Obstáculos para la vigencia de la atenuación del presidencialismo Argentino veinte años después.

Trabajo presentado al XI Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, Tucumán, Argentina, septiembre de 2013.

I. ¿Es inevitable el hiperpresidencialismo argentino?.

El 24 de agosto de 2014 se cumplirán dos décadas de la sanción de la reforma de 1994 de la Constitución Argentina, y la proximidad con dicha fecha resulta, desde ya, una buena ocasión para realizar un nuevo análisis de la vigencia de dicha reforma y, en particular, de uno de sus fines principales, “la atenuación del sistema presidencialista”.

No obstante que esta finalidad ha venido fracasando hasta ahora, al punto que puede afirmarse que nuestro régimen sigue actuando como hiperpresidencialista, con las implicancias negativas que entraña para la práctica del principio de división de poderes, vale la pena seguir analizando las razones por las cuales no ha podido llevarse a los hechos, así como también continuar explorando caminos políticos o institucionales para lograrla.

En este sentido, el hiperpresidencialismo colisiona, de un modo u otro, con las cinco ideas – fuerza que inspiraron a la reforma de 1994, tal como las expuse como miembro informante del Núcleo de Coincidencias Básicas ante el plenario de la Convención Constituyente que la sancionó, cuales fueron: 1· la consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático; 2· la obtención de un nuevo equilibrio entre los tres órganos clásicos del poder del Estado; 3· la promoción de la integración latinoamericana; 4· un mayor reconocimiento de ciertos derechos de las personas (individuales y sociales) o de sus garantías específicas; 5· el fortalecimiento del régimen federal[1].

La atenuación del presidencialismo, como he remarcado en otros trabajos[2], fue uno de los ejes de esa reforma y representó una fórmula de encuentro de los dos grandes partidos –el justicialista y el radical- que la concibieron como concepto intermedio entre la tradición más presidencialista del primero y las propuestas del segundo en el sentido de evolucionar hacia regímenes semipresidenciales o semiparlamentarias.

Esa fórmula expresó el consenso logrado para generar un nuevo equilibrio entre los poderes del Estado, disminuyendo la importancia del Ejecutivo en beneficio de mayores facultades atribuidas al Legislativo y al Judicial. Para ello se diseñaron nuevas instituciones –no sólo la jefatura de gabinete y el propio gabinete en el seno del Ejecutivo, sino también el Defensor del Pueblo y la Auditoría General de la Nación en el Legislativo, el Consejo de la Magistratura en el Judicial, y el Ministerio Público como extrapoder- se generaron normas con significativas transferencias de competencias entre dichos poderes, que tuvieron la intención de dotarlos de mayor eficiencia en su accionar, a la vez que aplicaron extensamente la teoría del control.

Más aún, la atenuación del presidencialismo quedaba conectada con otras de las referidas ideas – fuerza, pues debía contribuir también a consolidar y perfeccionar la democracia, a alcanzar un mayor reconocimiento de los derechos personales y de sus garantías, a fortalecer el régimen federal, mediante transferencias de atribuciones de la Nación a las provincias o la creación de regiones económicas y sociales, corrigiendo así el sentido unitario de la Constitución clásica de 1853-60 y permitiendo transformarlas en agentes autónomos del proceso de integración latinoamericano.

De tal modo, el fracaso de la atenuación del presidencialismo impacta sobre el conjunto de las finalidades de la reforma de 1994.          

Pese a todo ello, es decir, a los obstáculos y dificultades ocurridos para la plena práctica de la Constitución Nacional, no cabe desconocer que la reforma de 1994 mantiene su plena validez normativa y un alto grado de consenso nacional, en tanto ha sido sancionada con la mayor legitimidad de todos los procesos constituyentes de la historia argentina (porque en la Convención estuvo representada la totalidad del arco político del país, y su texto final fue aprobado y jurado por unanimidad); como tampoco aún se ha propuesto un programa constituyente alternativo, ni mediaría voluntad popular de proceder a nuevas reformas de tal carácter.

Entonces, no parece una tarea vana proseguir con el diagnóstico de los impedimentos que obstaculizan concretar el programa constitucional de 1994, atendiendo a las realidades políticas y sociales contrarias a esa reforma, y poner el acento en cursos de acción que lo alimenten, con particular atención al rol que puede cumplir el poder judicial. Es el propósito de este trabajo.

II. El “legado histórico” de la tradición personalista.

Para el análisis del funcionamiento del régimen de poderes del Estado no se debe apreciar sólo al conjunto de atribuciones que poseen cada uno de ellos, o a las relaciones que los interconectan, de acuerdo a lo normado en la Constitución, sino cómo se ha previsto que se desenvuelvan en la práctica, en función de las realidades sociales significativas que influyen, muchas veces de modo decisivo, en la importancia de los respectivos roles de esos poderes.

Jiménez de Parga[3] ha puesto de relieve que no corresponde atender sólo a la especie constitucional normativa de un régimen político –por ejemplo, en lo que directamente le atañe a ese autor, el parlamentarismo español- sino a ciertas circunstancias que los definen en la práctica. Por ello recuerda que, al realizar una tipología de los regímenes políticos ya a fines de la década de los años ’50, indicaba que debía incluirse en el análisis todos los datos de la realidad que ofrecen posibilidades –positivas y negativas- a la acción política. Los que llama “principios configuradores” definen a los regímenes construidos sobre los “supuestos” y son de naturaleza jurídica unos y de naturaleza política otros. “El régimen, por ello, es una manera de convivir jurídico-política”.

Para ese autor, hay numerosos “supuestos” a los que cabe atender, entre ellos el territorio (la dimensión de un país); la ordenación de la sociedad (por ejemplo, la “opinión pública”, las “elites gobernantes”, la “oposición”, la “burocracia”) que conforma los contenidos de la “cultura política”; el “legado histórico”, es decir, los hábitos de comportamiento, usos y costumbres –en este punto acota con sagacidad que “las democracias con tradición democrática no funcionan igual que las democracias salidas de un período oscuro, durante el cual los ciudadanos nuevos padecieron la condición de súbditos-; la cuestión de los diferentes “sujetos de la política”; o, cuando ingresa al amplio campo de la influencia de la información, la significación que tiene lo que denomina la “televización de los poderes”, que “incide de modo radical en las relaciones entre los gobernantes y los gobernados”, al punto que allí encuentra un motivo para la pérdida de interés en los parlamentos, que dejaron de ser el foro del debate público por antonomasia, y facilita un reforzamiento de los ejecutivos.

En otros lugares de esta presentación haré menciones a varios de esos “supuestos” condicionantes de la vigencia de las normas jurídicas, pero interesa la preponderancia que ha tenido el “legado histórico” –con sus hábitos de comportamiento, usos y costumbres- de la tradición personalista del régimen político argentino, para la explicación del fracaso de las reformas al sistema presidencial contrarias a dicho legado, situación que ya valoré al examinar su grado de concreción al cumplirse diez años de la sanción[4].

La tradición personalista es antigua en nuestro país, sin remontarse a los antecedentes coloniales. Así, cabe recordar, por ejemplo, los intentos de varios próceres por organizarlo como una monarquía constitucional, que fueran desestimados, a favor de la república, en esta ciudad de Tucumán en el Congreso de 1816 que declaró la independencia argentina. Transformada en caudillismo, permaneció vigente en la larga etapa de anarquía y de luchas civiles, que se extendió por tres décadas desde 1820.

Luego de ser derrotado en Caseros el principal de esos caudillos, Juan Manuel de Rosas, Alberdi traza el puente entre esa tradición y la organización institucional del poder, que se concreta en la Constitución de 1853, al postular en sus “Bases” (capítulo XXV), que: “necesitamos reyes con nombre de presidentes” y encontraba que “de la constitución del Poder Ejecutivo especialmente depende la suerte de los Estados de América del Sur”.

Para Alberdi, el poder ejecutivo vigoroso era el medio de evitar la anarquía o la omnipotencia de la espada –y en tal sentido era instrumento central para la pacificación nacional- pero tan importante como ello es que, a su vez, debía ser principal impulsor del progreso y del engrandecimiento del país[5].

Esa tradición –en lugar de atemperarse- se acentuó en el siglo XX.

Casi cien años después de sancionada aquella Constitución, Arturo Sampay, principal inspirador de la Constitución justicialista de 1949, sostenía: “la organización de los poderes del Estado adoptada en la Constitución de 1853 motiva su larga vigencia: un Poder Ejecutivo con atributos como tal, que sirvió primero para pacificar políticamente al país, y permitió después, cuando pasamos de un Estado neutro a un Estado intervencionista, asumir una administración fuerte y reglamentaria que pudo solventar, sin rupturas con el orden establecido, los problemas de la nueva realidad argentina”[6].         

 Sampay, al fundamentar de tal modo la organización de poderes de la Constitución de 1949, pasaba por alto la realidad de los gobiernos de facto que comenzara a partir de 1930 –y se había extendido en 1943-, como más tarde se prolongaría con los de 1955, 1966 y 1976, que tendrían como característica común otorgar facultades legislativas al Poder Ejecutivo y suprimir el Congreso.

Si, al momento de sancionarse la Constitución de 1949 todavía era posible considerar a los gobiernos de facto como una realidad transitoria, cuatro décadas después los largos períodos de vigencia de tales gobiernos de facto, su progresivo ejercicio de funciones legislativas y aún constituyentes había producido la “desconstitucionalización” de nuestra Ley Fundamental, concepto que venía a significar un absoluto divorcio entre la constitución escrita y la práctica constitucional[7], y que hacía imperativo una reforma constitucional.   

De allí que cuando el Consejo para la Consolidación de la Democracia –creado por el presidente Raúl Alfonsín- propuso dicha reforma y como punto central de ella la modificación del sistema de poderes de la Constitución, en sus conocidos dictámenes[8] y en su publicación posterior dedicada a la controversia entre los principales modelos del derecho constitucional comparado[9], no podía obviarse, como lo dijera Horacio Rosatti citando a un dictamen de ese Consejo que: “Ciento treinta años después de Alberdi, previo a la Reforma Constitucional de 1994 y ante la previsión de una atenuación del régimen presidencialista, se advertía que dicho sistema –aún con sus distorsiones- se había ‘estructurado de tal manera que conforma una verdadera tradición. Es importante resaltar esto porque, al ser la tradición algo muy arraigado en la sociedad, debe ser tenida en cuenta como una realidad objetiva que puede ser limitante o condicionante de futuros cambios’”.

Para Rosatti en la obra que cito[10], el régimen político aún después de la reforma de 1994 sigue siendo presidencialista, y la “transferencia horizontal de funciones (desde el Ejecutivo hacia el Legislativo) difícilmente pueda cumplir –leyendo el texto reformado- con el objetivo original de compartir el poder; plantea, con miras más modestas, la posibilidad de modernizar funcionalmente al Poder Ejecutivo a través del deslinde competencial entre el presidente y el jefe de gabinete de ministros y de mejorar sus vínculos con el Congreso”. Pero aporta la perspectiva (a profundizar en estas páginas) que: “La modernización del texto constitucional debe ser acompañada por el desarrollo de una cultura política participativa”; indicando: “Si Saenz Peña dijo, en los prolegómenos de su histórica reforma electoral que tan importante como ‘garantizar el sufragio’ era ‘crear al sufragante’ hoy podríamos decir –con relación a la Reforma Constitucional de 1994- que tan importante como ‘modernizar las instituciones’ es crear a la ‘ciudadanía política’, venciendo la apatía y la incredulidad”.

III. La crisis de los partidos políticos.

Un segundo obstáculo, tanto para enfrentar a la tradición personalista  cuanto para avanzar en la atenuación del presidencialismo, es la crisis de los partidos políticos argentinos, que han sido reconocidos por la Constitución reformada como “instituciones fundamentales del sistema democrático”. Esta crisis introduce una situación nueva a la que existía cuando se concibió la reforma, entre mediados de la década de los ’80 y de los ’90, y es un factor que no sólo dificultaría cualquier propuesta política para la implementación de un régimen parlamentario o semiparlamentario, sino que también obstuculiza la propia atenuación del sistema presidencialista.

Ya analicé en una obra anterior, al comentar los nuevos artículos 36 al 38 de la Constitución[11] la evolución de los partidos políticos argentinos y de sus luchas para el reconocimiento del sufragio universal y de los derechos políticos –con sus respectivas garantías- desde las postrimerías del siglo XIX y durante el siglo XX, así como a favor de los participación de sectores sociales excluidos, las denominadas “clase media” y “clase trabajadora”.

En atención a las persecuciones que tuvieron en ese tiempo los modernos partidos, por las elites gobernantes de la república conservadora y por los primeros gobiernos de facto dirigidas contra el partido radical, y luego contra el justicialismo –extendidas más tarde contra todos los partidos en los gobiernos de facto de 1966 y de 1976- disponer normas constitucionales que proscribieran los actos de fuerza contra el orden institucional, con sus amplias consecuencias para los que incurrieran en esas conductas, y que protegieran el ejercicio de los derechos políticos y la acción de los partidos, han sido algunos de los contenidos de la primera idea – fuerza que he referido: la consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático, exitosa en su vigencia práctica.

En los años anteriores a la reforma de 1994 imperaba un régimen bipartidista atenuado, superando habitualmente el justicialismo el 40% de los votos y la Unión Cívica Radical obteniendo entre el 20 y el 30% de ellos, de modo que entre ambos partidos reunían en conjunto aproximadamente el 70% de los sufragios. Para la elección de convencionales constituyentes se redujo esa sumatoria aproximadamente al 60%; pero en la elección de 1995, ambos partidos lograron cerca del 65% mientras que una tercera fuerza –FREPASO- alcanzaba el 20,69 % de los sufragios[12].

No obstante, ya existía en aquél momento una cierta fluidez en el electorado, por un lado porque en el justicialismo conducido por el presidente Menem se habían operado ciertos cambios en su electorado tradicional, pues un sector de su izquierda se desgajó de su tronco principal –contribuyendo al crecimiento del FREPASO (sucesor del FRENTE GRANDE, participante activo de la Convención Constituyente)-[13], debido a que Menem procuraba crear un vínculo entre el tradicional populismo peronista y el neoliberalismo[14].

Esta fluidez electoral y la falta de un fortalecimiento de los partidos como estructuras políticas, tal cual lo pretende el artículo 38 de la Constitución, se apreció en la implementación de la ley de lemas en varias provincias –nueve sobre veinticuatro distritos electorales[15]– lo que representaba principalmente el intento del justicialismo de mantener su caudal electoral, a pesar de que se advertía ya una falta de unidad política.

Por otra parte, el radicalismo y el FREPASO confluyeron en una alianza electoral que llevó en 1999 al presidente Fernando de la Rúa al gobierno –en los comicios de ese año la Alianza obtuvo el 43,56% de los votos, y el justicialismo el 33,70% – pero que duró poco tiempo, al renunciar el vicepresidente Carlos Álvarez, y separarse sectores importantes del FREPASO de esa Alianza[16]. Así, en elecciones parlamentarias de mitad de mandato presidencial, en el año 2001, nuevamente vencía el justicialismo –con el 37,40% de los votos contra el 23,10% de la Alianza- que debitó al presidente de la Rúa, quien no optó para afrontar esa crisis con la posibilidad que le ofrecía la reforma de 1994, de flexibilizar el presidencialismo mediante la designación de un jefe de gabinete de ministros del partido victorioso en las elecciones[17], para aventar un descalabro mayor.

Todo ello precipitó los conocidos sucesos de diciembre de 2001 que desencadenaron la renuncia del presidente de la Rúa, y a comienzos de 2002 la utilización del clásico remedio constitucional de la ley de acefalía, para hacer frente a la vacancia del Ejecutivo, con un confuso episodio de varios presidentes que asumieron sucesivamente el cargo, hasta que la presidencia de Eduardo Duhalde –también elegido por el Congreso- estabilizó la situación.

Se recuerda el año 2002 por la condena global de la dirigencia política, gráficamente generalizada en la frase “que se vayan todos”.

Luis Alberto Romero, valorando ese período, ha expuesto sus dudas que una renovación radical de la clase política, conforme expresaba dicha frase, “hubiera podido permitir la emergencia de una dirigencia política más capaz y menos corrupta”. La elección de 2003, que concedió nuevo crédito a la democracia, representó la reelección de una gran mayoría de los integrantes de esa clase política repudiada, lo que demuestra -para ese autor- por una parte, que “aquel clima regeneracionista, que parecía dominar la escena, no tenía tanto arraigo como aparentaba. Probablemente se circunscribía al segmento de la civilidad movilizada…Hay otra conclusión posible: la corrupción de los políticos no preocupa al común de la gente tanto como su escasa eficacia”[18]; conclusión esta última, acoto, pesimista sobre los principios morales de nuestro pueblo, que -en todo caso- requeriría investigar más ampliamente.

Cabe agregar tres observaciones respecto a la incidencia institucional de la crisis de los años 2001 al 2002. En primer término, que Eduardo Duhalde, quien condujera la etapa inicial de salida de esa profunda crisis, fue designado y luego renunció como presidente –siendo luego aceptada su renuncia anticipada- por voluntad del Parlamento (volveré más adelante sobre este punto). En segundo lugar que el proceso de anarquía que vivía el país indujo nuevamente, como reflejo tradicional, volver a la idea de un “presidente fuerte” –Néstor Kichner- pese a ser el segundo más votado (el ex presidente Carlos Menem lo fue en la primera vuelta, y sin embargo no se presentó al ballotage porque entendió tener a la opinión pública en contra, pese a no ser el presidente renunciante), situación que facilitó el retorno a prácticas hiperpresidencialistas, continuadas en las presidencias de su sucesora Cristina Fernández de Kirchner (además de otras razones que luego examinaré). Y la tercera observación es que Néstor Kirchner –un gobernador de una despoblada provincia del sur argentino que no era conocido por la mayoría de la ciudadanía (como lo demuestra que en la votación que lo llevó a la presidencia obtuvo poco más del 20% del padrón electoral) – se presentó como un defensor de los principios de la ética pública y de la renovación de las instituciones (por ejemplo, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación), de modo que vino a ser entendido popularmente como una expresión de los sectores de izquierda renovadora, desplazados del justicialismo y del poder, y no tanto como un caudillo político, como en verdad lo había sido en una provincia que reimplantara la reelección indefinida del Poder Ejecutivo.    

Volviendo al inicio de este punto, en el momento de redactarse la reforma de 1994 se vivía una cierta época de oro de los partidos, aún cuando ya se advertían signos internacionales de debilitamiento de algunos partidos tradicionales[19], pues –como dijera Eduardo Mocca (citando a Peter Mair)- durante los fenómenos de crisis política y transición de la Europa oriental poscomunista la democracia no se definía tanto en relación a los derechos de los ciudadanos sino en términos de la existencia de una pluralidad de partidos que compitieran en elecciones limpias. En cambio, a comienzos del siglo XXI los partidos parecen haber entrado en una franca declinación, incluyendo como causas el debilitamiento de recursos políticos propios de los Estados nacionales, el debilitamiento de las grandes identidades construidas en torno al mundo del trabajo, las enormes transformaciones en el mundo cotidiano de la población de las democracias, la “americanización” de las campañas (la desaparición del debate de ideas y la competencia entre las imágenes de los candidatos), que aparecen como premisas de una creciente desafección y descontento ciudadano frente a los partidos, que ven reducirse el número de sus afiliados, disminuyendo la militancia activa, mientras sus funciones tradicionales se debilitan, ya que dejan de ser las herramientas insustituibles para la integración y movilización de la ciudadanía[20].

Todo ello, ha introducido nuevos factores, distintos a la situación existente al concebirse la reforma de 1994, conforme se ha visto, en las dos últimas décadas[21] –analizables en el marco del propio concepto de la “democracia” según luego se ampliará- que acrecientan dificultades para la atenuación del presidencialismo, e incluso vienen potenciando prácticas contrarias a esa reforma, que conducen a mantener el hiperpresidencialismo.

IV. Las consecuencias de la política video-plasmada.

Otro factor que coadyuva a la vigencia del presidencialismo tradicional en la Argentina, ha sido la importancia otorgada en la última década a los medios masivos de comunicación, para ejercer, mantener y lograr el poder.

Hacia fines de la década de los ’90 Giovanni Sartori[22] alertaba sobre la gran significación de este fenómeno en los EE.UU., y acotaba:

“Cuatro de cada cinco americanos declaran que votan en función de lo que aprenden ante la pantalla. Son, con toda probabilidad, personas que no leen periódico alguno; y como en los Estados Unidos los partidos son muy débiles y las emisoras de radio son todas locales y dan poquísimas noticias políticas, podemos deducir las conclusiones muy rápidamente”. Y ponía tales conclusiones en función de la incidencia en los diferentes regímenes y según la fortaleza de los partidos: “En los sistemas presidenciales la personalización de la política es máxima. Y lo es especialmente en Estados Unidos, donde la fuerza de la televisión es asimismo máxima”. Agregaba: “El último punto es éste: que la video-política tiende a destruir –unas veces más, otras menos- el partido o, al menos, el partido organizado de masas que en Europa ha dominado la escena durante casi un siglo…No preveo que los partidos desaparezcan. Pero la video-política reduce el peso y la esencialidad de los partidos y, por eso mismo, les obliga a transformarse. El llamado ‘partido de peso’ ya no es indispensable; el ‘partido ligero’ es suficiente”.  

En línea con este análisis, Sergio Fabbrini[23] profundiza los conceptos señalando que “en las teledemocracias las diferencias de política y de policy  entre los candidatos son mínimas y, por lo tanto, que la homogeneización del público, realizada por los medios ha llegado a niveles tan altos que excluyen toda posibilidad de discusión acerca de los programas, y más aún acerca de las ideologías. En semejante contexto, el líder es un recurso estratégico, la llave maestra para resolver, a favor de una u otra posición, la carrera para alcanzar el Poder Ejecutivo”. “…” “Los líderes que se imponen son aquellos que demuestran tener un talento especial para identificar ‘las frases y los gestos’ que pueden crear un vínculo entre ellos y vastas audiencies, es decir, que pueden ser apropiados para la comunicación en los medios radiotelevisivos”. La consecuencia que se deriva de ello –como anticipaba Sartori- es que “la personalización de la política constituye una consecuencia inevitable de las transformaciones culturales y tecnológicas que produjeron los actuales sistemas de comunicación de masas”. “…” “En la ‘democracia de audiencia’ o ‘del público’, la elección electoral está personalizada, es decir, los electores votan a una persona y ya no a un partido, y menos aún un programa”.

Aunque todo ello iría a favor de la personalización del Ejecutivo, ello queda atemperado, para el autor, quien distingue entre la “personalización de la  política electoral”, que ha tenido que enfrentar importantes resistencias en los EE.UU., y en ciertos países de Europa, “cuando intentó convertirse en personalización de la política gubernamental”. En Estados Unidos, en donde el sistema electoral de representación uninominal por distritos para la Cámara de Representantes, también es significativa la representación personal; no obstante lo cual, considera que a partir de los ’90 se han fortalecido los partidos en el Poder Legislativo, a punto tal que “el Congreso de los individuos y la Presidencia de la persona han debido encontrar modalidades colectivas, es decir, de colaboración política para gobernar al país”. Y, aunque también halla en Europa similares condiciones que favorecieron la personalización de la política, considera que “si bien más abiertos los partidos siguen desempeñando una función en la política electoral, y, sobre todo, en la institucional”. Aprecia que ello sucede en la Francia semipresidencial -en donde por la elección directa del presidente de la república “la personalización se ha transferido al Ejecutivo con mayor facilidad, sobre todo cuando el presidente goza de una amplia mayoría en el Legislativo”; pero aún en esas circunstancias –como las que favorecieron a Sarkozy- “necesitó la colaboración de un partido para transformar sus propuestas en actos legislativos”. Es decir, tanto en EE.UU. como en Francia, o en regímenes parlamentarios al estilo inglés, los partidos políticos siguieron siendo necesarios como instrumentos de gobierno. En cambio, ello sucedió en menor grado en la Italia de Silvio Berlusconi, pues: “con su elección la personalización de la política electoral se transformó en la personalización del Ejecutivo”.

Como conclusión de posteriores análisis que Fabbrini realiza de los diferentes tipos de gobierno contemporáneos, afirma que a la pregunta sobre cómo se gobiernan las democracias la contesta de este modo: “Aunque los líderes están en ascenso y los partidos en decadencia, como se ha demostrado en este libro, ninguna democracia puede funcionar de una manera adecuada sin los unos o sin los otros. Ningún sistema de gobierno puede maximizar la función del líder negando la del partido. O viceversa.”

Si estas consecuencias de la videopolítica favorecen entonces a la presidencia personalizada y actúan en detrimento de los partidos, y por tanto también concurren contra la atenuación del presidencialismo, lo cierto es que la complejidad del moderno sistema comunicacional produce efectos colaterales que generan impactos significativos en la democracia contemporánea. En este sentido, la progresiva desaparición de la confianza pública y la crisis de la legitimidad política, si bien afectan a todos los órganos del Estado, hacen mella en el Ejecutivo hiperpresidencialista, por su predominancia.

Manuel Castells, en una extensa obra sobre la relación entre la comunicación y el poder[24], acentúa la desaparición de la confianza pública y la crisis de legitimidad política. Afirma que: “Como se documenta en el Apéndice, una mayoría de ciudadanos del mundo no confía en sus gobiernos ni en sus parlamentos y un grupo aún mayor de ciudadanos desprecia a los políticos y a los partidos y cree que su gobierno no representa la voluntad popular. Aquí se incluyen las democracias avanzadas, ya que numerosas encuestas muestran que la confianza pública en el gobierno y en las instituciones políticas ha disminuido sustancialmente en las tres últimas década [con citas de ellas]…los datos de las encuestas indican que la percepción de la corrupción es el principal predictor de la desconfianza política.” Y más adelante, en términos globales, observa: “aunque la corrupción no haya aumentado significativamente en la historia reciente (es probable lo contrario), lo que ha aumentado es la publicidad de la corrupción, la percepción de la corrupción y el impacto de dicha percepción en la confianza política…Por tanto, la conexión entre exposición a la corrupción política y el declive de la confianza política puede estar directamente relacionada con el dominio de la política mediática y la política del escándalo en la gestión de los asuntos públicos”.

No obstante, luego de analizar la amplitud de estos fenómenos señala: “la experiencia internacional muestra la diversidad de respuestas políticas a la crisis de legitimidad política, a menudo dependiendo de las normas electorales, de la especificidad institucional y de las situaciones ideológicas…En muchos casos la crisis de legitimidad conduce a un incremento de la movilización política en lugar de a la retirada política. La política mediática y la política del escándalo contribuyen a esta crisis mundial de legitimidad política, pero el declive de la confianza pública no equivale a un declive de la participación política. Enfrentados a la desafección de la ciudadanía, los líderes políticos buscan nuevas formas de llegar a su electorado y activarlo. Los ciudadanos, recelosos de las instituciones políticas pero empeñados en afirmar sus derechos, buscan la forma de movilizarse en sus propios términos dentro y fuera del sistema político. Precisamente es esta creciente distancia entre la fe en las instituciones políticas y el deseo de acción política lo que constituye la crisis de la democracia”.

Así, la “confianza” –y la integración a redes sociales de confianza- aparece, en oportunidades que han sido estudiadas especialmente por algunos autores, como fuerzas de avance en el proceso de la democracia, también sucede lo contrario cuando grupos de ciudadanos rompen sus compromisos con la política pública en general, creando sus propias alternativas a los servicios gubernamentales o ejerciendo un control privado sobre diferentes partes del gobierno, en cuyo caso se está en presencia de situaciones de “desdemocratización”, que explican aspectos de la crisis de la democracia[25].  

Antes de tratar en el siguiente apartado las dificultades adicionales que ocasiona la crisis de la democracia a la atenuación del presidencialismo, cabe hacer siquiera una mención incidental a la cuestión del escándalo político y cómo ello también debe tenerse presente para dicha atenuación.

John B. Thomson ha estudiado con rigurosidad, en una de sus obras[26], esta temática. El escándalo político (dejando de lado otras clases de escándalos, por ejemplo económicos, o formas de corrupción y conflictos de interés que también analiza) afecta tres aspectos importantes conectados entre sí: el poder simbólico, la reputación y la confianza.

En cuanto al primero de ellos, afirma: “todos los escándalos implican la existencia de luchas [sociales] y por el acceso a las fuentes de ese poder simbólico”; definiendo al “poder simbólico” (una de las cuatro formas básicas del poder) como aquel que “se refiere a la capacidad de intervención en el curso de los acontecimientos y a la posibilidad de moldear su efecto, por un lado y a la capacidad de influir en las acciones y creencias de otros mediante la producción y la transmisión de formas simbólicas, por otro”. “La reputación es uno de los aspectos del capital simbólico y consiste en el aprecio o estima relativa que un determinado grupo de personas concede a un individuo o una institución. Cuanto más alta es la estima y mayor el rango de los individuos que la conceden, más elevada es la reputación”. Acota que habitualmente acumular una buena reputación se convierte en una larga y ardua tarea, y es un recurso –a diferencia del dinero u otros tipos de capital, que no se agota con el uso- pero puede ser muy frágil y difícil de restaurar cuando ha sido seriamente dañado. “En el ámbito de la política es importante porque resulta vital para la obtención del poder simbólico”. Y agrega que “es un recurso que no sólo acumulan los individuos, sino que también puede ser atesorado por las instituciones”. Son especialmente vulnerables los partidos políticos, los gobiernos y las administraciones. A su vez, el tercero de los aspectos es “la confianza como uno de los aspectos del ‘capital social’”.

En definitiva, todo ello termina por significar cuál es el grado de confianza que tienen los ciudadanos sobre las instituciones o las dirigencias políticas. Al contribuir los escándalos a “una desconfianza generalizada y profunda…pueden generar formas más debilitadas de gobierno”; “los presidentes y los primeros ministros pueden convertirse en funcionarios insolventes”. Pero también pueden producir formas de gobierno débiles en otro sentido, si aleja a los ciudadanos ordinarios de alguna participación en los procesos políticos de gobierno (ésta es condición de ejercicio de democracias fuertes). “Uno de los peligros de los escándalos políticos consiste en que puedan contribuir a generar una actitud de profunda desconfianza entre algunos sectores de la población, lo que llevaría a la generalización de unos decrecientes niveles de interés y participación”. Y cuando ello sucede porque se estima estar frente “a un sistema político que consideran irremediablemente manchado o corrupto, no es una sociedad que disfrute de una democracia fuerte y vital”.

Como acotación final sobre esta cuestión, cabe recordar que en los análisis y debates previos a la propuesta de crear la jefatura de gabinete de ministros, antes de la reforma de 1994, fue una finalidad importante de esa institución evitar el excesivo desgaste de la figura (e investidura) presidencial, ante el natural carga de la acción permanente de gobierno.

La materia examinada en este apartado, que se sumará a lo que se analiza en el próximo, aporta un nuevo elemento, bien actual, acerca de la conveniencia de contar con un jefe de gabinete de ministros –que realmente ejecute las actividades que le confiara la Constitución reformada- en protección de la investidura presidencial y de la persona que ocupa ese cargo central.

V. El riesgo de la radicalización de la democracia.

En los puntos anteriores han podido verificarse diversos tipos de obstáculos que vienen existiendo, en las últimas dos décadas, para llevar a los hechos la atenuación del sistema presidencialista. Ahora cabe prestar alguna atención a desafíos que se agregan desde ciertas ideas de la “democracia”.

No es del caso aquí de incursionar en una historia de ese concepto[27].

Tampoco es intención abordar en profundidad el debate actual sobre la democracia. Baste, en este sentido, una lectura detenida de la obra de Andrea Greppi, sobre sus concepciones contemporáneas[28], para advertir la complejidad de este tema en la filosofía política actual (y quizás hasta en la misma filosofía general), que excede campos más circunscriptos de la ciencia política o del derecho constitucional.

Sin embargo, hay razones prácticas para llamar la atención sobre ciertos planteos que cuestionan la necesidad de los “consensos básicos” que afirman el funcionamiento de instituciones de la Constitución o, dicho de otro modo, que aseguran reglas básicas que evitan agudizar los conflictos sociales.

Así, autores desde posiciones de una nueva izquierda, y que adscriben a la democracia radical, sostienen que: “toda forma de consenso es el resultado de una articulación hegemónica, y que siempre existirá una exterioridad que impedirá su realización plena”. “Lo que está en juego es la construcción de una nueva hegemonía. Nuestro lema debe ser. ‘Volvamos a la lucha hegemónica’”[29]. Chantal Mouffe, profundizando el tema en otra obra[30], desde el punto de vista del “pluralismo agonístico”, admite que la política democrática es construir el “ellos” de tal forma “que deje de ser percibido como un enemigo a destruir y se conciba como un ‘adversario’”, categoría que no elimina el “antagonismo”, y aunque, por un lado, admite “la tolerancia liberal democrática” porque se comparte sus principios éticos de libertad e igualdad, por otro lado se sostiene que “el desacuerdo no es un desacuerdo que pueda resolverse mediante la deliberación y el debate racional”, “los compromisos también son posibles; son parte inseparable de la política; pero deberían considerarse como un respiro temporal en una confrontación que no cesa”.

Lo grave de esta concepción es que controvierte la existencia de consensos superiores que fundan los acuerdos constitucionales, y crean las reglas normativas que sustentan las instituciones, que enmarcan luego las luchas y conflictos de cualquier naturaleza, política, económica o social.  

Más aún, para Chantal Mouffe, una diferencia importante con la teoría de la “democracia deliberativa”, es que para el “‘pluralismo agonístico’ la primera obligación de la política democrática no consiste en eliminar las pasiones de la esfera de los público para hacer posible el consenso racional, sino en movilizar esas pasiones en la dirección de los objetivos democráticos”.

En sus críticas al consenso, ratifica que “todo consenso existe como resultado temporal de una hegemonía provisional”. Más adelante, atempera en algo su posición, al admitir que: “El consenso es necesario en las instituciones que son constitutivas de la democracia. Pero siempre [acota enseguida] existirá un desacuerdo en lo que se refiere al modo en que debería llevarse a la práctica la justicia social en dichas instituciones”.

Por ello, además cuestiona: “El creciente predominio jurídico [que] también debe entenderse en el contexto de debilitamiento de la esfera democrática pública en la que debería tener lugar la confrontación agonística”. Es decir, también manifiesta su disconformidad con la circunstancia que la esfera jurídica se esté convirtiendo en el terreno en que los conflictos sociales encuentran se forma de expresión, y por tanto confronta con la posición de Ronald Dorwin quien afirma la primacía de un poder judicial independiente, como intérprete de la moralidad política de una comunidad.

  Dorwin –que analiza la experiencia reciente en los EE.UU.- admite la presencia de profundas divisiones políticas y sociales que socavan a la democracia en ese país, pero se coloca en la actitud inversa a la democracia radicalizada, al hallar principios comunes, compartidos, que son lo suficientemente sustanciales como para posibilitar el debate político nacional, indicando que son abstractos, filosóficos, acerca del valor y responsabilidades centrales de la vida humana, que conforman un patrimonio común de los norteamericanos, aunque también los comparten muchas personas de otros países, especialmente de democracias maduras.

No resulta casual que Dworkin se presenta como jurista y realiza comentarios sobre derecho constitucional, aunque su interés principal es político: desarrollar los principios, profundos y generales, como para proporcionar una base común a quienes adscriben a las dos culturas políticas que actualmente dividen a EE.UU. Y se pronuncia por conciliar el conflicto entre igualdad y libertad, pues entiende que las comunidades políticas deben buscar una interpretación de cada una de esas virtudes que muestre que son compatibles, que presente a cada una de ellas como un aspecto de la otra[31].

En suma, frente a todas las concepciones actuales de la democracia a las que pasó revista, que mencionan la profunda falta de representatividad que arrastran las instituciones democráticas, así como la creciente ausencia de racionalidad del Estado de Derecho, que desafía el esquema clásico de división de poderes, y por consiguiente la estructura básica de nuestros sistemas constitucionales, Andrea Greppi vuelve sobre la vigencia del constitucionalismo democrático. Rescata una actualización de las doctrinas de la democracia deliberativa – a la que adhería entre nosotros hace años atrás Carlos S. Nino- y el uso de la noción de “procedimiento”, como elemento clave para reconstruir la validez o legitimidad de las decisiones políticas.

Aquí, de nuevo para Greppi las teorías del constitucionalismo democrático vuelven a jugar un papel crucial. “Tras el giro deliberativo, a la teoría le queda por delante la búsqueda de un nuevo equilibrio entre los ideales y la realidad de una democracia que está volviéndose cada vez más virtual y aparente…la palabra ‘democracia’ se refiere, a un tiempo, a un ideal y un método”. Plantea la importancia de las reglas y procedimientos que se necesitan –explica la inconsistencia de muchas propuestas examinadas a lo largo de su libro que tratan de “pasar de puntillas” porque la democracia necesita de ellos- y que también se requiere una “teoría de la democracia” que indique los “principios para la asignación de derechos y deberes, cargas y beneficios de la cooperación social”. Y termina por marcar una profunda contradicción en los adversarios de la democracia respecto de quienes cree que “se hacen cada vez mas fuertes y levantan cada vez más la voz. Desmintiendo su razón de ser, aspiran a convertir las instituciones en instrumentos de control de las conductas y de las conciencias, y buscan la forma más eficaz para reducir o desactivar los espacios residuales de autogobierno”[32]. Sin decirlo expresamente, interpreto que ese autor, que trata en profundidad las modernas concepciones de la democracia en el pensamiento político contemporáneo, nos está previniendo contra un giro crítico de la democracia que pueda estar conduciendo al autoritarismo.              

VI. La vigencia de las reformas al Congreso.

Luego del sobrevuelo realizado de los numerosos obstáculos y dificultades, tanto provenientes de nuestro pasado como de las realidades actuales –incluso de concepciones de la teoría política democrática radical- cabe ahora volver a un campo más concreto del debate constitucional, relativo a cómo enfrentar las causas que vienen impidiendo la atenuación de nuestro sistema presidencialista y cuáles son las vías posibles para ponerla en práctica.

Para ello corresponde pasar a analizar la situación de las reformas de 1994 a ambos poderes del Estado.

En lo que hace al Congreso Nacional hay que tomar en cuenta que ha sido el órgano más débil en la tríada de poderes del Estado de la Constitución de 1853. Como lo recuerda bien Jorge Vanossi, en uno de sus trabajos[33], ello tiene su propia razón histórica, porque aquella Constitución lo recibió del derecho de los EE.UU., pero sin la práctica representativa de las primitivas colonias que precediera en aquel país a su Constitución, que luego prolongaron y profundizaron a partir del siglo XVIII, cuando adquirieron su independencia. Entre nosotros esas prácticas fueron muy embrionarias, salvo las de nivel municipal –los Cabildos- que existieron en las viejas ciudades coloniales.

En el diseño de la Constitución de 1853 se refleja esa tradición, tanto como la influencia de Alberdi de dotar al presidente con los atributos de un rey, según lo demuestra el breve tiempo anual en que debía reunirse –cinco meses – quedando el resto del año para el gobierno político del Ejecutivo mediante decretos, o excepcionalmente para convocarlo a sesiones de prórroga o extraordinarias. Ese órgano, ya de por sí débil, todavía debió sufrir, en el siglo XX, las permanentes disoluciones durante largos períodos de facto.

A ello cabe agregar, en ese siglo XX, una decadencia advertida aún en los países con regímenes parlamentarios, en donde la transferencia de las decisiones a la Administración ha sido una práctica corriente, producto en buena medida del desarrollo técnico-económico que ha generado burocracias especializadas en el ámbito del Ejecutivo. A ello se agrega la importancia de los Ejecutivos tanto en los países con regímenes presidencialistas cuanto los parlamentarios o mixtos (semiparlamentarios como Francia), como producto de dos aspectos ya mencionados en este trabajo, el debilitamiento de los partidos y las consecuencias de la política video-plasmada. De allí la importancia de las reformas sancionadas en 1994 para fortalecerlo como poder del Estado[34].

No obstante, la desaparición de golpes de Estado en la Argentina en los últimos 30 años, y la extensión por esas reformas del período de sesiones ordinarias a nueve meses del año, han comenzado por producir la primera condición necesaria para la atenuación del presidencialismo: la existencia misma del Congreso y su actuación durante casi todo el año.

Es cierto también que actualmente la debilidad del Congreso tiene un correlato –como señala Vanossi en la obra citada- en la debilidad de los partidos. De allí la consecuencia que extrae: “El producto parlamentario tiene fundamentalmente dos renglones: el de la baja capacitación [de los miembros de la clase política] y el de la baja participación interna en los procesos que le dan vida a los partidos políticos”. Aquí nos encontramos con otro defecto en el cumplimiento de la Constitución, porque en su nuevo artículo 38 se ha previsto designar fondos públicos para la capacitación de sus dirigencias.

De cualquier modo, el progreso en la capacidad de los integrantes del Congreso actual es evidente respecto, por ejemplo, al primer parlamento de la democracia. En la última década, muchos legisladores tienen una carrera política y técnica ya hecha (o son profesionales de disciplinas diversas), muchos han sido reelectos, o fueron previamente intendentes o legisladores provinciales, incluso ex presidentes de la Nación (los casos de Raúl Alfonsín y Carlos Menem) o ex gobernadores en sus respectivas provincias, de modo que en un número significativo tienen experiencia ejecutiva, además de legislativa.

A su vez, la existencia permanente del Congreso –porque aún en su receso anual pueden reunirse sus comisiones- ha traído la proliferación de comisiones parlamentarias en ambas Cámaras -Vanossi se queja de ello con cierta razón en el trabajo citado, porque considerada que su número impide a los legisladores asistir a todas ellas y trabajar de modo eficiente- que cuentan con un número de asesores permanentes y los que designan los legisladores que las integran, en forma tal que cuando la labor de esos asesores se cumple (y no son solo personas pagas para cumplir tareas en la base política de los legisladores que los nombran), también contribuye a su capacitación técnica.

Los trabajos en la obra colectiva citada –de la AADC y de la Fundación Adenauer- con numerosos autores que se dedican en sus capítulos 2 y 7 a aspectos prácticos de la técnica legislativa y la mecánica de ambas Cámaras,  como las obras especializadas de Jorge Gentile[35], Mario A. R. Midón[36] y Eduardo Menem[37], entre otros que profundizan que abordan esos aspectos, además de las obras generales de nuestros tratadistas, demuestran que el Congreso es una realidad en funcionamiento.

Asimismo, se completó el proceso de dotar de mayor representación política a partidos de la oposición en el Senado de la Nación, por aplicación de la regla de la elección de dos senadores por mayoría y uno por la minoría.  

Actúa ahora más eficazmente que en lo establecido en la Constitución de 1853, porque se llevaron a la práctica otras reformas de 1994, relativas a la reducción a tres de los antiguos cinco pasajes entre las Cámaras, para la discusión y modificación de los proyectos de ley; la prohibición a la Cámara de origen de introducir nuevas reformas a los textos provenientes de la revisora y el cómputo de las mayorías que deben prevalecer en cada caso; como también las reformas para las leyes que requieren ahora mayorías especiales para su sanción. Otro tanto cabe decir, de la concreción de la Auditoría General de la Nación y del Defensor del Pueblo de la Nación, como instituciones dotadas de autonomía dentro del ámbito del Congreso.

Pese a ello, el parlamento no ha ejercido ciertos poderes, que le confiara la reforma de 1994, con vistas a atenuar el presidencialismo y, lo que resulta más grave, es que ha sucedido tanto en momentos en que el gobierno ha contado con triunfos electorales que le permitieron gozar con el control de ambas Cámaras, o cuando ha ocurrido lo contrario y dejó de tener, al menos, la mayoría en alguna de ellas.

En este sentido, es de notar que las Cámaras del Congreso no han implementado ciertos mecanismos constitucionales previstos por dicha reforma para dar mayor visibilidad a sus actos o al control del Ejecutivo, en una época signada, como se ha visto, por la política video-plasmada. Veamos aquí algunas de las principales facultades del Congreso no llevadas a los hechos o ejecutadas de modo contrario a lo dispuesto en la Constitución:

a) No ha exigido la concurrencia mensual del jefe de gabinete de ministros –alternativamente a cada una de sus Cámaras- cuando éste ha incumplido con tal obligación constitucional (tampoco, en esos casos, lo ha denunciado penalmente por incumplimiento de deberes de funcionario público);

b) No ha hecho uso de la interpelación del jefe de gabinete a los efectos del tratamiento de una moción de censura, a pesar que en ciertas ocasiones ha contado con la mayoría absoluta de los miembros de una Cámara para poner en marcha ese mecanismo (con el impacto público consiguiente, aun cuando no se lograra efectivamente lograr su remoción);

c)  No requirió la presencia personal del jefe de gabinete en los casos del dictado de decretos de necesidad y urgencia, y de los que promulgan parcialmente las leyes –veto parcial- conforme lo prevé la Constitución;

d) No ha efectivizado un control respecto de si los proyectos de ley de ministerios o de presupuesto nacional han tenido el previo tratamiento en acuerdo de gabinete, dado que prescribe la propia Constitución tal necesidad;

e) Admitió durante largo tiempo que no se creara la Comisión Bicameral Permanente para el control de los decretos de necesidad y urgencia, y de los que promulgan parcialmente las leyes;

f)  No impulsó la sanción del régimen de coparticipación federal, en los tiempos previstos en la Disposición Transitoria Sexta, y prorrogó la vigencia de ese régimen, sin contar en ciertos momentos con aprobación de las provincias;

g) Ha delegado poderes al Ejecutivo –especialmente en materia presupuestaria- o a algunos de sus organismos descentralizados de modo contrario a las condiciones previstas en el artículo 76 de la Constitución.

Con la aclaración que estas facultades no ejercidas, o ejecutadas de modo contrario a lo previsto en la Constitución, han sido aquí enunciadas solo a título de ejemplos, se aprecia de su lectura que el parlamento, en dos décadas, ha perdido muchas posibilidades de ser un poder del Estado que contribuyera a hacer efectiva la atenuación del presidencialismo.

En cuanto al debilitamiento de los partidos políticos ya examinada,  parecen aún ambiguas las consecuencias de la ley de internas abiertas como modo de fortalecerlos en su interior[38]; quizás es conveniente mantenerlas, con reformas que las mejoren, algunas ya sugeridas por autores que las analizan[39], a las que agrego, por mi parte, que resulta esencial para su vida interna implementar el régimen de representación proporcional, para alentar el juego interno de las minorías, tanto para los cargos partidarios y como electivos.

VII. Incumplimiento de reformas en el ámbito del Ejecutivo.

Tampoco ha cumplido el Poder Ejecutivo, en veinte años posteriores a la reforma de 1994, con todas las obligaciones que le impuso la Constitución, que tendían, por una parte a atenuar o flexibilizar el presidencialismo, y por otra parte a hacer más eficaz su accionar, facilitando el ejercicio de políticas de Estado –que se proyectan en el tiempo más allá de la duración de un gobierno- y que requieren de una colaboración más profunda entre las diversas fuerzas o partidos políticos. Enunciemos algunos incumplimientos en el Poder Ejecutivo y el primero de ellos, por su importancia, es la necesidad que este órgano –que es unipersonal- se desenvuelva en el marco de reuniones o acuerdos de gabinete de ministros, lo cual ya es forma de la atenuación de su poder[40].

La realización de reuniones o acuerdos de gabinete de ministros, asume constitucionalmente esas dos formas, la primera mencionada cuando la preside el propio presidente, y la segunda cuando la convoca y dirige el jefe de gabinete de ministros (incisos 4, 5 y 6 del artículo 100 de la Constitución);

Por otra parte, mal puede concebirse el accionar de un jefe de gabinete de ministros, sin que estos últimos asuman un rol importante en la Administración, porque no tiene sentido designar un “primus inter pares” –como he definido al rol constitucional de dicho jefe en un trabajo anterior, al fundar mi intervención en el primer proyecto de ley de ministerios posterior a la reforma de 1994[41]– sin que los ministros puedan ejercer en plenitud sus atribuciones colectivas en gabinete, en donde puedan debatirse en conjunto los temas más importantes de la acción de gobierno.

El actuar en el marco del gabinete es una obligación que también incumbe al propio presidente, como lo demuestra la tercera parte del inciso 3 del artículo 99 de la Constitución, ya que para el caso específico del dictado de decretos de necesidad y urgencia “serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros”, procedimiento que por lo previsto en el artículo 80 de la Constitución se aplica también para la aprobación parcial (o veto parcial) de las leyes.

Ello resulta también del inciso 6 del artículo 99, ya que para el envío al Congreso de los proyectos de ley de ministerios y de presupuesto nacional, por el jefe de gabinete de ministros, se requiere su previo tratamiento “en acuerdo de gabinete y aprobación del Poder Ejecutivo”, de modo que éste es anoticiado formalmente por la Constitución que, al menos, la iniciativa de esas dos leyes requieren ese tipo de acuerdos, aunque aquí no se exige la unanimidad de las opiniones de los ministros, como ocurre en los dos casos anteriores.     

La constitucionalización del gabinete y la necesidad de los referendos del gabinete de ministros y del jefe de gabinete –o solo de éste en ocasiones- actúa como un control intraórgano[42], es decir, concretado en el seno de este mismo poder del Estado, como primer paso de los controles extraórgano, que están luego a cargo del Congreso –por ejemplo, en los casos de decretos de necesidad y urgencia, de veto parcial de las leyes, o de ejercicio de legislación delegada- o de los que corresponda ejercer al Poder Judicial en su ejercicio del control de constitucionalidad, en los casos que se le sometan.

Resulta obvio que, para que pueda operar el control intraórgano, el jefe de gabinete de ministros y los demás ministros deben ejercer sus atribuciones en el marco establecido por la Constitución; y el gabinete tiene una importancia especial, porque permite un debate interno dentro de la Administración, que enriquece su accionar al contribuir a analizar las distintas soluciones que existan para afrontar los problemas que se presenten y coordinar la actuación de los ministerios cuando se trate de cuestiones atinentes a varios de ellos.

A todo ello cabe agregar, que la concepción de la atenuación del presidencialismo diferencia entre la conducción política y estratégica del Estado a cargo del presidente –como se aprecia de las funciones contenidas en el artículo 99 de la Constitución- de la gestión corriente de los negocios públicos que debe ejecutar el jefe de gabinete –artículo100 de la Constitución- y la alteración por el presidente de este modo de ejercicio del Poder Ejecutivo, predispuesto explícitamente en las normas referidas de la Ley Fundamental, altera una finalidad central de la reforma de 1994.

Todavía conviene aclarar que en el capítulo de Nuevos Derechos y Garantías, agregado a la Primera Parte de la Constitución Nacional, existen tres normas que hacen aún más compleja la organización y división de los poderes del Estado y el ejercicio de la teoría del control. En efecto, en materia de protección del ambiente, en la defensa de consumidores y usuarios, que incluye previsiones también sobre la defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados, el control de los monopolios naturales y legales, la calidad y eficiencia de los servicios públicos, se impone una obligación de protección de esos derechos a todas “las autoridades” (arts. 41 y 42 C.N.), con intervención de las asociaciones de consumidores y usuarios, y con las “asociaciones que propendan a esos fines” en el caso genérico –que también engloba a aquellos ya descriptos- de los “derechos de incidencia colectiva en general” (artículo 43 de la Constitución).

De este modo, un plexo muy importante de derechos económicos y sociales quedan alcanzados por un control que incluye, pero también excede, el ámbito de los tres poderes del Estado, y aún de la actuación del Ministerio Público como órgano extra poder (artículo 120 de la Constitución), para conformar un “control social”, que se formaliza en la actuación de las asociaciones, en procedimientos ante la Administración, o fuera de ella en el accionar ante el Poder Judicial.

Con esta aclaración corresponde ahora ingresar en lo que cabe esperar del Poder Judicial para la atenuación del presidencialismo.

VIII. El rol primordial del Poder Judicial.

Las reformas de 1994, en lo referido al Poder Judicial tuvieron por objeto dos grandes finalidades, enunciadas en el inciso 6 del artículo 114: “asegurar la independencia de los jueces” y lograr “la eficaz prestación de los servicios de justicia”, que tendían a mejorar la imagen pública de la administración de justicia, deteriorada por cuestionamientos que se le hacían en ambos sentidos, según tuve oportunidad de señalarlo en trabajos anteriores[43], al igual que lo hizo Enrique Paixao, miembro informante del Núcleo de Coincidencias Básicas ante el plenario de la Convención Constituyente, en lo relativo a las reformas del Poder Judicial[44].

A su vez, las reformas se vinculaban también con la atenuación del sistema presidencialista, al disminuir la intervención de los poderes políticos del Estado en el proceso de selección y nombramiento de los jueces –con excepción de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, para la que se mantuvo el sistema anterior con dos importantes modificaciones que luego se indicarán- y en el de remoción, por la intervención que se acordó al Consejo de la Magistratura y al Jurado de Enjuiciamiento de jueces.

En efecto, se suprimió la anterior discrecionalidad política que tenía el presidente de la Nación de nombrar los jueces federales, inferiores a los de la Corte, con acuerdo del Senado, debiendo ahora nombrarlos eligiendo en base a una propuesta vinculante en terna que le eleva el Consejo de la Magistratura (artículo 99, inciso 4, segunda parte de la Constitución), luego de implementarse concursos públicos por el Consejo de la Magistratura (artículo 114, incisos 1 y 2). Asimismo, se suprimió para esta categoría de jueces la remoción por el Congreso mediante el sistema de juicio político – reemplazándolo por un jurado de enjuiciamiento (artículo 115 de la Constitución)- que también anteriormente implicaba la apertura de una etapa acusatoria en la Cámara de Diputados de la Nación (que actuaba como un instrumento político de presión, por tiempo indefinido, para jueces acusados), y el juicio para su remoción específicamente por el Senado de la Nación.

Respecto de los jueces de la Corte Suprema de Justicia, también se atenuaron los poderes presidenciales, pues el nombramiento de ellos requiere una mayoría, ahora agravada, del Senado de dos tercios de sus miembros presentes en sesión pública convocada al efecto (artículo 99, inciso 4, primera parte de la Constitución). Siendo importante no sólo el aumento de miembros requerido –antes bastaba la simple mayoría del Senado- sino la realización de una suerte de Audiencia Pública en ese órgano antes de poder prestar el Acuerdo, que implica mayor conocimiento público de los nominados.

Incluso la atenuación se refleja en el poder reglamentario, ya que si bien el Poder Ejecutivo mantiene su atribución de dictar los reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación (aquí las relativas a la materia judicial), también el Consejo de la Magistratura tiene la potestad reglamentaria, con las finalidades arriba mencionadas (artículo 114, inciso 6), que se suma a la que la Corte Suprema ejercita por medio de Acordadas.

Fuera de ello, interesa plantear el rol que le cabe al Poder Judicial para contribuir de modo efectivo a lograr la atenuación del sistema presidencialista, mediante las funciones que ejerce y, en especial, por el control de constitucionalidad que compete a todos los jueces de la Nación.

En este punto, cabe tener presente las extensas consideraciones que se han efectuado en apartados anteriores de este trabajo, respecto a la crisis de los partidos políticos, a las consecuencias de la política video-plasmada, a los problemas actuales del régimen democrático que llegan hasta cuestiones de índole de filosófica que hacen a su supervivencia (por pérdida de confianza ciudadana en el régimen democrático, debido a razones ya expuestas), a la amplitud de facultades constitucionales otorgadas a las “autoridades” -incluido el Poder Judicial- en defensa de los derechos que se han mencionado, y más en general en la intervención que podría caberle, en juicios concretos, para hacer efectivas las obligaciones incumplidas por los otros poderes del Estado tendientes a lograr la efectiva atenuación del sistema presidencialista.

Para abordar sintéticamente estos temas hay que principiar por decir que se ha modificado, en las últimas décadas, el rol de los jueces –y del control de constitucionalidad que ejercen- en el sistema de división de poderes.

Baste para marcar esas diferencias las reservas que planteaba Carlos Nino, en una obra póstuma[45], respecto del control de constitucionalidad en una democracia deliberativa opuestas a la extensión creciente de ese control que debe asumir el Poder Judicial –aunque efectúa tres salvedades significativas- para resguardar o poner en práctica el amplio campo de de derechos individuales y sociales, cuyo alcance ha ampliado notablemente la reforma de 1994. Las reservas de Nino en las que justifica, en el plano teórico el control de constitucionalidad, tienen precisamente que ver, primero, con las salvaguardas que deben proteger el procedimiento democrático, como conjunto de reglas que deben ser cumplidas; en segundo término, con evitar que mediante leyes se pretendan imponer un ideal de excelencia personal que confronte con derechos individuales; y, en tercer lugar, poder nulificar una norma que afecte a la práctica constitucional, es decir, a las constituciones ideales de los derechos.

A partir de la reforma de 1994 cambia el sentido de la Constitución  para pasar de ser una expresión del Estado liberal de mitad del siglo XIX, a adherir al Estado social, en el que se consagran los derechos sociales.

Como resalta Valentín Thury Cornejo[46]: “El Estado ya no se abstiene, sino que intenta conformar una sociedad más justa e igualitaria donde se satisfagan las necesidades de todos sus miembros. Pasa a promover un nuevo tipo de integración social, a través social, a través de una actividad prestacional con la cual asume la transformación del orden económico y social existente…a las libertades negativas se suman las positivas y éstas requieren…una actuación concreta de la estructura social para su satisfacción”. “…” “Si señalamos con anterioridad que el Estado Social deja de lado su carácter abstencionista y asume funciones redistributivas y prestacionales, parece lógico que el Juez, como parte de la orgánica estatal, deberá asumirlas como propias. A ello lo obliga la configuración jurídica de la normativa constitucional que lo compromete a proteger unos derechos y aplicar unos principios y valores que inciden directamente en las funciones estatales”. “…” “Ante este declive de la norma general, el juez asume un papel central en la configuración del esquema distributivo, como instancia de síntesis de los principios del Estado liberal y del Estado social”. “…” “En este sentido, la discrecionalidad judicial es enorme y no se halla exenta de decisiones políticas, aún cuando ellas se oculten bajo la forma de opciones en favor de la normatividad efectiva de la Constitución”.        

 Téngase en cuenta que Thury Cornejo también está influido por la  crisis contemporánea del régimen democrático y que su respuesta presenta algunos parecidos con la de Dworkin[47]. Afronta la temática del déficit de representación, del juez como intérprete de la sociedad y la judicialización de la política. La encara desde la perspectiva, que al democratizarse el acceso a la justicia “…al igual que la extensión del sufragio universal supuso un cambio de proporciones sobre el sistema político y electoral, la incorporación de nuevos requirentes –actuales o potenciales- de jurisdicción significó una verdadera revolución en la actividad del Poder Judicial”.

Pero aún es más amplio el proceso que advierte Thury Cornejo que se produce actualmente, y que es consecuencia de la debilidad del parlamento: “La justicia se transforma en el lugar reservado al Parlamento, como se ha visto en la resolución de los denominados casos difíciles, donde la decisión se traslada hacia el ámbito judicial y el resultado de su acción trasciende los límites del caso”. Toma también en consideración la actuación de los medios de comunicación, “que amplifican las cuestiones que deben decidir los jueces. Ello termina provocando una instalación en sede de la justicia del conflicto político, dado lugar al fenómeno conocido como ‘judicialización de la política’”.     

Por este extenso rodeo se llega a la aplicación de un principio que es conocido desde hace tiempo en nuestra doctrina, pero que ha sido tratado siempre con mucho cuidado por los jueces: la inconstitucionalidad por omisión.

Germán Bidart Campos ya la exponía, bastante tiempo antes de la reforma de 1994, sobre la base de estas conclusiones: “1) que cuando la Constitución ordena a un órgano del poder el ejercicio de una competencia, ese órgano está obligado a ponerla en movimiento; 2) que, cuando omite ejercerla, viola la Constitución por omisión, en forma equivalente a como la vulnera cuando hace algo que está prohibido; 3) que cuando la abstención del órgano de poder implica o involucra un daño o gravamen para alguien, ese alguien debe ser sujeto legitimado para impulsar a la justicia constitucional a controlar al órgano renuente en hacer lo que debe; 4) que el mecanismo de control tiene que funcionar debidamente, sea para obligar al órgano remiso a cumplir la actividad debida, sea para que el órgano de la justicia constitucional supla la actividad omitida en beneficio del sujeto agraviado que provoca el control”[48].

Obviamente Bidart Campos desarrolla esa posición, compartida por otros autores[49], en el más estrecho ámbito de la Constitución de 1853, antes que se ampliara el campo de los derechos personales –individuales y sociales- y sus garantías, del modo como lo realizara la reforma de 1994. No obstante, decidir aplicar esta opción es una cuestión debatida en doctrina y en el derecho comparado, por las dificultades teóricas y prácticas que presenta[50].

No se me oculta que cuando se trata de cuestiones estructurales como la aquí examinada, un abordaje por la vía de la inconstitucionalidad por omisión resultaría prácticamente imposible. Empero, la construcción del caso depende de cuáles son las concretas obligaciones incumplidas por los poderes del Estado. Ya se ha dicho, a modo de ejemplo, que el incumplimiento de algunas de ellas –como la falta de concurrencia personal del jefe de gabinete a la Comisión Bicameral Permanente, que debe controlar el dictado de decretos de necesidad y urgencia o los relativos a la promulgación parcial de leyes- podría dar lugar a una acción por incumplimiento de deberes de funcionario público.

El ejercicio de las facultades delegadas que realice el Congreso al Ejecutivo, omitiendo cumplir las reglas prescriptas en el artículo 76 de la Constitución, podría ser nulo por inconstitucional, y de ocasionar daños a personas afectadas no mediaría obstáculos para solicitar la inconstitucionalidad y accionar judicialmente para procurar evitar o reparar tales daños.

Ello significa que el cumplimiento de la Constitución muchas veces cuenta con remedios judiciales para hacerlo exigible.

Por lo demás, las omisiones pueden tener manifestaciones variadas. La falta de sanción de la ley de coparticipación federal, que también obstaculiza uno de los modos de atenuación del presidencialismo, porque permite al gobierno federal contar con recursos tributarios que podrían ser provinciales, ofrece múltiples vías de ataque, razón por la cual varios supuestos ya están judicializados ante la Corte Suprema.

Nuestro Alto Tribunal ha comprendido en profundidad que ha variado el rol de los jueces y el ejercicio de sus propias competencias. Las Audiencias Públicas que convoca, para analizar casos concretos, ponen de relieve en ocasiones el modo de ejercicio de las políticas públicas por el Ejecutivo –o de sus omisiones- como también de algunos de sus organismos dependientes.

Es decir, que una inconstitucionalidad estructural por omisión del cumplimiento de la Constitución, puede abordarse judicialmente si se la descompone en las diversas formas que asuma en la práctica, y se construyen casos concretos ante situaciones que generen gravámenes, individuales o sociales. En tal forma, el rol del juez, que se amplió notablemente por las circunstancias examinadas en este trabajo, puede ser uno de los remedios mejores para asegurar la supremacía de la Constitución y del programa político, económico y social que contiene.

Sin que ello, por supuesto, implique desdeñar las otras alternativas que ofrece la Constitución vigente, como incentivar la aplicación de formas semidirectas de democracia (artículos 39 y 40 de la Constitución) -muy utilizadas hoy en el orden local en EE.UU. (por ejemplo, en California)-,  proponer o alentar cambios legislativos que mejoren la vida interna de los partidos y sus formas de intervención en los procesos electorales, otorgar mayor atención a la actuación del vasto campo asociativo reconocido en nuestra ley Fundamental, o a las demás medios que puedan utilizarse. Como se dijo al inicio se cuenta con la ventaja que existe una Constitución con amplia legitimidad, acatada por la sociedad y sin propuestas de cambio.       


[1] “Obra de la Convención Nacional Constituyente”. Centro de Estudios Constitucionales y Políticos del Ministerio de Justicia de la Nación, t. V, págs. 4882/83.

[2] “La reforma por dentro”, caps. 1 al 5, Planeta, Bs. As. 1994; “La jefatura de gabinete de ministros en el proyecto de ley de ministerios” en La Ley del 7 de diciembre de 1995, capítulo II; entre otros que se citan luego.  

[3] “La ilusión política. ¿Hay que reinventar la democracia en España?” Alianza Editorial, Madrid 1993, especialmente capítulos I y III.

[4] “Fuentes y vigencia de la reforma (1974/2004)”, en la obra colectiva “A 10 años de la reforma constitucional”, Asociación Argentina de Derecho Constitucional, Editorial Advocatus, 2005. Aún estimo válido uno de los criterios seguidos para realizar una primera evaluación, cual fue sostener que: “…el grado de vigencia de las reformas implementadas ha sido variable según el diferente sustento histórico que poseyera cada una de ellas; teniendo en cuenta, además, que una parte considerable del diseño general de la reforma de 1994 ha sido predispuesto para modificar ciertas costumbres constitucionales, que se entendieron perniciosas para la estabilidad y evolución de nuestro sistema institucional”. Ello condujo a clasificar las reformas, en tres grupos, según las menores o mayores dificultades presentadas para su vigencia: a) reformas sustentadas en circunstancias históricas indiscutibles; b) reformas resultantes de nuevas circunstancias históricas; c) reformas que confrontan costumbres inconvenientes para el desarrollo institucional. Las reformas al sistema presidencial están en este último grupo.

[5] “Bases y puntos de partida para la organización política de la Argentina”, en “El pensamiento político hispanoamericano”, vol 6, Depalma 1964, cap.XV, págs. 94-95.

[6] “La Reforma Constitucional”, La Plata, 1949, pág.34.

[7] Germán Bidart Campos, “Derecho Constitucional”, Ediar, Bs. As. 1963, Tomo I, pág. 141 y ss.

[8] “Dictamen Preliminar del Consejo para la Consolidación de la Democracia”, EUDEBA, Bs. As. 1986; “Reforma Constitucional. Segundo Dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia”, EUDEBA, Bs. As. 1987. 

[9] “Presidencialismo vs. Parlamentarismo” (EUDEBA, Bs. As. 1988).

[10] “El presidencialismo argentino después de la reforma constitucional”. Rubinzal – Culzoni Editores, Santa Fe, 2001, especialmente págs. 73/74; y 97/99.

[11] En la obra dirigida por Alberto R. Dalla Vía y Alberto M. García Lema, “Nuevos Derechos y Garantías”, Rubinzal – Culzoni, Editores, Santa Fe 2008, y los comentarios de este último a los artículos 36, 37 y 38 de la Constitución reformada.

[12] Ernesto Calvo y Marcelo Escobar, “La nueva política de partidos en la Argentina”, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2005, cuadro de p. 23.

[13] Ver, Ricardo Sidicaro, “Los tres peronismos. Estado y poder económico. 1946-1955/ 1973-1976/ 1989-1999, Siglo Veintiuno Editores, Argentina, especialmente págs.161 y ss. También lo que se dice aquí en nota 21.

[14] Ver, Marcos Novaro, “Menemismo, pragmatismo y romanticismo”, en “La historia reciente. Argentina en democracia”, Edhasa, Bs.As. 2004, especialmente pág. 203.

[15] Calvo y Escobar, op. cit., págs, 23/24.

[16] Carlos “Chacho” Álvarez, “La Alianza: entre la vieja y la nueva política”, en “La política en discusión”, coordinada por Horacio Facio, Flacso Manantial, Buenos Aires, 2002, ps. 21/29, en donde explica los motivos de creación de esa Alianza y las causas de su ruptura. 

[17] Alberto M. García Lema, en conjunto con Antonio Martino: “¿Atenuación o flexibilización del presidencialismo?; La jefatura de gabinete ante nuevos escenarios políticos, comparada con la propuesta de Sartori”, en El Derecho del 15 de diciembre de 1998, en donde se examinaba, entre otros escenarios, la posibilidad de una presidencia derrotada en elecciones de mitad de mandato y que quedaba en minoría en alguna o ambas cámaras del Congreso.

[18] Luis Alberto Romero, “Veinte años después: un balance”; en “La historia reciente. Argentina en democracia”, op. cit.,págs. 281/282.

[19] En Europa, durante los años 80, la crisis de los partidos se vio reflejada en amplios porcentajes de abstencionismo electoral, en diversas formas de conductas antipartidarias por parte del electorado, en una alta volatilidad electoral, en el crecimiento de fuerzas partidarias atípicas, así como en el renacimiento del populismo, del nacionalismo y del personalismo. Esta vuelta de fuerzas extremistas, en muchos casos cercanas al neofascismo, se interpretó como sintomática de un proceso de desarticulación entre la ciudadanía y las élites tradicionales de políticos profesionales. Pero también se leyó en esta nueva dinámica, la oportunidad de una competencia más abierta, con votantes más independientes, en la que la opinión de los ciudadanos tendría más peso que antes. No faltaron estudios que tendieron a relativizar la magnitud de la crisis, señalando las consecuencias limitadas de la misma. Para ello se basaron en el hecho de la supervivencia de los partidos políticos tradicionales, y en que muchas de las nuevas fuerzas que emergieron como resultado de la crisis se extinguieron con notoria rapidez. De esta manera, afirmaron que si bien era un hecho el cambio profundo en las identidades y las formas de organización políticas, y junto con ellas, en el tipo de vínculo que une a representantes y representados; que no por ello era menos cierto que la mayoría de los partidos habían sobrevivido, y que, aun cuando disminuyó el voto de clase, los alineamientos de izquierda y derecha seguían teniendo vigencia. De manera que se hacía necesario moderar la discusión acerca de la radicalidad de los cambios acontecidos en esos años previos o contemporáneos a la reforma de 1994.

[20] “Los partidos políticos: entre el derrumbe y la oportunidad”, en “¿Qué cambió en la política argentina?. Elecciones, instituciones y ciudadanía en perspectiva comparada”, comp.. Isidoro Cheresky y Jean –Michel Blanquer, Homo sapiens Ediciones, Buenos Aires, 2004, ps. 83 y ss.

[21] En 1995 el 66% de los ciudadanos ya se identifican como independientes (Novaro, 1998). Aumentan asimismo los votos en blanco y baja la cantidad de votantes que asisten a los comicios. Los caminos tradicionales de vinculación entre electores y representantes comienzan, pues, a perder potencia. Las definiciones fuertes partidarias por parte de los políticos profesionales tienden a generar una merma en el caudal de votos. Y las organizaciones partidarias territoriales no alcanzan para garantizar el control de la propia fuerza. Nacen en ese contexto nuevos líderes en los márgenes de los partidos, que tratan de distanciarse de sus partidos y entran desde esa distancia a la disputa por la fidelidad del electorado (Adrogué, 1993; y Novaro, 1994).

[22] “Homo videns. La sociedad teledirigida”, Taurus, Madrid. 1998; citas de págs. 106 y 109/10.

[23] “El ascenso del príncipe democrático. Quién gobierna y cómo se gobiernan las democracias”. Fondo de Cultura Económica de Argentina S.A., Bs. As. 2009, citas de págs. 70, 72/3, 75/6 y 209.

[24] “Comunicación y poder”, Alianza Editorial, Madrid 2009/10/11; cita de págs 376/77/80

[25] Charles Tilly, “Confianza y gobierno”. Amorrotu Editores, Bs. As., 2000.

[26] “El escándalo político. Poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación”. Ediciones Paidos Ibérica S. A., 2001; págs. 338/357.

[27] Para un panorama de ese concepto a lo largo de la historia: “Democracia. El viaje inacabado (508 a.C – 1993 d.C)”, bajo la dirección de John Dunn, TusQuets Editores, Barcelona 1995.

[28] “Concepciones de la democracia en el pensamiento político contemporáneo”, Editorial Trotta, Madrid, 2006.

[29] Ernesto Laclau y Chantal Moufee, “Hegemonía socialista. Hacia una radicalización de la democracia”, original en ingles, Londres 1985, Fondo de Cultura Económica de Argentina, 2005, cita del prólogo a la segunda edición (año 2002), págs. 18/20.

[30] “La paradoja democrática. El peligro del consenso en la política contemporánea”. Gedisa editorial, Barcelona, 2da. Edición, 2012; citas de págs. 114 a 117; 126/8

[31] Ronald Dworkin, “La democracia posible. Principios para un nuevo debate político”, Ediciones Paidos Ibérica S.A., Barcelona 2008; con citas de otras de sus obras –pág. 26- en la que elabora la relación entre libertad e igualdad.

[32] Ver, obra citada, págs. 167/77.

[33] “¿Modernización parlamentaria?”, en “El Poder Legislativo. Aportes para el conocimiento del Congreso de la Nación Argentina”, compilador Jorge Horacio Gentile, Ed. Asociación Argentina de Derecho Constitucional y Konrad – Adenauer – Stiftung e. V, 2008; citas de págs. 117.

[34] Ver, “La reforma por dentro”, op. cit., págs. 193 y ss.

[35] “Derecho parlamentario argentino”, Ciudad Argentina, Buenos Aires 1997.

[36] “Organización y funcionamiento del Congreso de la Nación Argentina. Legislaturas provinciales y de la CABA. Constituciones sudamericanas; Hammurabi, 2012.

[37] “Derecho Procesal Parlamentario”, La Ley, 2012,

[38] Ricardo Haro se pronunció, en “Elecciones primarias abiertas. Aportes para una mayor democratización del sistema político” (Revista de Estudios Políticos, n· 78, 1992) porque aportan legitimidad e idoneidad en las elecciones partidarias para nominación de candidatos.

[39] La Ley Electoral 26.571, de Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO), obliga a los partidos políticos, alianzas y frentes electorales a presentar listas de precandidatos para todos los cargos electivos nacionales. Cada partido puede presentar más de una línea interna. Luego de los comicios, quienes obtengan en esta instancia un 1.5% o más de los votos válidos emitidos en el distrito electoral de que se trate, quedarán legitimados para competir en las elecciones generales subsiguientes, con lista de candidatos ya votada. En relación a los efectos concretos que las PASO han tenido hasta la fecha, la primera vez que se aplicaron, en el año 2011, generaron –en contra de los pronósticos- un alto grado de participación ciudadana. Aunque no contribuyeron demasiado a la selección de candidatos, dada la poca competencia interna que se puso en juego entonces. En opinión de Marcos Novaro (artículo en La Nación del 10/08/2013), Néstor Kirchner, en aquel momento, concibió las PASO como un modo de dificultar la competencia y la participación, antes que para facilitarlas, el objetivo habría sido entonces utilizar las internas como proceso eliminatorio respecto de los peronistas disidentes y como modo de disciplinar al resto del PJ en torno del candidato oficial.

Con la segunda utilización de las PASO, en 2013, aumentó en cierta medida el nivel de competencia partidaria. El investigador Gerardo Scherlis afirma, en este sentido, que en este caso existe más de una opción para votar en un aproximadamente 25% de las candidaturas, aunque la competencia se da aquí sobre todo entre las facciones peronistas. La pregunta que sobreviene pues, volviendo a Marcos Novaro, se refiere a cómo hacer para que las PASO sirvan para estimular lo que hasta ahora no estimularon: la disciplina y la competencia partidarias. El autor plantea una serie de propuestas que contribuirían a tal propósito: una idea es que quienes pierdan las internas puedan, formalmente, ser incorporados luego en las listas para cargos ejecutivos y legislativos. Y que se puedan renegociar las alianzas con aquellas fuerzas que pierdan las elecciones en las primarias (esto estimularía no sólo la competencia sino sobre todo la colaboración); de esta forma se castigaría la tendencia oportunista que supone fraccionamiento en el momento electoral y realineamiento posterior a los comicios. Estas modificaciones le permitirían a los partidos contar con bases de apoyo más sólidas.

[40] Como lo sostiene con justeza Diego Valadés (en “El gobierno de gabinete”, Rubinzal – Culzoni y Universidad Nacional Autónoma de México, Santa Fe, Argentina, 2008, pág. 33): “El gabinete es un órgano colegiado, integrado por ministros, con atribuciones establecidas en la Constitución y, en algunos casos, en la ley. Los gabinetes no son órganos autónomos, en tanto sus integrantes dependen esencialmente de la confianza del presidente; pero su presencia y funcionamiento atenúan los efectos de la concentración del poder en manos del presidente. Además, de acuerdo con las modalidades de control político susceptible de ser ejercidos por los ministros, se cuenta con una vía de control indirecto sobre los presidentes mismos”.  

[41] Alberto García Lema, “La jefatura de gabinete de ministros en el proyecto de ley de ministerios”, op. cit. 

[42] Alberto García Lema, “La modernización del Parlamento en el contexto de las reformas al régimen de poderes”, La Ley, 2 de mayo de 1996.

[43] Alberto M. García Lema, “la Reforma por dentro”, op. cit., págs. 214; “El Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento de jueces en la teoría de la división de poderes”, La Ley 1995 –B, 1129. 

[44] Enrique Paixao, “La reforma de la Administración de Justicia. El Consejo de la Magistratura”, Capítulo X, de “Las reformas del sistema institucional. El núcleo de coincidencias básicas” por Alberto M. García Lema y Enrique Paixao en “La reforma de la Constitución. Explicada por miembros de la Comisión de Redacción”, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe 1994 (págs. 411/12(. 

[45] “La Constitución de la democracia deliberativa”, Gedisa editorial, Barcelona, 1997. Hay que tener presente que Carlos Nino fallece en 1993 y, por lo tanto, no pudo valorar la expansión enorme de los derechos individuales y sociales que trajo aparejada la reforma de 1994.

[46] “Juez y división de poderes hoy”, Ciudad Argentina, Bs. As. – Madrid 2002, citas de págs. 247, 250. 251, 252, 259.

[47] En la obra citada, Dworkin señala que: “En décadas recientes [en los EE.UU.] las batallas principales acerca de la naturaleza de la democracia se han librado por la autoridad de los jueces y por la autoridad del Tribunal Supremo para declarar inconstitucionales actos de otros poderes del gobierno”. Mientras que los conservadores acusan a los jueces de inventar nuevos derechos, una amplia mayoría de liberales ha aplaudido durante la última mitad de siglo el papel y la resoluciones de los así llamados jueces activistas. Cita de pág. 172.

[48] “La justicia constitucional y la inconstitucionalidad por omisión”, E.D. 78-785. 170 y ss.

[49] Por ejemplo, Néstor Sagüés, Derecho Procesal Constitucional, Recurso Extraordinario, Astrea, Bs. As. 1989, tomo I, págs. 170 y ss.

[50] Francisco Fernández Segado, “El control de constitucionalidad de las omisiones legislativas”, en Tratado de Derecho procesal Constitucional”, Pablo Manili (Director). La Ley 2010.

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