La reforma de 1994. Una valoración crítica diez años después.

Publicado en: LA LEY 2004-E, 1417

Al transcurrir una década de la sanción de la reforma constitucional de 1994 parece oportuno realizar una valoración crítica de sus normas, teniendo presentes los fines perseguidos al elaborarla.

Desde esta perspectiva, formularé inicialmente algunas reflexiones generales sobre el proceso y la vigencia de dicha reforma diez años después, para luego referirme a grandes rasgos acerca del estado de ejecución, es decir al grado de éxito o fracaso de las principales instituciones o modificaciones incorporadas a la Constitución Nacional, percibidas a la luz de las ideas-fuerza que las inspiraron.

Razones de la vigencia de la reforma: fines coyunturales y fines estructurales

Comienzo entonces por abordar esas reflexiones generales, sentando algunas afirmaciones, con el objeto de facilitar una guía al debate del tema.

La primera afirmación que cabe hacer es que dicha reforma ha sobrevivido en su vigencia a la actualidad política de los dos dirigentes que la hicieron posible: Carlos Menem y Raúl Alfonsín.

En este sentido la reforma de 1994 se diferencia de la Constitución de 1949 -que no sobrevivió a la primera etapa de los gobiernos de Juan Perón- y de la reforma realizada por el gobierno de facto en 1972, que caducó al operarse el golpe militar de 1976 (tomo aquí en cuenta sólo a modificaciones de la Constitución Nacional que rigieron durante gobiernos democráticos). Tiene, en cambio, ese aspecto en común con la reforma de 1957, que pese a los numerosos cuestionamientos que recibiera relativos legitimidad, fue reconocida como tal y ratificada en 1994, quedando incorporada ya sin observaciones en nuestra Constitución Nacional.

La segunda observación, es que el momento de inflexión, en que implícitamente se decidió que la reforma de 1994 perdurase a la gestión del presidente Menem, fue cuando nuestra sociedad y sectores principales de su dirigencia abortaron la operación de una nueva reelección de dicho presidente.

La tercera apreciación, que intenta explicar la razón de la vigencia de la reforma de 1994, por espacio de una década y en condiciones políticas bien distintas al momento en que se originara, resulta de tener presente que el contenido de la reforma respondió a ciertas motivaciones de coyuntura política y a otras de índole más estructural que intentaban concretar un diseño institucional para el mediano y largo plazo. Las primeras, giraron en torno de la posibilidad de reelección que se le abría al presidente Menem y las concesiones que éste hacía, a cambio de ello, a Alfonsín, como líder de la oposición. Las segundas, originaron modificaciones en las instituciones constitucionales no directamente vinculadas con el proceso de reelección presidencial.

A las motivaciones de coyuntura política respondieron los contenidos que fueron negociados y pactados directamente por aquellos dos dirigentes, aún antes de la celebración del denominado Acuerdo de Olivos, a saber: a) la habilitación de la reelección del presidente Menem por un período; b) la elección directa por doble vuelta del presidente y vicepresidente de la Nación; c) la incorporación de un jefe de gabinete de ministros, como expresión de una atenuación del sistema presidencialista; d) la ampliación de la composición del Senado por la elección de tres senadores, dos por la mayoría y uno por la minoría; e) la elección directa del Intendente de la Capital Federal.

Las intenciones y acuerdos políticos que acabo de recordar condicionaron el diseño de la reforma, cuando se comenzó a trabajar técnicamente en ella, pero los contenidos normativos posteriores superaron ampliamente las intenciones y acuerdos iniciales. Basta, como simple ejemplo, señalar que un objetivo muy limitado en un principio, cual era la elección directa del Intendente de la Capital Federal, se transformó en un complejo y especial régimen de autonomía de la Ciudad de Buenos Aires. A consecuencias de esa reforma puede destacarse la mayor importancia política, que se proyecta al conjunto del país, que han ido ganando las elecciones en ese distrito y las autoridades que lo gobiernan.

La cuarta indicación que puede formularse es que los contenidos de la reforma fueron ampliándose progresivamente; desde los relativamente simples enunciados en el Pacto de Olivos del 14 de noviembre de 1993; a los mucho más complejos de los Acuerdos celebrados el 1 y 13 de diciembre de 1993 (este último se trasladó a la Ley 24.309, declarativa de la reforma); a las precisiones y mayores aportes que se hicieron en Santa Fe que originaron el denominado proyecto «Alasino – Alfonsín» (que dio forma casi definitiva al núcleo de coincidencias básicas); y a las que finalmente surgieron del propio seno de la Convención Constituyente.
Dos menciones incluidas en el Pacto de Olivos ya habrían la puerta a los desarrollos posteriores: a) la referencia a la reunión del 6 de septiembre de 1988 (entre Menem, Alfonsín, Cafiero, Angeloz y un pequeño número de colaboradores) que rescataba el esfuerzo técnico realizado en el tema desde 1985 en adelante; b) la metodología de diferenciar acuerdos que se irían alcanzando entre los dos principales partidos (abiertos a los que propusiesen otros partidos o sectores), que como se dijo: «constituirán una base de coincidencias definitivas algunas y sujetas otras -en cuanto a su diseño constitucional- a controversia electoral».

Esta metodología, cuyos verdaderos alcances no se apreciaron durante mucho tiempo, fue en definitiva la que permitió gestar trabajosamente, primero, los acuerdos entre el justicialismo y el radicalismo contenidos en el núcleo de coincidencias básicas, y más tarde la extensa labor creativa que desarrolló la Convención de 1994 en los «temas habilitados». Si muchos de los análisis posteriores han reivindicado esta labor creativa que utilizó la libertad que facilitaba la enunciación de los temas «habilitados» (pretendiendo oponerla a los contenidos cerrados del «núcleo»), no cabe desconocer tampoco que quienes incluyeron los temas «habilitados» en la arquitectura de la reforma, durante el proceso de negociación, eran bien concientes de los amplios resultados a los que podía arribarse mediante su tratamiento en la Convención Constituyente.

La quinta reflexión, pone el acento en otra circunstancia relevante, explicativa de la preponderancia que pudieron adquirir los fines estructurales respecto de las coyunturales, en ese proceso de progresiva ampliación de los objetivos de la reforma: fue que -al menos por el lado del partido justicialista- los negociadores tuvimos una amplia libertad de maniobra, ya que sólo un escaso número de los contenidos de la reforma resultó objeto de interés, análisis o supervisión por las instancias políticas superiores.

Para todo el desarrollo posterior que se realiza en este trabajo debe, pues, quedar bien clara esta distinción entre los fines coyunturales y los estructurales que inspiraron la reforma de 1994. Superadas las circunstancias políticas originarias, resta efectuar el análisis crítico del desenvolvimiento de las instituciones gestadas por la reforma.
Instituciones constitucionales vs. tradición presidencialista
Ese análisis crítico de las instituciones jurídicas creadas o modificadas por la reforma de 1994 debe, a su vez, ser puesto en la perspectiva que resulta no sólo de las ideas sino de los hechos, y de las costumbres que han obstaculizado su implementación.

Entre tales costumbres ocupa un lugar especialmente destacado nuestra arraigada tradición presidencialista (gestada en una previa, y luego concomitante, tradición caudillista), resultante de nuestros antecedentes hispánicos y revolucionarios, e incluso los propios del proceso constituyente de 1853/60, y que nuestra Constitución histórica -pese a su fórmula alberdiana de no reelección presidencial- no pudo dominar, sino que contribuyó a afirmar durante 150 años de evolución constitucional.

Esa tradición presidencialista, hondamente afincada en la historia y sociología nacional, que se desenvuelve bajo el trasfondo de un país propenso o amenazado permanentemente por la anarquía (a la que aquella debe controlar), se manifestó con rigor en la década posterior a la reforma de 1994. A un segundo gobierno de un presidente «fuerte» (Menem), sucedió un gobierno de un presidente «débil» (De la Rúa).
Parte de las instituciones creadas por la reforma de 1994, precisamente para atenuar el régimen presidencialista y para proporcionar nuevos remedios a sus periódicas crisis, no salieron bien paradas de la prueba de fuego que debieron afrontar en el colapso de fines del año 2001.

Así, no fue utilizado por nuestra dirigencia el principal mecanismo previsto en la reforma de 1994 para resolver la pérdida de poder de un presidente, es decir, cuando éste además de haber perdido de modo concluyente las elecciones generales de mitad de mandato carecía también de suficiente respaldo parlamentario. Ese mecanismo consistía en nombrar un jefe de gabinete de ministros de la oposición, al que incluso el presidente podía delegar la responsabilidad de designar gabinete, según lo desarrollé en otro trabajo (en el que formulé la cuestión si, en rigor, la reforma atenuaba o flexibilizaba el régimen presidencialista).

Sin embargo, De la Rúa -inmerso conceptualmente en la tradición presidencialista, presente aún en un gobierno débil como el suyo- prefirió caer antes de utilizar el procedimiento que podía salvarlo.
Lo paradojal del caso, es que luego, mediante el uso de una institución más tradicional, prevista en la Constitución histórica para resolver la acefalía presidencial, el Congreso vino a designar un presidente para conducir la transición, pero que poseía ciertos caracteres similares a un primer ministro, no sólo por la forma de su elección por el parlamento, sino también por la de su remoción (como lo demuestra la renuncia de Duhalde ante el Congreso y la muy opinable solución constitucional arbitrada para concluir el mandato de De la Rúa, mediante el interinato del presidente electo durante medio año).

En la persistencia de la tradición presidencialista hallo la causa principal que muchas de las instituciones incorporadas en 1994 al texto constitucional no hayan podido aún ejecutarse plenamente. Volveré sobre esta reflexión al valorar algunas de esas instituciones.

Los fines de la reforma de 1994

Para abordar ahora el estado de ejecución de las principales reformas del ’94, desde la óptica de las ideas – fuerza que las inspiraron, confrontadas con los hechos acaecidos y las costumbres que las obstaculizaron, cabe recordar que en varios trabajos indiqué que la arquitectura utilizada pretendió el logro de cinco grandes fines, a saber: (1) la consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático; (2) la obtención de un nuevo equilibrio entre los tres órganos clásicos del poder del Estado y de una mayor eficacia en su accionar; (3) un mayor reconocimiento de ciertos derechos de las personas y de sus garantías específicas; (4) la promoción de la integración latinoamericana; (5) el fortalecimiento del régimen federal. La mayoría de las reformas concretas pueden encuadrarse dentro de esos grandes fines, razón por la cual los utilizaré como marco de la valoración crítica que aquí pretendo hacer.

La consolidación del sistema democrático

La reforma de 1994 incorporó a la democracia como valor explícito en nuestra ley fundamental, complementando los principios republicano, representativo y federal, enunciados en el artículo 1° de la Constitución de 1853/60.

El primero de los preceptos incorporados a la parte dogmática de la Constitución (en su capítulo segundo), el artículo 36, denominada cláusula de defensa de la democracia, tuvo la virtud de aunar esa defensa a la ética pública para el ejercicio de las funciones. Más allá de haberse sancionado una ley con tal carácter, la conexión entre ambos valores se ha ido transformando en una realidad social en nuestros días, que permite avanzar en una progresiva moralización de la actividad política.

Fuera de ello, otras modificaciones tendieron a lograr una más inmediata y periódica participación de la ciudadanía en los negocios públicos.

La elección directa del presidente por ballotage, con prohibición de modificar las dos fórmulas más votadas, si bien todavía no ha sido efectivamente probada, en los hechos ya tuvo consecuencias, como se advirtió en la última elección, pues quedó claro que quien no consigue una mayoría muy apreciable en la primera vuelta puede ser derrotado en la segunda (circunstancia que llevó al retiro de la candidatura de Menem). De este modo, por vía indirecta, el ballotage vino a cumplir con su misión.

La reducción del mandato presidencial a cuatro años con una sola reelección, parece acorde con una época que obliga a gobernar en un marco de urgencias, y en donde los resultados de la acción de gobierno son seguidos muy de cerca por la opinión pública. Si no se obtienen éxitos apreciables en breve tiempo, la presidencia pierde pronto poder, como lo demuestra la crisis y final de la presidencia de De la Rúa.

La reducción del mandato de los senadores, luego de un difícil período de transición, ha permitido una renovación integral de esa cámara, con una mayor moralización en sus prácticas. Ha perdido algo de su característica histórica de «club» cerrado. La presencia de tres senadores por provincia ha traído el efecto de permitir la incorporación de muchas mujeres a la Cámara, además de acrecentar el papel de minorías provinciales.

El régimen de autonomía de la ciudad de Buenos Aires creo que ha dado buenos resultados, tanto en su mayor representatividad cuanto en la moralidad de los miembros de sus tres poderes (al menos comparado con prácticas anteriores a la reforma). Su convivencia con las autoridades nacionales ha terminado por ser tan pacífica, que aun no se han dispuesto las formas de traspaso al ámbito de la ciudad de ciertos sectores de la justicia nacional y de la policía (ello ha sido particularmente notorio en la presidencia de De la Rúa, ampliamente comprometido con tal traspaso).

Las formas de democracia semidirectas (iniciativa y consulta popular) no han cumplido rol destacable (aunque la amenaza de una consulta popular en el ámbito de la Provincia de Buenos Aires concluyera con las aspiraciones de reelección de Menem). Esas formas quedan actualmente en desventaja ante los medios masivos de opinión y las encuestas, que las reemplazan más eficazmente y de un modo cotidiano.

La supresión del requisito de la catolicidad del presidente y vicepresidente de la Nación, no ha sido discutida siquiera por la Iglesia Católica, y es indudable que ha abierto expectativas de acceso a la más alta magistratura de dirigentes adherentes a otros cultos significativos de nuestra sociedad.

Las reformas de los partidos políticos, han sido una de las menos exitosas: no se ha logrado afianzar el juego de las minorías internas, favoreciendo renovaciones de sus dirigencias, como tampoco elevar el nivel educativo de éstas pese a las previsiones económicas adoptadas en este sentido en el artículo 38 de la Constitución.

La debilidad de los partidos políticos no solo compromete el futuro de la democracia, sino también ha contribuido a las dificultades y fracasos de las reformas incorporadas al régimen de los poderes del Estado, que paso a examinar.

El nuevo equilibrio entre los órganos del Estado

La atenuación del presidencialismo, que fue uno de los grandes fines de la reforma del ’94, mediante la creación del jefe de gabinete de ministros, fracasó hasta ahora en muchos de los objetivos previstos.
Los designados jefes de gabinete de ministros no han sido personalidades políticas anteriores al ejercicio del cargo, con excepción de Rodolfo Terragno, y que cumplieran de modo efectivo la función de nexo entre el presidente y el Congreso, sino hombres elegidos en razón de la confianza presidencial.

Sí, en cambio, ha servido la jefatura de gabinete para aliviar las tareas del presidente en el manejo burocrático de la administración. Aún en este acotado marco de funciones, ello ha dependido en ocasiones de la minuciosidad con que ejercen sus poderes los presidentes, siendo notorio un alto grado de concentración (no siempre aconsejable) en el caso de De la Rúa y en el actual presidente, que puede debilitar las funciones del jefe de gabinete como coordinador de la administración, y del propio gabinete de ministros que parece haber perdido ahora relevancia.

Si se examina, durante estos diez años, la relación entre los jefes de gabinetes de ministros y el Congreso, podríamos decir que sólo el primero de ellos, Eduardo Bauzá, cumplió con cierta eficacia, durante breve tiempo, la función de actuar como nexo y articulador político de la relación entre el presidente y el parlamento.

La rispidez que se generó entre el presidente y un jefe de gabinete que intentaba cumplir con sus obligaciones constitucionales fue evidente en el deterioro del vínculo político entre De la Rúa y Rodolfo Terragno.
Una mención especial, respecto de la forma de ejercicio de ese cargo merece la gestión de Carlos Colombo, durante la presidencia de De la Rúa. De ser considerado un técnico de confianza del presidente, con la función de hacer más coherente la actividad ministerial, pasó a cumplir roles cada vez más políticos, especialmente durante el año 2001, gestando acuerdos para sobrellevar una grave crisis, negociando y obteniendo leyes decisivas (como por ejemplo la ley de superpoderes reclamada por Cavallo). El análisis de esa experiencia fortalece la demostración del peso de las tradiciones, pues acredita el juego de otros actores en la relación entre el presidente y el Congreso, y más especialmente en épocas de crisis: me refiero aquí a los gobernadores de provincias.

De modo tal que la atenuación del presidencialismo, perseguida por la reforma de 1994, no se encauzó -por ejemplo en esa ocasión- tanto por las innovaciones incorporadas al sistema de relaciones entre Ejecutivo y Legislativo, sino por la naturaleza federal de nuestro régimen constitucional.

Fuera del peso de la tradición presidencialista, y de las indicadas consecuencias políticas que derivan del régimen federal, que han condicionado fuertemente el cumplimiento de los fines de la reforma, cabe apreciar que uno de los principales óbices a un mayor rol del Congreso respecto del presidente, en la década en cuestión, ha sido la falta de creación de la Comisión Bicameral Permanente, que debía controlar el uso que hiciese el presidente de los decretos de necesidad y urgencia, de las facultades delegadas que le confiriese la legislación y de la promulgación parcial de las leyes (el veto parcial).

La falta de creación de esa Comisión tiene particular importancia, ya que fue concebida como una suerte de «miniparlamento» por su composición multipartidaria, destinada a ser el complemento parlamentario de la institución del jefe de gabinete. Si se conformara en los hechos, del modo proyectado, debería estar integrada por los líderes parlamentarios de los partidos. Su función habría de ser, más que un organismo de control del ejercicio de las facultades citadas, un cuerpo de consulta del presidente, a través de su jefe de gabinete, para cuando momentos críticos obligaran al uso de decretos de necesidad y urgencia, al dictado de reglamentos delegados o al veto parcial. Si los líderes parlamentarios admitiesen la existencia de una crisis y de la urgencia en resolverla, podrían proponer al Ejecutivo el dictado de leyes para hacerle frente, en vez del uso de aquel tipo de decretos, resistidos en nuestra doctrina.

Su falta de creación por el Congreso, en estos últimos diez años, no ha sido casual. Sus Cámaras no desean perder el poder que acuerda a numerosos legisladores el ser autoridad de las también numerosas comisiones, poder expresado por motivos no siempre trasparentes.
Otra deficiencia en la aplicación de la reforma de 1994, ha sido la forma en que se presentaron los informes del jefe de gabinete a las cámaras legislativas. En la concepción originaria se pretendía facilitar el acopio de datos sobre la marcha del gobierno por la oposición, como también encauzar debates parlamentarios sobre la gestión gubernamental, amplificados por la prensa ante la opinión pública. En vez de ello, cuando se cumplió con la formalidad de esos informes, se transformaron en piezas burocráticas y aburridas, en lugar de modos de contribuir a perfeccionar el análisis de las políticas públicas y mejorar el funcionamiento de los poderes.

A ello cabe agregar que quedan todavía muchos deberes pendientes de realizar por el Congreso, que le fueron confiados por los constituyentes: (1) la ratificación de la legislación delegada anterior a la reforma de 1994 que debía concretar el Congreso antes de los cinco años de su vigencia (el Congreso ha prorrogado por dos veces la legislación delegada anterior, en un comportamiento de dudosa constitucionalidad); (2) se incumplió con sancionar el régimen de coparticipación federal y la reglamentación del organismo fiscal federal; (3) como se dijo, no se ha creado todavía la Comisión Bicameral Permanente ni regulado los efectos de los decretos de necesidad y urgencia; (4) no se ha utilizado, salvo en algún caso excepcional, el procedimiento de la aprobación de los proyectos legislativos en general en plenario y en particular en las comisiones.

Si hasta aquí las críticas sobre la falta de aplicación de aspectos centrales de la reforma de 1994, en la primera década de su sanción, aunadas al vigor de la tradición presidencialista y federal de nuestro régimen constitucional, parecen orientarnos hacia una valoración negativa de los cambios institucionales por ella incorporados con relación a los fines buscados, aún así estimo pertinente rescatar el espíritu que la animó y reclamar un mejor cumplimiento y observancia de sus preceptos.

Ello por varias razones que paso a exponer:

Los años finales del segundo gobierno de Menem (un caso excepcional de diez años y medio de mandato, que no se repetirán en el futuro con arreglo a la reforma de 1994), lo sucedido en la gestión De la Rúa y su final, las dificultades de la transición de Duhalde, y del primer año gobierno de Kirchner para implementar un programa que -por el fracaso del ballotage- no resultó convalidado en las urnas, son demostrativos de que nuestro régimen institucional gira aún en demasía sobre la figura del presidente.

Se mantiene presente una especie de constante histórica que podríamos resumir en «presidencialismo fuerte vs. anarquía política». Antinomia histórica que muchos deseamos ver revertida por un fortalecimiento de nuestras instituciones. Por lo tanto, y pese al indicado fracaso, aun estimo útiles las normas constitucionales incorporadas por la reforma de 1994 para equilibrar el funcionamiento de los tres poderes del Estado.

Como datos positivos, en la búsqueda de un mejor equilibrio entre los poderes del Estado, cabe citar:

En el Poder Ejecutivo, pese a sus roles disminuidos, la figura del jefe de gabinete de ministros ha subsistido en la práctica y ganado el rol público de un «alter ego» del presidente. Siempre cabe la posibilidad, ante una grave crisis, de evitar el error de De la Rúa, que llevó a la conclusión de su presidencia, y poner en práctica la flexibilización del presidencialismo acudiendo a un gobierno de coalición u oposición articulado por el jefe de gabinete, como lo permite nuestro actual sistema constitucional.

Los acuerdos de gabinete, necesarios para el dictado de los decretos de necesidad y urgencia, aunque han servido para limitar algunos de ellos, no han sido suficientes, por incumplimiento de los deberes de contralor del Congreso en esta materia, de modo que se requiere una jurisprudencia más firme de la Corte Suprema, ya iniciada, para restringir su uso hasta que el Congreso cumpla con sus cometidos.
También las reuniones de gabinete, que se celebraron en mayor o menor medida en estos diez años, son útiles porque no sólo otorgan relieve a la función ministerial sino porque conllevan hábitos propios de gobiernos más parlamentarios y contribuyen a la mayor eficacia de la administración.

En el ámbito del Congreso se han implementado con éxito ciertas reformas tendientes a fortalecerlo como institución. Me refiero aquí a las siguientes: (1) a la ampliación del período de sesiones ordinarias; (2) a la agilización del trámite de sanción de las leyes (al reducirse a tres las lecturas posibles de un proyecto); (3) al otorgarse una mayor participación a las minorías parlamentarias, por el agravamiento de las mayorías exigidas para la aprobación de ciertas leyes, por los cambios introducidos en la integración del Senado (dos senadores por la mayoría y uno por la minoría), por las mayorías también agravadas para ciertos Acuerdos senatoriales (como el de los jueces de la Corte Suprema), y por la presidencia que se le confía a la primera minoría de la Auditoría General de la Nación; (4) a la ampliación del control parlamentario sobre todo el sector público nacional, que no sólo alcanza a la administración sino a las empresas estatales y de servicios públicos; 5) al contralor de la Auditoría General de la Nación y el Defensor del Pueblo que ejercen en temas de interés ciudadano.

En el Poder Judicial de la Nación, lentamente (como sucediera en Italia) el Consejo de la Magistratura, luego de las dificultades para su creación y puesta en práctica ha comenzado a cumplir solo algunas de sus funciones constitucionales, especialmente las relativas a la designación de los jueces. Estimo que el mayor error cometido en cuanto a su forma de integración, que se traslada al cumplimiento de sus funciones, es no haber cumplido con lo dispuesto en el artículo 114 CN en cuanto que su integración debe ser fruto de la «representación» de los poderes y sectores allí mencionados, lo que supone no integrarse con miembros del Poder Legislativo. La calidad de los integrantes del Consejo de ser «representantes», y no miembros del Congreso, es esencial para la mayor independencia y eficacia de sus funciones, como para ser efectivamente un órgano del Poder Judicial según resulta de la Constitución y de la ley reglamentaria.

Menos dificultades ha traído la actividad de los jurados de enjuiciamiento, aunque no se justifica su carácter permanente y la burocracia que se ha creado a su alrededor.

En ambos casos, entiendo que todavía resta por recorrer un largo camino para un funcionamiento acorde con los fines que los inspiraron, y acercarse más al cumplimiento del diseño originario para apreciar la utilidad de ambas instituciones.

Entiendo también útil el agravamiento de las mayorías para la designación de los ministros de la Corte Suprema y la publicidad de la sesión del Senado en que se trate el tema, que ha permitido la reglamentación vigente, tendiente a una mayor trasparencia de las opiniones y antecedentes de los candidatos.

Fuera del Poder Judicial, pero vinculado con él pero también con un oído atento a los reclamos de la opinión pública, estimo que el Ministerio Público, como órgano extrapoder, viene cumpliendo razonablemente con las expectativas de una mayor independencia en el accionar de los fiscales. Quizás haya que poner más el acento en la actividad y funciones de los defensores oficiales ante la necesidad de perfeccionar el acceso a la justicia para los sectores sociales más desprotegidos.

El régimen de los tratados y la protección de los derechos humanos
Pienso que uno de los mayores aciertos de la metodología utilizada para acceder a la reforma de la Constitución fue respetar en su integridad el texto y el espíritu de los primeros 35 artículos de nuestra Constitución histórica, a la vez que habilitar el régimen y jerarquía de los tratados como tema de libre tratamiento por la Convención. Ello fue un modo de canalizar reformas de los derechos individuales y sociales que se deseaban realizar. Ese respeto a los primeros 35 artículos quedó evidenciado en el segundo párrafo del inciso 22 del artículo 75, cuando se otorga jerarquía constitucional a ciertas Declaraciones y Convenciones internacionales de derechos humanos con la condición que «no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos».

Tuve la oportunidad de destacar en el recinto de la Convención esa complementariedad, al indicar que en definitiva se estaban explicitando, con la incorporación de normas de los tratados con rango constitucional, muchos derechos que ya la doctrina había considerado comprendidos dentro del alcance del artículo 33 de la Constitución, con su referencia a los derechos no enumerados.

Es cierto, que la metodología utilizada obliga a realizar exégesis más complejas de ciertos preceptos de la parte dogmática, como por ejemplo el artículo 1° que no menciona como valor a la democracia, o el artículo 31 en cuanto a la jerarquía normativa. Sin embargo, era preferible conciliar normas mediante la interpretación que meter mano en los textos de los primeros 35 artículos de la Constitución, que representan la mejor expresión de la continuidad histórica de nuestro sistema constitucional.
Existió un motivo adicional para otorgar jerarquía constitucional a ciertos tratados y convenciones. Se entendió desde el principio que una clara fragilidad de la democracia argentina radicó en la historia de un país afecto al cierre desmedido de sus fronteras. Con la incorporación de los tratados y convenciones con rango constitucional, y con la ratificación expresa de la jerarquía de los tratados como superior a las leyes, se marcó desde la constitución un rumbo y un límite a la acción de los gobiernos, en el sentido que no es posible un accionar a espaldas de la comunidad internacional.

De este modo, la referida jerarquía constitucional de ciertos tratados, y supralegal de los demás, ha venido a ser una suerte de garantía de nuestra democracia.

Tanto los derechos emergentes de los tratados, cuanto los reconocidos en los artículos 41 y 42 de la Constitución, relativos al derecho a un ambiente sano, equilibrado y apto para el desarrollo humano, y al derecho de los consumidores y usuarios en las relaciones de consumo, han inspirado en estos años una extensa jurisprudencia en materia de intereses colectivos o difusos, mediante la amplia utilización de la acción de amparo.

Sin embargo, la utilización del artículo 43 de la Constitución ofrece un riesgo cierto para el equilibrio del sistema constitucional, que tuve ocasión de advertir en el debate suscitado al respecto en el seno de la Convención Constituyente. En efecto, en materia de intereses difusos o colectivos, ante amparos promovidos por asociaciones que propenden fines generales, las sentencias que se dictan tienen, en buena parte de los casos, un alcance erga omnes, circunstancia que aunada a la posibilidad con la que cuentan ahora los jueces de declarar la inconstitucionalidad de la norma lesiva en los mismo amparos, ofrece la posibilidad que existan declaraciones de inconstitucionalidad, en esa materia, con los indicados caracteres erga omnes. Se ha roto así dos de las restricciones esenciales de las declaraciones de inconstitucionalidad que se hacían presente en el sistema clásico de control difuso: solo podía ser planteada por quien contaba con un gravamen directo y solo regía para el caso que se decidía.

En las condiciones actuales, nuestro control de constitucionalidad en materia de intereses colectivos se viene a aproximar al tipo de control europeo de constitucionalidad, porque una sentencia erga omnes puede tener un alcance casi abrogatorio de una norma. Y ello puede obligar a modificar la estructura tradicional de la Corte Suprema, en cuanto a su modo y tiempo de intervención en materias que podrían paralizar la acción de gobierno en áreas vitales, o a prever -quizás- la obligatoriedad de la aplicación de su doctrina en las instancias inferiores.

La promoción de la integración latinoamericana y el fortalecimiento del régimen federal

Estos dos últimos puntos pueden tratarse en su conjunto, porque responden a un diseño regional que los vincula.

En efecto, lo único que puede decirse, en cuanto a las previsiones adoptadas en el artículo 75 inciso 24, acerca de lo sucedido en los últimos diez años en materia de integración, es que lamentablemente mientras nuestra Constitución ha sido preparada para abordar un proceso de integración supraestatal, previendo la posibilidad de delegar competencias y jurisdicción en organizaciones de ese carácter, no ha sucedido lo propio con los sistemas constitucionales de nuestros asociados del MERCOSUR, en particular con el del Brasil, con la consecuencia que todavía no se han realizado significativos avances en la creación de dichas organizaciones, mientras en cambio Europa discute y aprueba una Constitución en común. Sin embargo, es también cierto, que nuestro país ha admitido un enfoque principalmente comercial para el proceso de integración, que asemeja al MERCOSUR más a una zona de libre comercio que a una Comunidad de Naciones.

El vínculo entre la preparación de nuestras instituciones para un proceso de integración con el fortalecimiento del régimen federal, reside en las previsiones adoptadas en la reforma del ’94 respecto a la posibilidad de constituir regiones para el desarrollo económico y social, establecer órganos con facultades para el cumplimiento de sus fines, y para celebrar convenios internacionales con las limitaciones impuestas en el artículo 124 de la Constitución.

Cabe aquí hacer la aclaración, que durante el proceso preconstituyente se intentó que esas regiones también contasen con facultades políticas, aspecto que mereció el rechazo de los representantes de las provincias. Aún así, las posibilidades que ofrece la organización regional para superar las restricciones económicas y sociales que afectan a las provincias más pequeñas es muy amplio, y han sido poco utilizadas, pese a las incipientes organizaciones regionales que hoy existen.

Quizás la transferencia de competencias más amplia, realizada por la Nación a las provincias mediante la reforma del ’94, ha sido la afirmación contenida en el último párrafo del artículo 124, en el sentido que corresponde a ellas el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio. Ese reconocimiento, que despejó importantes controversias acaecidas durante décadas, así como los amplios poderes concurrentes previstos en el artículo 75, inciso 19 de la Constitución, con el mandato de proveer al crecimiento armónico de la Nación y al poblamiento de su territorio, como también de promover políticas diferenciadas en tal sentido (que son el presupuesto constitucional de las políticas de promoción regional), aportan nuevas posibilidades económicas a las provincias y regiones, que sin embargo y como dije poco antes han sido hasta ahora insuficientemente aplicadas.

A modo de síntesis final

Para concluir este panorama muy general de la reforma de 1994, a los diez años de su sanción, me parece importante destacar que pese al fracaso -hasta el presente- de algunas de sus instituciones, pensadas para cumplir con los grandes fines que las inspiraron, cabe admitir que no existen movimientos políticos o sociales de importancia que planteen expresamente la necesidad de una nueva reforma constitucional, a breve plazo, que tienda a derogarlas, reemplazarlas o modificarlas.

En todo caso, advierto que el principal riesgo que amenaza a la reforma de 1994, tal como sucediera con la misma Constitución de 1853/60, reside en las resistencias que ofrecen, en los hechos, ciertas tradiciones o costumbres políticas, algunas de las cuales también han sido señaladas.

Y la única fórmula que me convence, para vencer esas resistencias, reside en la misma solución que ofreciera nuestra Constitución histórica: la importancia que se acuerda a la educación primaria para instruir a las nuevas generaciones en los principios e instituciones constitucionales; complementada en el ’94 con las previsiones de la primera y tercera partes del inciso 19 del artículo 75, con las menciones que contiene para la formación de los trabajadores, el desarrollo científico y tecnológico, y el dictado de leyes de organización y de base de la educación con los alcances que allí se fijan.

En suma, creo que el único modo posible para asegurar la vigencia de nuestro sistema constitucional, reformado en 1994, de un modo efectivo en los hechos, reside en el progreso de la educación. Y en ello estimo que nos encontramos muy retrasados.

Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723)

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