Introducción y Prólogos

PROLOGO

por Eduardo Menem

La necesidad y la oportunidad de la reforma de la Constitución Nacional fueron durante años matria de debate, pero estas discusiones concluyeron con la sanción de la ley 24.309 que proclamó la voluntad preconstituyente. Sin embargo, con ello se iniciaba otro debate para la sociedad argentina: el contenido o las materias objeto de la reforma. En otras palabras qué se modificaría de nuestra Constitución de 1853- 60. Allí aparecieron las mejores plumas jurídicas de la Nación aportando sus propuestas y reflexiones. Hoy presentamos al lector una de ellas, la del doctor Alberto García Lema, profesor de Derecho Constitucional, Procurador del Tesoro de la Nación y eficaz colaborador en la redacción de los documentos políticos que bajo forma de declaración y acuerdos impulsara el justicialismo.

La reforma constitucional parece un sempiterno tema de las últimas décadas. Ya en un artículo que publicáramos en La Nación el 5 de noviembre de 1986, bajo el título «Acentuar el matiz parlamentario, en especial en relación con los ministros», tuve ocasión de pronunciarme positivamente sobre la iniciativa de reforma constitucional promovida por el entonces presidente doctor Raúl Alfonsín. Por entonces, ya se conocía el Dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia, que daba forma a esa iniciativa y abría un fructífero debate en el seno de la ciudadanía argentina y en las fuerzas políticas. En ese proceso, el Partido Justicialista no estaba ausente. Este debate continuó —con diversas alternativas— durante ocho largos años. El Acuerdo del 13 de diciembre de 1993 suscripto por Carlos Menem y Raúl Alfonsín culminó con una etapa significativa de las discusiones, transformándose en el cuerpo central de la ley declarativa de la necesidad de la reforma (24.309). Más allá de sus diferencias, los partidos políticos mayoritarios concordaban en un mismo diagnóstico: la necesidad de la reforma constitucional.

El debate aún no ha concluido, los resultados electorales del 10 de abril de 1994 fueron expresión de un claro respaldo de la ciudadanía a los términos de dicho Acuerdo, constituyendo tan sólo la segunda de las etapas del proceso reformista. Pronto se iniciará la tercera y última, con la apertura de las sesiones de la Convención Constituyente que deberá llevar a cabo la materialización de la reforma de nuestra Constitución Nacional en el sendero prefigurado por la ley declarativa.

A propósito de la reforma constitucional el autor, como jurista y como político, aportó sus reflexiones como integrante de la «Comisión de Juristas del Partido Justicialista», en oportunidad de la redacción de tres documentos básicos sobre «oportunidad», «necesidad» y «contenido» de la reforma constitucional. Precisamente la tercera y última etapa del camino reformista repetirá en 1994 los encuentros históricos de «Santa Fe-Paraná», para debatir y sancionar una nueva Constitución, reformando parcialmente la fundacional del siglo pasado.

En estas páginas, García Lema vuelca un significativo aporte intelectual y didáctico en el análisis y explicación de los contenidos políticos y jurídicos de la reforma. Uno de los aciertos más meritorios de este trabajo es la perspectiva global que brinda de los acontecimientos y de su continuidad. Resultarán asimismo de particular interés para el lector, el análisis riguroso de la arquitectura constitucional de nuestro país y del modo en que podrán superarse sus deficiencias: el fortalecimiento del Poder Legislativo, la jerarquización de los órganos de control, la reformulación del Poder Judicial y la lógica del nuevo presidencialismo en el marco de estas propuestas.

Podrá también apreciarse de la lectura de sus páginas, la significación que tienen estas reformas para consolidar la democracia argentina, afianzar la reestructuración del Estado, proveer un mejor equilibrio federal y favorecer el proceso de integración latinoamericana y la reinserción de la Argentina en la comunidad de las Naciones.

El tratamiento de los temas incluidos en el Núcleo de coincidencias básicas y de aquellos habilitados para su libre discusión (ley 24.309) —que se encaran en los capítulos finales de esta obra—, constituyen aportes sustanciales para el debate Constituyente. También es de señalar la utilidad del Anexo documental, en el que se sistematiza valiosa documentación.

En síntesis, García Lema nos brinda un lúcido detalle histórico circunstanciado de los debates políticos realizados en el seno de la sociedad y la partidocracia, a propósito de la reforma constitucional, llevados a cabo desde 1983; nos agrega y describe los documentos políticos partidarios y los pactos consecuentes para la ley declarativa de la necesidad de la reforma y del camino para su realización.

Esta obra nos recuerda con claridad y precisión, para hacerlo accesible al pueblo y al lector común, a modo de «historia sencilla», un discurso de convicción por la transformación y un recordatorio del itinerario recorrido en este segmento en la historia de los argentinos.

Por todo ello destacamos el importante mérito del autor, como compilador, redactor, colaborador y protagonista del curso más importante de nuestra historia constitucional de este siglo.

PROLOGO

por Ricardo Gil Lavedra

Escribir estas brevísimas líneas de prólogo al libro de Alberto García Lema, no significa para mí sólo un halago. El azar de los hechos estableció que hubiera de intervenir directamente en la pequeña historia que precedió esta etapa preconstituyente, lo que me coloca en la particular situación de ser un testigo calificado de los acontecimientos que aquí se relatan. Por otro lado, la circunstancia de que éste no sea el lugar apropiado para intercambiar opiniones, determina que mi silencio frente a los numerosos juicios que contienen las páginas siguientes sobre tantos temas diversos, no deba interpretarse ni como adhesión lisa y llana, ni como complacencia derivada del afecto que siento por el autor.

La recuperación de la democracia en los países latinoamericanos durante la última década, trajo consigo la apertura del debate constitucional y, dentro de él, la discusión acerca de la importancia de los diseños institucionales para la consolidación de las incipientes democracias. Por primera vez se reparó en el impacto que tenía el funcionamiento de las instituciones en la estabilidad del sistema político, en su gobernabilidad y en su legitimidad.

Este fue el propósito central que inspiró la propuesta de enmienda constitucional que se lanzó durante la administración anterior. El recordado dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia, apuntaba a un cambio sustancial del régimen político. Se desnudaban los graves problemas que presenta el presidencialismo extremo que sufrimos y se proponía avanzar hacia un sistema mixto, que desconcentrara las excesivas facultades del Presidente en un Jefe de Gobierno con responsabilidad parlamentaria, de modo de facilitar la colaboración y cooperación de los partidos en el trazado de las grandes políticas de gobierno.

Esta iniciativa, que comparto con fervor, tuvo el enorme mérito de abrir una discusión sobre cuestiones institucionales inéditas, pero no alcanzó el consenso que necesitaba un cambio de esa envergadura. La UCR bajo el influjo, en ese entonces, de un liderazgo excluyente, se alineó detrás de esta postura, aun cuando varios de sus juristas más importantes no se mostraron convencidos de la necesidad de cambiar el régimen presidencial. El justicialismo, a su vez, se mostró totalmente renuente a introducir modificaciones al presidencialismo, aferrándose a su tradición de liderazgos poderosos. Los medios de prensa y de opinión tampoco acogieron la idea con entusiasmo, presentándola como una excentricidad inaplicable a nuestro país.

No obstante, durante el año 1988 las conducciones de los dos partidos mayoritarios hicieron enormes esfuerzos para tratar de acercar las posiciones y poder encarar así una reforma constitucional por consenso. Las coincidencias que alcanzaron en ese momento los doctores Menem, Angeloz, Cafiero y Alfonsín (candidatos y presidentes, respectivamente, del PJ y de la UCR), no fueron pocas y constituyeron un punto de partida decisivo cuando años más tarde se trató nuevamente de acordar.

La etapa posterior tuvo, según creo, características muy distintas. El interés personal del presidente Menem en obtener la eliminación de la cláusula constitucional que impide la reelección inmediata, tiñó todo el proceso de reforma, pues todo se subordinó a aquel objetivo prioritario. Los contenidos eran secundarios en tanto incluyeran la posibilidad de reelección, como se evidenció crudamente con la media sanción del Senado que, a cambio del voto favorable del senador Leopoldo Bravo, incorporó y/o suprimió todo lo que éste propuso. Los procedimientos tendientes a lograr el objetivo reeleccionista no se detuvieron ante obstáculo legal alguno, pues no sólo se convocó a una consulta popular con la finalidad de presionar con sus resultados a la oposición, sino que se avanzó aceleradamente hacia la sanción de una increíble ley que interpretaba a su antojo las mayorías que prescribe el artículo 30 de la Constitución Nacional.

En ese contexto es cuando se tomó la decisión política, por parte de las autoridades de la UCR, de tratar de retomar la búsqueda del consenso a fin de evitar lo que se entendía una peligrosísima ruptura de la legitimidad del proceso preconstituyente, con la consiguiente agudización de los niveles de confrontación política entre los partidos.

El impacto de esa decisión en el seno de la UCR ha sido lacerante. Hasta ese momento, el principal partido de la oposición había basado su estrategia en una terrea y cerrada negativa a la reforma como modo de impedir la posibilidad de reelección del presidente. La brusquedad del cambio desorientó a muchos afiliados y desencantó a otros, que interpretaron el acuerdo, que incluía a la reelección, como una forma de traición. Importantes dirigentes del radicalismo, en el marco de una irresuelta disputa interna, también se opusieron por haberse habilitado la posibilidad de reelección y por el riesgo cierto que el acuerdo desdibujara el rol opositor del partido.

No obstante, los máximos cuerpos orgánicos de la UCR, aprobaron por una importante mayoría, luego de un encendido debate, la estrategia trazada por sus autoridades. Los perdidosos, a pesar de ello, no declinaron su postura crítica rebelándose, en algunos casos, con lo decidido por la Convención del partido. Estas circunstancias, a las que se agregó la contundente derrota electoral de la UCR en las elecciones de convencionales del pasado 10 de abril, llevaron al partido a una aguda crisis interna.

De cualquier modo, en una cultura política como la argentina, desarrollada en la fractura, la división y la confrontación permanente, los acuerdos alcanzados en torno a la reforma constitucional poseen un valor emblemático impresionante, que trasciende, según creo, tanto los propósitos y motivaciones de sus gestores, como el acierto o desacierto de sus contenidos.

Todas estas vicisitudes, por las que atravesó el debate sobre la reforma, son descritos en los primeros capítulos de esta obra con gran prolijidad y detalle, brindando incluso un riguroso apoyo documental. Si bien se puede advertir claramente la orientación política del autor, los hechos están narrados con objetividad e imparcialidad. La crónica pone al descubierto, asimismo, la mudanza de opinión de los distintos protagonistas políticos, en función de la coyuntura de cada situación histórica.

Con relación a los comentarios que se formulan de los contenidos concretos de los acuerdos, a pesar de lo dicho al comienzo, no puedo resistir la tentación de seguir discutiendo con García Lema, pues no comparto los alcances que asigna a alguno de ellos. Me ocuparé, con licencia del lector, de dos que entiendo particularmente relevantes, las atribuciones del Jefe de Gabinete y los efectos de la derogación de la legislación delegada preexistente.

El autor sostiene que el Presidente de la República ha retenido la «administración general del país», pudiendo avocarse a la solución de un caso concreto cuanto tenga diferencias con el Jefe de Gabinete y no desee remover a éste. Este punto de vista lo apoya en la redacción que indica la declaración de reforma de los incisos 1. 13 y 20 del artículo 86 de la Constitución Nacional.

Entiendo que esos textos no autorizan a arribar a una conclusión semejante que, por otra parte, desvirtúa en buena medida el propósito que lleva la creación de esta figura.

Se trata de desconcentrar, de modo efectivo, una parte de las actuales facultades presidenciales persiguiendo una doble finalidad. Limitar el enorme poder que acumula sobre sí el Presidente y, a la vez, preservar la figura presidencial, pues el poder excesivo termina desgastando a quien lo ejerce. Para ello, se cree necesario que las atribuciones esenciales que se asignen al Jefe de Gabinete sean autónomas no delegadas.

El texto de reforma que sobre el punto se propone a la Convención Reformadora sustenta lo dicho. El Jefe de Gabinete «tiene a su cargo la administración general del país» (la misma redacción del actual inciso 1º del artículo 86), en cambio el Presidente ya no la tiene a su cargo, sino que es el «responsable político» de dicha administración, habida cuenta que es quien designa, remueve y controla al Jefe de Gabinete (nueva redacción sugerida de los incisos 13 y 20 del artículo 86). Con relación a las facultades políticas que hagan al gobierno, éstas sí pertenecen íntegramente al Presidente, quien puede delegarlas en la medida que entienda conveniente, en el Jefe de Gabinete (inciso 3o de la norma que indica sus atribuciones). Es decir, la Jefatura de la Administración ya no pertenece al Presidente sino que ingresa en el núcleo de facultades exclusivas del Jefe de Gabinete; el gobierno del país sigue obviamente en manos del Presidente, lo que diferencia a este esquema de cualquier sistema mixto o parlamentario, pero puede no obstante delegar total o parcialmente estas facultades en el Jefe de Gabinete, aspecto éste que otorga gran flexibilidad a todo el régimen frente a situaciones de crisis.

No coincido, tampoco, con el alcance que el autor asigna a las consecuencias de la, caducidad de la legislación delegada preexistente, transcurridos cinco años sin ratificación legislativa expresa. El último párrafo contenido en la letra b) apartado G. del artículo 2° de la ley 24.309, sólo establece que la caducidad de esos estatutos, no importará por sí misma la caída de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de esas normas, pero no supone convalidación alguna al modo como el ejecutivo ejerció la delegación legislativa. Por elementales razones de seguridad jurídica, dichas relaciones jurídicas no podrán ser cuestionadas en razón de la pérdida de vigencia de las normas que les dieron origen, pero obviamente esto no excluye que puedan ser atacadas en su legalidad por otras razones distintas, es decir, se encuentran sujetas a los mismos riesgos y eventuales cuestionamientos que pueden tener en la actualidad.

Estas ligeras observaciones demuestran, a modo de ejemplo, la necesidad de seguir intercambiando puntos de vista, en procura de alcanzar el máximo grado posible de uniformidad de pareceres, respecto de cada una de las eventuales enmiendas constitucionales. El ámbito para ello será el de la Convención Reformadora y cuanto mayor sea el acuerdo que se alcance entre los representantes de las distintas fuerzas políticas, mayor será la legitimidad que sustenten las enmiendas que se sancionen.

Este camino no ha sido el habitual. Las cuestiones vinculadas con la organización institucional y con el cumplimiento de las reglas establecidas siempre han resultado traumáticas para los argentinos. La puja salvaje de intereses, la tendencia recurrente a la exclusión absoluta del adversario político y cierta inclinación a la confrontación violenta como modo de resolver los conflictos, han prevalecido siempre sobre el debate racional, la tolerancia por las ideas ajenas, el compro-miso o la necesaria cooperación que deben tener entre sí quienes bregan por un destino común.

Este libro resulta un testimonio incuestionable de todos los intentos realizados en los últimos años para superar esas dificultades, sólo el tiempo dirá si tales iniciativas han forjado la legitimidad suficiente para perdurar y ser aceptadas por todos los sectores políticos y sociales.

INTRODUCCION

I

La reforma constitucional en curso reconoce su propia historia.

En parte lejana, se remonta a las primeras décadas de este siglo, cuando comienza a advertirse la necesidad de introducir modificaciones sustanciales que democraticen el funcionamiento de nuestro sistema político.

Reaparece como problemática, en forma periódica y recurrente, en diversos momentos particularmente críticos de nuestro pasado. Al inicio de los gobiernos de facto y en el momento de las transiciones que preanuncian su final, o surge —como en 1949— inmersa en los conflictos suscitados por la participación en el poder de un nuevo sector social.

Pero existe también una historia más cercana, vinculada con hechos que guardan una lógica interna entre sí, que se remontan a los últimos veinte años, y por una suerte de paradojal coincidencia a tres diciembres, separados entre sí por lapsos de diez años.

En diciembre dé’ 1973, Juan D. Perón, a cargo por tercera vez de la presidencia de la República, recibía en su casa de Gaspar Campos la visita de su antiguo antagonista, el líder del radicalismo, Ricardo Balbín. El principal objeto de esa reunión era dialogar sobre la gestación de un acuerdo político —en la misma línea de colaboración entre los partidos que animaban a ese nucleamiento que dio en llamarse la Hora del Pueblo—, que trascendiera las extremadamente difíciles circunstancias del momento, permitiendo sentar las bases consensuadas de una reforma constitucional.

El largo exilio de Perón en Europa había modificado su percepción de los rumbos que adoptaban las principales naciones del viejo continente. Cuestiones desconocidas y nuevos desafíos, el riesgo ecológico y la integración económica a escalas supranacionales, despuntaban como problemáticas inéditas. Ya se avizoraba que la sociedad mundial del siglo XXI presentaría caracteres bien diferentes a aquella otra, de mitad de nuestra centuria, que había enmarcado la acción de sus primeros gobiernos, compendiada en los principios e instituciones de la Constitución de 1949.

No sólo reconocía Perón, en 1973, las grandes tendencias que estaban impulsando los cambios universales, sino también debió admitir que la profundidad de los conflictos y desencuentros que dividían entonces a la sociedad argentina requerirían, para resolverlos, transformaciones profundas en las prácticas de nuestra convivencia política. Sólo un pacto, de raigambre constitucional, concebido y apuntalado por las fuerzas democráticas, expresadas orgánicamente en los partidos, podía evitar que el país se sumergiese en otra y más profunda etapa trágica de sus luchas intestinas.

El fallecimiento de Perón, al promediar el año 1974, arrastró también su programa de reformas institucionales. Menos de dos años después de su muerte, un nuevo golpe militar retrasaría ocho años las posibilidades de construir en la Argentina una sociedad pluralista moderna, inserta en la comunidad de naciones.

El diciembre de 1983 presenciaba un país sumergido en una grave decadencia moral, económica y social, que había sufrido —por decisión y obra del gobierno militar— su primera derrota en una guerra exterior. Diez años después de aquel encuentro memorable, se reiniciaba un nuevo gobierno de iure bajo la vigencia de reglas democráticas y de la Constitución de 1853-60.

El presidente Alfonsín asumía la difícil tarea de restablecer el estado de derecho en el marco de una frágil democracia. El insoslayable debate sobre la reforma de las instituciones políticas, latente e inconcluso, reapareció con nueva fuerza. Luego de su segundo año de gobierno Alfonsín convocó a los partidos políticos (el justicialismo, en su carácter de primera oposición, pronto devino el interlocutor principal) y a otras fuerzas económicas y sociales, a fin de construir el consenso imprescindible como punto de partida de la reforma de nuestra Ley Fundamental.

Desde entonces, el tema fue objeto de análisis en tres ámbitos diferentes: el propio de los partidos políticos, el atinente a las relaciones federales entre la Nación y las provincias, y el vinculado con la opinión pública en general (que se desarrolló en los medios de comunicación. en los ambientes académicos y en numerosas publicaciones bajo la forma de artículos o libros sobre el tema).

Le correspondió a su sucesor en el cargo, Carlos Menem — quien en su carácter de gobernador de La Rioja y dirigente del justicialismo renovador había sido uno de los primeros en adherir a la iniciativa reformista del anterior gobierno— instalar el debate en el ámbito parlamentario y transformarlo en uno de los ejes de confrontación electoral.

En diciembre de 1993. el tercero de los recordados, a veinte años del encuentro Perón-Balbín. el Acuerdo impulsaba la discusión y sanción de la ley 24.309, declarativa de la necesidad de la reforma, que convocaba a comicios para la elección de Convencionales Constituyentes.

II

»La historia es quehacer», decía Ortega y Gasset. En ella convergen y se entrelazan las dos dimensiones insinuadas al comienzo de estas páginas: la cuenta larga y la cuenta corta de los acontecimientos significativos.

La presente obra se dirige fundamentalmente a examinar con detenimiento la historia más próxima, el proceso y concreción de los acuerdos que a lo largo de las dos últimas presidencias sustentan la actual reforma de la Constitución. Reconstruir esta trama, de modo orgánico, sirve para comprender una parte considerable del sentido de las iniciativas propuestas.

Sin embargo, el espíritu de esta empresa se diluiría si no se la visualizase desde un punto de vista más amplio, el de nuestra aciaga historia constitucional: en ella aparecen corporizados los problemas y la necesidad de reformas institucionales para afrontarlos. Por supuesto. sin dejar de percibir su rumbo errático, la evolución de la política argentina reconoce también causas de diversas índoles (económicas, culturales y sociales) que trascienden los análisis jurídico-institucionales en los que se focaliza esta obra, aun cuando éstos no puedan ignorarse por completo.

Desde un punto de vista metodológico, resulta necesario explicitar los lineamientos generales que se adoptaron en la concepción de este trabajo. Se divide en dos grandes secciones. La primera parte comprende cuatro capítulos dedicados al análisis político de los principales acontecimientos de la última década, vinculados con la materia constitucional. Se advierten allí las dificultades inherentes al juego de nuestras instituciones, al funcionamiento de los partidos y a las reglas electorales.

Así, el primer capítulo corresponde al período conducido por el gobierno de Alfonsín; el segundo, a los años iniciales de la presidencia de Menem hasta septiembre de 1993; el tercero, se dedica a las circunstancias que llevaron a abrir el último período de negociaciones entre los partidos, y a la exposición del esquema teórico inicial que sustentó el Acuerdo de Olivos; el cuarto y último describe en detalle la evolución de las conversaciones entre los equipos negociadores, sus respectivas posiciones, sus puntos de coincidencias y discrepancias hasta la sanción de la ley declarativa de la necesidad de la reforma (24.309) a fines de diciembre de 1993.

Se ha pretendido reseñar en esos cuatro capítulos iniciales, con la mayor fidelidad posible, los principales hechos de los últimos diez años. Respecto de muchos de ellos ha tocado en suerte al autor ser testigo directo u ocasional protagonista. Como todo autor tiene frente a sus lectores un compromiso con la verdad, de tanta o mayor fuerza que sus propios compromisos políticos, se ha sido riguroso en la cita de las fuentes documentales utilizadas.

Cuando se hacen referencias a documentos inéditos o publicados en forma muy fragmentaria, o si se trata de piezas substantivas para el estudio de los sucesos, se entendió conveniente incluirlos en un Anexo documental, con su texto completo o de modo parcial de ser suficiente. En los demás casos, se ha recurrido a un minucioso uso de las notas para identificar las fuentes, tanto primarias como secundarias (estas últimas, especialmente en los capítulos segundo al cuarto).

La segunda parte de la obra se avoca al estudio de cada uno de los contenidos del Acuerdo, diferenciando los incluidos en el denominado Núcleo de coincidencias básicas (capítulos quinto y sexto) de los demás temas habilitados para su libre debate y tratamiento en la Convención Constituyente (capítulos séptimo y octavo).

En esta sección se ha considerado metodológicamente apropiado efectuar un tratamiento de los temas objeto de reforma, poniendo de relieve en cada caso sus antecedentes doctrinarios, legislativos y de índole política. Este procedimiento persigue varios propósitos: ilustrar al lector sobre las raíces históricas de los preceptos constitucionales alcanzados por propuestas de reforma, el tiempo que acumulan tales propuestas en el debate ideológico e institucional de nuestro medio y las finalidades a que responden las modificaciones sugeridas.

Para la mejor comprensión de este proceder, se torna imprescindible realizar un breve panorama de la historia constitucional argentina, pues la necesidad de la actual reforma se patentiza al analizar las dificultades advertidas en el funcionamiento de nuestras instituciones por espacio de más de sesenta años.

III

En la lectura de nuestra historia constitucional debe repararse en la significación que han tenido los acuerdos básicos para el progreso de las instituciones, como así también en la no menor importancia de los desacuerdos fundamentales, que han sido notas distintivas de los períodos de involución (o regresión) del sistema constitucional y de la inestabilidad que los caracterizó.

Así, podría afirmarse que los procesos políticos producto de acuerdos respecto de las reglas básicas de convivencia, al legitimar más acentuadamente el orden institucional resultante de ellos, proveen al entramado social de instrumentos para conjurar los mecanismos que tienden a su disolución. Por lo tanto, la estabilidad política de un sistema es directamente proporcional al grado de acuerdo al que hayan arribado sus fuerzas políticas y sociales (prueba de ello es la experiencia española a partir del pacto de la Moncloa y, en Latinoamérica, el ejemplo paradigmático de Costa Rica). El reverso de esta situación es el desencuentro o la discordia que conducen a antagonismos exacerbados, causa de sistemas políticos altamente inestables, cuya expresión extrema es el caos o la anarquía.

La antinomia «acuerdos-desacuerdos básicos» proporciona una matriz para el seguimiento de nuestra historia constitucional. Pero ese instrumento teórico debe complementarse con otras dos nociones indispensables para entender la interrelación que media entre lo político y lo normativo-institucional.

Estas dos nociones importan otras tantas acepciones del concepto «Constitución»: su sentido «real» y su significación «jurídica», que a su vez representan remisiones al mundo del «ser» y del «deber ser».

El concepto más antiguo —ya conocido en el mundo griego— es el de «constitución real» que, para Hermán Heller 1 consiste en la «normalidad» de la conducta regulada extrajurídicamente por la costumbre, la moral, la religión, la urbanidad, la moda, etc. Sobre esta infraestructura de normalidad se alzará luego la «constitución jurídica», en la que desempeña un papel fundamental la función directiva y preceptiva del hombre.

El concepto de «constitución real» ha tenido dos manifestaciones principales que podrían considerarse otros tantos subconceptos. El primero de ellos, consiste en definir la Constitución en sentido «histórico-tradicional», según el cual ella no resulta de un acto único y total sino que su estructura es el fruto de una lenta transformación histórica y, por ende, es consecuencia de actos parciales, reflejos de situaciones concretas y de usos y costumbres cuya fecha de nacimiento es imprecisa. El segundo, es el «sociológico» para el cual la Constitución no es tanto producto del pasado, sino de situaciones y estructuras sociales del presente2.

Las relaciones humanas se organizan bajo la forma de estructuras sociales, que en virtud de la acción del poder conforman un «orden social». El poder es, por lo tanto, el elemento esencial en la organización de este orden. Hauriou lo define como una libre energía que, merced a su superioridad, asume la empresa de gobernar a un grupo humano por la creación continuada del orden y el derecho. A su vez, un importante publicista hispánico, Miguel Herrero de Mignon, refuerza esta idea y recuerda que el derecho constitucional es el lenguaje mismo del poder.

Así, la «constitución real» puede también concebirse en un sentido más restringido como la estructura del poder social vigente en una comunidad en un momento determinado: estructura que, valga la aclaración, es esencialmente dinámica y se halla en perpetuo devenir. En este sentido, ha podido también afirmarse que todas las entidades políticas que se manifestaran históricamente han tenido una «constitución».

Desde este punto de vista, nuestro país tuvo antes de 1853 su propia «constitución real» (histórica y sociológica), en el sentido de una organización social extendida en su territorio, que se encontraba cohesionada por los factores expresados, y cuya manifestación más importante estaba dada por el poder político. Pero, por espacio de casi cuatro décadas (1820-1860), las luchas facciosas por el control de ese poder condujeron a guerras civiles y aun a la anarquía, obstruyendo la plena vigencia de una «constitución jurídica» que organizara al Estado Nacional. Este proceso ha sido descripto por autores contemporáneos y es bien conocido3, alcanzándose su concreción con la sanción de la Constitución de 1853-604.

El concepto moderno de «constitución jurídica» consiste en concebirla como un concepto de normas fundamentales compendiadas habitualmente en un breve código. Había surgido en un pasado relativamente reciente del pensamiento político en tanto se lo utiliza para denotar al instrumento único que pretende regular el total de la actividad del Estado. Responde a la concepción «racional normativa», no sólo porque pertenece a las ideas de la ilustración, sino porque reivindica a la constitución como creadora del orden político 6. Ello es así porque en la «constitución jurídica» se precisan, por una parte, los fines generales y concretos que persigue el Estado y, por la otra, el sistema de organización del poder institucional más adecuado para la obtención de los fines propuestos7.

La constitución deviene la cúspide de una pirámide jurídica, que dispone los órganos del Estado y los procedimientos de creación de las normas inferiores8. El conjunto de normas contenidas en la ley suprema y los preceptos inferiores del resto del ordenamiento jurídico conforman el «sistema constitucional». A veces, cuando se habla de «constitución jurídica», se lo hace también en esta última acepción9.

Los distintos conceptos de constitución que se vienen utilizando, responden a diferentes abstracciones de una misma realidad global, aun cuando algunos de ellos se presentan en el campo del «deber ser», de lo normativo, y otros en el ámbito del «ser», el plano de las conductas. Por lo tanto, existe entre tales conceptos una íntima vinculación l0, cuyo análisis permite clarificar las alternativas por las que se desenvuelve un proceso constitucional.

Esta interrelación es verificable durante tres de las fases por la que puede pasar una «constitución jurídica» o el sistema normativo fundado en ella: la etapa de origen de esa constitución; el proceso de consolidación y despliegue de un sistema constitucional; la crisis del mismo y la tarea de su reforma.

En cada uno de dichos estadios de la historia constitucional argentina, puede apreciarse la importancia de la antinomia «acuerdos- desacuerdos básicos». En efecto, en diferentes circunstancias y en momentos claves de la vida institucional del país, sustentaron la creación, el desarrollo o la involución de nuestras instituciones.

IV

En la etapa anterior a la sanción de una «constitución jurídica» se advierte una fuerte influencia de la «constitución real» previa. El dictado de aquella se produce casi siempre por la acción de un segmento del poder social que conduce a la Nación, que pretende consolidarse perfeccionando la organización normativa del Estado. El grado de adecuación que medie entre la constitución jurídica, que contiene un plan para el futuro 11 y la constitución real que la precede, define ciertas situaciones posteriores.

Si no existe un mínimun de adecuación a esa constitución real previa, es decir, si una parte del poder social busca imponer un programa constitucional resistido por muy amplios sectores de la sociedad, entonces la constitución jurídica puede no llegar siquiera a entrar en vigencia. Fue lo que sucedió en nuestros antecedentes históricos, en donde un conjunto de proyectos constitucionales no lograron ser sancionados (v.g. en la Asamblea del año XIII), o el caso de las constituciones unitarias de 1819 y 1826, que no se aplicaron en la práctica porque sectores mayoritarios de la estructura social resistieron, con éxito, el programa que ellas contenían.

Por el contrario, el proceso constitucional encauzado, después de Caseros, por Justo José de Urquiza e inspirado por el pensamiento de la generación de 1837 y por quien fuera su principal expositor —Juan Bautista Alberdi—, supo rectificar los fracasos anteriores al realizar un ensamblaje entre la estructura social y política preexistente —estudiada por Alberdi y operada por Urquiza— y el dictado de la Constitución normativa (de 1853).

El Acuerdo de San Nicolás 12 representa la conformidad de los máximos exponentes del poder social de la época, los gobernadores- caudillos de las provincias, con el dictado de una «constitución jurídica» que receptaba la forma federal de Estado. Para ello ratificaba la vigencia del Pacto Federal de 1831, suscripto originariamente por las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos y al que adhirieron progresivamente todas las demás provincias de la Confederación. Allí se había previsto la convocatoria a un Congreso Constituyente cuando así lo permitiese la situación general del país, que había sido obstruido reiteradamente por Rosas. Ambos tratados interprovinciales conforman principalmente los denominados «pactos preexistentes», a los que alude el Preámbulo de la Constitución vigente cuando expresa que ésta se dicta en cumplimiento de aquéllos.

Si la Constitución de 1853 partía del asentimiento prestado por los sectores sociales que detentaban el poder de la época, no cabe duda de que el programa que aquélla contenía tendió a superar a la constitución real anterior, modificándola profundamente.

El punto de arranque de esta esencial modificación consistió en la recepción de la Constitución norteamericana como norma modelo B. La decisión de seguir los lineamientos de la ley fundamental de Estados Unidos no estuvo exclusivamente basada en el hecho de que ésta imple- mentaba un estado federal, sino que junto con las instituciones norteamericanas se recepcionaba un programa de transformación económica, social y cultural que permitía a países entonces periféricos recorrer las sucesivas etapas de cambio que habían seguido las principales naciones europeas desde que se iniciara la revolución comercial, en las postrimerías de la Edad Media, hasta alcanzar el estadio industrial l4. Fueron los hombres de la generación de 1837, y especialmente Alberdi, a quienes cupo la tarea de adaptar el modelo norteamericano a las peculiaridades de nuestro medio 15.

El Acuerdo de San Nicolás no fue el último de los pactos preexistentes. En efecto, luego del triunfo de Urquiza en Cepeda sobre las fuerzas de Buenos Aires, separada de la Confederación, los contendientes suscribieron el Pacto de San José de Flores. Allí se convienen los términos de la incorporación de esa provincia a la Confederación Argentina, la realización de una Asamblea Constituyente provincial que habría de proponer un plan de reformas a la Constitución de 1853, y la convocatoria a una Convención Nacional para examinarlas. Sarmiento, desde la Legislatura de Buenos Aires, se transformó en el principal inspirador de las reformas, aprobadas sin mayores discusiones por la Convención Nacional, que en lo substancial pretendieron seguir todavía más de cerca a las instituciones norteamericanas >6. De esta manera, concluía el período del poder constituyente originario.

Como resultado de ese proceso, la Constitución de 1853-60 se presentó entonces, respecto a la constitución real previa del país, como un plan o programa de cambio social evolutivo, que procuraba insertar a la Argentina en el sistema mundial vigente en ese momento, propendiendo un proceso de europeización acelerado que se sintetizaba en la bandera de «la lucha contra el desierto» 17. Esta empresa fue completada por los hombres de la generación del 80, si bien con significativos desvíos respecto del proyecto original, que no cabe examinar aquí.

V

El período de consolidación primero, y de despliegue después, del proyecto contenido en la Constitución de 1853-60, se extiende hasta 1930. En esta etapa, sus aspectos principales, se plasman progresivamente mediante la acción de los poderes constituidos en el resto de la legislación ordinaria del Estado, fundando un sistema constitucional 18.

Pero no sólo el programa de la Constitución fue «bajado» al sistema normativo en su conjunto, sino que la acción del poder institucionalizado por aquélla fue conformando una nueva constitución real del país, «a su imagen y semejanza». En esta función de crear una nueva organización social, no sólo tuvieron especial relevancia las relaciones y estructuras económicas que se fueron estableciendo, sino también fue primordial el papel que le cupo a la educación. Así, mientras la inmigración fluía al país de modo inagotable, una enseñanza primaria constituida sobre la base de una educación masiva permitió fundar un sistema de ideas y creencias sociales en consonancia con los principios de la Constitución.

Una de las notas características de este período en el que tuvo lugar la referida adecuación de la constitución real al sistema normativo, consistió en su estabilidad. Durante setenta años (1860-1930) ninguna revolución fue lo suficientemente exitosa como para interrumpir la sucesión de gobiernos con arreglo a los preceptos fijados en la Constitución.

En ese lapso también se operaron ajustes en el funcionamiento del sistema constitucional para aproximarlo a los cambios que se fueron sucediendo en la trama social. Dicho proceso de ajuste se vio facilitado por el carácter «elástico» de las constituciones escritas (particularmente notorio en la nuestra de 1853), que —como lo señalara con toda precisión Sampay— posibilita que aquéllas se vayan «adecuando a las transformaciones que en calidad y cantidad experimentan las relaciones sociales porque el núcleo de sentido, la idea de justicia consagrada, ante los estímulos que recibe de los nuevos contextos situacionales, también van extendiendo e intensificando su comprensión. Lo cual permite que la constitución jurídica, en presencia de una nueva realidad social, en vez de trocarse en una mera «constitución nominal» o «constitución semántica» devenga una «constitución viviente»19.

Como se profundizará en el capítulo Vil, la Constitución de 1853-60 no contenía preceptos en ciertas materias que podrían considerarse esenciales para el funcionamiento de los poderes instituidos por ella. Así, no existían disposiciones relativas a los sistemas electorales, a las características del sufragio, o al régimen de los partidos políticos.

En estas condiciones puede afirmarse que, si durante el primer medio siglo de vigencia de la Constitución 1853-60 la representación política fue limitada a la sola participación de ciertos sectores calificados económica o profesionalmente, ello fue consecuencia de normas obrantes en el sistema constitucional, que restringieron el sufragio a ciertos sectores sociales, o de prácticas inherentes a su funcionamiento (como el fraude electoral), y no tanto por preceptos explicitados en la propia Constitución20.

De allí que mediante otro acuerdo fundamental para la evolución constitucional argentina, pudo afirmarse, en las primeras décadas de este siglo, un cambio de mayor importancia en las bases de la representación política: como la reforma de 1912 (la ley electoral 8871) conocida bajo el nombre de su inspirador Roque Sáenz Peña, que abrió la participación cívica a nuevos sectores sociales y principalmente a los descendientes de inmigrantes, sin realizar una reforma de la propia Constitución.

En efecto, la nueva legislación fue resultado de un pacto político concertado entre Hipólito Yrigoyen y Roque Sáenz Peña2I, que podría ser considerado de naturaleza constitucional porque modificó profundamente la operatoria de las instituciones, aun cuando —por las razones expresadas— no fue menester concretarlo mediante una reforma de nuestra Carta Magna.

El sistema constitucional que rigió el país desde ese momento y hasta 1930, no fue ya el mismo, por cuanto la reforma electoral incorporó las modalidades y procedimientos de la democracia política, concepto que se encontraba implícito en la Constitución de 1853-60 en el principio de la soberanía del pueblo. Puede decirse, entonces, que la ley Sáenz Peña vino a desarrollar virtualidades del proyecto originario, integrando de modo progresista cambios adecuados a los que se produjeron en la constitución real, sin modificar la letra de la Constitución.

Esta transformación permitió el triunfo del radicalismo en las elecciones nacionales de 1916.

Empero, el nuevo sistema constitucional operante a partir de la recordada ley electoral no se vio complementado correlativamente por cambios que debieron producirse en la organización económica del Estado (también llamada su «constitución económica»), demorándose el lanzamiento de un proceso de industrialización, pese a las circunstancias favorables para ello, que hubiera colocado a la Argentina en condiciones similares a las que se presentaban en las naciones más desarrolladas22. Sin embargo, no se obtuvo un éxito equiparable en lo relativo a la incorporación del proceso de la revolución industrial, aun cuando muchos autores consideraron cumplidas las etapas previas al despegue económico ya en la segunda década de este siglo.

Al no correlacionarse la reforma política con el proceso de industrialización, nuestra Nación recorrió rumbos diferentes a los que desarrollaba el modelo norteamericano23. Ello produjo una lucha que pronto se trasladó a una crisis en el sistema institucional. Mientras las condiciones de la economía internacional (especialmente la europea y en particular la inglesa) fueron favorables para el país, y los enormes excedentes generados por el sistema agro-exportador bastaron para mejorar las condiciones de vida de los nuevos sectores de la población incorporados al juego político con la ley Sáenz Peña, pudo obtenerse un nuevo equilibrio en la constitución real del país que permitió el mantenimiento de la estabilidad constitucional. Cuando, por el contrario, las condiciones económicas se tornaron particularmente difíciles por la quiebra del orden económico internacional y se generalizó la recesión, también entró simultáneamente en crisis nuestro sistema constitucional, según lo sostuviera el historiador David Rock24.

VI

El golpe de estado de 1930 interrumpió el extenso período de estabilidad constitucional que, como ya se dijo, había durado setenta años. Fue el comienzo, por su parte, de una larga época de más de medio siglo (la tercera de las fases por las que puede pasar una constitución jurídica) cuya nota predominante fue precisamente el signo contrario: la inestabilidad del sistema.

Dicha inestabilidad puede ser vinculada, más allá de las causas económicas a la que se acaba de hacer referencia, a un tipo insuficiente de respuesta política de sectores de la dirigencia nacional respecto de los problemas que fue sucesivamente afrontando el país, que implicó primero la ruptura de los acuerdos básicos con los que funcionaba el sistema (a partir del pacto Yrigoyen-Sáenz Peña) y, más tarde, la carencia de otros acuerdos del mismo carácter que permitiesen asimilar la in-corporación a la vida política de las llamadas «clases trabajadoras».

La «revolución del 30» contempló dos alternativas de reorganización del sistema institucional25 que contenían en sí mismas los riesgos fundamentales de las que se desenvolverían durante buena parte del medio siglo siguiente.

La primera de ellas, encarnada en la figura del general Uriburu, cuestionó los mismos fundamentos de la Constitución de 1853 al negar el principio de la soberanía del pueblo, postulando una reforma de dicho sistema para adecuarlo a una representación de tipo corporativo, en consonancia con los preceptos que se daban en Europa. En todo caso, de no ser ello posible, se postulaba al menos la superioridad de un régimen de naturaleza militar respecto de un gobierno civil y político, iniciando una tendencia histórica que reapareció reiteradamente en el período en análisis y que reivindicó el ejercicio del gobierno para las fuerzas armadas.

La segunda, que salió triunfante en aquél momento, visualizada en la persona de Justo, propuso el retorno a un régimen de representación política limitada o restringida dentro del marco de la Constitución de 1853. Para ello inauguró la práctica de las proscripciones electorales, con la prohibición al radicalismo de concurrir a los actos comiciales. Bajo procedimientos nuevos, el sistema constitucional regresó a la situación en que se encontraba el aludido régimen de representación política antes de las reformas introducidas por la ley Sáenz Peña.

Ambas alternativas tuvieron recurrentes seguidores e inspiraron similares soluciones (que no siempre se dieron en la práctica) en los golpes de estado de 1943. 1962, 1966 y 1976 26.

La primera de las tendencias, que fue a la postre la que predominó en los golpes de estado, fundamentó ideológicamente los regímenes militares de 1966 y 1976 —que muchas veces contaron con idénticas añoranzas corporativas—, caracterizados por asumir formalmente facultades constituyentes expresas por el simple ejercicio de fuerza y no por vía de aplicación del principio de la soberanía del pueblo, sujeto y destinatario del poder constituyente27. En virtud de tales facultades se sancionaron los estatutos constitucionales de esos años, prosiguiendo el camino iniciado en 1955 al anularse por un decreto del gobierno de facto la Constitución de 1949, ponerse nuevamente en vigencia la Constitución de 1853-60 y convocarse posteriormente a una Convención Constituyente. También con fundamento semejante se sancionó la reforma de 1972, que luego caducó por aplicación de sus propias disposiciones.

La segunda tendencia conceptual, que se ha caracterizado como la de un régimen de representación política limitada en el marco de la Constitución de 1853-60, rigió durante el período 1932-1943, con proscripciones del radicalismo, y entre 1958-62 y 1963-66, con pros-cripción del peronismo.

El cuestionamiento del principio de la soberanía del pueblo, que constituye el fundamento último del sistema de legitimidad política establecido en la Constitución de 1853-6028, fue la nota más característica del proceso de desconstitucionalización29 operado en el último medio siglo, pero no la única. En efecto, otros elementos que acreditaron la profundidad de dicho proceso fueron los siguientes: 1º) la extensión de las facultades asumidas por los gobiernos de facto, que aumentaron progresivamente desde los poderes limitados ejercidos en 1930 hasta abarcar las inmensas atribuciones que cubrieron todos los rincones de la actividad del Estado en 1976; 2º) el crecimiento del tiempo de duración de los gobiernos militares con relación a los gobiernos de base civil; 3º) el funcionamiento habitual del sistema constitucional bajo el régimen de emergencia del estado de sitio, aun bajo presidencias civiles, de modo tal que una institución de excepción se transformó en regla; 4º) el progresivo desconocimiento de los derechos y garantías individuales, que llegó a su expresión máxima cuando se articuló un sistema de hecho y de derecho, paralelo a la organización jurídica del Estado; 5°) la actividad constantemente incrementada de los factores de poder y grupos de presión que fueron des-bordando en extensos períodos la dirección y arbitraje del poder institucionalizado, al punto de colocar al país en los bordes de una anarquía social y caos generalizado.

Se podría afirmar, también, que las reformas constitucionales realizadas en el período examinado (1949, 1957 y 1972), estuvieron asentadas en procesos que dividieron a la sociedad argentina y carecieron del respaldo de consensos políticos y sociales básicos que las sustentaran y les dieran permanencia en el tiempo.

Este panorama es suficientemente demostrativo, a partir de 1930, que sólo en el lapso comprendido entre 1945-1955 y en el comenzado en 1983 que se extiende hasta nuestros días el sistema constitucional se desarrolló con los contenidos de representación política logrados con la ley Sáenz Peña.

El desenvolvimiento de nuestro sistema constitucional revela la precariedad medida en el tiempo, del régimen democrático. Así, si adicionamos al lapso de diez años comprendido entre 1945 y 1955, los diez del período que ocurre entre diciembre de 1983 a diciembre de 1993, y los catorce que separan 1916 y 1930, la vigencia de un régimen plenamente democrático —en cuanto al funcionamiento del sistema institucional (y electoral) se refiere— suma un total de treinta y cuatro años. Esta última cifra resulta por demás exigua si se la compara con los ciento cuarenta años que corren desde 1853 hasta fines de 1993, y con los setenta y siete transcurridos a partir de 1916.

VII

En una conferencia pronunciada en el año 1990 en la Universidad de Yale, el destacado profesor de Ciencias Políticas, Robert Dahl, señalaba que el triunfo de la democracia que se aprecia con fuerza en nuestros días ha resultado menos de la victoria de sus ideales que de la derrota de las que fueron sus alternativas (el fascismo, el nazismo, el marxismo-leninismo, los gobiernos militares, etc.), que han quedado deslegitimadas. Dahl también recordaba que cuando las instituciones democráticas se consolidan, y ello recién sucede en el curso de una generación —glosando a Ortega y Gasset lo estimaba aproximadamente en veinte años—, nunca fueron derrocadas por su propia gente (con las excepciones históricas en su momento de Uruguay y Chile), porque el proceso político se fortalece culturalmente.

Otros politicólogos, que también destacan el retroceso de los sistemas autocráticos en todas partes del mundo mientras las democracias gozan de acelerado triunfo, encuentran que ello se debe entre otras causas a su carácter dinámico mientras los totalitarismos son más estáticos.

La democracia, por ser un régimen flexible y muy dinámico (con los cambios que le introducen permanentemente los sucesivos gobiernos electos y las renovaciones parlamentarias), se adapta mejor a una época —como la nuestra— de transformaciones aceleradas, de una velocidad tal que muchas veces los gobiernos no alcanzan a afrontar y manejar. Así, quizás lo que ha venido sucediendo en los últimos años en el Este europeo sea, entre otras cosas, la ruptura violenta de un sistema demasiado rígido —por ser autoritario— que no ha podido adaptarse a las profundas transformaciones que están sucediendo en la economía y en la sociedad.

Pero, de cualquier modo, como lo indicaba Dahl, el camino entre un sistema autoritario y otro democrático implica recorrer una larga etapa de transición. En dicha transición deben modificarse un conjunto de expresiones de la vida política, tales como las formas y los hábitos de conducción del país por el gobierno y por la propia oposición, los modos de inserción en el poder de los factores o grupos de presión, las manifestaciones de la opinión pública y la acción de los medios masivos de comunicación, la adaptación de las instituciones a las nuevas circunstancias históricas, la organización del funcionamiento de la economía mediante las reglas de juego democráticas, entre otras tantas.

Si todo ello es así, cabe advertir que las dos etapas de gobiernos democráticos anteriores, que han funcionado con arreglo a las reglas electorales de tal carácter y sin proscripciones según se ha visto (1916-1930 y 1945-1955), nunca han alcanzado a durar un período de veinte años ininterrumpidos, y todavía estamos lejos en el período democrático que transitamos, desde diciembre de 1983, de completar esa cantidad de años.

El fortalecimiento del régimen democrático ha sido la idea directriz del debate constitucional acaecido entre 1986 y 1993, que se relatará en el curso de esta obra, y que impregna el sentido de la mayoría de las reformas concretas.

Sin embargo, no ha sido ésta la única de las finalidades perseguidas por el actual proceso reformista. Se hicieron también presentes otras ideas, tales como la de favorecer la reinserción de la Argentina en la comunidad de las naciones y, más particularmente, el desarrollo de la integración latinoamericana; como la de lograr un nuevo equilibrio en nuestro sistema federal, o consolidar las reformas del Estado y de la economía en curso.

VIII

A modo de síntesis, puede afirmarse que la matriz expuesta hasta aquí —conformada por dos variables: «constitución real-constitución jurídica» y «acuerdos-desacuerdos básicos»— no sólo resulta útil como herramienta de interpretación de nuestra historia constitucional en períodos de larga duración (mensurables en décadas), sino también para la comprensión de lapsos más cortos, medibles en años, en los que se desenvuelve la historia reciente.

Durante el desarrollo de esta obra podrá percibirse cómo las modificaciones propuestas a la Carta Magna argentina (nuestra «constitución jurídica») han sido diseñadas como consecuencia del complejo proceso político de la última década. Con sus marchas y contramarchas. con un curso a veces lineal y otras sinuoso, mediante el cual fue articulándose la conformidad prestada por las fuerzas políticas, eco-nómicas y sociales más significativas (las estructuras del poder social que, en su conjunto, conforman nuestra actual «constitución real») con las reformas a realizarse. Estas fueron articulándose progresivamente desde la estructura del poder social hacia su plena institucionalización.

Sin embargo, este proceso aún no ha concluido. Resta el debate que acaecerá en la Convención Constituyente, cuyos integrantes han sido elegidos en los comicios del 10 de abril de 1994.

El autor ha querido preservar esta obra de la dinámica propia de la coyuntura preelectoral. Por tal razón, los análisis del proceso de reforma concluyen con la sanción de la ley 24.309. declarativa de su necesidad, a fines de diciembre de 1993.

Empero, los resultados de dichos comicios han debido ser evaluados, apenas sucedidos los hechos y mientras el libro se hallaba en prensa, en un Epílogo que permite avizorar los posibles comportamientos de las fuerzas políticas representadas en la Convención Constituyente, así como efectuar una somera prospectiva del debate que allí se producirá.

NOTAS

1 El análisis que se realiza a continuación fue anticipado en un artículo del autor, al que se le han realizado importantes correcciones conceptuales, titulado «Reflexiones para una futura reforma de la Constitución», en Revista de Derecho Público y Teoría del Estado, agosto de 1986. págs. 93-120. Cfr. también Hermán Heller, Teoría del Estado. Fondo de Cultura Económica. México. 1963. pág. 271.

2 Cfr. Manuel García Pelavo. Derecho Constitucional comparado, T ed., Madrid, 1964. págs. 42 y 46.

3 Oscar Oszlak. La formación del Estado Argentino, Editorial de Belgrano. Bs. As., 1982. págs. 13-85.

4 Si en nuestro país hubiera culminado con éxito la obra de la Asamblea de 1813, con el dictado de una constitución jurídica, seríamos una de las naciones precursoras en la evolución del constitucionalismo universal, pues éste recién había nacido unos cuarenta años antes —con los caracteres actuales— en los Estados Unidos de América y en la Francia surgida de la Revolución. Cfr. Juan Carlos Pereyra Pinto, Los antec-dentes constitucionales argentinos, Ed. El Coloquio, Bs. As.. 1968, págs. 59-62.

5 Arturo Sampay, Constitución y pueblo, Cuenca Ediciones, Bs. As., 1973, identifica a Emet de Vattel lEI derecho de gentes) como el autor que introduce en el vocabulario político el significado moderno del término «constitución». Sus primeras manifestaciones prácticas fueron las constituciones dictadas por la mayor parte de los Estados que formaron parte de la Confederación norteamericana, a partir de 1776.

6 Hermán Heller. op. cit.. pág. 290: «Precisamente, en el hecho de que la constitución política se vea influida de manera consciente y según un plan por una creación autoritaria de normas, en este intento de una normalización general para el territorio por medio de una normalización central radica la esencia del Estado moderno».

7 Esta distinción permite luego establecer una tipología de las constituciones, tomando en cuenta que para cada exposición de fines del Estado corresponde una organización particular del poder que se presenta como la más eficiente para conseguirlos. Cfr. la obra clásica de Maurice Duverger, Instituciones políticas y Derecho Constitucional, Ed. Ariel. Barcelona, 1970. Más modernamente André Hauriou. Jean Gicquel y Patrice Ge- lard, Derecho Constitucional e instituciones políticas, Ed. Ariel, Barcelona. 1980.

8 Hans Kelsen. Teoría general del Derecho y del Estado, Imprenta Universitaria, Mé¬xico. 1958, págs. 169-170.

9 Cfr. la distinción entre el sentido material —concepto jurídico amplio— y formal —concepto jurídico restringido— de Constitución. André Hauriou y otros, op. cit., págs. 352 y 355.

10 Para verificar la necesaria vinculación entre ambos conceptos cfr. Kurt Southeimer, Ciencia política y teoría jurídica del Estado, Eudeba, 1971.

11 El aspecto finalista como elemento esencial de la Constitución ha sido destacado por Jorge R. Vauossi en El Estado de Derecho en el constitucionalismo social. EU¬DEBA. Bs. As.. 1982, al expresar «la Constitución es síntesis, es transacción (aunque

a veces es imposición), recoge la realidad, toma en cuenta los factores reales de poder. etc.: pero también es cauce normativo en función del cambio y de la transformación evolutiva» (pág. 50).

12 Para una información de los hechos vinculados con la firma del Acuerdo de San Nicolás y sus consecuencias posteriores, véase James R. Scobie. La lucha por la consolidación de la nacionalidad Argentina. 1858-1862. Librería Hachette S. A., 2a edición, Bs. As.. 1964, cap. II. Para la generalización de la faz de «compromiso», en las constituciones que perduran, cfr. Vanossi, op. cit.. pág. 48. El texto íntegro del Acuerdo puede leerse en Pereyra Pinto, op. cit.. págs. 182-186.

13 Miguel Herrero de Miñón, en Nacionalismo y constitucionalismo (El Derecho Constitucional de los nuevos Estados). Ed. Tecnos. Madrid, 1971, cap. II. estudia sistemáticamente el fenómeno de la «recepción» de un derecho constitucional extranjero. haciendo una tipología de sus formas constitucionales, clasificándolas en imitación, transposición y asimilación. La obra de Alberdi, se adscribe a esta última tipología según la cual se pretende más que imitar el modelo, captar sus características esenciales. Ese proceso puede hacerse por tres procedimientos distintos: la racionalización. la instrumentación y la depuración (pág. 87 y ss.).

14 Cfr. Alberdi, «Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina» en El pensamiento político hispanoamericano. Ed. Depalma. Bs. As.. 1964. caps. XV, XVIII. entre otros. Idem Sarmiento en Comentarios de la Constitución Argentina, en el mismo volumen, cap. I, pág. 394. El tema fue objeto de tratamiento en las sesiones de la Constituyente de 1853. especialmente por Gorostiaga y Gutiérrez (Asambleas Constituyentes Argentinas, fuentes seleccionadas, coordinadas y anotadas por Emilio Ravignani. T. IV. págs. 468. 479). Esteban Echeverría, en la segunda lectura ante el Salón Literario ya expresaba las dificultades para alcanzar el estadio industrial, porque las grandes operaciones de la industria fabril «exigían capital y brazos» de los que carecía el país. De allí que debiera fomentarse primeramente la industria agrícola y el pastoreo, y con ellos «aglomeraremos capital para llevar con el tiempo nuestra actividad a otras clases de industrias» (Cfr. Esteban Echeverría. Reflexiones sobre la organización económica de la Argentina, Ed. Raigal, Bs. As.,

1953, especialmente págs. 51-52).

15 Para un estudio exhaustivo sobre la obra de Alberdi y su influencia en el pensamiento de los constituyentes, así como los demás ideólogos que contribuyeron a formar dicho pensamiento, véase Jorge M. Mayer. Alberdi y su tiempo. EUDEBA, 1963, cap. IX, especialmente págs. 415 y ss.

16 Para la lectura del Pacto de San José de Flores, el informe de la Comisión Examinadora de la Constitución Federal presentado a la Convención del Estado de Buenos Aires, especialmente apartado I. Plan de reforma, cfr. en Sampay, Las constituciones de la Argentina (1810-1972), Eudeba, 1975. cap. XXIV. págs. 381-426.

17 La Constitución de 1853-60 articulaba un amplio sistema de fomento económico, que es analizado en el capítulo VII. y particularmente la actividad industrial, consistente en la educación e instrucción, los estímulos y la propiedad de los inventos; la libertad de industria: la abstención de leyes prohibitivas y el deber de derogar las existentes. (Cfr. Alberdi, Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina, Ed. Raigal. Bs. As., 1954. art. IV, págs. 28 y 29).

18 Ello había sido clara intensión de los constituyentes como lo revela el tenor del artículo 24 de la Constitución al imponer al Congreso Nacional el promover la reforma de la legislación existente a la época de su sanción, en todos sus ramos, mandato que fue efectivamente cumplido por las generaciones posteriores.

19 Sampay. Constitución y pueblo, op. cit., pág. 84.

20 Como excepción podríamos citar las exigencias de sus artículos 47 y 76 de poseer ciertas rentas anuales —que presupone la posesión de bienes que las produzcan— para poder ser elegido presidente, vicepresidente o senador de la Nación.

21 Cfr. los términos del Pacto Sáenz Peña-Yrigoyen (21 de septiembre de 1910), el relato de lo tratado por Yrigoyen con Roque Sáenz Peña, la resolución del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical (8 de octubre de 1910) y los textos de las leyes 8129, 8130 y 8171. en Sampay. Las constituciones ele la Argentina, op. cit., págs. 441-474.

22 El plan originario en esa materia había sido desarrollado con éxito por las generaciones posteriores al dictado de la Constitución, en sus dos primeras etapas, toda vez que se alcanzó a producir del modo propuesto una revolución agropecuaria y otra comercial. Estas se fueron desenvolviendo en forma casi simultánea mediante una acción recíproca, y a su consumo el país quedó incorporado al sistema económico mundial en el grupo de países más avanzados. Cfr. Guido Di Telia y Manuel Zymelman, «Etapas del desarrollo económico argentino», en Argentina, sociedad de masas, Torcuato J. Di Telia, Oino Germani, Jorge Graciarena y colaboradores, EUDEBA, 1965, págs. 183. 190 y ss.

23 Cfr. Cari Brent Swixher. El desarrollo constitucional de los Estados Unidos, Ed. Bibliográfica Argentina. Bs. As.. 1958. cap. XXIX y XXXV. Richard Hofstadter. La tradición política americana. Ed. Seix Barral S. A., Barcelona, 1969, cap. XII. Puede sintetizarse la diferencia diciendo que el modelo norteamericano desembocó en la revolución industrial luego de afianzarse los intereses comercialistas del Este por su victoria sobre los intereses agropecuarios y esclavistas del Sur en la Guerra de Secesión.

24 Cfr. David Rock. El radicalismo argentino, 1890/1930, Amorrortu Ediciones, Bs. As. 1977. cap. XI y XII. Hebe Clementi. El radicalismo, nudos gordianos de su economía. Ed. Siglo XX. Bs. As.. 1982. Para las consecuencias de la crisis mundial sobre la Argentina, Aldo Ferrer, La economía argentina, Fondo de Cultura Económica, México. Bs. As., 1973. cap. XIII.

25 Carlos A. Floria. César A. García Belsunce, Historia de los argentinos, Ed. Kapeluz. Bs. As.. 1971. cap. 34, especialmente pág. 332 y ss. José Luis Romero, El des¬rrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, Ed. Solar. Bs. As.. 1983, cap. IV. pág. 155.

26 Félix Luna. Golpes militares y salidas electorales, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1983.

27 Tales gobiernos de facto conformaron nuevos regímenes al producir un cambio en el titular de la soberanía y del poder constituyente. Cfr. en tal sentido, Lousteau Heguy. El nuevo régimen constitucional argentino, LL 11-8-66; Ernesto Miqueo Ferre- ro. «Leyes fundamentales argentinas», en el libro La Revolución Argentina, Ed. De-

palma, Bs. As., 196.6, págs. 198 y 210. Contra esta opinión Carlos Tagle Achával, en El régimen político argentino, pág. 26 y ss.

28 En cuanto a este principio como fundamento del poder constituyente, cfr. Pablo A. Ramella, Derecho Constitucional, Ed. Depalma, Bs. As., 1982, pág. 17; Jorge R. Va-nossi, Teoría constitucional, Depalma, Bs. As., 1975, Tomo I, pág. 487.

29 El término «desconstitucionalización» implica una incongruencia total entre la norma y la realidad, un divorcio entre la constitución escrita y la práctica constitucional. En la desconstitucionalización los modos de comportamiento, las conductas reales están en pugna con las normas constitucionales. Para consultar una completa relación sobre el tema. Cfr. Germán Bidart Campos, Derecho Constitucional, Ediar, Bs. As., 1963, Tomo I, pág. 141 y ss.

 

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