsaron— los organismos siguieron idéntica suerte.

Sin embargo, podrían diferenciarse ese tipo de entidades, que cabe conceptualizar como instituciones del gobierno para la concertación o la participación económico-social 12, de otras en donde se articulan por su intermedio los intereses sociales, no sólo con el Ejecutivo sino también con el parlamento. En este último caso podrían concebirse como verdaderas instituciones del Estado. Los Consejos Económicos y Sociales pertenecen a esta última especie, puesto que se trata de órganos dotados de mayor permanencia, creados por textos constitucionales o por leyes, y porque habitualmente asesoran no sólo al gobierno sino también al parlamento, con relación a los planes económicos, a las leyes de presupuesto, y aquellas otras que tengan significativa importancia económica y social.

Los antecedentes nacionales indican que sólo se desenvolvieron las categorizadas como «instituciones del gobierno», para concertar intereses y permitir la participación de los sectores sociales. No se crearon las denominadas «instituciones del Estado», con dicha finalidad, con la sóla excepción del Consejo Económico y Social impulsado por el presidente Lanusse —por ley 19.569 (1972)— que debía integrarse con representantes del Estado, de los sectores empresarios y del trabajo. Estaba inspirado en los modelos europeos para actuar como órgano de consulta de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Sin embargo, por razones políticas, no llegó a constituirse definitivamente, ni a tener vigencia en la práctica.

FORMAS DE ORGANIZACION

Una de las dificultades que presentan los Consejos Económicos y Sociales es la forma de su organización, es decir, determinar los sectores y la proporción en que deben estar representados.

Algunos autores, como el laborista inglés Harold Laski, consideraron insolucionable el problema de la proporción que debían guardar el capital y el trabajo, así como la cuestión referente al lugar por donde ha de trazarse la línea demarcatoria de las unidades de representación. Julio Cueto Rúa, en nuestro medio, observó por su parte que, en favor de la representación de los intereses, no se busca en verdad la participación de muchos sectores sociales, sino que el requerimiento es limitado a los sindicatos y los empresarios; de tal modo, se produce un tratamiento especial de ciertos intereses con olvido de otros, tan importantes como los primeros (por ejemplo, los consumidores). Kelsen, a su vez sostuvo que la estructuración del pueblo en clases profesionales no comprende todos los intereses que deberían tenerse en cuenta en la formación de la voluntad estatal, tales como los religiosos, éticos o estéticos13.

Estas críticas, en cuanto se dirigen a cuestionar la existencia misma de los Consejos Económicos y Sociales, y no sólo exponer las dificultades de su integración, pueden ser válidas respecto de alguno de los modos utilizados para la representación de los sectores, pero existen argumentos para superarlas cuando se utiliza una forma pluralista de participación.

Para apreciar más claramente la cuestión, cabe decir que —de acuerdo con los antecedentes extranjeros y nacionales— un Consejo Económico y Social puede constituirse sobre la base de tres modelos principales 14.

EL MODELO PARITARIO

Este fue el modelo aportado en nuestro país por la ley 19.569, del 13 de abril de 1972, de creación del Consejo Nacional Económico y Social.

Dicho organismo estaba integrado por veinte representantes de los empresarios —de los sectores industrial, comercial y agropecuario—, otros tantos de los trabajadores y por tres representantes del Estado (presidente, vicepresidente y secretario general). Luego, por la ley 19.932, se aumentó a veintidós el número de los representantes de los trabajadores y empresarios para permitir la participación de los movimientos cooperativos.

Tal cual se aprecia, en dicho modelo la representación estatal es mínima y no existe la de entidades sociales y económicas no empresariales, salvo los dos integrantes del cooperativismo.

Como antecedentes extranjeros del órgano creado por la ley 19.569, puede citarse al Consejo Central de la Economía de Bélgica, integrado por 44 representantes designados por las organizaciones más representativas de trabajadores y empleadores, quienes conjuntamente proponen seis personalidades entre los cuales la Corona nombra al presidente del cuerpo. Otro tanto sucede con el Consejo Nacional del Trabajo de dicho país, compuesto por 24 miembros de idéntica representación; el Estado no participa tampoco de este Consejo, designando sólo al presidente.

EL MODELO TRIPARTITO

Este modelo consiste en asignar representación al Estado —por intermedio de organismos y empresas—, a los trabajadores y a los empresarios.

La representación tripartita es implementada por el Consejo Social y Económico de los Países Bajos, que se compone de 45 miembros, de los cuales dos tercios son designados a propuesta de organizaciones sindicales y de empleadores más representativos y el restante tercio por el gobierno, entre expertos independientes y funcionarios.

EL MODELO PLURIPARTITO

Entre los antecedentes extranjeros, el Consejo Nacional de la Economía y Trabajo de Italia es cuatripartito y se compone de ochenta miembros, elegidos veinticinco por los trabajadores dependientes, veintidós por los empleadores, trece por los trabajadores independientes y veinte por el sector público, con representación de organismos y de empresas del Estado.

En Francia, el Consejo Económico y Social de 205 miembros es —como se dijo— de representación pluripartita, que se reparte en cuatro grupos: trabajadores, empleadores, intereses diversos y «técnicos y funcionarios».

La mayor parte de las constituciones provinciales que prevén la creación de este tipo de instituciones, siguen al modelo pluripartito (v.g. Chubut, Misiones, Neuquén, Santa Cruz, Córdoba, Salta y La Rioja).

Parece conveniente favorecer la creación de Consejos Económicos y Sociales de representación amplia (pluripartita) en razón de los siguientes argumentos:

En primer término, estos órganos deberían ofrecer representación a los más vastos sectores de la sociedad, actuantes en el campo económico y social, porque de este modo se privilegia la participación, en una de las estructuras del Estado, de segmentos del poder que habitualmente se encuentran insuficientemente insertos en los partidos políticos. Asimismo, con la representación amplia, los Consejos

conforman órganos democráticos que facilitan la participación de las entidades intermedias, sin afectar el predominio de la dirigencia política representada en los poderes del Estado, lo que permite más fácilmente controvertir las críticas de aquellos que ven a los mencionados Consejos como organismos de antecedentes corporativos. Por último, dentro del mismo orden de ideas, el modelo pluripartito permite responder a otras críticas, de quienes consideran a la iniciativa como un modo de avance de los sectores empresarios o del sindicalismo, que por este medio robustecerían su participación dentro del Estado; con una integración amplia, el peso relativo de los sectores del capital y del trabajo organizado se encuentra equilibrado por la participación de representantes de otras actividades, que tienen una importancia creciente en las nuevas formas de sociedad que se están gestando.

En síntesis, Consejos Económicos y Sociales de amplia representatividad, siguiendo al modelo francés, permiten por su composición constituir una suerte de radiografía de la realidad económica y social de un país, pero al mismo tiempo pueden transformarse en factores dinámicos de esa realidad si —al organizarse el modo de representación— se los conciben proyectados al futuro, facilitando las tendencias de cambio que se desean impulsar.

Los problemas centrales que plantea la organización de los Consejos Económico y Sociales, en su modelo pluripartito, es el número y la representación de los diferentes sectores que lo integran.

Los organismos que responden a ese modelo tienen un número mayor de miembros que los paritarios o tripartitos, puesto que intentan proporcionar —según se acaba de decir— una radiografía dinámica de la realidad económica y social, lo que exige contar con la posibilidad de distribuir la representación entre grupos significativos de diversa índole.

El número de miembros y la composición de la representación dependerá, en definitiva, también del carácter que tenga el Consejo. En efecto, si es nacional, el número de sus integrantes deberá ser de importancia, por la complejidad de la vida social que va a representar, mientras que si se trata de una institución regional, provincial o municipal, su número será decreciente, puesto que en cada uno de estos casos hay grados menores de dicha complejidad.

Es conveniente que la representación del Estado (sea nacional, regional, provincial o comunal) comprenda las principales ramas de la administración, porque el funcionamiento de los Consejos, que se desenvuelve usualmente por intermedio de comisiones permanentes, requiere contar con una vinculación directa con quienes tienen poder de decisión y la información más actualizada sobre los temas que deban tratarse.

El problema del sector empresario es particularmente complejo en nuestro país, porque, por un lado, existen diversas entidades que disputan la representación de las ramas de la producción y, por otro, se presenta la dificultad de cuál es el peso que tiene (o que debería tener en un futuro) cada una de dichas ramas en la economía nacional. Las ramas de la producción que se consideran para el orden nacional o provincial son corrientemente el sector agropecuario, la industria, las actividades terciarias y otras entre las que se encuentran la minería y actividades extractivas. La representación empresaria entraña dificultades adicionales. En efecto, se presenta la cuestión del tamaño de las empresas o establecimientos (grandes, medianos y pequeños), los ramos de actividades en cada una de las áreas, la nacionalidad de los capitales, etc. A fin de obviarse las cuestiones que se desprenden de toda esta materia, resulta conveniente que cuando los Consejos sean creados por la Constitución o las leyes, se establezca simplemente el número de integrantes del sector empresario y la vigencia del principio de que la elección deba ser efectuada por la asociación empresaria más representativa, delegándose en el Poder Ejecutivo la determinación concreta de las entidades participantes.

La representación de los trabajadores no ofrece, en nuestro país, la misma dificultad que presenta el sector empresario, puesto que existe un mayor grado de organización, estructurado en tres niveles gremiales (sindicatos, federaciones y confederaciones).

En lo que hace al cuarto componente de los Consejos Económicos y Sociales (de carácter pluripartitos), el de los «intereses di-versos», se agrupa bajo esa denominación a un conjunto de actividades, tales como las cooperativas y mutuales (diferenciadas del sector empresario por no perseguir fines de lucro); sociedades de fomento o vecinales; asociaciones de usuarios y consumidores; colegios profesionales, instituciones representativas del arte, la cultura y artesanía; fundaciones y centros científicos o tecnológicos; y las múltiples formas que revisten hoy las actividades de trabajo independiente.

La variedad de formas asociativas que se desenvuelve en este cuarto sector, correlativa al desarrollo de la tercera revolución industrial, ofrece problemas de difícil solución. Pese a ello, resulta indispensable ofrecer instancias de participación a este tipo de entidades intermedias, por lo que también debería delegarse en el Poder Ejecutivo el modo de hacer efectiva dicha partición, mediante el uso de mecanismos flexibles que permitan perfeccionar gradualmente la representación de tales intereses.

LA PROPUESTA DE REFORMA CONSTITUCIONAL

En su momento, el Consejo para la Consolidación de la Democracia evaluó dos alternativas: incorporar al texto de la Constitución la participación institucionalizada de los grupos intermedios y su articulación con los órganos de gobierno, o bien que la reforma constitucional autorizara al Poder Legislativo a crear por ley un Consejo Económico y Social. Este debería tener un carácter consultivo, con funciones de asesoramiento de los poderes políticos del Estado nacional, es decir, del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, en materia económica y social. La ley a crearse a tal efecto debería establecer su integración y forma de funcionamiento 15.

Jorge Vanossi se pronunció por constitucionalizar el Consejo por vía de reforma, sobre la base de la intervención de los intereses más representativos que participan en el proceso de la producción (capital y trabajo) y del consumo, en proporción a su importancia demográfica y su contribución al producto nacional 16.

La comisión de juristas del justicialismo propuso por su parte un camino similar, aconsejando una integración compuesta de representantes de la actividad industrial, del trabajo y de entidades profesionales, culturales y sociales (vinculadas con los sectores productivos de la economía nacional), y por representantes del gobierno. Lo consideraba también un órgano de consulta facultativa de los poderes Legislativo y del Ejecutivo, en los proyectos de leyes y reglamentos que fuesen de significativa trascendencia en lo económico y social. Asimismo, expresaba que el dictamen del Consejo no debía ser vinculante y que una ley especial establecería su organización y funcionamiento.

El dictamen de la mayoría del Senado en su primera intervención, al igual que la mencionada comisión de juristas, adhirió también a la constitucionalización del organismo. Idéntica posición se adoptó en la plataforma electoral justicialista, aduciendo que el Consejo debía ser representativo no sólo del empresariado y de los trabajadores, sino también de otros grupos con intereses diversos (profesionales, usuarios y consumidores), así como del propio Estado, por lo que se optó por consagrar el modelo pluripartito que ha sido examinado.

3. Garantías de la democracia. Partidos políticos, sistema federal y defensa del orden constitucional

LOS DERECHOS POLITICOS EN LA CONSTITUCION VIGENTE

La nota distintiva de los derechos políticos es la relación que media entre los ciudadanos y el Estado, es decir, el conjunto de condiciones que permiten al ciudadano intervenir o participar en la vida política 17.

La Constitución de 1853-60, que contiene un amplio enunciado de las libertades civiles, expresamente reconocidas a todos los habitantes del país, no consideró del mismo modo a los derechos políticos de los ciudadanos, aunque los autores encuentran en nuestra Carta Magna diversas referencias a tales derechos (como por ejemplo al sufragio o a la existencia de partidos políticos) que resultan de menciones incidentales realizadas en ciertos preceptos 18.

Gregorio Badeni ha señalado que la Constitución Nacional no distingue explícitamente las libertades civiles de las libertades políticas, pero, a su juicio, ambas resultan especies de un género único, por ser expresiones de la personalidad humana. De allí que, para ese autor, las libertades civiles puedan asumir el rol de libertades políticas cuando el objeto de su ejercicio se relaciona con la conservación, la conquista o el control del poder político 19. También Bidart Campos considera que los derechos políticos se encuentran implícitos en nuestro sistema constitucional20.

La falta de explicitación de los derechos políticos en la Constitución de 1853-60 reconoce razones históricas. El programa de esa constitución estuvo centrado en promover un desarrollo económico y social acelerado para vencer lo que se consideraba el desierto. Uno de los modos de ejecutarlo era mediante una muy activa política inmigratoria, que suponía (como luego efectivamente sucedería) la llegada al país de oleadas de contingentes de personas que concurrirían a residir (transitoria o permanentemente) en suelo argentino. La constitución, con su amplio y generoso reconocimiento de las libertades civiles, debía ser la principal garantía a proporcionarse a los inmigrantes en res-guardo de sus derechos.

Pero los términos del contrato social que las dirigencias políticas nacionales ofrecían a los inmigrantes, concretados normativamente —según se dijo— en las declaraciones, derechos y garantías de la primera parte de nuestra ley fundamental, no incluían en principió el resguardo de los derechos políticos. Como lo sintetiza con acierto Natalio Botana, se trataba de «libertad política para pocos y libertad civil para todos».

Botana atribuye a Alberdi esta actitud restrictiva respecto de los derechos políticos. Entiende que «la cuestión que preocupaba a Alberdi es cómo hacer de un pueblo —según él— sumergido en la miseria y en la ignorancia, una colectividad federativa apta para el ejercicio del gobierno republicano». El camino no podía ser otro que el indicado por los ejemplos históricos de Grecia y Roma, donde el pueblo sufragante sólo contaba de los capaces, es decir, de una minoría reducidísima en comparación del pueblo inactivo: esa minoría sería la única calificada para ejercer la libertad política21.

Para la realización del programa de progreso era necesario la «supresión de los derechos de la multitud»; sólo se concedería la facultad a votar a la «inteligencia y a la fortuna», ya que éstas «no son condiciones que excluyan la universalidad del sufragio, desde que ellas son asequibles para todos mediante la educación y la industria». En suma, consideraba Alberdi que sin esta «alteración grave en el sistema electoral de la República Argentina, habrá que renunciar a la esperanza de obtener gobiernos dignos por la obra del sufragio»22.

Esta concepción no era personal ni exclusiva de Alberdi, quien venía a expresar el sentir de la generación del 37 a la que pertenecía, y que constituía la «intelligentzia» de una época fundacional de la República. Así, Echeverría también había sostenido (en el punto XII del Dogma Socialista) que: «la soberanía sólo reside en la razón colectiva del pueblo. El sufragio universal es absurdo… No es nuestra fórmula la de los ultrademócratas franceses, todo para el pueblo y por el pueblo; sino la siguiente: todo para el pueblo y por la razón del pueblo… El gobierno representativo es el instrumento necesario del progreso, de la forma perceptible, pero indestructible de la democracia»23. En la ideología de la generación del 37 nadie estaba mejor preparado para desempeñar el rol de gobierno que una clase política, la elite educada en el ideal del progreso económico. Esta concepción se plasmó en lo que Botana denomina la «república restrictiva», con sede en lo político24.

Sin embargo, el sistema instaurado en la Constitución, acorde con esas ideas, debía entenderse de un modo dinámico, en el contexto de un proceso de transición, hacia una futura participación efectiva de las mayorías en las decisiones políticas, última fuente de legitimidad de una crítica institucional. Tal proceso importaba un desenvolvimiento gradual de la sociedad que se asentaba en dos pilares básicos: la inmigración y la educación. Así lo entendía Alberdi y lo refería

Sarmiento al señalar que: «una Constitución no es la regla de conducta pública para todos los hombres. La Constitución de las masas populares son las leyes ordinarias, los jueces que las aplican, y la policía de seguridad. Son las clases educadas las que necesitan una Constitución que asegure la prensa, la tribuna, la propiedad, etc., y no es difícil que éstas comprendan el juego de las instituciones que adoptan»25.

La educación devenía el requisito clave para preparar al ciudadano y para integrar a las masas inmigratorias, primero a la Nación y en un segundo momento, a la vida política. De ahí la importancia que asigna el artículo 5o de la Constitución a la educación primaria obligatoria, al concebirla como condición del federalismo, ya que debía ser el instrumento efectivo en la incorporación de los hijos de los inmigrantes —primera generación en el país— a la nacionalidad argentina y a la vida cívica.

Al referirse a la educación de las masas, Echeverría sintetiza esta idea fuerza en los siguientes términos: «La instrucción elemental las pondrá en estado de adquirir mayores luces y de llegar un día a penetrarse de los derechos y deberes que les impone la ciudadanía» 26.

Recuerda Meló que la situación cívica del país en el período posterior a la organización nacional era de un atraso considerable27. De ello se sigue que en aquella época no existía un sistema orgánico de partidos, configurado en sentido moderno, lo cual explica de algún modo que la Constitución de 1853-60 no contemplase su regulación, quedando ello para un momento posterior. Por el contrario, prevalecían en todo el territorio grupos políticos que operaban, a la manera de facciones, y que por lo tanto se hallaban incapacitados para guiar los destinos del país, misión que fue asumida por los llamados «clubes de notables».

En efecto, también en los Estados Unidos los inspiradores de su Constitución habían evidenciado reservas respecto de «las facciones», que podrían considerarse los antepasados de los modernos partidos políticos, y que Madison definió en El Federalista como «un grupo de ciudadanos que constituyen una mayoría o una minoría, que están unidos por un mismo y común impulso de pasión y de interés». Desde esta perspectiva Washington condenó en su Mensaje de Despedida del 17 de septiembre de 1796 «el espíritu de partido». Así, la estructura constitucional norteamericana fue concebida en función «antimayoritaria» (mediante la técnica de la elección indirecta del presidente y senadores, y las renovaciones alternadas de las Cámaras) para evitar que una sóla facción o un grupo de interés se asegurara el control del poder entero del gobierno. No obstante, señala Salvador M. Dana Montaño que no existía entonces una verdadera organización de los partidos, siendo su relación con las facciones puramente analógica. Este criterio también lo comparten otros autores como Sartori y Huntington, quienes indican que las facciones tienen poca durabilidad y carecen de estructura, siendo típicamente la proyección de ambiciones individuales o intereses sectoriales28.

Recién hacia 1890, con la fundación de la Unión Cívica liderada por Leandro N. Alem, aparece un sistema de partidos con características modernas, para enfrentar el régimen hegemónico impuesto por el Partido Autonomista Nacional que congregaba a las fuerzas conservadoras.

LA EVOLUCION POSTERIOR

Tal como puede apreciarse hasta aquí, mediaron argumentos por parte de los inspiradores de nuestra ley fundamental que avalaban la falta de reconocimiento de los derechos políticos de los ciudadanos.

El primer antecedente de reforma electoral fue perfilado por Joaquín V. González, ministro del Interior de Roca, en la ley 4161 de 1902, que impuso el sistema de circunscripciones uninominales, en reemplazo de la lista completa (vigente desde 1857) que como se ha visto concedía la totalidad de los cargos electivos al agrupamiento que triunfaba en las elecciones. Por el nuevo sistema, en cambio, se dividía a la Nación en circunscripciones, permitiendo cierta participación a las minorías, circunstancia que posibilitó el acceso de Alfredo Palacios a la Cámara de Diputados en las elecciones legislativas de 1904. Sin embargo, en 1905 el presidente Quintana, leal al «antiguo régimen», retornó a la utilización del sistema de lista completa.

Roque Sáenz Peña advirtió que este sistema se hallaba agotado. Así lo expresaba en el mensaje inaugural del 12 de octubre de 1910: «no es suficiente garantizar el sufragio, tenemos el deber de crear y movilizar al votante», con este concepto estaba allanando el camino de una de las transformaciones más profundas de la historia política argentina.

Bajo su presidencia esa situación se modifica substancialmente con la sanción de la ley 8.871 de 1912, donde se establece el sufragio universal, obligatorio y secreto para los ciudadanos varones, que fue precedida por un acuerdo entre Hipólito Yrigoyen y Roque Sáenz Peña celebrado en noviembre de 191029. De este modo, el sistema institucional ingresa al régimen democrático al permitir una mayor participación política de la ciudadanía, transformándose medularmente la operatoria seguida hasta ese momento, que respondía a la concepción originaria, de naturaleza aristocrática, de nuestra Constitución, y que se había llevado a la práctica por el sufragio calificado o el fraude electoral. En suma, y aplicando categorías de la ciencia política con-temporánea, este proceso puede comprenderse como el tránsito de un sistema de oligarquías competitivas a una naciente «poliarquía» en el sentido de Robert Dahl, es decir, el surgimiento de una democracia liberal pero todavía sin signos de corrientes significativas de oposición política, que en los años posteriores se iba a desarrollar.

La ley 13.010 (1947) amplió el ámbito de la participación cívica al reconocer derechos políticos a la mujer, quedando consagrados en la ley electoral 14.302(1951).

Si bien desde el siglo pasado existieron opiniones que justificaban la presencia y la función de los partidos políticos, imprescindibles en todo régimen representativo, su regulación corresponde a una etapa posterior al reconocimiento del sufragio universal. Aunque la ley 8.871 contenía algunas referencias a los partidos, resulta paradójico que la primera y varias de sus ulteriores reglamentaciones fuesen dictadas por decretos-leyes emanados de gobiernos de facto (en los años 1931 y 1943-46). Posteriormente se sancionó la ley 13.645 y fueron incluidas algunas disposiciones sobre el particular en la ley 14.032; más tarde, en 1964, se dictó la ley orgánica de los partidos políticos (16.652) que fue objeto a su vez de modificaciones ulteriores30.

La necesidad de un marco constitucional de protección de los derechos políticos de los ciudadanos, con particular referencia al sufragio y a los partidos políticos, se hizo sentir notoriamente luego del año 1930, cuando sucesivas autoridades de facto (e incluso constitucionales durante el período 1958-1966) ejercieron los respectivos gobiernos en un marco de proscripciones o restricciones a los partidos políticos, inhabilitaciones a ciudadanos para desempeñar cargos electivos, empleos públicos o responsabilidades políticas, con anulación en ciertos casos de procesos electorales, supresión de la actividad política y otras similares prácticas antidemocráticas. La Corte Suprema convalidó, mediante reiterados fallos, la legislación proscriptiva y prohibitiva que instrumentaron dichos gobiernos31.

LAS PROPUESTAS DE REFORMA

El Consejo para la Consolidación de la Democracia consideró conveniente incluir en el texto constitucional los principios del voto secreto y universal —aunque entendió que su obligatoriedad podía ser materia de legislación—, la regulación de los partidos políticos (con pautas amplias y generales dejando para la reglamentación los aspectos de detalle), y la defensa y vigencia de la Carta Magna durante los períodos de discontinuidad constitucional. Este último as-pecto suponía el derecho y el deber de resistir y desobedecer a los gobiernos de fuerza, la nulidad de sus actos, y sanciones administrativas, civiles y penales, a quienes hubiesen ejercido responsabilidades políticas en ellos32.

Se seguía así la línea de un importante sector de la doctrina nacional —la mayor parte de los tratadistas que integraron la Comisión Asesora para el Estudio de la Reforma Institucional de 197133— que se había manifestado a favor de incorporar a la Constitución el régimen electoral y el tratamiento de los partidos políticos, a fin de que nuestra ley fundamental adquiriese las características de las constituciones europeas modernas34.

La comisión de juristas del justicialismo preconizó, en su ante-proyecto de reforma, incorporar un nuevo inciso al artículo 67 de la Constitución para que el Congreso Nacional dictase una ley nacional de partidos políticos, garantizando su organización, financiación y funcionamiento democráticos, con salvaguarda y participación de sus minorías y de sus institutos de formación política y científica, reconociéndose sólo aquéllos que acreditasen el número de afiliados establecidos en la ley, que adhiriesen a los principios del sistema representativo, republicano y federal y respetasen las declaraciones, derechos y garantías establecidos en la Constitución. También previo la inclusión de una cláusula en defensa del orden constitucional concebida en términos amplios35.

Esta posición fue reiterada, en lo substancial, en el dictamen de la mayoría del Senado (en su primera intervención) y en la plataforma electoral justicialista. La tesitura de constitucionalizar el sufragio en sus principales caracteres, los partidos políticos, la vigencia del orden constitucional y la defensa de la democracia ha sido, por lo demás, una nota común a las reformas de las constituciones provinciales realizadas desde 1986 hasta el presente 35.

4. La duración del mandato de los senadores

La ley 24.309 ha previsto, respecto de la duración del mandato de los senadores, la realización de una reforma del actual artículo 48 de la Constitución Nacional, a fin de disponer su acortamiento.

Ambas Cámaras coincidieron en la modificación de ese artículo a los efectos indicados, aun cuando la Cámara de Diputados preceptuase (en concordancia con el Acuerdo del 13 de diciembre) que la reducción debía realizarse llevando el período a 4 años, mientras que el Senado (cuyos integrantes bregaban por llevar la duración de su mandato a 6 años) prefirió que el tema quedase sujeto al libre tratamiento *de la Convención Constituyente.

En capítulos anteriores se tuvo ocasión de examinar los términos políticos en los que fue planteado ese debate, los antecedentes que registraban las respectivas posiciones de las partes, y la metodología propuesta para constitucionalizar una u otra de las alternativas. La cuestión no fue definida en la plataforma electoral del justicialismo difiriéndose el tema, de modo totalmente abierto, a la consideración de la Convención Constituyente.

5. Acuerdo senatorial para integrantes de organismos de control y del Banco Central

Se ingresa, a partir del examen de esta cuestión, al segundo grupo de temas habilitados, categorizados como reformas vinculadas con el mejor funcionamiento, equilibrio y control entre los órganos del Estado.

LAS INTERPRETACIONES DEL ARTICULO 86 INCISO 10 DE LA CONSTITUCION NACIONAL

El Poder Ejecutivo tiene, como principio general establecido en el artículo 86 inciso 10 de la Constitución Nacional, la atribución de nombrar y remover «por sí solo» los ministros del despacho, los oficiales de sus secretarías, los agentes consulares y demás empleados de la administración (cuyo nombramiento no está reglado de otra manera por esta Constitución).

Sólo dos clases de funcionarios que desempeñan tareas en el ámbito del Poder Ejecutivo hacen excepción a este principio: los ministros plenipotenciarios y encargados de negocios —cuyo nombramiento y remoción exige explícitamente el acuerdo del Senado— y los oficiales superiores del Ejército y la Armada, respecto de los cuáles sólo se menciona el acuerdo senatorial para la provisión de esos empleos.

Joaquín V. González entendió que el inciso 10 del mencionado artículo contribuía a despejar las dudas (suscitadas por el texto de la Constitución de los Estados Unidos) sobre si las remociones requerían también acuerdo senatorial cuando éste se había producido a efectos del nombramiento. Las opiniones y la jurisprudencia coincidían en

que la facultad para remover era una consecuencia de la de nombrar. Sin embargo, pese a la claridad del texto de la Carta Magna argentina, existían todavía márgenes para diferentes interpretaciones, toda vez que dicho autor admitía —-a fines del siglo pasado— que por leyes del Congreso Nacional se podían establecer nombramientos con acuerdo del Senado, en virtud de la facultad legislativa de crear empleos y fijar sus atribuciones37.

Este último punto era precisamente el que había dado origen a un debate en los Estados Unidos que se extendió a lo largo de muchos años, aceptando la Corte Suprema norteamericana que, si bien la Constitución permitía al Congreso asignar «deberes de carácter cuasi- judicial» a funcionarios ejecutivos, en cuyo desempeño éstos ejercían su propio criterio, al mismo tiempo facultaba al presidente para eliminar por sí solo a tales funcionarios. La dificultad mayor, precisamente, se presentaba respecto de los «tribunales administrativos», independientes de cualquier departamento (ministerio en nuestra terminología). Sin embargo, la Corte precisó luego su anterior posición, llegando a una conclusión parcialmente contraria38.

Un importante sector de nuestra doctrina nacional, entre la que se destaca la opinión de Germán Bidart Campos, se pronunció negativamente respecto a la posibilidad de que la ley exija el acuerdo del Senado para el nombramiento de funcionarios superiores de la administración (ya sea centralizada, descentralizada o autárquica), por entender que el Congreso no podía agravar el mecanismo de designación poniendo limitaciones al Poder Ejecutivo que la Constitución no sólo no exige, sino que rechaza. Sustentaron la misma tesitura importantes administrativistas, como Marienhoff y Villegas Basavilbaso39.

El Congreso argentino había dictado numerosas leyes que establecían el acuerdo senatorial para diversos funcionarios: tales como el procurador general de la Nación, los procuradores fiscales de la Corte y de la Cámara Federal, los fiscales de la Cámara de Apelaciones, el Fiscal de Investigaciones Administrativas, el presidente y vicepresidente del B.C.R.A. y del Banco Hipotecario Nacional, los vocales del Tribunal de Cuentas de la Nación, el procurador y subprocurador del Tesoro de la Nación, entre otros muchos.

La inconstitucionalidad de esas leyes fue resaltada en el debate parlamentario de la ley 20.677 (1974), cuyo artículo Io suprimió el requisito del acuerdo del Senado «para la designación de funcionarios en todos aquellos organismos de la administración pública, cualquiera sea su naturaleza jurídica, cuyas normas de creación, constitución y funcionamiento así lo establezcan y cuya designación no esté reglada de tal manera por la Constitución Nacional».

La cuestión del acuerdo del Senado para el nombramiento de esos funcionarios se vinculaba también con el procedimiento previsto para su remoción, ya que en ciertos casos debía efectivizarse mediante juicio político.

Como el artículo 45 de la Constitución Nacional prevé dicho procedimiento para el presidente y vicepresidente de la Nación, sus ministros, los miembros de la Corte Suprema y demás tribunales inferiores, se suscitaba adicionalmente el problema interpretativo de si por una disposición legal podían agregarse otros funcionarios, para cuya remoción fuese necesario iniciar el referido juicio político.

La Corte Suprema de Justicia, en años recientes, revisando posiciones anteriores, se pronunció por la doctrina de que «los únicos magistrados y funcionarios que pueden ser sometidos a juicio político son los que enumera esa norma y una ley de rango inferior no puede crear más inmunidades que las que contiene la Carta Magna; lo contrario implicaría crear otras inmunidades no instituidas por los constituyentes, otorgando la garantía de antejuicio que únicamente puede conferir la Ley Fundamental» 40.

Esta jurisprudencia de nuestro más alto Tribunal, colisiona directamente con lo dispuesto en la también reciente ley 24.144, que aprueba la nueva Carta Orgánica del B.C.R.A., cuyo artículo 1° exige el acuerdo senatorial para la designación de los directores de dicho organismo.

Las dificultades interpretativas, que como se ha visto plantea el artículo 86 inciso 10 de la Constitución Nacional, hacen imprescindible una reforma constitucional que precise la posibilidad de acudir al acuerdo senatorial para ciertos nombramientos ejecutivos.

EL PROBLEMA DE LOS ORGANISMOS DE CONTROL Y DEL B.C.R.A.

Corresponde todavía hacer algunas aclaraciones más sobre la habilitación del tema del acuerdo senatorial para los integrantes de los organismos de control y del Banco Central.

En primer término, cabe decir que la Auditoría General de la Nación como organismo de control externo del sector público nacional ha sido ubicada en el ámbito del Poder Legislativo, y las previsiones adoptadas a su respecto en el Núcleo de coincidencias básicas ratifican ese control como una atribución propia de dicho poder. Si bien la Auditoría se integrará —como se expresa en el Núcleo— del modo

en que lo establezca la ley que reglamente su creación y funciona-miento, parece dudoso que pueda extenderse el acuerdo senatorial (y la designación por el Poder Ejecutivo) para el nombramiento de sus miembros.

Si existe un órgano específico de contralor externo radicado en el ámbito del Congreso Nacional, no resultaría demasiado clara la conveniencia de que organismos que desempeñan funciones de contralor interno de la Administración como la Sindicatura General de la Nación, debieran requerir del acuerdo previo del Senado para el nombramiento de sus integrantes por el Poder Ejecutivo. Un examen similar debe hacerse respecto del Procurador del Tesoro de la Nación que cumple funciones de contralor de legalidad, pero a su vez, se desenvuelve como asesor jurídico del presidente, de sus ministros, secretarios y subsecretarios de Estado41.

De tal modo, una posibilidad a analizar es si el acuerdo senatorial no debería reservarse sólo para organismos que se desenvuelvan con el carácter de órganos extra-poderes.

En cuanto a la arquitectura institucional que han adoptado las constituciones reformadas en los últimos años, respecto de instituciones como el Fiscal de Estado, la Contaduría General y el Tribunal de Cuentas, existen diferencias significativas entre ellas que corroboran los importantes márgenes de opinabilidad respecto de las soluciones a seguirse42. A su vez, las peculiaridades del B.C.R.A. diferencian a esta institución de los organismos de control de la administración pública, dado que su función principal —en su nuevo diseño— consistiría en velar por la estabilidad monetaria dirigiendo su campo de acción respecto del desenvolvimiento de las variables de la economía nacional43.

De optarse por un criterio general —tesitura a la que adscribiría la plataforma justicialista—, que preconizaría el acuerdo del Senado en las designaciones de las autoridades superiores de todos los organismos técnicos de fiscalización y control (entre ellos el B.C.R.A. y aun otros creados por ley), todavía correspondería resolver la cuestión atinente al modo de remoción de los funcionarios que se nombrarían con acuerdo del Senado. La hipótesis del juicio político debería, en principio, descartarse, por las críticas que ha merecido el comportamiento de esa institución en nuestra práctica, al punto que se propició su reemplazo por un jury de enjuiciamiento para los magistrados judiciales.

Por último, habría que despejar también la cuestión atinente a la integración de los tribunales administrativos, en tanto éstos puedan ser entendidos como organismos de control.

6. El Ministerio Público como órgano extra-poder

El debate doctrinario que fue examinado en el apartado anterior, enmarca la problemática del diseño constitucional del Ministerio Público. A este respecto, la plataforma electoral del justicialismo se limita a decir que esa institución no puede continuar marginada, sin definición alguna, en la propia Constitución.

Se trata aquí de un tipo de órganos estatales a los que corresponde, en términos generales, la misión de defender el orden público y social. El Ministerio Público se diferencia de los jueces en el hecho de que sus integrantes asumen un papel equiparable al de las partes, o sea, una función de tipo requirente o postulante, distinta de la función juzgadora44.

Se divide, en el orden nacional y en algunas provincias, en tres grandes ramas: a) el Ministerio Público Fiscal, cuyos órganos actúan tanto en los procesos penales como en los civiles (aclarándose que también lo hacen en la materia comercial, laboral y contencioso administrativa); b) el Ministerio Público Pupilar, que vela por la persona, bienes y derechos de los menores e incapaces; c) las Defensorías de Pobres y Ausentes, que tienen a su cargo el asesoramiento y la representación judicial de las personas que se encuentren en esas condiciones, actuando tanto en procesos civiles como penales45.

Nuestra práctica constitucional registra una aguda polémica, pero sólo en lo que hace al Ministerio Público Fiscal y, en particular, respecto de dos de las funciones que incumben a los representantes de dicho ministerio: la defensa de los intereses patrimoniales del fisco y el ejercicio de la pretensión penal. Para una de las tendencias doctrinarias, los fiscales proceden como agentes inmediatos del Poder Ejecutivo, encargados por la Constitución de defender los intereses del fisco y de mantener el orden y la tranquilidad de la Nación, considerándolos como los abogados del Estado. Para la otra, son parte del Poder Judicial, tanto por la aproximación de sus miembros hacia un Estado judicial como por la índole de sus tareas en los procesos penales, sin poseer una dependencia jerárquica respecto del Poder Ejecutivo por las pautas de legalidad e imparcialidad a que deben responder46.

Esa disparidad de criterios también se presenta en el derecho comparado. Se ha señalado que el origen de esta divergencia interpretativa sobre la pertenencia institucional del Ministerio Público, debe hallarse en la circunstancia de haberse reunido, en los procuradores fiscales federales, dos competencias sustancialmente diversas: la de representar y defender los intereses del Estado como abogados de ia

Nación (ley 3.367 y 17.516, art. Io, inciso b) y la de velar por los intereses de la sociedad y la acción pública47.

Sin embargo, esas dos posiciones no agotan las alternativas posibles. Existen ciertos autores que auspician que los miembros del Ministerio Público sean elegidos directamente por el pueblo 48, situación que se presenta en muchos estados norteamericanos, en donde los fiscales son electos y su ascendencia rivaliza con el poder del propio gobernador.

El actual Poder Ejecutivo 49 se orientó por proponer al Congreso Nacional una iniciativa legislativa que estableciese la autonomía del Ministerio Público respecto de los tres poderes del Estado, en tanto debe operar como un representante de los intereses públicos y generales de la sociedad, con el objeto de llevar a cabo el control externo de! ejercicio de tales poderes.

El diseño del Ministerio Público como órgano extra-poder ofrecería dificultades casi insalvables sin una reforma constitucional, tal como ha podido apreciarse del debate i|iie suscitan las cuestiones relativas al nombramiento y remoción de cierto tipo de funcionarios, entre los que se encuentra la cabeza de esa institución, el Procurador General de la Nación, y también los fiscales de Cámara y de primera instancia.

Ello se evidencia en la iniciativa legislativa mencionada —al no mediar una reforma constitucional— que debió ubicarlos todavía como un órgano inserto en la administración de justicia, pero con «independencia funcional», sin perjuicio de las facultades del Poder Ejecutivo en cuanto a emitir ciertas instrucciones generales y/o particulares. Su configuración como órgano extra-poder en el proyecto de ley mencionado, supuso la designación del Procurador General de la Nación por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado, con una duración de mandato de 6 años (pudiendo ser nombrado por períodos sucesivos). Dicho acuerdo fue previsto también para los restantes fiscales que se desempeñan ante tribunales de segundo grado. Todos los fiscales deberían ser removidos por un tribunal de enjuiciamiento que se crearía con tal finalidad.

7. El Defensor del Pueblo

Esta institución nace en Suecia como un organismo auxiliar del parlamento, encargado de la vigilancia del correcto cumplimiento y observancia de las leyes por parte de los órganos de aplicación, tanto de los tribunales de justicia como del Poder Ejecutivo.

La conveniencia de constitucionalizar al Defensor del Pueblo en nuestro medio, como una institución de control de la gestión administrativa general, fue recomendada por Jorge Vanossi. Lo concebía como un delegado del Congreso de la Nación para cumplir las tareas de un operador de la información pública, encargado de recibir las múltiples denuncias respecto al mal o al defectuoso cumplimiento de la función pública por las autoridades50.

De modo parecido, la comisión de juristas del justicialismo lo diseñaba como un organismo con autonomía funcional y dependencia técnica del Congreso de la Nación, cuyo cometido debía ser proteger los derechos e intereses públicos de los ciudadanos y de la comunidad, sin recibir instrucciones de autoridad alguna frente a los actos, hechos u omisiones de los poderes del Estado que impliquen el ejercicio ilegítimo, abusivo o arbitrario de sus funciones. Debía ser nombrado por el Congreso de la Nación, duraría en sus funciones 8 años pudiendo ser redesignado y removido sólo por juicio político. Una ley especial habría de establecer su organización y su funcionamiento 51.

Esos lineamientos fueron seguidos por el dictamen por mayoría del Senado (en su primera intervención), que optó por la denominación de Defensor del Pueblo, en vez de la más técnica de «Comisionado Parlamentario», por tener mayor difusión en el constitucionalismo hispanoamericano y en nuestro derecho público provincial. De igual manera se refirió a esta institución la plataforma electoral justicialista.

Por su parte, la mayoría de las nuevas constituciones provinciales, han incluido la figura del Defensor del Pueblo o comisionado legislativo 52.

Por último, la ley 24.284 (1993) creó en el ámbito nacional la Defensoría del Pueblo. Su titular es elegido por el Congreso, mediante una comisión bicameral permanente, integrada por 7 senadores y 7 diputados que se pronuncian por mayoría simple. La duración de su mandato es de cinco años, pudiendo ser reelegido por una sola vez. Como una de las causas de remoción se menciona la notoria negligencia en el cumplimiento de los deberes del cargo o por incurrir en alguna de las incompatibilidades legales, que debe ser apreciada por el voto de los dos tercios de los miembros presentes de ambas Cámaras.

8. Facultades del Congreso respecto de informes, interpretación y comisiones de investigación

En el curso de las negociaciones realizadas por los equipos interpartidarios, se consideró conveniente la reforma del artículo 63 de la Constitución Nacional, según el cual cada una de las Cámaras puede hacer venir a su Sala a los ministros del Poder Ejecutivo para recibir las explicaciones convenientes. Sobre la base de esta escueta disposición, complementada con la obligación de los ministros de presentar al Congreso —cuando éste abre las sesiones ordinarias del año— una memoria detallada del Estado de la Nación, en lo relativo a los negocios de sus respectivos departamentos (artículo 90 de la Constitución Nacional), y de las facultades que tienen las Cámaras de dictar sus reglamentos internos (artículo 58 de la Constitución Nacional), se ha elaborado la compleja práctica de las facultades de investigación del Congreso.

Así lo ha interpretado nuestra doctrina, al señalar que no existe texto expreso que autorice al Congreso o a cada una de las Cámaras a realizar investigaciones sobre las actividades administrativas y priva das, pero que ese derecho surge de la propia naturaleza del Parlamento que necesita estar informado para legislar y controlar el funciona miento de los otros poderes. En numerosos precedentes, tanto la Cámara de Diputados como el Senado ratificaron el ejercicio de esa prerrogativa y precisaron sus alcances53.

La cuestión fue también debatida en los Estados Unidos, en donde —ante la ausencia de normas constitucionales expresas- también se entendió que «la facultad de investigación de las Cámaras es una prerrogativa implícita esencial para el cumplimiento de sus funciones. La concesión de un poder lleva implícita la de los medios necesarios y apropiados para su ejecución (artículo I, Sección 8, cláusula 18) y hay realmente en la función legislativa y en las otras confiadas al Congreso una exigencia primaria: el pleno conocimiento de los hechos y relaciones que han de ser afectados por las decisiones del órgano legislativo». Se distingue allí la función ordinaria de investigación con fines legislativos, de la investigación propiamente dicha que exige una búsqueda de apariencia policial o judicial54.

La Corte Suprema norteamericana ha dicho que los poderes de investigación y legislación no son idénticos: los primeros son más amplios y comprenden materias sobre las cuales el Congreso no podría legislar directamente, aunque resultan razonables para proporcionar información útil e importante para la elaboración de la legislación constitucional55. Sin embargo, se entiende que ninguna Cámara está investida de un poder general para investigar en los negocios privados y obligar a producir pruebas (aunque pueden recibir testimonios y requerir documentos), existiendo límites para su accionar. Así, «cuando los derechos y libertades de un ciudadano se hallan en juego, las Cámaras no son jueces finales de sus derechos y privilegios y la legalidad de su acción puede ser cuestionada ante los tribunales»56.

Los autores argentinos han seguido los lineamientos de la doctrina y jurisprudencia de los Estados Unidos, considerando las facultades de investigación del Congreso como «poderes implícitos», derivados del artículo 67 inciso 28 de la Constitución Nacional57.

Sin embargo, se ha cuestionado incluso judicialmente, tanto en Estados Unidos como en nuestro medio, las facultades de las comisiones investigadoras de las Cámaras cuando se enfrentan con particulares, y de modo especial al disponer arrestos (de producirse desacatos a medidas adoptadas por dichas comisiones) o realizar allanamientos y secuestros de documentación58. De allí la conveniencia de considerar en la reforma una norma expresa que regule esta materia, que resulta coincidente con la finalidad de afianzar las facultades del Congreso, y permita a su vez precisar aspectos muy sensibles de esta temática, tales como su compatibilización con derechos que como el de intimidad —el secreto profesional—, o el de la inviolabilidad del domicilio, poseen raigambre constitucional.

Asimismo, resulta aconsejable regular el trámite de los pedidos de informes escritos —dado que esta práctica sólo está fundada en los Reglamentos de las Cámaras— a fin de verificar las mayorías requeridas para dar curso a esos informes y para facultar a las comisiones parlamentarias a disponer y ejecutar el requerimiento. Todo ello ha sido previsto explícitamente en nuestro constitucionalismo provincial39.

Respecto de este último tema, en la Constitución reformada de Córdoba se ha establecido que el titular del Ejecutivo puede concurrir a la Legislatura, cuando lo estime conveniente, en reemplazo del o de los ministros convocados60. Esa alternativa había sido oportunamente prevista para el presidente por la Constitución de 1949, pero Ramella no la consideró una propuesta acertada pues, a su entender, el primer magistrado podría silenciar a las Cámaras con su autoridad, o en su defecto exponerse a una réplica violenta o injuriosa de sus contrincantes ocasionales, que pudiera lesionar su investidura61.

En síntesis, según lo sostiene la plataforma electoral justicialista, la facultad investigadora parlamentaria podrá recaer sobre organismos o funcionarios públicos, como también sobre la actividad de los particulares, en este último caso sobre la base del resguardo de los derechos y garantías individuales. No sólo podrá investigar sino proveerse de la información que requiera para cumplir con su función legislativa; la reforma permitirá al Congreso actuar sin dudas en los actos que son de su propia competencia, fortaleciendo su accionar.

9. Procedimientos para la abreviación del trámite parlamentario

En el Núcleo de coincidencias básicas se resolvió habilitar el artículo 69 de la Constitución Nacional, a efectos de introducirle reformas que permitan procedimientos de aprobación de leyes en general en plenario y en particular en comisiones, lisias modificaciones también contemplarían la compatibilización de las posiciones de las Cámaras por comisiones de enlace bicameral, y la exclusión de la sanción ficta de proyectos legislativos.

ANTECEDENTES

Las propuestas de revitalización del parlamento, cuyas funciones —como consecuencia de una crisis universal ya analizada— se redujeron paulatinamente en desmedro del crecimiento desmesurado de las atribuciones ejecutivas, tuvieron sus primeros reconocimientos constitucionales en las constituciones europeas de posguerra, entre las cuales se destaca la italiana de 1947.

Ella contempla para el tratamiento de las leyes un procedimiento abreviado para casos de urgencia (artículo 72, II), otro descentralizado que permite su análisis y votación exclusivamente en comisión (salvo que el gobierno, un décimo de los miembros de la Cámara o un quinto de la Comisión, pida la discusión en plenario), y uno mixto mediante el cual la Cámara lija en plenario los criterios que informan un proyecto de ley urgente y lo remite a la comisión para su formulación definitiva, reservando para la Asamblea sólo la posibilidad de votarlo por la afirmativa o negativa, sin poder introducirle enmiendas 62. El mecanismo abreviado fue aplicado muy asiduamente en Italia; así, entre 1963 y 1969, las comisiones aprobaron más del doble que los proyectos que fueran convertidos en ley por el plenario63.

En nuestro país, la reforma constitucional de 1972 realizó una Enmienda al artículo 69 mediante la cual las Cámaras podían delegar en sus comisiones internas la discusión y aprobación de determinados proyectos, conforme se estableciese por ley. Estos proyectos, de obtener el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de la comisión, pasarían a la otra Cámara, donde se observaría el mismo procedimiento para su sanción y, en su caso, al Poder Ejecutivo para la promulgación. La única excepción a este procedimiento se producía en caso de que un cuarto de los miembros de alguna de las Cámaras requiriese la votación del proyecto por el cuerpo.

Uno de los integrantes de la Comisión Asesora para el Estudio de la Reforma Constitucional (de 1972), Germán Bidart Campos, se manifestaba a favor de ese mecanismo, pero entendía que no podía incorporarse a nuestro sistema constitucional sin que mediara una modificación de la Carta Magna. Esta opinión no ha sido compartida por otros autores argentinos quienes juzgaron posible que —por vía de modificación de los Reglamentos de las Cámaras— las comisiones fueran autorizadas para discutir y sancionar los proyectos de ley. Esta alternativa presentaba salvedades respecto de algunos temas, y exigía la posibilidad de que cierto número de miembros de la comisión o del cuerpo se reservaran el derecho de solicitar, antes de la sanción, el debate y la aprobación —o sólo esto último— del proyecto por las Cámaras 64.

El otro de los mecanismos para abreviar el trámite parlamentario fue inspirado por la práctica legislativa de los Estados Unidos: se trata del procedimiento denominado «conferencia», que tiene por objeto procurar el arreglo de las diferencias existentes entre las Cámaras respecto de la redacción de un proyecto de ley, mediante la intervención de sus delegados. Lo usual es que, invitada una Cámara por la otra para designar delegados a una «comisión de conferencia», se acepte la propuesta y cada una designe de tres a nueve miembros para integrarla. Se trata de que la mayoría de los miembros que integran esa comisión representen la mayoría de la Cámara en donde el asunto fue originariamente debatido. La conferencia puede ser «libre», cuando los delegados no se hallan constreñidos a obrar de acuerdo a instrucciones, o «simple», cuando su acción está enmarcada por instrucciones de la Cámara, justificadas por las dificultades para cambiar las disposiciones de un proyecto una vez que ha sido aprobado por la conferencia.

La actividad de la conferencia se circunscribe a la consideración exclusiva de los puntos en que media desacuerdo entre las Cámaras. Las reuniones son reservadas y se realizan en el Senado. Los delegados votan por separado a fin de fijar la posición de cada Cámara, con arreglo a la mayoría existente en el plenario; sólo se admiten despachos por la mayoría. Su tratamiento goza en el plenario de alto grado

de preferencia. Si el plenario de las Cámaras rechaza el acuerdo puede repetirse la moción de enviar el asunto a conferencia. Mediante este procedimiento se resuelven, en la práctica americana, los asuntos de mayor importancia legislativa65.

LAS PROPUESTAS DE REFORMA

Para agilizar el trabajo legislativo, el Consejo para la Consolidación de la Democracia propuso la delegación por la Cámara en sus comisiones de la discusión y aprobación de algunos proyectos, y el trámite especial para aquellos enviados por el Ejecutivo con pedido de urgente tratamiento, inspirándose en las soluciones proyectadas por los ya referidos artículos 72 de la Constitución Italiana, y 69 de la reforma constitucional argentina de 1972 66.

La comisión del radicalismo del año 1988 previo mecanismos de idéntica naturaleza67. Vanossi, precisando esta propuesta, señalaba que si un proyecto obtenía el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de la comisión, pasaba a la otra Cámara (o al Poder Ejecutivo para la promulgación), salvo que un quinto de los miembros de la Cámara requiriese el examen del proyecto en el plenario68.

El anteproyecto de reforma constitucional de la comisión justicialista (del año 1992) también contempló la delegación de atribuciones de la Cámara en sus comisiones internas, limitada a asuntos de administración general, que no afectasen los derechos de los ciudadanos 69.

Esta iniciativa fue asimismo desarrollada en las constituciones reformadas de Córdoba, Santiago del Estero y, parcialmente en la de San Juan

10. Actualización de las facultades del Congreso y del Poder Ejecutivo previstas en los artículos 67 y 86 de la Constitución Nacional

Resta, por último, examinar el sentido de la habilitación de los artículos 67 y 86 de la Constitución Nacional, respecto a la actualización de las atribuciones de los poderes Legislativo y Ejecutivo.

Uno de los objetivos perseguidos consiste en la derogación de aquellas cláusulas que hayan caído en desuso por el transcurso del tiempo, o que su supresión resulte consecuencia de las reformas que se adopten por la Convención Constituyente para mantener la debida homogeneidad en el texto constitucional.

Ejemplificando el primero de tales supuestos, han caído en desuso «las postas» (de correos) mencionadas en el artículo 67 inciso 13, el establecimiento del juicio por jurados que nunca prosperó en nuestro país (artículo 67 inciso 11 última parte), la concesión de patentes de corso y de represalias y los reglamentos para las presas -—antiguos medios de guerra marítima inaplicables en la actualidad— (artículo 67 inciso 22 y 86 inciso 18), la reunión de las milicias en las provincias o en parte de ellas superadas por la creación del ejército profesional (artículo 67 inciso 23), la autorización que debe requerir el presidente al Congreso para ausentarse del territorio de la Capital Federal, cuyo desuso es evidente dado que tiene residencia en Olivos, provincia de Buenos Aires (artículo 86 inciso 21).

Respecto del segundo aspecto, la supresión de la condición católica del presidente de la Nación y de los términos del Concordato con la Santa Sede de 1966 entraña la derogación de las normas vinculadas con el ejercicio por el gobierno federal del patronato nacional (artículo 67 incisos 19 y 20; artículo 86 incisos 8 y 9).

En otros casos, y siempre a título de ejemplo, deberían hacerse agregados, como incorporar a la fuerza aérea a los enunciados de fuerzas de línea de tierra y de mar (artículo 67 inciso 23) o, con otra técnica, simplemente reducir ambos conceptos al concepto general de «fuerzas armadas», comprensivo de las tres fuerzas (y eventualmente de las de seguridad).

Además de esa función actualizadora de los artículos 67 y 86 de la Constitución Nacional que debería realizarse, existe otra interpretación del término «actualización» consistente en la posibilidad de utilizar la habilitación de la reforma de esos preceptos para incorporar aspectos complementarios de los contenidos incluidos en el Núcleo de coincidencias básicas, que requieran de mayores desarrollos, sin que ello, desde luego, importe violación de los puntos acordados.

NOTAS

1 Norberto Bobbio, El futuro de la democracia, Plaza y Janes Editores, Barcelona, 1985, págs. 51-80.

2 Jorge R. Vanossi, El Estado de Derecho en el constitucionalismo social, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Bs. As. 1982, pág. 212.

Dictamen preliminar, op. cit. cap. VII, págs. 74-78.

Juan Carlos Pereyra Pinto, Derecho Constitucional, AZ Editora, Bs. As., 1978, vol. I, págs. 134-139.

5 Jorge R. Vanossi, op. cit, pág. 220; véase en el mismo sentido Paolo Biscaretti di Ruffia, Derecho Constitucional, Editorial Tecnos, Madrid, 1973, pág. 425. Este último autor señala la nota de excepcionalidad y el carácter extraordinario de estos mecanismos.

6 Jorge R. Vanossi, op. cit., pág. 218.

7 Miguel Angel Ekmekdjian, Temas Constitucionales, La Ley, Bs. As., 1987, pág. 242.

8 Cfr. Jorge R. Vanossi, op. cit., pág. 219-220 y «La reforma de la Constitución», pág. 428, Dictamen de la U.C.R., Anexo documental, VI.

9 En este sentido, merecen especial atención las experiencias de Córdoba, Entre Ríos, Jujuy, La Rioja, Salta, San Juan, San Luis y Santiago del Estero que contemplan alguna o varias de esas formas, a las que cabe agregar las constituciones no reformadas de Mendoza y Buenos Aires, que consagran el referéndum constitucional. Cfr. Antonio María Hernández (h). Derechos, en las nuevas constituciones provinciales, op. cit., págs. 36-38.

10 El Consejo Económico y Social francés es un cuerpo de representación plural, donde convergen representantes de los asalariados; de las empresas industriales, comerciales y artesanales; de la agricultura; de las actividades sociales, científicas o culturales; de las clases medias y de los dominios de ultramar. Tiene un funcionamiento semiparlamentario, ya que está organizado en «secciones permanentes», previstas para el estudio de los principales problemas que afectan a sus representados. Su carácter es consultivo, pero su intervención es obligatoria en las leyes programáticas o en los planes económicos y sociales. El gobierno puede requerir su opinión en todo proyecto o proposición de ley o decreto que entre en su ámbito de actividad. Asimismo, por iniciativa propia el Consejo puede llamar la atención sobre problemas de su competencia y proponer reformas al efecto. André Hauriou, Jean Gicquel y Patrice Gelard, Derecho Constitucional e instituciones políticas, op. cit., págs. 725-727.

11 Cfr. un cuadro comparativo en Francisco José Figuerola, Teoría de la Democracia Social, Depalma, Bs. As., 1986, pág. 275.

12 Cfr. Alberto M. García Lema, «Instituciones para la concertación y la participación económico-social», en Revista de Derecho Público y Teoría del Estado N° 2, págs. 81-106.

13 Cfr. Harold J. Laski, El gobierno parlamentario en Inglaterra, Ed. Abril, Bs. As., págs. 83-84; Julio Cueto Rúa, La representación de intereses económicos en el Estado moderno, Bs. As., 1966; Hans Kelsen, Teoría General del Estado, México, 1954, pág. 453; citados por Jorge Vanossi, en El Estado de Derecho en el constitucionalismo social, op. cit., págs. 149-150.

14 Se sigue de cerca, en la exposición que se realiza a continuación, el trabajo del autor citado en nota 12, cap. X, págs. 102-106.

15 Dictamen preliminar, op. cit., págs. 79-80.

16 Jorge R. Vanossi, La reforma de ta constitución, op. cit., pág. 148.

17 Pablo A. Ramella, Derecho Constitucional, op. cit., pág. 436.

18 Así, se considera que el derecho al sufragio está implícitamente reconocido en numerosos artículos de la Constitución Nacional: en el Io y en el 33 que establece la existencia de «otros derechos y garantías no enumerados pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno» y que permite fundar la doctrina de los llamados «derechos implícitos»; en el artículo 37 que establece que la Cámara de Diputados se compondrá de representantes «elegidos directamente por el pueblo de las provincias y de la Capital»; en los artículos 46 y 81 a 85 que prevén la forma de elección indirecta por las legislaturas de las restantes autoridades representativas; y en los artículos 40, 47 y 76 que establecen los requisitos para poder ser elegido diputado, senador. Presidente y Vicepresidente de la Nación. El reconocimiento constitucional de la actividad de los partidos políticos también resulta implícito en dos derechos reconocidos a los habitantes por el artículo 14 C.N.: el «de peticionar a las autoridades» y el «de asociarse con fines útiles».

19 Gregorio Badeni, Derecho Constitucional, Libertades y Garantías, Ad Hoc S.R.L., Bs. As., 1993, cap. VII.

20 Para Bidart Campos, «la constitución no habla de partidos políticos, de sociedad pluralista, de participación política, de la representatividad que tienen que investir los partidos, los sindicatos y las organizaciones sociopolíticas en general. Pero esas zonas silenciosas y esas carencias normológicas deben ser atendidas con una interpretación dinámica e historicista de la Constitución acudiendo a su filosofía, sus principios generales, su ideario, su espíritu —que es todo equivalente—. Con esa mecánica nosotros diríamos que la Constitución —sumando su letra, su espíritu y su historia— habilita, facilita y acoge a los partidos, al pluralismo, a la participación, a la representatividad de las asociaciones. Nada queda ni debe quedar sin solución por el hecho de faltar una norma constitucional. Lo que la constitución calla es casi siempre tan elocuente como lo que dice». Germán J. Bidart Campos, Para vivir la Constitución, Ediar, Bs. As., 1984, pág. 153.

21 Natalio R. Botana, El orden consentidor. La política argentina entre 1880 y 1916, Editorial Sudamericana, Bs. As., 1979, pág. 52.

22 Arturo E. Sampay, Las constituciones de la Argentina (1810-1972), Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1975, págs. 58-59, con citas de Alberdi.

23 Esteban Echeverría, Dogma Socialista y otras páginas políticas, Ediciones Estrada, Bs. As., 1956, pág. 174.

24 Natalio R. Botana, op. cit., pág. 218.

25 Domingo F. Sarmiento, «Comentarios de la Constitución Argentina», citado por Arturo E. Sampay, Las constituciones de la Argentina (1810-1972), op. cit., pág. 59.

26 Esteban Echeverría, op. cit., pág. 160.

27 Carlos R. Meló, Los Partidos Políticos Argentinos, Editorial Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, 1970, pág. 14 y ss.

28 Salvador M. Dana Montaño, La participación política y sus garantías, Víctor de Zavalía, lis. As., 1971, págs. 178-179; Sartori, Giovanni, Parties and Party Systems, Cambridge University Press, Estados Unidos, 1976, pág. 25; Huntington, Samuel P., I’olitical Order in Changing Societies, Yale University Press, New Haven, Estados Unidos, 1968, pág. 412-413. Cfr. Alejandra M. Rodríguez Galán de Lagorio, «The failure of party competition and the crisis of democracy in Argentina: Politicai parties 1912-1930», Tesis Doctoral, City University of New York, Estados Unidos, 1990, pág. 18-23, 100 y ss.

29 Se remite sobre el tema a la Introducción.

30 Mario Justo López, Partidos políticos, Ed. Depalma, Bs. As., 1982, cap. X.

31 El gobierno de facto surgido del golpe militar de 1930 procedió a anular las elecciones efectuadas en la provincia de Buenos Aires el 5 de abril de 1931, en las que había triunfado el partido radical. A su vez, el gobierno militar de 1955 disolvió (por decretos-leyes 3855/55 y 4072/56) al partido peronista y al partido socialista (revolución nacional). Por decreto-ley 4258/56 se declaró inhabilitados para desempeñar cargos electivos, empleos en la administración pública o para actuar como dirigentes de partidos políticos, tanto en el orden nacional como provincial o municipal, a quienes hubiesen desempeñado cargos electivos, hubieran sido autoridades (hasta el cargo de subsecretario) del Poder Ejecutivo o del partido peronista (hasta la jerarquía de secretario general de unidad básica). Los efectos de la medida alcanzaron a unas 250.000 personas. Al final del gobierno del presidente Guido, y con miras a las elecciones, se restablecieron las medidas proscriptivas contra el peronismo, derogadas por la ley 14.444. A su vez, el gobierno de facto de 1966 prohibía la existencia misma de los partidos políticos, la realización de actividades en forma pública o manifiesta que constituyesen actos político-partidarios, ordenando la liquidación de sus bienes (leyes 16.894 y 16.910). El gobierno militar de 1976 disolvió 22 partidos y organizaciones políticas, disponiendo también la liquidación de sus bienes (ley 21.325) y otras medidas impeditivas del accionar político. Cfr. Pablo A. Ramella, Derecho Constitucional, op. cit., págs. 446-451.

32 Dictamen preliminar, op. cit., pág. 60, 78-79 y 48. Véase también págs. 212-214, 224-242, 262-265.

33 Dictamen preliminar, pág. 226.

34 Marcelo Arturo Petrino, Partidos políticos. La Ley, 1987-A, pág. 804 y ss., con citas de otros autores.

35 Debía responder esa cláusula de defensa del orden constitucional a los siguientes principios: a) mantenimiento de la vigencia de la Constitución, aun cuando un acto violento o de cualquier naturaleza llegue a interrumpir su observancia; b) inhabilitación perpetua para ocupar cargo o empleo público a quienes hubiesen desempeñado (unciones previstas para las autoridades de esta Constitución durante gobiernos de facto; c) obligación de todo ciudadano de contribuir al restablecimiento de la efectiva videncia del orden constitucional y de las autoridades legítimas; d) nulidad de las disposiciones adoptadas por las autoridades en presencia o a requisición de fuerza armada ii sediciosa; e) vigencia de los fueros, inmunidades y privilegios de las autoridades destituidas,

36 Cfr. Pedro Frías y Antonio M. Hernández, en Las nuevas constituciones provinciales, op. cit., pág. 15, 34-36.

37 Joaquín V. González, Manual de la Constitución Argentina, Estrada Editores, Bs. As., 1897, págs. 535-536.

38 Edward S. Corwin, El Poder Ejecutivo, op. cit., págs. 95-103.

39 Germán Bidart Campos, El Derecho Constitucional del Poder, op. cit., págs. 86- 87 y 109-110.

40 Fallo del 24 de septiembre de 1991 in re «Molinas, Ricardo Francisco c/Poder Ejecutivo Nacional s/Amparo».

41 Cabe señalar que en el derecho comparado se verifican tres modelos básicos para las instituciones de contralor: a) el modelo francés que las incluye en el seno de la Administración (por ejemplo, la Corte de Cuentas y el Consejo de Estado); b) el modelo angloamericano del contralor o Auditor General, que depende del Congreso; c) el modelo italiano (la «Corte del Conti»), con funciones jurisdiccionales similares a los Tribunales de Justicia y total independencia del Poder Administrador y del Poder Legislativo. Luis Pérez Colman, «Ley de Contabilidad, junio de 1990. Régimen de la Administración Pública», pág. 211 y ss.

42 Luis Cordeiro Pinto, en Las Nuevas constituciones provinciales, op. cit., págs. 154-162.

43 Respecto del tema del B.C.R.A. puede analizarse el artículo de Santiago Ahornare, «El Banco Central y la reforma constitucional», La Prensa, 26-1-94.

44 Lino Palacio, Derecho Procesal Civil, Tomo II, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1969, cap. XIV, pág. 587.

45 Id. págs. 587-590.

46 Lino Palacio (op. cit. págs. 591-595) identifica en la primera tesitura a Jofré y Alsina, mientras que en la segunda, a la que adscribe personalmente, coloca a Podetti. Luego examina la situación en Francia, España, Inglaterra, Estados Unidos y en la Unión Soviética (págs. 598-604).

47 Fernando R. García Pullés, Representación del Estado en juicio, Ed. La Ley, Bs. As., 1993, pág. 14 y ss.

48 Miguel Angel Ekmekdjian. Tratado de Derecho Constitucional, Tomo I, Ed. De¬palma, Bs. As., 1993, pág. 27.

49 Mensaje 2367, del 17 de noviembre de 1993.

50 Jorge Vanossi, La Reforma de la Constitución, op. cit., pág. 153.

51 Anexo documental, VII.

52 Alberto Zarza Mensaque, en Las constituciones provinciales, op. cit., págs. 113- 119.

53 Pablo A. Ramella, Derecho Constitucional, op. cit., págs. 665-666. La Cámara de Diputados entendió en 1915, a raíz de las obras del embalse en el Río Tercero, que

«es facultad suya inherente a su carácter representativo y necesaria para el desempeño de sus funciones la designación de comisiones investigadoras en su seno, para fines de iniciativa parlamentaria, de reforma de la legislación o de la responsabilidad de los funcionarios públicos». Más adelante, la misma Cámara dispuso investigar las actividades «antiargentinas» (1941) resolviendo delegar en la Comisión designada al efecto las facultades de investigación y especialmente para requerir el auxilio de la fuerza pública, allanar domicilios y correspondencia, practicar secuestros y detener personas, ello entró en conflicto con el Poder Ejecutivo que se negó a prestar el auxilio de la fuerza pública. Otras investigaciones fueron realizadas por el Senado (por ejemplo, compra de terrenos en El Palomar destinados al Ejército), y en oportunidades han sido practicadas por comisiones bicamerales. Existiendo numerosos antecedentes en la materia, Ramella no se explica que la Convención Constituyente de 1949 no considerara el tratamiento de normas precisas relativas a las facultades de investigación de las Cámaras.

54 Carlos M. Bidegain, El Congreso de los Estados Unidos de América, Ed. Depalma, Bs. As., 1950, págs. 159-61. Las facultades del Congreso como poder implícito también son derivados del artículo I, Sección I de la Constitución de Estados Unidos, al expresar que todas las facultades legislativas que la Constitución concede se depositan en un Congreso de los Estados Unidos (conf. Congressional Quaterly’s Guide to Congress, Third Edition, pág. 161).

55 Segundo Linares Quintana, Tratado de la ciencia del Derecho Constitucional, Ed. Alfa, 1962, T. 8, pág. 405.

56 Bidegain, op. cit., págs. 166-167. Cfr. también American Jurisprudence, Second Edition, vol. 77, págs. 35-36. C. Hermán Pritchet, La Constitución Americana, op. cit., págs. 264-269; Bidart Campos, Derecho Constitucional del Poder, op. cit., pág. 291.

57 Carlos Sánchez Viamonte, Manual de Derecho Constitucional, pág. 276; Rafael Bielsa, Derecho Constitucional, Ed. Depalma, Bs. As., 3a ed. 1959, pág. 551.

58 Pablo A. Ramella, Derecho Constitucional, op. cit., págs. 666-668. Se pronuncia a favor de regular constitucionalmente las facultades de investigación de las Cámaras, Jorge Vanossi, La reforma constitucional, op. cit., pág. 146.

59 Informes escritos decididos por resolución de las Cámaras, por voto de la mayoría: Constituciones de Buenos Aires, Catamarca, Córdoba, Corrientes, Mendoza, Misiones, Neuquén, Salta, San Juan, Santiago del Estero, Tucumán. Por el voto de una minoría: Chubut, Entre Ríos y Río Negro. Facultando a las comisiones parlamentarias para disponer y ejecutar el requerimiento, Chaco y Salta.

60 Alberto Zarza Mensaque, «Poder Legislativo», en Las nuevas constituciones provinciales, pág. 90.

61 Pablo A. Ramella, Derecho Constitucional, op. cit., pág. 664.

62 Biscaretti di Ruffia, Derecho Constitucional, op. cit., págs. 393-394.

63 Miguel M. Padilla, «Aprobación de leyes por las comisiones permanentes del Congreso», El Derecho, 13-10-82).

64 Miguel M. Padilla, op. cit., págs. 863-865. En el mismo sentido Miguel A. Ek- mekdjian, La Ley, 1985-E, págs. 597-599.

65 Sobre todo el tratamiento de las leyes en «conferencia», véase Carlos María Bidegain, El Congreso de los Estados Unidos, op. cit., págs. 626-632.

66 Dictamen preliminar, op. cit., págs. 57-59.

67 Anexo documental, VI.

68 Jorge Vanossi, La reforma constitucional, op. cit., págs. 146-147.

69 Punto I, 9.5.

70 Alberto Zarza Mensaque, «Poder Legislativo», en Las nuevas constituciones provinciales, op. cit., págs. 100-108.

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