La eficacia de la Justicia
Publicado en La Nación, el 14 de noviembre de 1997.
«Afianzar la justicia», uno de los pocos y grandes valores enunciados en el Preámbulo de la Constitución de 1853-60, fue tradicionalmente interpretado, por nuestra doctrina constitucional, desde una perspectiva primordialmente garantista de los derechos de la persona humana frente al Estado.
Esa perspectiva estuvo centrada en la exposición y desarrollo de las principales garantías, resultantes del artículo 18 de la Constitución, que protegían los derechos de los habitantes, primordialmente en el ámbito del proceso penal, y que fueron extendidas como principios que debía asegurar toda la administración de Justicia.
Entre tales principios se concibió un derecho implícito a la jurisdicción, que significaba la posibilidad de ocurrir ante un órgano Judicial en procura de justicia que pudiese responder adecuadamente a los requerimientos de los habitantes en los casos concretos.
Tal derecho se conectaba con otras garantías, algunas también implícitas como la del debido proceso, o las demás expresamente enumeradas en el mencionado artículo 18, como la inviolabilidad de la defensa en juicio, la de los Jueces naturales, la irretroactividad de la ley penal, la prohibición de declarar contra sí mismo (que conlleva la proscripción de la tortura), la inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia y papales privados.
La reforma de 1994
Los convencionales constituyentes de 1994, en cuyo ánimo pesaba el recuerdo de los duros años del proceso, en los que tales garantías estuvieron en buena medida ausentes, enriquecieron la señalada perspectiva al conceder jerarquía constitucional a principales declaraciones de derechos, pactos y convenciones internacionales, transformando en normas concretas muchos principios que habían sido reconocidos por interpretaciones doctrinarias o jurisprudenciales.
Pero la reforma de 1994 fue más allá de la visión garantista, ya que introdujo una nueva significación del valor genérico del Preámbulo de «afianzar la justicia», al destacar la necesidad de asegurar la eficacia en la administración de justicia.
Para encarar una profunda reforma de la Justicia que persiga una mayor eficacia, se creó el Consejo de la Magistratura, con atribuciones que exceden las conferidas a instituciones similares, pues no sólo tendrá a su cargo la selección de magistrados sino que administrará el Poder Judicial -incluyendo el manejo de sus recursos financieros- y ejercerá facultades disciplinarias sobre los jueces, como también potestades reglamentarias que contemplan explícitamente la obtención de aquella finalidad.
Un segundo instrumento incorporado por la reforma de 1994, consistente en un Ministerio Público independiente, tanto del Poder Ejecutivo como del Judicial, puede contribuir al mismo propósito, dado que se le confió defender no sólo la legalidad sino también los «intereses generales de la sociedad». Pocas dudas pueden caber que, en la actualidad la necesidad de contar con una Justicia más expeditiva, que dicte sentencias oportunas en el tiempo y eficaces para el esclarecimiento de la verdad, ha pasado a ser uno de los primordiales intereses de nuestra sociedad.
Las medidas concretas
La señalada actualización de las normas constitucionales se ha trasladado, si bien con notorias demoras, al debate de las leyes necesarias para su implementación. La oralización del proceso penal y la instrumentación de la mediación en los procedimientos civiles y comerciales, extendida recientemente al ámbito laboral, representan medidas positivas en la búsqueda de una mayor eficiencia en la administración de justicia, condición inexcusable para su eficacia. También lo es la anunciada creación de un fuero especial para las pequeñas causas y la oralización de los restantes procedimientos.
Otras reformas, que tienen los mismos propósitos, se hallan en curso. Las figuras del delincuente arrepentido, del agente encubierto o del testigo protegido, incluidas en un proyecto de ley aprobado por la Cámara de Diputados y actualmente en estudio en el Senado, pueden resultar imprescindibles para esclarecer actos delictivos resultantes del accionar de organizaciones criminales, que por su complejidad no es posible resolver mediante el uso de los procedimientos clásicos.
Las controversias que genera la reducción o eximición de penas a quienes han participado de tales actos pueden ser superadas si la utilización de tales figuras se encuentra sometida a rigurosos controles. La actividad de los fiscales del nuevo Ministerio Público debería ser un valioso elemento de control de las fuerzas policiales y de seguridad que intervengan en la lucha contra el crimen organizado, como también un factor decisivo en las negociaciones que se realicen con delincuentes arrepentidos o para la protección de testigos.
Toda vez que el poder de negociación de las penas puede, a su vez, ser fuente de corrupción o del desvío de las investigaciones, debería además estar bajo el control de los jueces en las causas en que se lo utilice. Los jueces, por su parte, habrán de ser controlados por el Consejo de la Magistratura y juzgados por los jurados de enjuiciamiento, de acuerdo con los términos de la Constitución reformada.
Estos tipos de arquitectura legislativa son ejemplos del conjunto de medidas que progresivamente deberían ejecutarse para acrecentar el valor eficacia en la administración de justicia, sin que ello implique afectar la perspectiva garantista de los derechos humanos, que es el otro valor por proteger. Una pronta implementación del Consejo de la Magistratura contribuirá, asimismo, a impulsar la adopción de otras medidas que concreten la finalidad mencionada, puesto que se trata del órgano al cual la Reforma de 1994 le confió la principal responsabilidad en la materia.