La reforma de la Constitución Nacional. Sus principales lineamientos. (Primera parte)

Publicado en La Ley, en 1993.

Sumario: SUMARIO: I. La propuesta justicialista. — II. Una reforma constitucional por consenso. — III. Consecuencias de una reforma por consenso. — IV. Exclusión de la parte dogmática. — V. Las etapas institucionales en la construcción del consenso. — VI. El objetivo de la integración. — VII. Rediseño del equilibrio federal. El regionalismo. — VIII. La promoción del crecimiento económico. — IX Principios de la Constitución Económica.

I. La propuesta justicialista

En el primer semestre de 1992 una comisión de juristas del Partido Justicialista, en la que he participado, redactó tres documentos dirigidos a explicitar la necesidad, oportunidad y posibles contenidos de una reforma de nuestra Constitución Nacional (1).
Dichos documentos, que fueron luego aprobados por el Consejo Nacional del partido, representan las líneas directrices de la propuesta actualmente en debate ante la opinión pública y en el H. Congreso de la Nación.
Sus principales conclusiones tomaron estado público en diversos medios de prensa, habitualmente de modo fragmentario dadas sus conocidas limitaciones de espacio, o fueron explicitadas –de igual modo–en numerosas reuniones que se realizaron en distintos puntos del país. Parece conveniente detenernos, ahora con mayor extensión, en explicitar los propósitos perseguidos, las fuentes utilizadas y sus contenidos específicos.

II. Una reforma constitucional por consenso

En la elaboración de su propuesta, la comisión de juristas tomó particularmente en consideración la posición del justicialismo adoptada a partir del año 1986 –por su sector renovador, que se convirtió luego en la conducción partidaria–, cuando debió pronunciarse sobre la iniciativa de reforma planteada por el gobierno del entonces Presidente Raúl Alfonsín.
Así se lo recuerda en el segundo documento (punto 7°), al señalarse que «durante los primeros meses de 1987 y particularmente en los encuentros partidarios realizados en La Falda y en Bariloche, el justicialismo se pronunció, una vez más, a favor de la necesidad y oportunidad de la reforma impulsada por la administración radical desde la base de un amplio consenso político, federal y social».
En otros trabajos tuve ocasión de analizar detenidamente el significado de la construcción de un consenso con tales perspectivas y condiciones, los avances que se fueron realizando en el tiempo y las dificultades suscitadas para su definitiva formalización (2).

Por ahora baste decir que, en los términos del consenso político, se arribaron a un conjunto de coincidencias que cabe recordar. En primer término, por su importancia, las expuestas en un «Comunicado de Prensa» suscripto entre los ex-Presidentes de la Nación y Gobernador de la Provincia de Buenos Aires –Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero– el 14 de enero de 1988. Luego, las detalladas en la declaración conjunta de cuatro partidos (P.J., D.C., P.I. y P.S.P.), apoyando la iniciativa y su metodología; las resultantes de la creación en paralelo por el Comité Nacional del radicalismo y por el Consejo Nacional del Partido Justicialista, de respectivas comisiones de reforma constitucional que dieron a conocer sus correspondientes conclusiones en los primeros meses de ese año 1988 y que, finalmente, se plasmaron en las plataformas electorales de los dos partidos mayoritarios, bajo las cuales encararon las elecciones presidenciales del año 1989. Fueron otros aportes a la construcción de los contenidos de dicho consenso político, los importantes trabajos del Consejo para la Consolidación de la Democracia (en sus dictámenes de octubre de 1986 y julio/agosto de 1987), los numerosos proyectos legislativos en la materia presentados al Congreso Nacional desde 1984 en adelante por legisladores del radicalismo, del justicialismo y de otros partidos, como las reformas introducidas en doce constituciones provinciales, a partir de 1986 (3).
En lo que al consenso federal se refiere, durante los años 1988 hasta 1990, se compatibilizaron en el Ministerio del Interior –en gestiones de sucesivos titulares del mismo que continuaron los trabajos emprendidos– tres documentos producidos por gobernadores de extracción justicialista, de partidos provinciales y del radicalismo.
Tales trabajos culminaron en el «Acuerdo de Reafirmación Federal». suscripto el 24 de mayo de 1990 por el actual Presidente de la Nación y todos los gobernadores de provincia(4).

Finalmente, y con referencia al consenso social, se ha dicho en el referido segundo documento, que se requiere «de un fuerte apoyo social. Ello porque la reforma no puede ser exclusivamente producto de trabajos de gabinete ni de acuerdos de la dirigencia política. En tal sentido es particularmente apreciable el notable debate que se produjo sobre el tema, en los medios de comunicación, en reuniones y congresos de variado tipo, que dio origen a numerosos libros y artículos que desarrollaron sus diferentes contenidos. Por tales razones la reforma de la Constitución Nacional no es fruto de una urgencia coyuntural o producto de una improvisación, sino resultado de una razonada y razonable interpretación de la necesidad de los argentinos de nuestro tiempo»(5).
El grado de consenso social que sostiene la iniciativa de reforma viene siendo medido periódicamente mediante las numerosas encuestas que se realizan con tal fin. Ellas son reveladoras de la progresiva toma de conciencia, por parte de la ciudadanía, de la importancia que posee en sí misma la reforma constitucional, más allá del principal debate coyuntural acerca de la posibilidad de la reelección presidencial. Por último, en esta línea de medición del consenso social, no puede excluirse el acudir a la realización de un plebiscito no vinculante.

III. Consecuencias de una reforma por consenso

La consecuencia inicial de favorecer una reforma constitucional por consenso es que los partidos deben abdicar –al proponer sus contenidos– de sus aspiraciones de máxima, para centrarse en aquellos aspectos reconocidos como necesarios por la mayor parte de la dirigencia política y de la opinión pública.
Desde este punto de vista, cabe señalar dos antecedentes de importancia que contribuyeron a fijar la posición justicialista, sentada en los congresos partidarios celebrados desde 1987 en adelante.
El primero de ellos fue la propia intencionalidad del fundador de esa fuerza política, en su discurso del 21 de diciembre de 1973 al anunciar el Plan Trienal de gobierno, en donde dejaba claro que no se insistía en la vigencia de la Constitución de 1949, sino que debía propiciarse una nueva reforma constitucional(6). El segundo de tales antecedentes fue el acuerdo celebrado por las principales fuerzas políticas, en el nucleamiento denominado la Multipartidaria –que integró el justicialismo– para regir el período posterior al último gobierno de facto. Allí se postuló la vigencia de la Constitución Nacional de 1853-60 para el retorno al estado de derecho(7). Ese acuerdo fue seguido hasta el presente por todas las fuerzas políticas signatarias del mismo y, por lo tanto, el punto de partida de la reforma no puede ser otro que la Constitución vigente.

IV. Exclusión de la parte dogmática

Una segunda consecuencia de una reforma por consenso, ha sido la propuesta de una reforma parcial de la Constitución Nacional, limitada a la parte orgánica, esto es a sus artículos 36 a 110 (8).
La base de esta posición fue sustentada por el Consejo para la Consolidación de la Democracia que en su primer dictamen –hecho suyo por el gobierno del Presidente Alfonsín– se pronunció a favor «que la reforma sea parcial y circunscripta para fortalecer el sentido de continuidad con la Constitución vigente» y por no introducir modificaciones sustanciales en las «declaraciones, derechos y garantías» enumeradas en la primera parte de la Constitución Nacional y que fueron entendidos como formando las bases y objetivos del pacto de asociación política de nuestra Nación (9).

Dicha posición del anterior gobierno fue inicialmente objeto de crítica por importantes sectores del justicialismo –entre los que me he contado (10)– por considerarse que debían ser explícitamente incorporados los principios del llamado «Constitucionalismo social», tanto en las formulaciones de los derechos individuales como en la incorporación de derechos sociales, así como también de otros preceptos que hacen a la «constitución económica del Estado» necesarios para garantizar la vigencia de tales principios. Ese fue el camino emprendido por la mayoría de las reformas a las Constituciones provinciales, realizadas a partir de 1986, que introdujeron extensas reformas a sus respectivas partes dogmáticas; también se tradujo en algunos documentos del justicialismo sobre la materia (11).
El punto fue objeto de especial debate en el seno de la Comisión de juristas que produjo los tres documentos examinados.

Las conclusiones a que llegó dicha Comisión, es que las declaraciones de derechos, individuales y sociales, explícitos e implícitos, contenidas en nuestra Ley Fundamental fueron objeto de una permanente actualización doctrinaria y jurisprudencial, como también quedaron establecidos sus alcances y extraídas sus consecuencias por las leyes que reglamentan sus respectivos ejercicios.
Pero, más importante aún que la reflexión anterior, fue la consideración decisiva que «en las últimas décadas, existe un vigoroso movimiento en la comunidad mundial de naciones y en particular en nuestro ámbito americano, cuya finalidad es explicitar o ampliar los derechos individuales y sociales en la medida que lo requieran las circunstancias de la época, mediante tratados y convenciones internacionales». Muchos de los suscriptos y ratificados por la República Argentina e incorporados a nuestro derecho interno, dejan antiguas y superadas por la época las amplias declaraciones de derechos realizadas en su momento por la Constitución de 1949 (12).

Por tal razón, ha parecido a la Comisión de mejor técnica constitucional, a fin de no cristalizar las declaraciones de derechos manteniéndolas permanentemente abiertas a los nuevos contenidos que formule la comunidad internacional, acordar una mejor protección a los derechos reconocidos –ya sea por la constitución, por las leyes o por los tratados– mediante la incorporación de un nuevo inciso, con tal finalidad, a las atribuciones del Congreso Nacional (13).

Sin embargo, se ha considerado conveniente establecer como cláusulas programáticas, también como facultades del Congreso, la necesidad de dictar legislación sobre ciertas materias, que son entendidas como nuevos derechos sociales por el constitucionalismo moderno, mediante el agregado de nuevos incisos al art. 67 de la Constitución Nacional.

Entre ellas cabe citar el «fomentar la preservación del medio ambiente y el aprovechamiento integral de los recursos con el fin de proteger y mejorar la calidad de vida. Tutelar la defensa del usuario y consumidor»(14).
Del mismo modo, «legislar en materia de salud a fin de permitir el acceso universal e igualitario a los servicios y prestaciones necesarios, en especial de los sectores más desprotegidos, la maternidad, la infancia, la ancianidad y los discapacitados»(15).

V. Las etapas institucionales en la construcción del consenso

La tercera y última reflexión que merece realizarse, respecto de las ventajas que ofrece la metodología de una reforma parcial de la Constitución, es que permite acordar paulatinamente los contenidos de un consenso político, otorgando las garantías y resguardos debidos a las minorías que participan del debate, a medida que se recorren las etapas que prescribe el art. 30 de la Constitución Nacional.

Conforme es sabido, el procedimiento de reforma allí establecido exige la sanción de una ley declarativa de su necesidad, aun cuando parte de la doctrina constitucional priva de carácter de ley en sentido material a tal declaración del Congreso (16).

En oportunidad de las reformas del siglo pasado se la ha considerado cumplida la intervención legislativa por el voto de las dos terceras partes de los miembros de cada una de las cámaras, presentes o totales.
En los casos de las reformas de 1860 y 1866, las leyes declarativas fueron sancionadas con dos tercios de los miembros presentes. En cambio, la de 1898 lo fue con dos tercios de los miembros totales. De entenderse que sólo esta última posibilidad sería la constitucional, ello entrañaría la consecuencia de considerar inconstitucionales las reformas introducidas en 1860 y 1866, circunstancia que nunca fue reconocida jurisprudencialmente en el período transcurrido desde entonces (17).

Ello así, la habilitación de los artículos a reformar –o partes de ellos– por cada una de las Cámaras, en el supuesto de reforma parcial, con la imposibilidad que tiene la Asamblea Constituyente posterior de apartarse de tales artículos bajo pena de nulidad, según lo establece nuestra doctrina constitucional, facilita obtener el amplio consenso que requieren las referidas mayorías especiales.

Obsérvese también que los autores señalan que la ley declarativa sería insusceptible de veto por el Poder Ejecutivo nacional –por tratarse de un proceso preconstituyente en donde no ha sido prevista su intervención–, además que las mayorías de dos tercios inhabilitarían materialmente al veto y que no se aplicaría tampoco el procedimiento habitual de sanción de las leyes, establecido en el art 71 de la Constitución Nacional(18).

La señalada reflexión obliga todavía a destacar que el amplio consenso exigido por el referido artículo 30 de la Constitución Nacional, ha sufrido modificaciones sustanciales con relación al sucedido en el siglo pasado, debido a las modificaciones introducidas en los sistemas electorales.

En efecto, las reformas del siglo pasado se produjeron durante la vigencia del denominado sistema de lista completa, que sólo acordaba representación en la Cámara de Diputado de la Nación, al partido que triunfaba en las elecciones y que privaba de toda representación a las fuerzas minoritarias. La reforma de 1949 fue realizada bajo el sistema de la ley Sáenz Peña (llamada de lista incompleta), que otorgaba dos tercios de las bancas al partido triunfante en los comicios y un tercio al que le seguía en orden de votos obtenidos, sin representación de los ulteriores partidos, circunstancia que todavía facilitaba la situación de la fuerza mayoritaria. Actualmente, la Cámara de Diputados de la Nación se conforma bajo la aplicación del régimen de representación proporcional, que amplía notablemente el número de los partidos representados.

Parece obvio destacar pues, aunque no se ha analizado suficietemente este punto, que el consenso político requerido ahora para obtener los votos de los dos tercios de los miembros (presentes o totales) de la Cámara de Diputados de la Nación, bajo el aludido régimen de representación proporcional, resulta mucho mayor que el resultante en el siglo pasado con el sistema de lista completa o aún el emergente de la lista incompleta, utilizada en la primera mitad de este siglo.

Por último, cabe decir que la metodología de la reforma parcial no permite a los legisladores que intervienen durante el procedimiento de discusión y sanción de la ley declarativa, decidir sobre el sentido de las reformas a introducirse. En efecto, será atribución exclusiva de la Asamblea Constituyente, modificar o no los artículos de la Constitución Nacional respecto de los cuales los habilite la ley declarativa, así como establecer el sentido de la modificación que se introduzca a los mismos. Por el contrario, la intervención de los legisladores en la etapa preconstituyente, resulta decisiva en tanto no habiliten la reforma de ciertos artículos (o de partes de los mismos).

VI. El objetivo de la integración

Aun cuando suele creerse que, por encontrarse limitada la reforma a la parte orgánica de nuestra Ley Fundamental, el objeto de la misma se dirige a introducir modificaciones al funcionamiento de los poderes del Estado, sin embargo no debe desconocerse que su finalidad es más ambiciosa. Pretende, también, sentar ciertas bases para la estructuración de la sociedad argentina del siglo XXI.

Si el principal objetivo de la Constitución de 1853-60 fue la conformación del Estado Argentino –como lo expresa su Preámbulo, «constituír la unión nacional»– en un país hasta entonces desolado por largas décadas de guerra civil («consolidar la paz interior», era otro de los grandes fines), casi cien años después la finalidad primordial de la Constitución de 1949 fue producir un proceso de integración social mediante la efectiva incorporación a la vida política y económica de los sectores trabajadores (o como lo decía su reforma al Preámbulo, «constituír una Nación socialmente justa»).

Ahora, en la última década del siglo XX y en los albores de un nueva centuria, parece existir la convicción entre las fuerzas políticas de que cabe preparar la transición de los países hacia los regionalismos. En nuestros términos, favorecer la integración latinoamericana e, incluso, continental (19).
Ello responde a la lógica de un proceso de universalización que se actúa progresivamente mediante la creación y consolidación de grandes conglomerados políticos y económicos de carácter regional, ya sea bajo el modelo de mercados comunes, como la Comunidad Económica Europea, o Uniones Comerciales privilegiadas, como la denominada NAFTA (que reúne a EE.UU.; Canadá y México), o las que se desarrollan en el sudeste asiático con epicentros en China y Japón.
Por tales motivos, se ha previsto conferir al Congreso Nacional una competencia que en principio no posee –dado el principio de supremacía de la Constitución emergente de los arts. 5 y 31– autorizándole a «atribuír a organismos internacionales, de los que se forma parte y cuando fueran acuerdos de integración política, cultural o económica, funciones legislativas, administrativas o jurisdiccionales con poder vinculante en el orden interno»(20)–.

VII. Rediseño del equilibrio federal. El regionalismo

Para el justicialismo, como ya se señalara en el documento producido en el premencionado Encuentro de Bariloche del año 1987, fue uno de los objtivos centrales de la reforma el «facilitar por el acuerdo de las propias provincias la creación de regiones político-económicas, capaces de asegurar un nuevo equilibrio territorial y hábiles para colaborar en un proceso de integración latinoamericana conducido por la Nación».

Este propósito de la reforma fue recepcionado en el documento de coincidencias entre el radicalismo y el justicialismo (21), e inspiró otras declaraciones contenidas en documentos suscriptos por los gobernadores de los diferentes partidos, a los que ya se hizo referencia.

En el Acuerdo de Reafirmación Federal, suscripto como se dijo en el año 1990, entre el actual presidente y los gobernadores de provincias, se estableció como objetivo primordial «promover la solución del desequilibrio federal existente entre la Nación y las provincias…», «mediante los instrumentos jurídicos que autoriza el actual sistema constitucional, sin perjuicio de afirmar que una cabal reestructuración del sistema federal deberá ser consagrada adecuadamente por una reforma de la Constitución Nacional, en la que debiera contemplarse garantías que aseguren la plena vigencia del equilibrio fede

al». Para ello adoptaron un conjunto de previsiones, algunas de las cuales tenían una directa relación con la materia constitucional y que han sido antecedentes de contenidos propuestos en el Tercer Documento bajo análisis (22).
Concretando las aspiraciones señaladas, se ha considerado conveniente proyectar, entre las facultades del Congreso Nacional, el: «Regionalizar competencias de la Nación, o de las provincias con el consentimiento de las interesadas para que sean ejecutadas por dos o más provincias integradas en región, pudiendo disponer el otorgamiento de beneficios y estímulos sin afectar la autonomía política de las provincias y el ejercicio exclusivo y excluyente de sus competencias no delegadas y las derivadas de los acuerdos y tratados interprovinciales»(23).

Consecuentemente con esta previsión, se ha propuesto un agregado al art. 107 de la Constitución Nacional, que contempla los poderes provinciales expresos, la autorización a las provincias a celebrar tratados de «integración y concertación regional…con conocimiento del Congreso Nacional».

También y ante el interés provincial de poder encarar cierto tipo de relaciones internacionales, se ha previsto en el mismo agregado al art. 107, que pueden «concluír tratados u otros actos o negociaciones con los Estados extranjeros y organismos internacionales, pero en este último caso con consentimiento del Congreso Nacional»(24).
Los preceptos señalados no sólo tienen un carácter programático, para inducir una política a desplegarse en el tiempo tendiente a transformar a las regiones en centros de poder económico que permitan superar las limitaciones con que se desenvuelven muchas provincias (particularmente las más pobres y pequeñas). Sirven también para impedir cuestionamientos constitucionales a las leyes que prevean otorgamiento de «beneficios y estímulos» de carácter regional y que pudiesen ser considerados violatorios del mercado nacional único, para los productos nacionales o extranjeros, que implementan principalmente los arts. 9° al 12 de nuestra Ley Fundamental. Con el mismo propósito se proyectaron otras reformas (25).

Es conocido también que el régimen tributario implementado en la Constitución vigente, consistente en la distinción entre impuestos internos directos e indirectos, ha quedado superado en el tiempo. Ello debido al uso, por la Nación de modo constante y reiterado, de la atribución excepcional que le permitía imponer contribuciones directas por tiempo determinado, siempre que lo exigiesen la defensa, seguridad común y bien general del Estado. Luego, por el régimen de unificación de impuestos internos y por el sistema de coparticipación federal.

Ha sido del interés de las provincias la actualización de dicho régimen, deslindándose sus respectivas competencias y las de la Nación, así como la posibilidad de delegarse, por el Congreso Nacional, la percepción de los impuestos en las regiones, provincias y municipios. También se ha proyectado la garantía de un porcentaje mínimo de la coparticipación federal (26).

Para completar este rediseño del régimen federal, se ha propuesto que «podrá convenirse entre la Nación, regiones y provincias la prestación de los servicios públicos federales en jurisdicción de estas últimas»(27).

VIII. La promoción del crecimiento económico

Es importante recordar que tanto la Constitución de 1853-60, como –casi un siglo después– la de 1949, respondieron a precisos modelos de creci

iento nacional.
En efecto, la primera de ellas, se propuso obtener un programa de desarrollo tendiente a generar una revolución comercial asociada con una correlativa revolución agropecuaria, consistente en poner en producción las tierras ocupadas por el indio.

Ese programa quedó implementado en una multiplicidad de normas dispersas por todo el cuerpo constitucional, que fueron explicitando sus diferentes aspectos.

En primer lugar una política inmigratoria destinada a poblar el país, asegurada por las libertades que la primera parte de nuestra Carta Magna acordaba –como lo dice el Preámbulo– a «todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino». El art. 20 de la Constitución Nacional –repetitivo de otros anteriores y de naturaleza didáctica– resumía los principales derechos que se concedían a los extranjeros «en el territorio de la Nación». El art. 25 de la Constitución Nacional preceptuaba la necesidad de «fomentar la inmigración europea» y la radicación «de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes». El art. 67, inc. 11 preveía dictar leyes de naturalización y ciudadanía «con sujeción al principio de la ciudadanía natural».
La conquista del desierto, estaba contemplada en su principal consecuencia, la distribución y colonización de la tierra pública de propiedad nacional (arts. 4°; 67, inc. 4 y 16 de la Constitución Nacional), o de propiedad provincial (art. 107 de la Constitución Nacional. El desierto se combatía, además, mediante la comunicación de las poblaciones en el territorio, que se obtenía por el desarrollo de los medios de transporte, es decir «la construcción de ferrocarriles y canales navegables» (art. 67, inc. 16 y 107 de la Constitución Nacional, el establecimiento de «las postas y correos generales de la Nación» (arts. 67 inc. 13 y 10 de la Constitución Nacional) y asegurando las libertades de circulación, de transporte y de navegación interior (arts. 10, 11 y 12, de la Constitución Nacional).

La unificación económica del país en un mercado comercial único, presupuesto para la revolución del mismo tipo que se impulsaba, se disponía en otros diversos preceptos del art. 67 (por ej. incs. 9°, 10, 11, 12). Tampoco dejó de preverse la promoción industrial, «la introducción y establecimiento de nuevas industrias» (arts. 67, inc. 16 y 107, de la Constitución Nacional).

La importación de los capitales extranjeros (arts. 67, inc. 16 y 107), no sólo resultaba también implícitamente como acompañante de la inmigración (v. el art. 25 mencionado), sino que estaba asociada al uso del crédito internacional (arts. 4° y 67, inc. 3 de la Constitución Nacional) y al arreglo de la deuda pública (art. 67, inc. 6 de la Constitución Nacional).
Eran, asimismo, piezas esenciales del programa la importancia acordada a «la educación primaria» –concebida como condición del federalismo (art. 5°, de la Constitución Nacional)– «al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria» (art. 67, inc. 16 de la Constitución Nacional).

El art. 67, inc. 16 de la Constitución Nacional, culminaba señalando que todo lo conducente a «la prosperidad del país», debía obtenerse «por leyes protectoras de estos fines y por concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo».

El modelo de Estado argentino, que emergía del conjunto de las normas señaladas, ya no tenía pues los caracteres abstencionistas del liberalismo clásico, sino que debemos concebirlo como promotor «del bienestar general» –según la expresión del Preámbulo de la Constitución Nacional– y, por lo tanto, legítimamente como protector y regulador en lo que fuese necesario.

En la mitad de nuestro siglo resultaba evidente, luego de la crisis del año 1929 y las modificaciones que ella trajo aparejado al sistema económico mundial que operaba desde el siglo XIX, que el modelo de desarrollo previsto en la Constitución de 1853-60 debía ser complementado con otras previsiones.

La Constitución de 1949 adoptó un programa decididamente industrialista, fundado en políticas de pleno empleo que –aparte de las motivaciones de justicia social que ellas reconocían– permitían proporcionar un mercado creciente a nuestros productos industriales, aseguraba el control nacional de los recursos energéticos para afectarlos al desarrollo industrial; autorizaba la gestión estatal de actividades industriales de alta concentración de capital y esenciales para el proceso industrial, supliendo la insuficiencia de capitales privados; impedía el avance de un capitalismo financiero y especulativo, mediante la nacionalización del Banco Central y la prohibición de la actividad económica usuraria (28).

Pese a la derogación de la Constitución de 1949 much

s de los elementos del proyecto contemplado en ella permanecieron incorporados a nuestra legislación.
Por otra parte, el art. 14 bis de la Constitución Nacional –incorporado por la Convención Constituyente de 1957– al resumir los principios constitucionales del derecho del trabajo, conformó un piso de condiciones mínimas bajo las cuales el mismo debía desenvolverse, sentando las bases del llamado Estado de Bienestar.
Hacia fines del siglo XX, es decir poco menos de cincuenta años más tarde, cuando aún permanece incluso el proyecto de obtener la plena industrialización del país, han sucedido importantes cambios en el mundo que obligan a reformularlo.

La aparición de otra etapa de la revolución industrial, vulgarizada con el nombre de «tercera ola» por Alvin Toffler (29), pone en evidencia la importancia creciente que ha tomado la ciencia y tecnología aplicados a la producción.
En esta nueva época, ha sido además evidente la destrucción de un modelo de estado, de mitad de este siglo, cuando no se adapta a las fuerzas del mercado, o no favorece la libre iniciativa privada, la competencia, ni los cambios acelerados que introducen las modernas tecnologías.

Estos aspectos han gravitado en los contenidos económicos de la reforma propuesta en los documentos bajo análisis.
Se ha planteado introducir agregados al precepto programático por excelencia, de naturaleza económica, de las atribuciones del Poder Legislativo –art. 67, inc. 16 de la Constitución Nacional, precisamente denominado cláusula de la prosperidad– y que tiene similares propósitos en el capítulo de los gobiernos de provincia (art. 107), con el objeto de precisar las condiciones del progreso económico y el rol del Estado en los albores del siglo XXI, a fin de contribuír, como lo hacen las constituciones europeas modernas, a una síntesis superadora del arduo debate que se extendió a todo lo largo de nuestro siglo.

Así, se ha propuesto un primer y segundo agregado al art. 67, inc. 16 de la Constitución Nacional, con el fin de: «Garantizar y proteger la libertad de empresa, la libre iniciativa privada, la defensa de la productividad, de la competencia y de la distribución equitativa de la renta, en el marco de una política económica orientada a la producción y al pleno empleo, conforme con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación».
«Promover las condiciones favorables para el progreso social y económico a fin de garantizar los derechos individuales y sociales reconocidos en esta Constitución y en los tratados y convenios internacionales en vigencia»(30).

IX. Principios de la Constitución Económica

La fuente de estos agregados son los artículos 38 y 40, 1° parte, de la Constitución Española de 1978 (31). Conforman, juntamente con otras prescripciones, las bases del derecho constitucional económico o constitución económica de ese país.

Miguel Herrero de Miñón, en un trabajo sobre la Constitución Económica (32) señalaba que tres son las motivaciones por las que se introducen preceptos económicos en las constituciones. La primera, es porque las constituciones se configuran como zonas de seguridad; se introduce en la Constitución lo que se quiere garantizar frente a terceros. La segunda, es la utilización de la Constitución para afirmar los programas de reforma social, es decir, las metas y métodos para transformar la economía. Y la tercera es la tendencia a llegar a un compromiso entre las dos anteriores y afirmar retóricamente lo que no se piensa hacer.

Más allá de las críticas que ese mismo autor –y otros– han hecho de la aplicación de esos preceptos durante los diez primeros años de vigencia de la Constitución Española de 1978, lo cierto es que –como el mismo autor lo reconoce– existe en dichos preceptos «la vía de la compensación». Es decir, defiende la economía de mercado y la libre empresa como motor del mismo, a la vez que se refiere a la regulación general de la economía, a la necesidad de garantizar su productividad y, en su caso, a la posibilidad de planificación.

Otro autor, Miguel Puchades Navarro, al hacer el balance de los referidos diez años, expresa:
«Con esto podemos esbozar ya una primera conclusión. Nuestra Constitución contempla como derechos fundamentales la propiedad privada y la libertad de empresa en el marco de una economía de mercado sometida a intervención estatal para el logro de los objetivos de estabilidad, redistribución y desarrollo. Esta primera conclusión es susceptible de matización. Una Constitución no puede ni debe descender a definir las políticas económicas concretas; ello supondría hipotecar las posibilidades de actuación de los futuros gobiernos. En tal sentido, una Constitución debe ser lo suficientemente abierta como para permitir las políticas económicas de gobiernos de muy distinto signo sin que se requiera un cambio constitucional. Lo que sí puede hacer una Constitución –y la nuestra lo hace– es, además de delimitar el sistema económico en que nos situamos, definir los principios rectores que deben presidir toda la actuación de los poderes públicos». Entre tales principios, encuentra el autor que al sector público se le encomiendan como funciones esenciales: la estabilidad económica y pleno empleo; la redistribución de la renta; el crecimiento y el desarrollo económico (33).

Afirmando también la conveniencia de introducir este tipo de preceptos económicos en las constituciones, Alfredo Sánchez-Bella Carswell ha exprsado que: «No parece, a estos efectos, que el texto constitucional deba descender a describir pormenorizadamente el modelo económico que en él se postula, pero sí es indispensable que establezca los principios esenciales para definir inequívocamente dicho modelo, fijando en especial los límites dentro de los cuales ha de desenvolverse la actividad económica del sector público en relación con el sector privado, estableciéndose así las «reglas del juego» en el ámbito de la economía. En la medida en que tales precisiones se hagan en forma clara e inequívoca, la seguridad jurídica de los ciudadanos será mayor y sus expectativas podrán formularse con mayor fundamento…Dicha precisión de límites o fronteras entre lo privado y lo público permite a los operadores privados planificar su actividad y acometer con seguridad jurídica proyectos concretos al contar con un marco claro y poder prever asimismo la conducta de sus competidores». Entiende, asimismo, que la mayor virtud de la constitución española fue el espíritu de consenso –también en la materia económica– entre las diversas fuerzas políticas que presidió su redacción (34).

Las posiciones programáticas de los partidos políticos españoles en esta temática, ha sido estudiado en detalle en «La Constitución Económica Española» de Oscar de Juan Asenjo (35), quien utiliza como principal elemento de análisis, la relación entre la iniciativa económica pública y la iniciativa económica privada.

Como lo señala el gran constitucionalista Luis Sánches

gesta, los principios económicos se definen como elemento básico de la convivencia de una comunidad. «Sin duda, nos hallamos ante principios que son la base misma de la convivencia y que por eso se definen en la Constitución como orden jurídico fundamental de la convivencia de un pueblo y que incluso hoy constituyen la base de una construcción jurídica supranacional como el Mercado Común europeo»(36).

Finalmente, se debe agregar que la importancia de prever cláusulas programáticas, inspiradoras de políticas de los gobiernos, ya fue advertida por la mayoría de los politicólogos o constitucionalistas más importantes del país –entre los que cabe citar a Bidart Campos, Carlos M. Bidegain, Natalio R. Botana, Julio Oyhanarte, Pablo Ramella y Jorge Vanossi– en oportunidad de expedir su Dictamen (III) sobre el contenido de las reformas constitucionales en oportunidad de analizarse la llamada reforma de 1972.
Volviendo a los agregados al art. 67, inc. 16, propuestos por la comisión justicialista, ellos contemplan también dos normas específicas destinadas a promover el acceso a la cultura, a la ciencia y a la investigación científica y técnica en beneficio del interés general y a asegurar la modernización y la innovación tecnológicas aplicadas al desarrollo de la producción, en el ámbito público y privado(37).

La finalidad de estos últimos preceptos, es orientar la acción de las políticas económicas y la actividad legislativa hacia el aspecto más primordial de la denominada tercera etapa de la revolución industrial, característica de la avanzada de nuestro tiempo. En efecto, en nuestra época, el elemento más dinámico del progreso económico no lo constituye ya el capital de la tierra, o de los medios de producción, sino las mismas fuerzas del pensamiento humano –de la innovación científica y tecnológica– aplicadas a la producción. Por ello, también se ha puesto el acento, al constitucionalizar a los partidos políticos

la garantía para los institutos de formación política y científica (38).
Cabe decir también, que la posibilidad de programación en la economía ha llevado a habilitar por una reforma los presupuestos plurianuales, que no excedan del período de mandato de un Presidente de la Nación (39).

Del mismo modo, se ha previsto institucionalizar, en el ámbito de la programación o de otras leyes de trascendencia económico-social, la creación de un Consejo Económico y Social, con autonomía funcional, integrado por representantes de la actividad industrial, del trabajo y de entidades profesionales, culturales o de las actividades sociales vinculadas a los sectores productivos de la economía nacional y por representantes del gobierno(40). El mismo enunciado del precepto, revela que el modelo adoptado sigue los lineamientos del Consejo Económico y Social francés.

Finalmente, dentro del marco de las reglas de juego económico para el largo plazo, se ha considerado conveniente contemplar la limitación al uso de los empréstitos y operaciones de crédito externo a un porcentaje a determinar de los recursos atribuidos por la ley de presupuesto (41). La norma tiene la finalidad de impedir un nivel de nuevo endeudamiento que comprometa a las futuras generaciones y –como ha sucedido en la última década– las mismas posibilidades de desarrollo nacional.
Especial para la La Ley. Derechos reservados (ley 11.723).

Notas:

(1) En el texto o en las notas se citarán como Primer Documento; Segundo Documento y Tercer Documento, respectivamente.
(2) Cfr. los artículos del autor, titulados «La construcción del consenso para la reforma de la Constitución Nacional» y «Reforma constitucional. Las dificultades del consenso», publicados respectivamente en Revista de Derecho Público y Teoría del Estado Nros. 3 (1988) y 4 (1989).
(3) Cfr. puntos 4, 5, 6 y 9 del Segundo Documento.
(4) Cfr. Segundo Documento, punto 8°. Se trata de los documentos de los gobernadores justicialistas (denominado «Pacto Federal», aprobado el 20 de febrero de 1988), con el denominado «Declaración de Corrientes» suscripto por gobernadores que respondían a partidos provinciales y el presentado por el radicalismo como «Acta de Reafirmación Federal».
(5) Cfr. Segundo Documento, punto 10.
(6) Cfr. Segundo Documento, punto 7° y «Juan Perón en la Argentina 1973», p. 247, Ed. Vespa, Buenos Aires, 1974. Ella debía estar sustentada en «la apreciación acerca de la realidad de nuestra sociedad y de sus aspiraciones proyectadas al siglo XXI». La perspectiva que se desprendía de tal posición, es que la reforma no debía encararse con miras al pasado sino a un futuro, medido en décadas por delante.
(7) Cfr. punto 1° de los Objetivos básicos, «Convocatoria al país» del 28 de agosto de 1981, en «La propuesta de la Multipartidaria», Ed. El Cid, Buenos Aires, 1982.
(8) Cfr. la posición establecida en la declaración contenida al inicio de los tres documentos bajo análisis.
(9) Cfr. «Reforma constitucional», Dictamen preliminar del Consejo para la Consolidación de la Democracia, Buenos Aires, Ed. Eudeba, 1986, cap. III. punto 2°, cap. IV, puntos 38/42. v. ídem, Dictamen de Alfredo Vítolo, esp. fs. 349/351. El proyecto de ley declarativo de la reforma de la Constitución Nacional promovido en el año 1989, por los doctores Vanossi y Pugliese, contiene similares fundamentos proponiendo la constitucionalización de la enmienda de agosto de 1972, la insersión de la Argentina en el mundo y en el plano de la integración latinoamericana, la incorporación de cláusulas programáticas y la regionalización para redimensionar el Estado federal son los temas principales tratados en el Tercer Documento justicialista.
(10) Cfr. artículo del autor, titulado «Contenidos de la futura reforma constitucional, Comentario al dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia», en ED, t. 122 (22 de mayo de 1987).
(11) Cfr. dictamen de una comisión de reforma constitucional del Consejo Nacional del Partido Justicialista, del 20 de setiembre de 1988, integrada por varios de los miembros de la Comisión del año 1992, entre otros por el autor.
(12) Declaraciones de derechos como las contenidas en el llamado Pacto de San José de Costa Rica, o en la Convención Internacional de la Mujer, para citar sólo algunos ejemplos.
(13) V. punto 8.11 Tercer Documento.
(14) V. punto 8.5.3 Tercer Documento.
(15) V. punto 8.12 Tercer Documento.
(16) Los antecedentes de reformas anteriores revelan que la declaración se hizo siempre por ley, así la ley 234 (1860), las leyes 171 y 172 (1866), 3507 (1898) y 13.233 (1949) (Adla, 1852-1880, 469; 453; 454; 1889-1919, 377; IX-A, 1). Ello no obsta a que ciertos constitucionalistas opinen que debe ser realizada por una «declaración» del Congreso y no por ley, tales como Estrada, González Calderón y Sánchez Viamonte (v. LINARES QUINTANA, Segundo V., «Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional», t. 2, p. 199 a 231, Ed. Alfa, 1953). En esta última posición se adscribe también BIDART CAMPOS «Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino», ps. 109/117, Ed. Ediar, 1986.
(17) RAMELLA, Pablo V., «Derecho Constitucional», ps. 22 a 25, Ed. Depalma, 1982, Arturo E. Sampay, en su Discurso como miembro informante de la mayoría de la Comisión Revisora de la Constitución, sobre «La constitucionalidad de la ley de convocatoria de la Convención Nacional Constituyente de 1949», fundamentó la interpretación del art. 30 de la Constitución Nacional según la cual bastaba el voto de los dos tercios de los presentes, en los siguientes argumentos: 1°) Porque –siguiendo a Agustín de Vedia– el texto constitucional no exige la concurrencia de un quorum extraordinario, luego basta la presencia de la mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara (art. 56, Constitución Nacional), porque cuando la Constitución Nacional exige un quorum extraordinario lo hace expresamente (v. art. 84); 2°) porque el empleo de la locución del art. 30, «dos terceras partes de sus miembros», es repetido en el art. 71, Constitución Nacional y entendida como «las dos terceras partes de los miembros presentes», ya que –como siempre se ha observado– de otro modo se estaría exigiendo una mayoría especial para la Cámara revisora que no se exige a la iniciadora; 3°) porque el art. 5° de la Constitución de Estados Unidos de América es el modelo del art. 30, Constitución Nacional y allí la doctrina y la jurisprudencia considera suficiente los miembros presentes (v. «Las Constituciones de la Argentina» 1810-1972, p. 479 y sigtes.)
(18) Precisamente esas son las consecuencias que la mayoría de la doctrina deriva del carácter «declarativo» de la necesidad de la reforma (v. por ej. Bidart Campos, op. cit. ROMERO, César Enrique «Derecho Constitucional», ps. 304 a 311, Ed. Zavalía, 1975. Las intervenciones sucesivas de la Cámara iniciadora y revisora en casos de adiciones o correcciones, no se compadecerían con las mayorías especiales requeridas «ab initio» por el art. 30 de la Constitución Nacional.
(19) Ese objetivo fue consignado en el Comunicado de Prensa, precedentemente mencionado, que registró las coincidencias entre los entonces jefes del justicialismo y radicalismo en estos términos: «deberá prever el modo de facilitar una mayor integración de nuestro país con otras naciones latinoamericanas, a fin de alcanzar un progreso común y favorecer el crecimiento conjunto a través de la ampliación y diversificación de sus respectivos mercados». El documento de la Comisión de reforma constitucional del radicalismo, de febrero de 1988, también recomendaba profundizar el proceso de integración latinoamericano «…estableciendo a ese fin la facultad de delegar competencias en órganos o entes supranacionales o comunitarios».
(20) V. punto 8.14 Tercer Documento.
(21) En el Comunicado suscripto por Alfonsín-Cafiero se dijo que debía promoverse «un nuevo federalismo asentado en función de un proyecto nacional. En tal sentido, ese acuerdo debería perseguir dos grandes objetivos: a) Un nuevo equilibrio entre la Nación y las provincias, tratando de revertir la acumulación de poder económico en el gobierno central en detrimento de los estados locales, los que deberían recuperar los derechos sobre sus recursos para ejercer un efectivo poder de decisión, sin descuidar la necesaria acción solidaria de las zonas más favorecidas en favor de las más carenciadas, ni las exigencias propias de la unión nacional; b) incorporar el concepto de región interprovincial. Tales regiones se constituirán mediante el acuerdo expreso de sus concurrentes».
(22) Tener presente previsiones que tienen más directa relación con la reforma constitucional, entre otros, los siguientes artículos del Acuerdo:
«Cuarto: Impulsar decididamente un proceso de regionalización fundado en el acuerdo de las provincias interesadas, con el apoyo o estímulo federal. Las relaciones interprovinciales se orientarán en el sentido de la actual evolución hacia un federalismo de concertación, preservando la unidad nacional y atendiendo a la integración latinoamericana».
«Quinto: Reconocer el derecho de las provincias a realizar gestiones y acuerdos en el orden internacional para satisfacción de sus intereses locales, sin lesionar las atribuciones constitucionales que en materia de política exterior le corresponde al Estado nacional».
«Sexto: En materia de poderes concurrentes o delegados a la Nación se ejecutarán políticas de concertación a través de mecanismos que aseguren la participación de las provincias y regiones en el proceso de toma de decisiones y control de su ejecución».
«Duodécimo: Revisar los aspectos económico financieros de las relaciones entre la Nación y las provincias, tanto en lo que hace al diseño del sistema de coparticipación impositiva, como en lo relativo a la repercusión en las provincias del ejercicio de determinadas competencias del gobierno nacional en materia de políticas económicas, financieras y aduaneras».
«Decimotercero: Se instrumentará la participación de las provincias o regiones en los órganos de conducción de entes, empresas y bancos nacionales. Asimismo se postulará la descentralización de sectores de la administración de las empresas nacionales al territorio de las regiones donde aquéllas desempeñan su principal actividad».
«Decimosexto: Manifestar el firme compromiso del Estado nacional y de las provincias a efectos de profundizar el proceso de reformas de las respectivas estructuras administrativas, impulsando las técnicas de desmonopolización, desburocratización y reconversión, en orden a diseñar un sector público que sirva de herramienta eficaz para el logro del bien común. El Estado Nacional se obliga a cooperar con los gobiernos provinciales en el esfuerzo que efectúen en este sentido».
(23) Cfr. punto 8.10, Tercer Documento.
(24) Cfr. cap. IV, punto 2, Tercer Documento.
(25) Cfr. cap. I punto 8.1.1. Así, se ha previsto una modificación al inc. 1° del art. 67 de la Constitución Nacional, según el cual corresponde al Congreso: «Legislar sobre las aduanas exteriores y establecer los derechos de importación, los cuales, así como las evaluaciones sobre que recaigan, serán uniformes en toda la Nación…» (el subrayado me pertenece).
Para esto se proyectó «la posibilidad de otorgar beneficios a las regiones en materia de derechos de exportación e importación, contemplando incluso el establecimiento de zonas francas».
(26) Cfr. cap. I, punto 8.1.2.
(27) Cfr. cap. I, punto 8.4 «in fine».
(28) Para una exposición de los principios económicos de la reforma de 1949, véase, el Discurso del Miembro Informante precitado, Arturo E. Sampay, op. cit., p. 500 y siguientes.
(29) «En lugar de ampliar la fuerza-bruta, las nuevas tecnologías extienden la fuerza mental humana (v. «Avances y Premisas» p. 32, Ed. Plaza y Janes, Barcelona 1983).
(30) Tercer Documento, capítulo I, puntos 8.5.1 y 8.5.2.
(31) El art. 38 de la Constitución Española dice: «Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación.
El art. 40, 1ª parte, expresa: «Los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad económica. De manera especial realizarán una política orientada al pleno empleo».
(32) En la obra, «Diez años de régimen constitucional», ps. 23/29. Enrique Alvarez Conde (editor), Ed. Tecnos, Madrid, 1989.
(33) Sector público, sistema económico y constitución, en op. cit. en nota 32, ps. 55/67.
(34) Cfr. «El principio de la libertad de empresa» en La Constitución Española, Lecturas para después de una década, Ed. Hispagraphis S.A., Madrid, 1988.
(35) Cfr. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984.
(36) Cfr. «Introducción a la obra Constitución y Economía», Centro de Estudios y Comunicación Económica S.A., Madrid, 1977.
(37) Tercer Documento, cap. I, puntos 8.5.4 y 8.5.5.
(38) Tercer Documento, cap. I, punto 8.9.
(39) Cfr. Tercer Documento, cap. I, punto 8.2.
(40) Cfr. Idem, punto 10.
(41) Cfr. idem, punto 5.

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