Reflexiones acerca de una futura reforma de la Constitución
Publicado en Revista de Derecho público y Teoría del Estado, n° 1, agosto 1986.
I. EL LANZAMIENTO DE LA IDEA
El actual gobierno nacional ha comenzado a promover, si bien de modo cauteloso, la temática de una futura reforma de la Constitución.
No parece casual que el debate se iniciara a partir de manifestaciones provenientes de políticos del partido gubernamental, varios de ellos especialmente allegados al Presidente Alfonsín, que tendieron a explorar las posibilidades de modificar nuestra ley fundamental con vistas a permitir la reelección presidencial.[1]
Es que la crisis estructural que aqueja desde hace mucho tiempo a nuestro sistema constitucional (que será abordada en el curso de este trabajo) lleva a concebir el período que estamos viviendo como un régimen de transición hacia nuevos contenidos que todavía no están delineados con precisión.[2] La presente debilidad de nuestras instituciones, fruto de aquella crisis, robustece la larga tradición personalista y tiende a fundar precisamente la estabilidad del sistema en la permanencia de la figura que dirige el aludido proceso de transición.
Resulta mérito del Presidente el haber desvinculado el tratamiento de la futura reforma de la Constitución de la problemática de la reelección presidencial, al anunciar su intención de no postularse como candidato para la misma.[3] Ello debería permitir centrar el análisis de la reforma en los temas estructurales y de fondo, con exclusión de los relativos a las contingencias políticas.
II. ETAPAS A RECORRER
Según parece, la propuesta recorrerá un camino compuesto de no menos de tres instancias. Una primera habrá de cumplirse en el propio ámbito del Ejecutivo, que se inició al girarse a la consulta del Consejo para la Consolidación de la Democracia. Luego se verá si intervienen también en el mismo ámbito los distintos Ministerios, correlativamente al tipo de materias involucradas en la reforma, o si la totalidad de su tramitación queda en manos de aquel Consejo. Por otra parte, se desconoce la participación que habrá de tomar el partido de gobierno en el desarrollo de la iniciativa, si se expedirá en forma orgánica y autónoma sobre el contenido que se asigne a la reforma o si simplemente adherirá a las conclusiones a que arribe el Presidente.
Una segunda instancia estará dada por el trámite parlamentario, que supone el recorrido de las Cámaras por separado con la obtención de una mayoría de las dos terceras partes de los miembros de cada una de ellas (sin adentrarnos aquí en la famosa polémica que sirvió para anular a la Reforma de 1949 acerca de si tal porcentaje es computable sobre los miembros totales o presentes). Aún cuando existen ya proyectos presentados para que el Congreso tome pronta intervención en el tema (y debe repararse en la existencia de un proyecto de Diputados pertenecientes a la principal fuerza de la oposición —el justicialismo renovador— favorable a impulsar una reforma total de la Constitución) no parece concebible que pueda avanzarse mucho hasta tanto el Ejecutivo no fije su tesitura. La etapa legislativa servirá para que las fuerzas de oposición adelanten la política que adoptarán respecto de la reforma: si se pronunciarán por la negativa o la afirmativa y, en este último caso, si lo harán por una reforma parcial o total de la Constitución, así como respecto de sus posibles contenidos.
Finalmente, la tercera etapa consistirá en la elección, reunión y deliberaciones de la Convención Constituyente que sea designada al efecto. Voceros del partido gubernamental anticiparon una opinión favorable a que los representantes de dicha Convención sean elegidos en forma simultánea con la elección del año 1987 para gobernadores y renovación parcial de legislaturas provinciales, autoridades municipales, y de la Cámara de Diputados de la Nación. De concretarse la elección de constituyentes en tal momento, ofrecería una indudable ventaja práctica para el partido de gobierno puesto que los comicios de carácter provincial y municipal quedarían subsumidos en una temática más amplia, situación que facilitaría al Presidente jugar un rol más activo respecto de tales comicios.
Parece, sin embargo, particularmente objetable la idea de realizar las elecciones de constituyentes en forma simultánea con comicios de aquel carácter, puesto que el pueblo sería a la vez demandado a prestar atención a propuestas de muy largo plazo vinculadas con la confección de un Proyecto Nacional, como es de la naturaleza de las reformas de la Constitución (particularmente si se convoca al tratamiento de una reforma total), conjuntamente con tener que decidir sobre los temas contingentes de orden provincial y municipal implicados en la elección de autoridades para estos órdenes.
En efecto, si bien el debate propiamente dicho acerca del contenido de la futura reforma se producirá en el seno de la Convención Constituyente que sea elegida a tal efecto, el momento en que serán controvertidas las distintas tesituras y sometidas al pronunciamiento popular habrá de ser el acto comicial en donde se elijan los representantes a dicha Convención. En esa oportunidad se confrontarán las ideas sobre el futuro de largo plazo de la Nación. No resulta conveniente que una controversia de tal magnitud sea asumida mientras se atiende también a las peculiaridades de la administración de las provincias y municipios.
III. LOS PRINCIPALES INTERROGANTES
El lanzamiento de la idea de la reforma constitucional plantea varios interrogantes cuya respuesta definirá las respectivas posiciones de las fuerzas políticas.
El primero atañe a si es conveniente o necesaria la reforma de la Constitución.
Respondido por la afirmativa, correspondería luego averiguar si la reforma habrá de ser parcial o total.
En realidad, aún cuando se postule una reforma total de la Constitución su sentido no puede ser otro que aludir a una modificación profunda del proyecto o modelo básico que preside a aquella. Porque lo cierto es (y la Constitución de 1949 resultó una prueba de ello) que aún cuando se presente un cambio como reforma total, subsisten una gran parte o la mayoría de las instituciones y preceptos obrantes en el texto antiguo. Cuando se habla de una reforma total se alude corrientemente a una renovación en el «espíritu» de la ley suprema, esto es, presupone la existencia de una «unidad de sentido'» en dicha ley que será alcanzada por un proceso de transformación que buscará la adopción de nuevas directrices para el futuro.
La anterior precisión semántica impone encarar la tarea de reforma deslindando los contenidos permanentes de la Constitución, que se reconozcan tomo vigentes y válidos, de aquellos otros que se presenten como transitorios, superados por el devenir histórico y cuya permanencia obstaculiza el desarrollo del país en el tiempo. Ello implica examinar con sentido crítico los distintos aspectos del régimen político, económico, social, cultural y religioso, a fin de reconocer los puntos a modificar.
La tarea de reforma habrá de estar condicionada por la apreciación que se tenga acerca de la profundidad de la crisis del sistema constitucional y sobre la validez del proyecto originario para seguir rigiendo el proceso futuro. Si se piensa que aquella crisis no es importante o simplemente obedeció a razones políticas coyunturales y, por lo tanto, que el proyecto originario al que responde la Constitución mantiene su vigencia, entonces se postulará un «ajuste» en el sistema; la reforma tendrá un carácter «parcial» y eminentemente técnico. Si, por el contrario, se sostiene que la crisis es profunda y estructural, que debe cambiarse el Proyecto originario por uno nuevo más adaptado a las circunstancias actuales del mundo y de la Nación, se propondrá una reforma «total», de naturaleza predominantemente política.
Consideración aparte merece el tratamiento de la «oportunidad» de la reforma. Puede reconocerse la necesidad de la reforma aún cuando se sostenga que el momento elegido no es el más oportuno para ello. Esta es, en síntesis, la opinión sustentada por el Dr. Italo A. Luder, quien aporta razones para señalar tal inconveniencia pese a reconocer que por responder nuestra Constitución de 1853-60 a las teorías y doctrinas vigentes en la primera mitad del siglo XIX, «es preciso adecuarla a un pensamiento político a la altura de los tiempos y a las necesidades funcionales del Estado actual».[4]
Las reflexiones que se vierten más adelante, en los apartados X y XI de este trabajo, sobre la metodología que debería seguirse para la reforma y los acuerdos básicos preconizados como sustento de ella, están enderezados a superar los atendibles cuestionamientos levantados por el Dr. Luder en función de aspectos concretos de nuestra coyuntura política.
IV. PRESUPUESTOS TEÓRICOS
Nos encontramos ya en el punto en que, para comenzar a aproximar respuestas a los interrogantes planteados conviene averiguar acerca de las causas o motivos que pueden o no hacer conveniente o necesaria una reforma constitucional y, de practicarse, los alcances que ella tendrá.
Al encarar el análisis surge, empero, todavía un paso previo. La averiguación de las causas supone la utilización de un conjunto de conceptos que si no se esclarecen debidamente sus significados puede dificultarse la precisión del debate.
Es el caso, en especial, del propio concepto de «Constitución», que reconoce una pluralidad de acepciones.[5] Muchas de ellas responden a distintas abstracciones de una realidad global que, por otra parte, no son autónomas en sí mismas sino que se interrelacionan y juegan entre sí.
De los significados posibles, Sampay destaca la oposición de los conceptos «constitución real» y «constitución jurídica».[6] Su diferenciación proviene de aislar analíticamente el campo del «deber ser», es decir, el mundo de lo normativo, respecto del ámbito del «ser», en el que fluyen los comportamientos humanos.
De las dos nociones, la más antigua puesto que fue conocida ya en el mundo griego, es la «constitución real» que, para Hermán Heller,[7] consiste en la «normalidad» de la conducta regulada extrajurídicamente por la costumbre, la moral, la religión, la urbanidad, la moda, etc. Sobre esta infraestructura de normalidad se alzará luego la «constitución jurídica» en la que desempeña un papel fundamental la función directiva y preceptiva del hombre.
El concepto de «constitución real» ha tenido dos manifestaciones principales que podrían considerarse otros tantos subconceptos. El primero de ellos consiste en definir la Constitución en sentido «histórico tradicional», según el cual ella no resulta de un acto único y total sino que su estructura es el fruto de una lenta transformación histórica y, por ende, es consecuencia de actos parciales, reflejos de situaciones concretas y de usos y costumbres cuya fecha de nacimiento es imprecisa. El segundo es el «sociológico» para el cual la Constitución no es tanto producto del pasado sino de situaciones y estructuras sociales del presente que se identifican principalmente con relaciones económicas.[8]
Pese a que estas dos concepciones pueden llevar a fundar posiciones políticas diametralmente diferentes,[9] ambas mantienen en común el vincular el concepto de Constitución con la existencia de estructuras sociales[10] que determinan o, al menos condicionan grandemente; el carácter de la Constitución jurídica.
Pero las relaciones humanas que se organizan bajo la forma de estructuras sociales al punto que muchas veces conforman un «orden social» lo hacen en virtud de la acción del poder. El poder es el elemento fundamental en la organización de este orden. Por ello, la «constitución real” puede también definirse en un sentido más restringido como la estructura del poder social vigente en una comunidad en un momento determinado; estructura que, valga la aclaración, es esencialmente dinámica y se halla en perpetuo devenir. En este sentido, ha podido considerarse que todas las entidades políticas que se manifestaron históricamente han tenido una «Constitución».
En cambio, el concepto de «constitución jurídica» ha surgido en un pasado relativamente reciente,[11] en tanto se lo utiliza para denotar el instrumento único que pretende regular el total de la actividad del Estado. «En un documento semejante no podrían figurar todos los preceptos jurídicos de la organización estatal sino sólo algunos fundamentales y supremos acerca de la estructura básica del Estado, respecto a los cuales todas las demás normas jurídicas deben tener tan sólo una importancia subordinada y jurídicamente derivada».[12] Esta concepción ha sido definida como «racional normativa», no sólo porque respondió históricamente a las ideas de la ilustración, sino porque reivindica a la Constitución como creadora del orden político. «Precisamente, en el hecho de que la Constitución política se vea influida de manera conciente y según un plan por una creación autoritaria de normas, en este intento de una normalización general para el territorio por medio de una normalización central radica la esencia del estado moderno».[13]
En la constitución jurídica se precisan por una parte los fines generales y concretos que persigue el Estado y, por la otra, el sistema de organización del poder institucional más adecuado para la obtención de los fines propuestos. Esta distinción permite luego establecer una tipología de las constituciones, tomando en cuenta que para cada exposición de fines del Estado corresponde una organización particular del poder que se presenta como la más eficiente para conseguirlos.[14]
La Constitución aparece aquí como la cúspide de una pirámide jurídica que dispone los órganos del Estado y los procedimientos de creación de las normas inferiores. Es en estas últimas en donde aparecen las sanciones (propias de la normatividad jurídica) que habrán de garantizar el cumplimiento de los fines de la Constitución.[15] El conjunto de normas contenidas en la ley suprema y los preceptos inferiores obrantes en el resto del ordenamiento jurídico, pueden ser denominados como «sistema constitucional». Muchas veces, cuando se habla de «constitución jurídica» se lo hace en esta última acepción.[16]
Lo expresado hasta aquí permite distinguir entre cuatro conceptos de constitución que serán utilizados en el transcurso de este trabajo. Un concepto amplio de «constitución real» que define a ésta como la estructura global existente en una sociedad en un momento dado; y uno restringido en virtud del cual se hace referencia sólo a la organización del poder social para ese momento. Correlativamente, una acepción amplia de «constitución jurídica» que involucra al sistema normativo total de un listado; y otra más estricta que la define como conjunto de normas fundamentales o destacadas, ya sea que se encuentren contenidas en un texto o código único o que lo estén en un conjunto de leyes supremas de igual grado.
V. RELACIONES ENTRE LA «CONSTITUCIÓN REAL» Y LA «CONSTITUCIÓN JURÍDICA»
Se ha señalado en el apartado anterior que los distintos conceptos de constitución responden a diferentes abstracciones de una misma realidad global, aún cuando algunos de ellos se presentan en el campo del «deber ser», de lo normativo, y otros en el ámbito del «ser», de la realidad propiamente dicha. Por lo tanto, existe entre tales conceptos una permanente interrelación,[17] cuyo estudio permite clarificar las alternativas por las que se desenvuelve un proceso constitucional.
Esta interrelación es verificable durante las tres fases por la que puede pasar una «constitución jurídica» o el sistema normativo fundado en ella, a saber: 1) la etapa de origen de esa constitución; 2) el proceso de consolidación y despliegue de un sistema constitucional; 3) la crisis del mismo y la tarea de su reforma. Aún cuando estas tres etapas son susceptibles de ser analizadas desde un enfoque estrictamente teórico parece más conveniente vincularlas con los rasgos más salientes de nuestra historia constitucional, desde el dictado de la Constitución de 1853-60 hasta el momento actual, a fin de aportar elementos para comprender la profundidad de la crisis de nuestro sistema.
En la etapa previa a la sanción de una constitución jurídica se registra una fuerte influencia de la constitución real previa, entendida como estructura global de la sociedad. El dictado de aquella se produce casi siempre por la acción de un segmento del poder social que conduce a la Nación, que busca consolidarse perfeccionando la organización normativa del Estado.[18]
El grado de adecuación que medie entre la constitución jurídica, que contiene siempre un plan para el futuro[19] según se ha visto, y la Constitución real previa define ciertas situaciones.
En primer término, si no existe un mínimum de adecuación a esa constitución real previa, es decir, si una parte del poder social busca imponer un programa constitucional resistido por muy amplios sectores de la sociedad, entonces la constitución jurídica puede no llegar siquiera a entrar en vigencia. Fue lo que sucedió en nuestros antecedentes históricos, en donde un conjunto de proyectos constitucionales no pudieron ser sancionados (v.g. en la Asamblea del año XIII), o el caso de las Constituciones unitarias de 1819 y 1826 que no se aplicaron en la práctica porque sectores mayoritarios de la estructura social preexistentes resistieron con éxito el programa que ellas contenían.
En el otro extremo de la adecuación, es decir cuando existe un grado máximo, puede considerarse a una Constitución jurídica como «conservadora» cuando simplemente busca legitimar a la estructura social previa, sirviendo para consolidarla y para dificultar los procesos de cambio.[20]
VI. EN EL ORIGEN DE LA CONSTITUCIÓN DE 1853-60
El proceso constitucional dirigido en nuestro medio por el Gral. Urquiza supo encontrarse a salvo de ambos extremos, permitiendo la implementación de un Programa de profunda transformación social a partir de un adecuado consenso de la estructura social preexistente. El Acuerdo de San Nicolás representa la conformidad de los máximos exponentes del poder social de la época, los gobernadores-caudillos de las Provincias, con el dictado de una Constitución de carácter federal que, salvo muy pocas precisiones, tendría las características que quisieran otorgarle los convencionales constituyentes.[21]
Si la Constitución de 1853 partía del asesoramiento prestado por los sectores sociales que conformaban el poder social, que sin embargo no fue total puesto que no pudo evitarse la fractura de la Provincia de Buenos Aires y que ésta se alejara del proceso constitucional hasta su retorno luego de Cepeda, el programa que ella contenía tendió sin duda a superar a la constitución real anterior, modificándola profundamente.[22]
El punto de arranque de esta profunda modificación consistió en la recepción del derecho norteamericano como Constitución modelo. La decisión de seguir los lineamientos de la ley fundamental de Estados Unidos no estuvo exclusivamente basado en el hecho de que ésta implementaba un estado federal, porque había otros estados del mismo carácter en Europa (como la Confederación Helvética).[23] El motivo principal fue que conjuntamente con las instituciones norteamericanas se recepcionaba un programa de transformación económica, social y cultural que permitía a países entonces periféricos al centro del mundo, que era la Europa de la revolución industrial, recorrer las sucesivas etapas de cambio que habían seguido las principales naciones de ese continente desde que se iniciara la revolución comercial en las postrimerías de la Edad Media hasta alcanzar el estadio industrial.
Fueron los hombres de la generación de 1837, y especialmente a Alberdi, a quienes cupo la tarea de adaptar el modelo norteamericano a las peculiaridades de nuestro medio.[24] Esa tarea fue en parte modificada por Sarmiento que, desde la Legislatura de Buenos Aires, inspiró las reformas introducidas en 1860 al producirse la incorporación de esa Provincia al Estado Nacional que, en lo substancial, pretendían seguir más de cerca a las instituciones estadounidenses.[25]
La Constitución de 1853-60 se presenta entonces, respecto a la constitución real previa del país, como un plan o programa de cambio social evolutivo, que procuraba insertar a la Argentina en el sistema mundial vigente a ese momento propendiendo un proceso de europeización acelerado que se sintetizaba en la bandera de «la lucha contra el desierto».
VII. DESARROLLO Y CRISIS DE NUESTRO SISTEMA CONSTITUCIONAL
El período de consolidación primero y de despliegue después del Proyecto contenido en la Constitución de 1853, que es la segunda etapa a considerar, se extiende hasta 1930.
En este período, los aspectos principales de ese Proyecto, que será analizado más adelante, bajan progresivamente mediante la acción de los poderes constituidos al resto de la legislación ordinaria del Estado fundando un sistema constitucional. Ello había sido clara intención de los constituyentes como lo revela el tenor del art. 24 de la Constitución al imponer al Congreso Nacional el promover la reforma de la legislación existente a la época de su sanción, en todos sus ramos, mandato que fue efectivamente cumplido por las generaciones posteriores.
Pero no sólo el Programa de la Constitución fue bajado al sistema normativo en su conjunto, sino que la acción del poder institucionalizado por aquella fue conformando una nueva constitución real del país a su imagen y semejanza». En esta función de crear una nueva organización social no sólo tuvieron especial relevancia las relaciones y estructuras económicas que se fueron estableciendo sino también fue primordial del papel que le cupo a la educación. Así, mientras la inmigración fluía al país de modo inagotable, una enseñanza primaria constituida en la base de una educación masiva permitió fundar un sistema de ideas y creencias sociales en consonancia con los principios de la Constitución.
Una de las notas características de la referida adecuación de la constitución real al sistema normativo consistió en la estabilidad de éste. Durante setenta años (1860-1930) ninguna revolución fue lo suficientemente triunfante pomo para interrumpir la sucesión de gobiernos con arreglo a los preceptos fijados en la Constitución.
En ese lapso también se operaron ajustes en el funcionamiento del sistema constitucional para aproximarlo a los cambios que se fueron sucediendo en la estructura social.
Dicho proceso de ajuste se vio facilitado por el carácter “elástico» de las constituciones escritas (particularmente notorio en la nuestra de 1853), que -como lo señalara con toda precisión Sampay- posibilita que aquellas se vayan «adecuando a las transformaciones que en calidad y cantidad experimentan las relaciones sociales porque el núcleo de sentido, la idea de justicia consagrada, ante los estímulos que recibe de los nuevos contextos situacionales, también extendiendo e intensificando su comprensión. Lo cual permite que la constitución jurídica, en presencia de una nueva realidad social, en vez de trocarse en una mera «Constitución nominal» o «Constitución semántica» devenga una «Constitución viviente».[26]
La Constitución de 1853-60 no contenía preceptos en ciertas materias que podrían considerarse esenciales para el funcionamiento de los poderes instituidos por ella. Así, no existían disposiciones relativas los sistemas electorales a aplicar, a las características del sufragio, al régimen de los partidos políticos, ni a la adquisición de la ciudadanía (que permite definir quiénes son los habilitados para elegir a las autoridades o ser electos como tales).
En estas condiciones puede afirmarse que si durante el primer medio siglo de vigencia de la Constitución 1853-60 la representación política fue limitada a la sola participación de ciertos sectores calificados económica o profesionalmente, ello fue consecuencia de normas obrantes en el sistema constitucional que calificaron al sufragio o de prácticas inherentes a su funcionamiento (como el fraude electoral) y no tanto por preceptos obrantes en la propia Constitución (como excepción podríamos citar las exigencias de sus arts. 47 y 76 de poseer ciertas rentas anuales —que supone la posesión de bienes que las produzcan— para poder ser elegido Presidente, Vicepresidente o Senador de la Nación).
Es por esta circunstancia que pudo afrontarse en las primeras décadas de este siglo un cambio de la mayor importancia en las bases de la representación política, como el introducido por la ley electoral conocida bajo el nombre de su inspirador Sáenz Peña, que abrió la participación a nuevos sectores sociales y principalmente a los descendientes de inmigrantes, sin producir una reforma de la Constitución.
El sistema constitucional que rigió el país desde ese momento y hasta 1930 no fue ya el mismo en cuanto la reforma electoral introdujo a dicho sistema las formas y procedimientos de la democracia política, concepto este último que se encontraba implícito en la Constitución de 1853-60 al reconocerse el principio de la soberanía del pueblo. Puede decirse, entonces, que la ley Sáenz Peña vino a desarrollar virtualidades del proyecto originario, integrando de modo progresista cambios adecuados a los acaecidos en la constitución real, sin modificar la letra de la Constitución.
Pero, el nuevo sistema constitucional operante a partir de la recordada ley electoral no se vio correlativamente perfeccionado por cambios que debieron introducirse en la organización económica del Estado (también llamada su «constitución económica»). En este sentido, el plan originario en esa materia había sido desarrollado con éxito, por las generaciones posteriores al dictado de la Constitución, en sus dos primeras etapas, toda vez que se alcanzó a producir del modo propuesto una revolución agropecuaria y otra comercial.[27] Estas se fueron desenvolviendo en forma casi simultánea mediante una acción recíproca, y a su consumo el país quedó incorporado al sistema económico mundial en el lote de países más avanzados. En cambio, no se obtuvo un éxito similar respecto a incorporar el proceso de la revolución industrial[28] pese a que muchos autores consideraron cumplidas las etapas previas al despegue económico ya en la segunda década de este siglo.[29]
Al no complementarse la reforma política con las consiguientes transformaciones de la estructura económica, recorriendo de este modo nuestra Nación rumbos diferentes de los que seguía su modelo norteamericano,[30] se produjo una situación que luego de un tiempo produjo la crisis del sistema. Mientras las condiciones de la economía Internacional (especialmente la europea y en particular la inglesa) fueron favorables para el país, y los enormes excedentes generados por el sistema agro-exportador bastaron, sin alterar su estructura, para mejorar las condiciones de vida de los nuevos sectores de la población que se incorporaron al juego político con la ley Sáenz Peña, pudo obtenerse un nuevo equilibrio en la constitución real del país que permitió el mantenimiento de la estabilidad constitucional.[31]
Cuando, por el contrario, las condiciones económicas se tornaron particularmente difíciles por la quiebra del sistema económico internacional y se generalizó la crisis y la recesión, también entró simultáneamente en crisis nuestro sistema constitucional.[32]
VIII. EL PROCESO DE DESCONSTITUCIONALIZACION
El golpe de estado de 1930 interrumpió el extenso período de estabilidad constitucional que, como ya se dijo, había durado setenta años. Fue el comienzo, por su parte, de una larga época de más de medio siglo (la tercera de las fases por las que puede pasar una constitución jurídica) cuya nota predominante fue precisamente el signo contrario: la inestabilidad del sistema.
El propósito de este golpe de estado fue hacer coherente la acción de gobierno con la defensa de los intereses de los sectores dominantes de la sociedad, en un momento en que la profundidad de la crisis internacional amenazaba la propia subsistencia de la estructura establecida.
La llamada «revolución del 30» contempló dos alternativas de reorganización del sistema institucional[33] que contenían en sí mismas el germen de las que se desenvolverían durante buena parte del medio siglo siguiente.
La primera de ellas, encarnada en la figura del general Uriburu, cuestionó los mismos fundamentos de la Constitución de 1853 al negar el principio de la soberanía del pueblo, postulando una reforma del régimen político para adecuarlo a una representación de tipo corporativo en consonancia con los procesos de tal carácter que se daban en Europa. En todo caso, de no ser ello posible, se sustentaba al menos la superioridad de un régimen de naturaleza militar respecto de un gobierno civil y político, iniciando una tendencia histórica que reapareció reiteradamente en el período en análisis y que reivindicó el ejercicio del gobierno para las tuerzas armadas.
La segunda, que salió triunfante en aquel momento, visualizada en la persona de Justo, postuló el retorno a un régimen de representación política limitada o restringida dentro del marco de la Constitución de 1853. Para ello inauguró la práctica de las proscripciones electorales, con la prohibición al radicalismo de concurrir a los actos comiciales. Bajo procedimientos nuevos, el sistema constitucional regresó a la situación en que se encontraba el aludido régimen de representación política antes de las reformas introducidas por la ley Sáenz Peña. Desde este punto de vista, puede sostenerse que la solución constitucional en la que desembocó el golpe de estado en el año 1932, fue «reaccionaria» con el alcance explicitado en la nota 20.[34]
Ambas alternativas tuvieron continuos seguidores e inspiraron similares soluciones (que no siempre se dieron en la práctica) en los golpes de estado de 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976.[35]
La primera de las tendencias, que fue a la postre la que predomino con los golpes de estado, fundamentó ideológicamente los regímenes militares de 1966 y 1976 —que muchas veces contaron con añoranzas corporativas— caracterizados por asumir formalmente facultades constituyentes expresas por el simple ejercicio de fuerza y no por vía de aplicación del principio de la soberanía del pueblo, sujeto y destinatario del poder constituyente.[36] En virtud de tales facultades se sancionaron los estatutos constitucionales de esos años, prosiguiendo el camino iniciado en 1955 al anularse por un decreto del gobierno de facto la Constitución de 1949, ponerse nuevamente en vigencia la Constitución de 1853-60 y convocarse posteriormente a una Convención Constituyente. También con idéntico fundamento se sancionó la reforma de 1972 que luego caducó por aplicación de sus propias disposiciones.
La segunda tendencia conceptual, que se ha caracterizado como un régimen de representación política limitada en el marco de la Constitución de 1853-60, rigió durante el período 1932-1943 con proscripción del radicalismo y entre 1958-62 y 1963-66 con proscripción del peronismo. Quiere decir que, desde 1930 en adelante, sólo durante el lapso comprendido entre 1945-1955 y el que comienza en 1983 el sistema constitucional se desenvolvió con los contenidos de representación política logrados con la ley Sáenz Peña.
El cuestionamiento del principio de la soberanía del pueblo, que constituye el fundamento último del sistema de legitimidad política establecido en la Constitución de 1853-60,[37] fue la nota más característica del proceso de desconstitucionalización[38] operado en el último medio siglo, pero no la única.
En efecto, otros elementos que prueban la profundidad de dicho proceso son los siguientes: 1°) la extensión de las facultades asumidas por los gobiernos de facto (que fueron aumentando continuamente desde los poderes limitados ejercidos en 1930 hasta abarcar las inmensas atribuciones que cubrieron todos los rincones de la actividad del Estado en 1976); 2?) el crecimiento en el tiempo de duración de los gobiernos de facto con relación a los gobiernos de base civil; 3°) el funcionamiento habitual del sistema constitucional, bajo el régimen de emergencia del estado de sitio, aún bajo presidencias civiles, que permite afirmar que una institución de excepción se transformó en regla; 4°) el progresivo desconocimiento de los derechos y garantías individuales, que llegó a su expresión máxima cuando se articuló un sistema de hecho y de derecho paralelo a la organización jurídica del Estado; 5°) la actividad constantemente incrementada de los factores de poder y grupos de presión que fueron desbordando la dirección y arbitraje sobre los mismos que le compete al poder institucionalizado, al punto de colocar al país en los bordes de una anarquía social y caos generalizado.
IX. NECESIDAD DE UNA REFORMA TOTAL DE LA CONSTITUCIÓN
La extensión de la crisis que aquejó al sistema constitucional de 1853-60 y al Proyecto que lo presidía luego de la quiebra del orden mundial al que se hallaba asociado, según se ha visto, y la derrota del programa alternativo, encarnado en la Constitución de 1949, con el cual se lo intentó modernizar, llevan a la convicción de que es necesaria una reforma total de aquel sistema.
La experiencia sucedida en la primera etapa de gobierno del radicalismo, que concluyó con la caída del Presidente Yrigoyen en 1930, es suficientemente ilustrativa de que los cambios introducidos en el régimen electoral y de partidos luego de dictarse la ley Sáenz Peña, que propugnaron la democratización del sistema constitucional, no bastaron para asegurar su ulterior estabilidad al no ser seguidos por correlativos cambios en el régimen económico y social de la Constitución.
Es así como la incorporación de los entonces sectores ‘nuevos» de las décadas del ’20 y del ’30 (las llamadas «clases medias» compuestas por los descendientes de inmigrantes y de nativos antes excluidos de la participación en el poder) contribuyó a generar una crisis en el sistema tradicional que, en circunstancias internacionales diferentes y adversas, éste no pudo superar.[39]
Sobre esta situación estructural todavía irresuelta bajo el sistema tradicional, se agregó luego la aparición de las clases trabajadoras durante los gobiernos presididos por el general Perón que reclamaron y obtuvieron una más justa participación en el régimen político, a la vez que postulaban modificaciones substanciales en las políticas económicas que permitieran a sus integrantes desarrollar sus potencialidades humanas y alcanzar la debida dignidad social.
La suma de estos factores puede ser sintetizada diciendo que la Constitución de 1853-60 y el sistema constitucional fundado en ella (con la democratización introducida a partir de la ley Sáenz Peña), que en su conjunto constituyen la «constitución jurídica» (en sentido restringido y amplio), revelan un desajuste de tal magnitud con la «constitución real» existente y con las condiciones mundiales actuales que le sirven demarco, que sólo puede ser resuelto por una modificación substancial del régimen normativo que esté representada por una reforma total de la Constitución.
X. METODOLOGÍA PARA UNA REFORMA TOTAL DE LA CONSTITUCIÓN
Planteadas así las cosas, el interrogante siguiente alano a cuál habrá de ser la metodología más adecuada para encarar una reforma total de la Constitución.
Esta metodología deberá desenvolverse fundamentalmente en dos planos distintos: uno de carácter intelectivo o ideológico, el otro de naturaleza política.
Puede afirmarse que una Constitución debe ser primero pensada antes que se traduzca en decisiones y actos políticos y, luego, en normas aplicables en la práctica. Ese pensamiento debe estar dirigido a determinar las características del Programa que inspire a la reforma, así como de los instrumentos institucionales más adecuados para llevarlo a los hechos.
Pero el pensamiento enderezado a una política constitucional no puede elaborarse en un marco abstracto sino que, por el contrario, se asienta en el conocimiento de la realidad presente, de las experiencias obtenidas del pasado y en las proyecciones que puedan formularse acerca del porvenir. En esa tarea, un conjunto de ciencias sociales habrán de proporcionar elementos para el análisis.
Así, el conocimiento de la realidad presente supone por una parte echar una mirada global a lo que sucede en el mundo y en la región a la que pertenecemos y este panorama lo ofrecen la Geopolítica, la Geografía Económica, la Política Internacional, entre otras disciplinas. También importa conocer cuál es la estructura social vigente en el país, objeto de los estudios sociológicos, y la organización del poder que la preside, materia de la Ciencia Política.
La evaluación de las experiencias que proporcionan el pasado le corresponde a la Historia y, dada la finalidad de los conocimientos buscados, particularmente a la Historia Constitucional. Más complejo es el carácter de los estudios prospectivos: éstos no contribuyen a formar meras hipótesis de futuro puesto que siempre es posible detectar grandes tendencias que, viniendo del pasado, actúan en el presente y habrán de prolongarse en el tiempo venidero. Pese a ser los acontecimientos inciertos, y muchas veces arbitrarios, como corresponde a las acciones producidas por seres libres, la presencia de aquellas grandes tendencias históricas y de estructuras sociales permite formular juicios de probabilidad respecto del futuro.
Finalmente, los datos y elementos que proporcionen las disciplinas anteriores son sistematizados por disciplinas jurídicas, especialmente los sistemas jurídicos comparados (o Derecho Compara do) que proporciona el conocimiento de las constituciones-modelos y la propia Ciencia del Derecho Constitucional, puesto que —como ya se dijo— la finalidad específica de los estudios es confeccionar o reformar una Constitución. Todo ello habrá de estar presidido, naturalmente, por la Filosofía y la Ética Política que representan el punto de inflexión de los conocimientos sociales con el mundo de los valores.
No obstante que la extensión de los campos científicos que estarían involucrados en la elaboración de una política constitucional evoca la necesidad de conformar equipos interdisciplinarios, lo cierto es que la experiencia indica lo contrario. En la elaboración de una tal política han sido más importantes los aportes realizados por ideólogos o pensadores individuales que por un trabajo colectivo. Pero, no es menos cierto, que esos pensadores han elaborado sus ideas en una estrecha relación con las ideas generales de la época, en la discusión y el debate permanente, y con las propias acciones y actitudes políticas desplegadas o asumidas.
Alberdi, no sólo representa en nuestro país en lo que hace a la Constitución de 1853 el más fiel exponente de los estudios interdisciplinarios que confluyen en la conformación de una política constitucional sino también su ejemplo expresa el modo de gestación de un cuerpo coherente de ideas. El mismo sintetizó magistralmente este modo al decir respecto de sus famosas Bases: «que era una redacción breve de pensamientos antiguos».[40]
No fue sin embargo, el único autor que influyó en el dictado de aquella Constitución, puesto que también hicieron aportes de especial significación varios convencionales, como José Benjamín Gorostiaga, Juan María Gutiérrez y Pedro Ferré, y otro pensador, inspirador de una tendencia nacional opuesta muchas veces al liberalismo de Alberdi, cual fue Mariano Fragueiro.[41]
Sampay por su parte, es el gran ideólogo que proporciona los fundamentos teóricos en los que se basa la Constitución de 1949.[42]
XI. LOS ACUERDOS COMO BASAMENTOS DE LA REFORMA
El segundo andarivel por donde ha de circular el tema de la reforma constitucional corresponde al plano político.
En este plano, las reflexiones vertidas acerca de las vinculaciones que deben mediar entre una nueva constitución jurídica y la constitución real preexistente mueven a plantear la problemática de los pactos o acuerdos convenientes para llegar a una reforma total de la Constitución y para asegurar su vigencia ulterior.[43]
Se alude a pactos o acuerdos en plural porque la complejidad de la constitución real de nuestro país, que revela la presencia de diferentes actores o segmentos del poder actuando en ella, no permite la simplificación del procedimiento seguido en oportunidad de dictarse la Constitución de 1853.
La conformidad prestada al proceso constitucional de esa época por los gobernadores-caudillos, mediante el Acuerdo de San Nicolás, permitió asegurar en líneas generales el consenso del poder social (y a la vez político e institucional) vigente en las provincias porque la estructura social (de fuertes componentes feudales) era relativamente sencilla. Prueba de ello consistió en la fragilidad del método para asegurar el consenso en la Provincia de Buenos Aires, en donde la organización social era ya más compleja.
Por otra parte, la debilidad que aún presentan los partidos políticos en este período de transición democrática que todavía no ha concluido, consecuencia de los largos años le proscripciones y de inactividad forzosa, para representar cabalmente a los principales componentes del poder social exigiría adoptar un procedimiento de construcción del consenso que atienda a los diferentes segmentos de nuestra constitución real.
Para ello se postula una metodología que contribuya a la conformación de un triple acuerdo: político, federal y social, si bien con diferentes características para cada uno de ellos.
El acuerdo político debería tener la naturaleza de un pacto explícito, aunque ello no significa necesariamente que se requiera instrumentarlo de modo formal. Incluso la marcha de los acontecimientos revelará si el acuerdo puede darse en un sólo acto por la voluntad de las cabezas o de las cúpulas de los partidos o si, en cambio, será preciso un conjunto de acuerdos parciales (pasos en la construcción del pacto explícito, como v.g. los que puedan darse en los bloques de ambas cámaras), que vayan integrando la voluntad de los diferentes protagonistas de la acción política.
No puede prescindirse al mentarse la temática de este tipo de pacto de que el escenario nacional está ocupado por la presencia de dos grandes partidos. En este sentido, nuestro actual régimen político es principalmente bipartidista, lo que supone por un lado que no existo una Fuerza hegemónica y por otro que las Fuerzas menores son acompañantes (respetables dentro de una perspectiva democrática y pluralista) cuya opinión cuenta pero que no conmueven al juego que se desarrolla entre aquellos. Pero también es cierto que los dos partidos mayoritarios están en un proceso de acelerada transformación interna que no está concluido en ninguno de ellos y, por lo tanto, no poseen una posición doctrinaria suficientemente solidificada sobre las perspectivas de futuro.
La construcción de un pacto político (globalmente o por etapas) ha de tener un triple objetivo: 1°) contribuir a explicitar las posiciones doctrinarias en los grandes partidos; 2°) proporcionar las mayorías de dos terceras partes de los miembros de cada una de las Cámaras sin obtención de las cuales no puede avanzar el procedimiento de reforma de la Constitución; 3°) acordar los lineamientos de la futura Constitución en aquellas temáticas en donde existan coincidencias (que probablemente serán más importantes de lo que podría presumirse en una lectura superficial de los acontecimientos). Si se aprecia que una Constitución pretende regir la vida elevarlas décadas por venir parece deseable que los fundamentos del régimen político, económico, social y cultural que se adopte, y que ha de conformar su Programa, se encuentren más allá de los avatares de las luchas coyunturales. La gestión del acuerdo servirá también para precisar los puntos de desacuerdo y ellos podrán ser integrados en proyectos alternativos de Constitución que luego habrán de competir electoralmente, al elegirse a los Convencionales Constituyentes.
Obtenido un acuerdo político básico entre los partidos, sería conveniente complementarlo con un pacto federal, si se resuelven modificar aspectos substanciales de nuestro federalismo que no facilitan la corrección de los desequilibrios estructurales que registra el país. Así, a título de ejemplo, las Provincias son las que deberían examinar, porque a ellas les atañe de modo primordial, si es aceptable crear entes regionales que coordinen parte de sus actividades a fin de fortalecerlas económicamente.
Por último, parece también conveniente someter los resultados del acuerdo político a la consideración de los sectores sociales más significativos en las áreas de sus respectivos intereses. Los fundamentos del régimen económico y laboral de la nueva Constitución correspondería discutirlos con la C.G.T., como representante de los trabajadores organizados, y con las entidades de la producción. En materia religiosa cabe acordar con la Iglesia significativas áreas de su relación con el Estado, que en la Constitución de 1853 estuvieron incluidas en el régimen del Patronato Nacional y que fueron profundamente modificadas en el Concordato de 1966. Lo propio cabe decir respecto de otros temas religiosos, culturales, educativos, respecto de la propia Iglesia, de otros Cultos o sectores sociales interesados en tales asuntos. En la elaboración de los fundamentos de la política de defensa nacional que inspire la actividad militar en las próximas décadas y que redefina las relaciones entre el poder político y las fuerzas armadas, no podrá prescindirse de la opinión de éstas.[44]
Lo esencial es conseguir el más amplio consenso social que fuere posible, a fin de asegurar la vigencia efectiva de la reforma y la estabilidad futura del nuevo sistema. No obstante, merece recalcarse que se habla aquí de la construcción de un consenso social y no de verdaderos pactos de ese carácter, no sólo porque sería someter al proceso de reforma constitucional a procedimientos tan complicados que podrían paralizarlo, sino en especial porque podría desnaturalizarse el predominio de los acuerdos políticos que hace a la esencia del régimen democrático.
XII. LA PROBLEMÁTICA DEL CONTENIDO DE LA REFORMA
Las reflexiones vertidas hasta este punto han estado dirigidas —como se ha visto— a plantear e intentar algunas respuestas acerca de los primeros interrogantes que cabe deducir cuando se habla de una reforma de la Constitución Nacional.
La extensión que ha requerido esa parte del tema obliga a dejar para otra oportunidad el desarrollar los posibles contenidos de dicha reforma, es decir, cuáles deberían ser los aspectos reformables y las propuestas de cambio.[45] Con todo, parece oportuno finalizar este trabajo adelantando algunas perspectivas para considerar cuando se encare la tarea de elaboración del nuevo Programa o Proyecto Nacional que inspire a la futura reforma.
El punto de partida estará dado por nuestros antecedentes históricos, consistentes en tres piezas fundamentales: la vigente Constitución de 1853-60, la democratización de su sistema político como consecuencia de las modificaciones del régimen electoral acaecidas desde el dictado de la Ley Sáenz Peña, y los aportes realizados por la Constitución de 1949.
La Constitución de 1853-60 tendrá primordial importancia por ser la ley fundamental del Estado Argentino, aún cuando el proceso de formación de dicho Estado comenzó en los albores de la patria en 1810 y prosiguió desarrollándose luego de su sanción. Como ley fundamental del Estado Argentino aquella posee elementos permanentes que representarán sin duda la estructura central de la nueva Constitución, tales como los basamentos de la forma de Estado (republicana y federal) y de gobierno (organización equilibrio y facultades de los órganos del poder), la exposición de las libertades individuales y sus principales garantías, los principios que informan su régimen religioso, cultural y educativo, y los presupuestos de la «constitución económica».
Existen otros dos aspectos particularmente destacables en la Constitución de 1853-60. Uno de ellos es el equilibrio que se guarda en su Preámbulo, al expresarse los fines perseguidos entre los grandes valores que busca asegurar: los beneficios de la libertad, jugados con el afianzamiento de la Justicia vinculada a la protección de Dios «fuente de toda razón y justicia») y la promoción Bienestar General (fórmula apta para transar la contradicción que muchas veces se presenta entre los dos valores anteriores) que se garantizan «para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los nombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino. No menos importante fue la preocupación demostrada por promover crecimiento económico acelerado que, bajo nuevas formas, debería recuperarse como una de las ideas-fuerza de la futura reforma.
La democratización del sistema constitucional perseguida en las sucesivas innovaciones que se introdujeron en el régimen político, desde la sanción de la ley Sáenz Peña en adelante,[46] aporta para el futuro como datos ineludibles la progresiva universalización del sufragio, la organización de los modernos partidos políticos por os estatutos que los regulan y la representación mas acabada de ellos en los órganos del Estado en consonancia con su repercusión popular mediante el perfeccionamiento de los mecanismos electorales.
La reforma de 1949, por su parte, también contribuyó a la democratización del régimen político de la Constitución de 1853-60 al sustituir los procedimientos de ésta, de elección indirecta de Presidente y Vicepresidente de la Nación (por Colegio Electoral) y de Senadores Nacionales (por las Legislaturas de las Provincias) por la elección directa de los mismos.
Pero no reside allí el principal aporte intentado por la Constitución de 1949. Ella persiguió coherentizar la reformulación del régimen político de nuestra primera Constitución acaecida a partir de la ley Sáenz Peña, con una propuesta de transformación de la estructura económica y social del país a fin de superar la causa principal (que se ha individualizado en otros lugares de este trabajo) de la crisis institucional arrastrada desde 1930.
Para ello esa reforma constitucional adaptó a nuestra Nación los principios fundamentales del Constitucionalismo Social, mediante un procedimiento de recepción de un nuevo sistema universal similar al seguido por el pensamiento constituyente de 1853. Ese sistema (claramente diferenciable de los otros dos grandes modelos constitucionales, el liberal clásico y el socialista) no sólo representa un ajuste a las nuevas circunstancias históricas vigentes en el siglo XIX, mediatizado por la concepción doctrinaria del neoliberalismo, sino que contiene una síntesis de las contribuciones ideológicas que realizan el socialismo democrático y la doctrina social de la Iglesia Católica. El constitucionalismo social se impone definitivamente en Europa y en otros continentes luego de la segunda posguerra y hoy impera en la mayor parte de los países democráticos que no adhieren al constitucionalismo socialista.
Quizás lo más importante del constitucionalismo social no es, como suele creerse, acordar protección a los derechos de los trabajadores y a ciertas instituciones intermedias como la familia, aún cuando estas finalidades son claramente afirmadas. Más esencial resultan los nuevos contenidos económicos que deben permitir la vigencia de tales derechos.
En este sentido, las Constituciones que se adscriben al modelo plantean transformaciones substanciales al sistema liberal-clásico. Así redefinen el rol del Estado en la economía, acordándole el papel de planificador del crecimiento; aseguran su dirección de los negocios tanto públicos como privados con el objeto de obtener el bienestar general; protegen el funcionamiento del libre mercado y la iniciativa individual contra la acción monopólica u oligopólica de los trusts; y facilitan la actividad empresaria del Estado en los renglones estratégicos (v.g. las fuentes de energía o empresas vinculadas a la defensa nacional), en los servicios esenciales y en ciertas actividades empresarias comerciales e industriales que requieran gran concentración le capital.
La Constitución de 1949, que, como se dijo, adaptó los principios el constitucionalismo social a las peculiaridades de nuestro medio, supervivió en sus principales concreciones a su derogación dispuesta por el gobierno de facto de 1955. Así la reforma de 1957 por una parte nexo ciertos derechos sociales a las libertades individuales originarias, pero en cambio dificultó su vigencia al privarle del régimen económico previsto en aquella Constitución. No obstante ello, buena arte de los contenidos de dicho régimen subsistieron en el sistema constitucional por el mantenimiento de la legislación que concretaba sus previsiones. Sin embargo, las cambiantes políticas de las últimas décadas, inspiradas en principios muchas veces diametralmente antagónicos, introdujeron tal incertidumbre y caos en ese sistema constitucional que ratifican la necesidad de su pronta reforma.
XIII. LOS TEMAS DEL FUTURO
Han transcurrido casi cuatro décadas desde la reforma de 1949, que no pudo mantenerse en el tiempo pese a informar en buena medida la presente constitución real de la Nación. En esas cuatro décadas han acaecido importantes cambios en el mundo que obligan repensar nuestra problemática constitucional desde la óptica de un futuro perceptible a otros tantos años vista.[47]
La segunda postguerra marcó el fin de Europa como centro del tundo. Con ese final concluyó también el máximo presupuesto conceptual de la Constitución de 1853-60, cual fue el insertar al país en dicho centro mediante la promoción de políticas de acelerada europeización. El poder mundial desplazaba hacia las dos naciones que presentaban sus fronteras oeste y este, los Estados Unidos y la Unión Soviética, y pareció como si todos los demás países del orbe tuvieran que alinearse en uno de los dos mundos en que se dividía planeta. En nuestros días puede apreciarse que, si bien se mantiene una estructura de poder internacional substancialmente bipolar, especialmente en el campo militar,[48] se han desarrollado otros centros que crecen aceleradamente. China y Japón (con el sudeste asiático como epicentro) y una nueva Europa (la del Mercado Común y no la de sus antiguas naciones) constituyen ejemplos de posibilidades multipolares en lo económico e industrial, en lo científico y tecnológico. Con su presencia queda históricamente demostrado que la posición internacional que inspiraba a la Constitución de 1949 era, pues una realidad posible además de deseable.
En la mitad de la centuria pasada, para la época de la Constitución de 1853, la principal prioridad del país era terminar de constituir la Nación, cuando el proceso de conformar los estados nacionales no se hallaba siquiera concluido en Europa.[49] Cien años más tarde, cuando se sanciona la Constitución de 1949 ya había sido obtenida la unidad territorial, política y económica de la Nación pero subsistía como principal problema el obtener la integración social mediante la incorporación de las clases trabajadoras, así como asegurar al capital nacional (público y privado) el control sobre los sectores estratégicos de la economía. Las banderas de la «justicia social» y la «independencia económica» traducían estas nuevas finalidades de la organización nacional. Ambas finalidades no fueron aún conseguidas, dado el retardo histórico que produjo la derogación de la Constitución de 1949 y la derrota del proyecto que ella encarnaba, manteniéndose la problemática de un país que no puede reconocer una adecuada participación económica y social a aquellas clases y a otros sectores de alto grado de marginalidad, como así tampoco logra que su capital nacional active un desarrollo acelerado y continuo.
Pero, mientras esto sucede en el plano de la unidad nacional, otra tendencia histórica empuja hacia la formación de grandes estructuras regionales que puedan compensar el poder de los estados-continentes (las grandes superpotencias). El desafío de acceder al regionalismo, mediante complejos esfuerzos de integración que deben ser facilitados por preceptos de la Constitución, obliga a no cerrarnos en fines y recorridos exclusivamente nacionales y a percibir los problemas (las más de las veces comunes a los nuestros) de la región latinoamericana.
A mediados del siglo XIX la Constitución de 1853-60 puso en vigencia un programa de desarrollo tendiente a generar una revolución comercial asociada con una correlativa revolución agropecuaria, consistente en poner en producción las tierras ocupadas por el indio. Fueron pilares de ambas revoluciones la política inmigratoria, la conquista del desierto y la distribución de la tierra pública (que fue su consecuencia), la construcción de la infraestructura comercial, la importación de capitales extranjeros y los cambios estructurales introducidos en el sistema educativo orientados hacia una educación de masas y con predominio de las ciencias y técnicas.
Al promediar el siglo XX la Constitución de 1949 encaró un proyecto definidamente industrialista. Obtener el acceso definitivo del país a la etapa de la demorada revolución industrial, mediante el desenvolvimiento del capital nacional, era una condición necesaria para el proceso de integración social y la independencia económica que se perseguían. Por otra parte, la obtención de mayores niveles de bienestar para las clases trabajadoras realimentaba la industrialización al ampliar el mercado interno con sectores antes excluidos del mismo. Fueron instrumentos constitucionales para esa política de desarrollo industrial desde bases autónomas, las nacionalizaciones (especialmente de las fuentes de energía, de los servicios públicos y del comercio exterior), los cambios introducidos en la propiedad agraria, y la regulación de los mercados, a fin de impedir concentraciones monopólicas u oligopólicas y facilitar las políticas de pleno empleo.
A la altura de nuestros tiempos, en las postrimerías de esta centuria, y mientras subsisten los problemas afrontados hace cuarenta años atrás que en buena parte se hallan aún irresueltos, se han agregado nuevos desafíos producto de la acelerada evolución del mundo desarrollado. De este modo, la aparición de una nueva revolución industrial, vulgarizada con el nombre de la «tercera ola», ha obligado a replantear los esquemas de respuesta inventados en las décadas pasadas.
El interrogante primordial que ahora se suscita es cómo obtener la integración social y acordar un rol protagónico a nuestro capital, dentro de una estrategia de unidad nacional, que requeriría fortalecer y llevar adelante la revolución industrial inconclusa, y al mismo tiempo hacerlo de tal modo de poder insertarnos en el mundo del futuro.
Aún cuando la tarea parezca ahora imposible, mucho más difícil era todavía pretender transformar a la Argentina en una gran Nación, a mitad del siglo pasado. Si se comprende que una nueva Constitución puede ser, a la vez, la síntesis de un ambicioso proyecto de transformación, y la fuente de movilización de las energías nacionales que durante tanto tiempo han estado bloqueadas y frustradas, es con su elaboración y puesta en vigencia en donde puede encontrarse un eficaz remedio a nuestros males.
Buenos Aires, mayo/junio de 1986.
Notas:
[1] El lanzamiento de la idea se inició en diciembre de 1984 cuando dos senadores del Partido Radical presentaron en la Cámara Alta un proyecto de comunicación en el que se establece que la Cámara vería con agrado que el Poder Ejecutivo instrumente las medidas necesarias para promover la reforma de la Constitución Nacional.
[2] La conciencia de estar recorriendo una transición ha sido asumida por el gobierno, como se aprecia en el trabajo «Balance político 85. Perspectiva política 86», obrante en el libro Argentina: de la transición al despegue, Editorial Fundación Eugenio Blanco, Bs. As., 1986.
[3] Comunicación dirigida al Consejo de Consolidación de la Democracia
[4] Reportaje a ítalo Luder «No es el momento de reformar la Constitución», Diario «Clarín», del 8 de junio de 1986.
[5] SCHMITT Cari, en Teoría de la Constitución, Ed. Revista de D. Privado, Madrid, ps. 3 a 50, esclarece muchas de las acepciones posibles.
[6] En Constitución y Pueblo, Cuenca Ediciones, Bs. As., 1973, especialmente La Constitución como objeto de ciencia, ps. 5/101.
[7] Cfr. Teoría del Estado, Fondo de Cultura Económica, México 1963, p. 271.
[8] Cfr. GARCÍA PELAYO, Manuel, Derecho Constitucional Comparado, 7a ed., Madrid, 1964, págs. 42 y 46
[9] La concepción históríco-tradicional se presentó muchas veces como una Dosición política conservadora, resistente al cambio constitucional, al sostener que la normatividad debe coincidir con Ja constitución real previa, siendo especialmente recordable como una de las primeras exposiciones en esta línea de pensamiento la obra de BURKE (Reflexiones sobre la revolución francesa). La sociológica inspiró a las posiciones socialistas inauguradas en buena medida por LASALLE (¿Qué es una Constitución? Ed. Siglo XX, Bs. As., 1980), según el cual los problemas constitucionales no son de derecho sino de poder; la Constitución reside en los factores reales y efectivos de poder que rigen en una sociedad y las constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando expresan fielmente los factores de poder imperantes en la realidad social. Para Marx la Constitución es la organización del Estado, y este último es el orden que legaliza y consolida la sujeción que impone una clase sobre la otra; la estructura económica formada por la suma total de las relaciones de producción constituye el fundamento real sobre el cual levantan las superestructuras Legales y políticas. Un desarrollo completo de las teorías de los principales pensadores sobre el tema se encuentra en SAMPAY, op. cit., cap. «La Constitución como objeto de ciencia».
[10] La noción de «estructura» no es pacifica. Para compulsar las distintas cuestiones que genera la noción puede consultarse la obra de BASTIDE, R., LEVI-STRAUS, C, LAGACHE, D., LEFEBRE, H. y otros, Sentidos y usos del término estructura en las ciencias del hombre, Ed. Paidós, Bs. As., 1968 (especialmente los artículos de Francois Perrou y André Marchal, sobre las estructuras económicas, el de André Mathiot sobre el concepto de estructura en el Derecho Público, el de su aplicación a la Sociología por Georges Gurvitch, y el de Raymond Arón respecto a la Ciencia Política).
Id. PIAGET, Jean y otros, Las nociones de estructura y génesis, Ed. Proteo, Bs. As., 1969 (esp. BLOCH, Ernest, Proceso y Estructura, y los artículos de Jorge Mallet y George Lapassade sobre sociología).
[11] SAMPAY (op, cir, p. 14 y ss.), identifica a VATTEL, Emer de (El derecho de gentes) como el autor que introduce en el vocabulario político el significado moderno del término «constitución». Sus primeras manifestaciones prácticas fueron las constituciones dictadas por la mayor parle de los Estados que formaron parle de la Confederación norteamericana, a partir de 1776.
[12] HELLER, Hermann, op. cit., p. 272
[13] HELLER, Hermann, op. cit., p. 290.
[14] Cfr. la obra clásica de DUVERGER, Maurice, Instituciones políticas y Derecho Constitucional, Ed. Ariel, I Barcelona 1970. Más modernamente, HAURIOU, André GICQUEL, Jean y GELARD, Pal rice, Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, Ed. Ariel, Barcelona, 1980.
[15] Cfr. KELSEN Hans, Teoría General del Derecho y del Estado, Imprenta Universitaria, México, 1958, ps. 169/170.
[16] cfr. la distinción entre el sentido material (aquí concepto jurídico am plio) y forma (concepto jurídico restringido) de Constitución, HAURIOU, Anche y otros, ps. 352 y 355.
[17] Para verificar la necesaria vinculación entre ambos concepto. Cfr. SOUTHEIMER, Kurt, Ciencia Política y Teoría Jurídica del Estado, Eudeba, 1971
[18] SAMPAY, op. cit., p. 60 y ss., parte de una interpretación de la definición aristotélica de la Constitución conforme con la cual ella «es la ordenación de los poderes gubernativos de una comunidad política soberana, de cómo están distribuidas las funciones de tales poderes, de cuál es la clase social dominante en la comunidad y de cuál es el fin asignado a la comunidad por esa clase social dominante». Ello es así porque el factor principal de una unidad compuesta deviene la causa esencial o formante de esa unidad. Luego prosigue diciendo, «la llamada constitución escrita es la legalización de la constitución real, porque instituye los órganos de gobierno que consolidan y desarrollan el poder de la clase hegemónica y le imprime coactividad jurídica al fin que esa misma clase hegemónica impone a los actos sociales de todos los miembros de la comunidad».
[19] El aspecto finalista como elemento esencial de la Constitución ha sido destacado por VANOSSI, Jorge R., en su obra El Estado de Derecho en el Constitucionalismo social, EUDEBA, Bs. As., 1982, al expresar «la Constitución es síntesis, es transacción (aunque a veces es imposición), recoge la realidad, (orna en cuenta los factores reales de poder, etc.; pero también es cauce normativo en función del cambio y de la transformación evolutiva» (p. 50).
[20] El concepto utilizado en el texto supone la creencia en que la historia de la humanidad, percibida en su conjunto y medida en largos procesos de tiempo, es progresiva en tanto tiende a obtener para el hombre mayores niveles de libertad y justicia. Esta creencia (de naturaleza ético-política), vinculada con las relaciones posibles que pueden existir entre una constitución jurídica que se sanciona con la constitución real preexistente, facilita la diferenciación axiológica entre cuatro tipos de constituciones: 1°) la conservadora (definida en el texto)-2°) la progresista, que aparece como un instrumento (y por lo tanto también agente) para un cambio social evolutivo que se propone conseguir los fines señalados; 3?) la revolucionaria, que instrumenta una ruptura drástica e inmediata con la realidad social anterior; 4°) la reaccionaria, que se presenta como restauradora de una estructura social parcialmente superada por el avance histórico y que, por lo tanto, pretende retrotraer a una sociedad a niveles más primitivos de libertad y justicia. Para una Información de los hechos vinculados con la firma del Acuerdo de San Nicolás y sus consecuencias posteriores, véase SCOBIE, James R., La lucha por la consolidación de la Nacionalidad Argentina, 1858-1862, Librería Hachette S.A., 2a Edición, Bs. As., 1964, cap. II. Para Ja generalización de la faz de «compromiso», en las Constituciones que perduran, ver VANOSSI, op. cit., p. 48.
[21] Para una Información de los hechos vinculados con la firma del Acuerdo de San Nicolás y sus consecuencias posteriores, véase SCOBIE, James R., La lucha por la consolidación de la Nacionalidad Argentina, 1858-1862, Librería Hachette S.A., 2a Edición, Bs. As., 1964, cap. II. Para la generalización de la faz de «compromiso», en las Constituciones que perduran, ver VANOSSI, op. cit., p. 4
[22] SAMPAY, en la Evolución Constitucional Argentina, estudio introductivo a su libro Las Constituciones de la Argentina (1810/1972), EUDEBA, 1975, pese a considerar a la Constitución de 1853 como una estructura política oligárquica, la considera progresista, al decir «sin embargo, valorada con sentido histórico, era democrática y progresista bajo ciertos aspectos; era democrática por cuanto permitía hacerlo a la sazón, ya que las clases bajas, debido a sus inveterados hábitos de sumisión y a su absoluta incultura intelectual, se hallaban todavía subpolitificadas; y era progresista porque promovía la expansión del capitalismo que introducía, en el ámbito de un régimen primitivo de producción y de consumo rudimentario, los medios científicos de trabajar y las necesidades nacidas de una civilización avanzada» (p. 59).
[23] Cfr. ALBERDI, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina en El pensamiento político hispanoamericano, Ed. Depalma, Bs. As., 1964, caps. XV, XVIII, entre otros. Id. SARMIENTO en Comentarios de la Constitución Argentina en el mismo volumen, cap. I, p. 394. El tema fue objeto de tratamiento en las sesiones de la Costituyente de 1853, especialmente por Gorostiaga y Gutiérrez (Asambleas Constituyentes Argentinas, fuentes seleccionadas, coordinadas y anotadas por Emilio Ravignani, t. IV, ps. 468, 479)
[24] HERRERO DE MIÑÓN, Miguel, en Nacionalismo y Constitucionalismo (El Derecho Constitucional de los Nuevos Estados), Ed. Tecnos, Madrid, 1971, cap. II, estudia sistemáticamente el fenómeno de La «recepción» de un derecho constitucional extranjero, haciendo una tipología de sus formas constitucionales, clasificándolas en imitación, transposición y asimilación. Considero cjnc la obra de Alberdi, se adscribe a esta última tipología según la cual se pretende más que imitar el modelo, captar sus características esenciales. Ese proceso puede hacerse por tres procedimientos distintos: la racionalización, la instrumentación y la depuración (p. 87 y ss.). Para un estudio exhaustivo sobre la obra de Alberdi y su influencia sobre el pensamiento de los constituyentes, así como los demás ideólogos que contribuyeron a formar dicho pensamiento, véase MAYER, Jorge M., Alberdi y su tiempo, EUDEBA, 1963, cap. IX, especialmente p. 415 y ss.
[25] Cfr. el informe de la Comisión Examinadora de la Constitución Federal presentado a la Convención del Estado de Buenos Aires, especialmente apartado I, Plan de reforma, en SAMPAY, Las constituciones de la Argentina, p. 384 y ss. (particularmente p. 388).
[26] Constitución y Pueblo, p. 84.
[27] ECHEVERRÍA, Esteban, en la segunda lectura ante el Salón Literario ya expresaba las dificultades para alcanzar el estadio industrial, porque las grandes operaciones de la industria fabril «exigían capital y brazos» de los que carecía el país. De allí que debiera fomentarse primeramente la industria agrícola y el pastoreo, y con ellos «aglomeraremos capital para llevar con el tiempo nuestra actividad a otras clases de industrias» (cfr. ECHEVERRÍA, Esteban, Reflexiones sobre la organización económica de la Argentina, Ed. Raigal, Bs. As., 1953, esp. ps. 51/52).
[28] La Constitución de 1853/60 articulaba un amplio sistema de fomento de la actividad industrial, consistente en la educación e instrucción, los estímulos y la propiedad de los inventos; la libertad de industria; la abstención de leyes prohibitivas y el deber de derogar las existentes. (Cfr. ALBERDI, Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina, Ed. Raigal, Bs. As., 1954, art. IV, ps. 28 y 29).
[29] Cfr. DI TELLA, Guido y ZYMELMAN, Manuel, Etapas del desarrollo económico argentino, en Argentina, sociedad de masas (DI TELLA, Torcuato J., GERMANI, Gino, GRACIARENA, Jorge y colaboradores), EUDEBA, 1965, ps. 183, 190 y ss.
[30] Cfr. SWIXHER, Cari Brent, El desarrollo constitucional de los Estados Unidos, Ed. Bibliográfica Argentina, Bs. As., 1958, cap. XXIX y XXXV, HOFSTADTER, Richard, La tradición política Americana, Ed. Seix Barral S.A., Barcelona, 1969, cap. XII. Puede sintetizarse la diferencia diciendo que el modelo norteameri cano desembocó en la revolución industrial luego de afianzarse los intereses comercialistas del este por su victoria sobre los intereses agropecuarios del sur la Guerra de Secesión
[31] Cfr. SAMPAY, Las Constituciones de la Argentina, p. 67.
[32] Cfr. SAMPAY, id., p. 68, ROCK, David, El radicalismo argentino 1890/1930 Amorrotu Ediciones, Bs. As., 1977, cap. XI y XII. CLEMENTI, Hebe,‘El radicalismo, nudos gordianos de su economía, Ed. Siglo XX, Bs. As., 1982. Para las consecuencias de la crisis mundial sobre la Argentina, FERRER, Aldo, La Economía Argentina, Fondo de Cultura Económica, México, Bs. As 1973 cap XIII.
[33] FLORIA, Carlos A., GARCÍA BELSUNCE, César A., Historia de los Argentinos, Ed. Kapelusz, Bs. As., 1971, cap. 34, especialmente p. 332, y ss. ROMERO José Luis, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX Fd’ Solar, Bs. As., 1983, cap. IV, p. 155
[34] Cfr. SCENNA, Miguel Ángel, FORJA, Una aventura argentina (De Yrigoyen a Perón), Ed. Belgrano, Bs. As., 1983, cap. I y III
[35] Cfr. LUNA, Félix, Golpes militares y salidas electorales, Ed. Sudaméricana, Bs. As., 1983
[36] Tales gobiernos de facto conformaron nuevos regímenes al producir un cambio en el titular de la soberanía y del poder constituyente. Cfr. en tal sentido, LOUSTEAU HEGUY, El nuevo régimen constitucional argentino, LL 11-8-66; MI QUEO FERRERO, Ernesto, Leyes fundamentales argentinas del libro La Revolución Argentina, Ed. Depalma, Bs. As. 1966, ps. 198 y 210. Contra esta opinión ACHAVAL, Carlos Talge, en El régimen político argentino, p. 26 yss
[37] En cuanto a este principio como fundamento del poder constituyente, cfr. RAMELLA, Pablo A., D. Constitucional, Ed. Depalma, Bs. As. 1982, p. 17, VANOSSI, Jorge, Teoría Constitucional, Depalma, Bs. As. 1975, T. I, p. 487
[38] El término «desconstitucionalización» implica una incongruencia total encubre la norma y la realidad, un divorcio entre la constitución escrita y la práctica constitucional. En la desconstitucionalización los modos de comportamiento, las conductas reales están en pugna con las normas constitucionales. Para consultar una completa relación sobre el tema, cfr. BIDART CAMPOS, Germán, D. Constitucional, Ediar, Bs. As. 1963, Tomo I, p. 141 y ss.
[39] ROCK, David, op. cit., p. 257 y ss. señala como una de las causas principales de la caída de Irigoyen en el año 1930, el derrumbe del apoyo de la clase media. En síntesis expresa este autor: «el golpe militar de 1930 comprendió pues, dos pasos fundamentales: la enajenación de los intereses conservadores ligados a la exportación y de los grupos de poder pertenecientes a ellos, como e! ejército, y la súbita pérdida de apoyo popular por parte del gobierno. Parece haber pruebas suficientes de que el principal factor subyacente en esos procesos fue la depresión económica’1 (p. 262). «De este modo paradójico llegó a un abrupto final la era de las alianzas políticas entre la élite y las clases medias urbanas iniciadas con la fundación de la U.C. en 1890» (p. 263)
[40] ALBERDI, Obras Completas, Tomo IV, p. 94 (Cfr., MEYER, Jorge, op cit. p. 444).
[41] Cfr., el Estudio Preliminar de WEINBERG, Gregorio a la obra Cuestiones Argentinas y Organización del Crédito de FRAGUEIRO, Mariano (Solar/IIachcl te, Bs. As. 1976). Id. DÍAZ, Benito, Mariano Fragueiro y la Constitución de 1853 Ed. El Coloquio, Bs. As., 1973.
[42] Cfr. La Constitución de 1949 comentada por sus autores. Compilación de LOZADA, Salvador M., Ed. El Coloquio, Bs. As. 1975 y la bibliografía allí citada.
[43] Inicié el tratamiento de esta problemática en un artículo publicado en mayo de 1974 en El Cronista Comercial, titulado «Del Acuerdo de San Nicolás al Acuerdo de los Partidos Políticos. Acerca del tema y metodología de una futura reforma de la Constitución». En el N° 1878 de la Revista Criterio (del 8 de abril de 1982), lo proseguí con el artículo: «Hacia un nuevo acuerdo constitucional».
[44] Cfr. GARCÍA LEMA, Alberto, Las fuerzas armadas y la reforma de la Constitución. Revista Criterio N° 1718 (del 26 de junio de Í975)
[45] Cfr. SAMPAY, ¿Qué Constitución tiene la Argentina y cuál debe tener?, en Constitución y Pueblo, op. cit. RAMELLA, Pablo A., Necesidad de Reforma Constitucional, en Reflexiones sobre la Nación Argentina, Ed. Temática S.R.L., Bs. As., 1982
[46] Cfr. SAENZ PEÑA, Roque, La Reforma Electoral y Temas de Política Internacional Americana, Ed. Raigal, Bs. As. 1952
[47] Cfr. TERRAGNO, Rodolfo H., La Argentina del siglo 21, Ed. Sudamericana/Planeta, 1985. KAHN, Hermann, Los Próximos doscientos años, Emecé, Bs. ., 2a ed., junio de 1979. TOFFLER. Alvin, Avances y premisas, Plaza y Janes Editores, Bs. As., 1983.
[48] Cfr. ARON, Raymond, Los últimos años del siglo, Emece, Bs. As., 1983, p. IV: «El mapa geopolítico del mundo».
[49] Cfr. OSZLAK, Osear, La formación del Estado Argentino, Editorial de Belgrano, Bs. As., 1982.