La reforma de la Constitución Nacional. Sus principales lineamientos (Segunda parte)
Publicado en La Ley, en 1993.
Sumario: SUMARIO: X. La democratización del sistema político. — XI. Antecedentes de reformas a la parte orgánica de la Constitución Nacional. — XII. Contenidos de la democratización. — XIII. Remoción de los métodos de elección indirecta de autoridades nacionales. — XIV. El acortamiento de los mandatos y la periodicidad de las elecciones. — XV. Observación final.
En la primera parte de este trabajo (LA LEY, 1993-C, 856) comencé a exponer las líneas directrices de la propuesta justicialista para la reforma de la Constitución Nacional, actualmente en debate ante la opinión pública y en el H. Congreso de la Nación, para explicitar los propósitos perseguidos, las fuentes utilizadas y sus contenidos específicos.
Tuve allí ocasión de señalar que, si bien el principal objeto de la reforma propuesta se dirige a introducir modificaciones al funcionamiento de los poderes del Estado, su finalidad es más ambiciosa toda vez que pretende también sentar ciertas bases para la estructuración de la sociedad argentina del siglo XXI.
Desde este punto de vista, examiné la importancia acordada al objetivo de la integración latinoamericana, e incluso continental; al rediseño del equilibrio federal exponiendo los principales instrumentos para ello, con especial énfasis en el regionalismo interior; y a la promoción del crecimiento económico, en los términos que reclama la tercera fase del proceso de industrialización que vive el mundo.
Ahora pasaré directamente a la consideración de aquellas cuestiones que hacen necesario introducir reformas al funcionamiento del sistema institucional.
X. La democratización del sistema político
Para la comisión de juristas del Partido Justicialista, la primera de las causas que hacen necesaria la reforma constitucional es la consolidación del ejercicio de la democracia (1).
De tal modo aquélla ha venido a coincidir substancialmente con la perspectiva que inspiró el proceso reformista alentado por el anterior gobierno nacional, explicitado en los estudios realizados por el Consejo para la Consolidación de la Democracia, creado a fines del año 1985.
Reconocido en ese momento que el país transitaba una etapa de transición, se entendía que la reforma de las instituciones políticas era un instrumento de importancia para favorecer el robustecimiento del sistema democrático.
El Consejo destacaba que la presencia de deficiencias funcionales en nuestra Constitución de 1853-60, había sido una de las razones por las cuales fue crónicamente transgredida en los últimos cincuenta años y que no le permitieron encarar con éxito las sucesivas crisis que tuvo que afrontar el país (2).
Desde una similar óptica, Liliana De Riz y Catalina Smulovitz tuvieron oportunidad de afirmar que: «La preocupación por el papel que las instituciones políticas juegan en la estabilidad de los regímenes resurge con el advenimiento de las nuevas democracias en América Latina… Hasta hace poco tiempo la dimensión constitucional, el principio mismo de la organización de los poderes, era un aspecto ignorado en los análisis políticos más preocupados por asociar la fragibilidad de las democracias en América Latina a las condiciones socioeconómicas de la región o a su tradición natural»(3).
Muchos de estos análisis fueron centrados en el funcionamiento del sistema presidencial, y las dificultades que trajo aparejado a la consolidación de la democracia, pero parece indudable que el objetivo de los mismos trascendía la limitación de este último enfoque, para extenderse a toda la problemática del diseño constitucional de los poderes del estado argentino (4).
Aun cuando se quiera visualizar la incidencia de los estudios constitucionales en los análisis políticos respecto del fortalecimiento de la democracia, como una tendencia reciente –según lo señalaban las autoras mencionadas–, en realidad dicha incidencia estuvo presente desde las primeras décadas de nuestro siglo.
XI. Antecedentes de reformas a la parte orgánica de la Constitución Nacional
En efecto, las propuestas de reforma a la parte orgánica de la Constitución Nacional, con particular referencia a la modificación del sistema de elección indirecta del Presidente y Vicepresidente de la Nación y de la Cámara Alta, el acortamiento y unificación de los mandatos, entre otras, fueron contenidos de iniciativas legislativas presentadas en el Congreso de la Nación a partir de 1914.
Natalio Botana y Ana María Mustapic (5), encontraban cuatro vertientes que alimentaban esta producción legislativa, orientada a declarar la necesidad de la reforma: proyectos de origen radical, socialista, conservador y demócrata progresista.
Desde las bancadas radical y socialista, se miraba al Senado como una institución digna de ser reformada, merced al fermento democratizante que introduciría la elección directa; en cambio, los conservadores pretendían –vía de reforma– limitar el intervencionismo federal que aplicaba con brío Yrigoyen.
Entre tales proyectos, se destaca el promovido por el Presidente Alvear, con la firma de su Ministro del Interior José Nicolás Matienzo, en 1923, que establecía entre otras propuestas la renovación total de la Cámara de Diputados cada tres años, la elección directa de los Senadores, y autorizaba al Congreso para aumentar el número de ministros, todo ello con el sentido de perfeccionar nuestra ley fundamental con las enmiendas parciales que la experiencia aconseje.
Con relación a tales iniciativas, cabe también recordar la existencia de una Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América, introducida ya en 1912 por el Congreso de ese país y ratificada al año siguiente, mediante la cual se dispuso la elección de los senadores por el voto directo de los habitantes de cada Estado.
La influencia de la reforma constitucional en la democratización del sistema político fue nuevamente, objeto de análisis en nuestro medio con motivo de debatirse y sancionarse la llamada Constitución de 1949. En esa oportunidad, el informe de la mayoría de la Comisión Revisora, cumplido por el doctor Arturo E. Sampay, destacaba la importancia de la democratización de los modos de elegir a los sujetos del poder político, removiendo el sistema de elección indirecta para senadores nacionales y para el Poder Ejecutivo Nacional, y la «supresión de los impedimentos para que el pueblo elija libremente a quienes reconoce con capacidad de dirección gubernativa», fundando la reelegibilidad presidencial (6).
Pero la necesidad de la reforma de las instituciones políticas de la Constitución de 1853-60 no fue sólo sentida por los inspiradores de la Constitución de 1949, sino aun por sus adversarios ideológicos. En efecto, el decreto 3838/57 (Adla, XVII-A, 389), mediante el cual la autodenominada Revolución Libertadora convocaba a una Convención Constituyente, individualizaba como puntos de reforma, entre otros muchos, el sistema de elección de diputados y senadores (arts. 37 y 46), de Presidente y Vicepresidente de la Nación (arts. 81 a 85); el mecanismo de equilibrio y relaciones entre los poderes del estado relativos al juicio político (art. 51), al funcionamiento del Congreso Nacional (arts. 55, 57), al régimen de formación y sanción de las leyes (art. 71), al número de ministros (art. 87) y al procedimiento de su interpelación parlamentaria (art. 63); también las atribuciones del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo (varios incisos de los arts. 67 y 86); y la organización y facultades del Poder Judicial (arts. 94, 99, 100 y 101). Todo ello, sin entrar a considerar la habilitación del tratamiento de reformas al sistema federal de gobierno, y a las libertades individuales y sociales.
Fracasados los objetivos de esta reforma (principalmente por la proscripción electoral del justicialismo y las consecuencias que ello trajo aparejado en el juego de los partidos en la convención), excepto en la inclusión de un art. 14 bis en la parte dogmática de la Constitución y las modificaciones introducidas al art. 67 inc. 11 de la Constitución Nacional, se reabrió nuevamente aquel debate en los años 1971 y 1972.
En ese momento tuvieron oportunidad de pronunciarse sobre la necesidad de la reforma de las instituciones políticas, buena parte de nuestros más conocidos constitucionalistas y científicos políticos (7), que emitieron dictámenes sobre los fundamentos y contenidos de la reforma constitucional, además de los relativos a su viabilidad y aspectos procedimentales.
La reforma a la Constitución Nacional, implementada por el Estatuto Fundamental del 24 de agosto de 1972, rigió durante el gobierno constitucional de 1973-76. Ella contempló el modo de elección directa de diputados y senadores y la unificación de sus mandatos (arts. 42, 46 y 105 nuevo); la composición del Senado (disponiendo la elección de tres senadores por provincia –dos por la mayoría y uno por la minoría–) y la reducción del mandato de sus miembros a 4 años (arts. 46 y 48); la extensión de las sesiones ordinarias del Congreso y su autoconvocatoria (art. 55); la reducción del mandato de Presidente y Vicepresidente a 4
años con posibilidad de reelección; la delimitación por ley del número de ministros (art. 87); la iniciativa exclusiva del Poder Ejecutivo en las leyes de presupuesto y ministerios (art. 68 nuevo); el trámite de proyectos de leyes con pedido de urgente tratamiento y aprobación ficta, y la posibilidad de delegar en comisiones internas la discusión y a probación de determinados proyectos (art. 69 nuevo); un plazo abreviado para la consideración de las modificaciones propuestas por una Cámara con aprobación ficta (art. 71 nuevo); y el juzgamiento de los jueces de los tribunales inferiores de la Nación por un jury de enjuiciamiento (art. 96 nuevo).
El núcleo de la reforma actual no sólo ha sido, pues, objeto de las iniciativas legislativas y los estudios mencionados sino, que rigió en la práctica durante períodos de gobiernos constitucionales y fue acatada por la generalidad de los partidos políticos que se atuvieron a sus prescripciones, tanto durante la vigencia de la Constitución de 1949 como en el período 1973-76.
XII. Contenidos de la democratización
Varios son los aspectos involucrados en las reformas que deben practicarse en nuestro régimen institucional, para la consolidación del sistema democrático.
Así, cabe citar, la remoción de los métodos de elección indirecta de las autoridades nacionales (Presidente y Vicepresidente de la Nación y senadores nacionales); el acortamiento de los mandatos (examinando el problema de la reelección); la adopción de fórmulas de democracia semidirectas y las que contemplan la participación de los sectores sociales subordinados a los poderes políticos del Estado.
Examinaré a continuación cada uno de estos aspectos, marcando el grado de consenso alcanzado entre las fuerzas políticas y los puntos de disenso.
XIII. Remoción de los métodos de elección indirecta de autoridades nacionales
1. Sus antecedentes
La reforma constitucional persigue superar ciertos rasgos aristocráticos que contiene el sistema implementado en la Constitución de 1853-60.
El primero de ellos es la elección indirecta del Presidente y Vicepresidente de la Nación, que se realiza por mediación de los Colegios Electorales. El fundamento teórico de la presencia de tales cuerpos era permitir la intervención de los «notables», en una época en que no existían los partidos políticos al estilo moderno, sino que ellos se definían por ser precisamente «clubes de notables». La voluntad popular expresada en los comicios, quedaba sometida a las negociaciones y arreglos que aquéllos pudiesen realizar con carácter previo a la designación del Presidente y Vicepresidente de la Nación.
Hamilton explicitaba, para los Estados Unidos de América, los fundamentos de dicha institución. Refiriéndose a quienes poseen las cualidades para determinar quién es apto para ejercer el cargo de Presidente de ese país, afirmaba: «un pequeño número de personas, escogidas por mis conciudadanos entre la masa general, tienen más probabilidades de poseer los conocimientos y el criterio necesarios para investigaciones tan complicadas»(8).
Por otra parte, la utilización de métodos de elección indirecta fue concebido como una de las características del sistema republicano, diferenciándolo de la democracia.
En efecto, Madison definía a la «república» como «un gobierno que deriva todos sus poderes directa o indirectamente de la gran masa del pueblo y que se administra por personas que conservan sus cargos a voluntad de aquél, durante un período limitado o mientras observen buena conducta. Es esencial que semejante gobierno proceda del gran conjunto de la sociedad, no de una parte inapreciable, ni de una clase privilegiada de ella… Es suficiente para ese gobierno que las personas que lo administren sean designadas directa o indirectamente por el pueblo»(9).
Recordando las diferencias que existían en los Estados Unidos entre la república y la democracia, recuerda Natalio Botana: «De este modo surgen más claras las tres vertientes que alimentaron la teoría republicana en el nuevo mundo: la república participativa o democrática, de gobierno directo del pueblo, apoyada predominanteme
nte en la soberanía legislativa; la república mixta, que consistía en vaciar en un molde republicano, mediante la invención presidencial, el gobierno mixto expuesto, entre otros, por Montesquieu; la república representativa, contrapuesta a la república democrática, en tanto su carácter específico es el gobierno indirecto del pueblo»(10).
2. El sistema de la Constitución
Esta concepción fue básicamente recepcionada por nuestra Constitución que, en el texto de su art. 2°, define a la forma de estado y de gobierno, que «adopta» (palabra reveladora del seguimiento riguroso del modelo utilizado), como «representativa, republicana y federal». No utiliza el vocablo «democracia» en dicho artículo ni en alguna otra parte de la Constitución. Por lo demás, su artículo 22 complementa el principio representativo al decir que «el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes», expresión que ha sido interpretada en doctrina como opuesta a las formas de democracia semidirecta (iniciativa popular, plebiscito y referéndum).
La Constitución de 1853-60, actualmente vigente, previó que los electores se reunirán en los distritos que los hubiesen nominado (de la Capital Federal y en las capitales de las provincias respectivas), cuatro meses antes que concluyese el mandato del titular del Ejecutivo cesante, requiriéndose mayoría absoluta (mitad más uno) de los votos emitidos por los electores para consagrar al nuevo Presidente y Vicepresidente de la Nación. En caso que ninguno de los candidatos obtenga mayoría absoluta, el Congreso Nacional elegirá entre las dos personas que hubiesen obtenido mayor número de sufragios (arts. 81 a 85 de la Constitución Nacional).
Sin embargo, parece conveniente señalar que el art. 81 de la misma Constitución dispone que los electores, son designados por la Capital y cada una de las provincias, «bajo las mismas formas prescriptas para la elección de diputados». Por su parte, el art. 37 de la Constitución Nacional establece que ello debe hacerse «a simple pluralidad de sufragios».
3. La evolución de los sistemas electorales
Cabe aquí advertir la evolución que sucedió en los sistemas electorales y las consecuencias que derivan de ellos.
El primero de los utilizados en el país fue el denominado de «lista completa», según el cual la fuerza política ganadora en los comicios se alzaba con todos los cargos electivos en juego, sin representación de las minorías. Dicho sistema era el que mejor se ajustaba a aquella expresión de «simple pluralidad de sufragios».
A partir de la sanción de la ley Sáenz Peña, el partido que obtenía el mayor número de sufragios designaba a las dos terceras partes de los cargos en juego (electores o diputados nacionales), otorgando el tercio restante al partido que le siguiese en cantidad de votos. El tercer o subsiguientes partidos quedaban sin representación.
Si bien ese sistema funcionaba corregido por el requisito constitucional de que los electores fuesen designados por los distritos electorales (Capital Federal y las provincias), ante la presencia de partidos nacionales (primero el radicalismo y luego también el justicialismo) difícilmente podía presentarse la situación en que uno de dichos partidos –con sus respectivas alianzas–, triunfante en los comicios, no contara con mayoría absoluta de electores.
Todavía corresponde recordar que la Constitución de 1949 vino a disponer la elección directa del Poder Ejecutivo Nacional, que rigió para las elecciones de renovación presidencial de 1952, y otro tanto hizo (si bien con ballotage) la reforma de 1972, vigente para las elecciones presidenciales de 1973.
El sistema de representación proporcional para la designación de electores fue escasamente utilizado, y hasta los comicios de 1989 no se presentó la situación de un Congreso preexistente que pudiese tener que decidir entre los candidatos más votados, de no obtener alguno de ellos la mayoría absoluta de votos de los electores, prevista por la Constitución Nacional. Ello también porque, al suceder los gobiernos constitucionales a gobiernos de facto, el mismo acto electoral decidía la composición de los Colegios Electorales y del Congreso Nacional.
En el año 1989 los resultados electorales no suscitaron el problema de que un Congreso Nacional, con una composición anterior a la derivada de los comicios (ya que los diputados, que renovaban a la mitad de la Cámara baja recién se integraron en diciembre de ese año), tuviese que decidir entre los dos candidatos más votados, de no obtener ninguno la mayoría absoluta en el Colegio Electoral.
Pero tal situación puede producirse en el futuro con el funcionamiento de un sistema de representación proporcional para la nominación de los Colegios Electorales. Máxime que en el mismo año de elección de dichos Colegios deberían suceder los comicios para la renovación de la mitad de la Cámara de Diputados, que ahora se han desacoplado seis meses en las respectivas asunciones de los cargos por la anticipada que debió hacer el actual Presidente de la Nación en 1989.
4. La necesidad de la remoción de los Colegios Electorales
Parece evidente que el funcionamiento del sistema de la Constitución, asociado con el de representación proporcional, genera posibles circunstancias riesgosas que no condicen con la opinión popular de nuestro tiempo, que desea conocer inmediatamente las personas elegidas como Presidente y Vicepresidente de la Nación por el simple cómputo de los sufragios emitidos por los ciudadanos. Ello sin tener que contemplar las negociaciones y arreglos que pudieran celebrarse en los respectivos Colegios Electorales (antes de la votación de los mismos), y menos aún la posible intervención ulterior del Congreso Nacional con la composición emergente de comicios anteriores (11).
Dicho sistema se presta también a una desestabilización del régimen político, puesto que la indefinición acerca de los nombres de quienes ocuparían las primeras magistraturas, durante los varios meses que demandaría la actividad de los Colegios Electorales y del Congreso Nacional, y las negociaciones o arreglos entre los partidos, serían vividos por el pueblo como actos dirigidos a frustrar la voluntad expresada en los comicios, pudiendo abrir el juego a factores de poder o grupos de presión ajenos al proceso democrático.
Algunos de estos riesgos fueron advertidos en el funcionamiento del Colegio Electoral de la Capital Federal que consagró senador nacional al justicialista Eduardo Vaca, en el año 1990, pese a obtener la mayoría de los sufragios el radical Fernando De la Rúa; y en el Colegio Electoral de Corrientes, como resultado de los comicios para la elección de Gobernador, que culminaron con la intervención federal y la reforma de la Constitución de esa Provincia, implantándose el sistema de elección directa al igual que en las demás provincias del país (12).
La presencia de estos riesgos sirve para contestar, asimismo, uno de los principales argumentos levantados para mantener, aun en nuestros días, la subsistencia de los Colegios Electorales. El mismo consiste en sostener que dichos Colegios expresarían el sentir de la ciudadanía de la Capital Federal o de las Provincias –como tales, y no como integrantes de la Nación– y, por lo tanto, conformarían un instrumento de expresión del federalismo.
En efecto, parece impensable que alguna provincia pudiese utilizar el poder de negociación que surgiese de comicios de renovación presidencial (v. g. en el caso de obtener el triunfo partidos locales), para condicionar el resultado de una elección con características nacionales –puesto que se trata de la nominación de las máximas autoridades de tal carácter– a cambio de ventajas de cualquier tipo. Por otra parte, la presencia predominante de partidos nacionales, la misma nacionalización de los comicios y de las voluntades populares que suscitan, en los términos de sus programas y plataformas electorales, así como la difus
ión que hacen en el mismo sentido los medios masivos de comunicación, tornaría inaceptable una hipótesis como la analizada para la mayoría de la ciudadanía del país.
Algunas de las consideraciones hasta aquí expuestas, complementadas con otras de peso, fueron ya levantadas en oportunidad de la consideración de las reformas, introducidas en su momento, para suprimir el sistema de elección indirecto contemplado en la Constitución de 1853-60.
Así, Pablo Ramella, analizando lo dispuesto en ese sentido por la Constitución de 1940, expresaba que «es sabido que la elección indirecta de presidente aquí y en Estados Unidos, en la práctica se frustra, puesto que los electores de presidente tienen el mandato imperativo de sus partidos de votar a quien haya sido proclamado por éstos». Recordaba también las palabras del convencional Luder, en aquel momento, quien sostenía que la supresión del sistema de elección indirecta… destruye una ficción constitucional y al mismo tiempo incorpora un procedimiento para registrar con mayor fidelidad la voluntad popular» y las del convencional Sampay: «el pueblo elige entre los candidatos a presidente de la república y no entre los electores»(13).
El dictamen de la mayoría de la Comisión que analizó la reforma constitucional de 1972, fundamentó la iniciativa en que la elección directa «tiende a suprimir la complicación del actual régimen indirecto, verificándose que en la realidad de nuestra praxis constitucional el sistema de segundo grado se ha convertido normalmente en un sistema directo».
Más recientemente, la búsqueda de «mecanismos que establezcan la elección directa» del Poder Ejecutivo fue reconocida en el Comunicado de Prensa suscripto por A
lfonsín-Cafiero en enero de 1988 al que se ha hecho referencia, por lo que puede considerarse un tema de acuerdo entre los principales partidos.
Sin embargo, cabe examinar la reciente pretensión del radicalismo de negar la posibilidad de la reforma, por motivos de oportunidad, y postular en cambio un pacto entre las fuerzas políticas para consagrar al candidato más votado como Presidente de la Nación, con prescindencia del funcionamiento de los Colegios Electorales (14). En este sentido, creo que el radicalismo, al levantar esta solución pretendería una doble ventaja: obstaculizar una candidatura posible para el partido gobernante, bloqueando la posibilidad de la reelección presidencial, y a la vez, hacer abdicar a este último de un procedimiento que lo beneficia con arreglo a la Constitución vigente.
Por último, además de las razones ya examinadas que hacen necesaria la reforma de la Constitución en este punto, existe la problemática de los tiempos –excesivamente largos– de la sucesión presidencial, que resulta impuesta en caso de sujetarse los tiempos comiciales a las prescripciones constitucionales, y que será examinada al analizarse el acortamiento de los mandatos.
5. El problema del «ballotage»
El problema del «ballotage» ha quedado planteado a partir del dictamen de la Comisión de Reforma Constitucional del radicalismo, al expresarse que «el Presidente de la Nación debería ser elegido cada cuatro años de modo directo y por mayoría absoluta de sufragios». Ello así, porque en el comunicado de prensa posterior al encuentro Alfonsín-Cafiero no se incluyó este último requisito.
La consideración del problema del «ballotage» debe
ría ser apreciada dentro de las concretas condiciones en las que se desenvuelve el sistema de partidos en nuestro medio.
En efecto, de la experiencia resultante de casi cinco décadas de historia argentina puede extraerse la conclusión de que nuestro país ha consolidado un régimen político primordialmente bipartidista, con fuertes semejanzas con modelos anglosajones, que concentra entre el 80 y el 90 % de los votos (15). Si bien funciona corregido por la presencia de otros partidos, ninguno de ellos ha podido constituirse hasta ahora en una tercera fuerza significativa.
Como lo señalan importantes constitucionalistas, tal circunstancia se presenta no obstante implementarse la representación proporcional desde 1955 en adelante, en diversas elecciones por decisión de sucesivos gobiernos militares, con el propósito evidente de favorecer una dispersión de los votos entre una pluralidad de partidos. La voluntad popular de expresarse por los dos partidos políticos principales, que ofrecen importantes rasgos comunes en sus doctrinas o programas, ha sido pues independiente de la influencia resultante de un régimen electoral basado en la representación proporcional (16).
En estas condiciones, la implementación del «ballotage» supondría que fuerzas políticas poco significativas, situadas a la derecha o a la izquierda de los dos grandes partidos, puedan ejercer una capacidad de presión y negociación, a la hora de brindar sus apoyos antes de la segunda vuelta (cuando ninguno de aquellos dos grandes partidos obtuviese la mayoría absoluta de los sufragios), que podría superar ampliamente el peso electoral que reúnen. La situación se agudizaría de tener que requerirse el apoyo de fuerzas políticas que se encuentren fuera o en los bordes del sistema constitucional, que representen una amenaza para éste, tal como ha sucedido en elecciones presidenciales de Francia.
En el problema del «ballotage» se halla en juego la libertad que pueda poseer el partido mayoritario (la fuerza que obtenga el mayor número de votos) para implementar sus programas mediante el ejercicio del Poder Ejecutivo. Aquellos que propugnan el «ballotage» adoptan una versión modernizada de los mismos principios que, en el siglo pasado, inspiraron al Colegio Electoral. Es decir, la elección de un Presidente de la Nación sería resultante de negociaciones y acuerdos electorales; en el Colegio Electoral tales acuerdos los hacían los notables, con el «ballotage» lo realizan los partidos.
Cabe empero señalar que las reflexiones que anteceden, contrarias al «ballotage», se encuentran vinculadas –según se ha visto– con la naturaleza bipartidista de nuestro régimen político. De atenuarse dicha naturaleza, y de no obtener el primer partido un número apreciable de sufragios –por ejemplo, el 35 o 40 % de los votos totales– entonces sí podría contemplarse el recurso del «ballotage» para propender a la configuración de las alianzas o frentes electorales que permitan designar a un Presidente por una mayoría apreciable.
La Comisión Justicialista ha propuesto en el proyecto de reformas que vengo comentando, habilitar la reforma de los artículos 81 a 85 de la Constitución Nacional. Postuló la elección directa de Presidente y Vicepresidente de la Nación, a simple pluralidad de sufragios y a estos fines el territorio nacional se considerará distrito único (17). Sin embargo, la Convención Constituyente se encontraría habilitada para tratar eventualmente el problema del «ballotage», si así lo estima necesario.
6. La elección de senadores nacionales
He recordado en el precedente apartado XI la antigüedad que registra la propuesta de elección de senadores nacionales por el voto directo de los ciudadanos de cada provincia, tanto en los Estados Unidos de América, en donde se encuentra vigente una Enmienda de la Constitución con tal sentido desde 1913, como en nuestro medio en donde existen iniciativas de reforma en el mismo sentido a partir de 1914. Asimismo, según se ha visto, la elección directa de senadores nacionales fue implementada por la Constitución de 1949 y la reforma de 1972.
Las deficiencias que registra el sistema vigente en nuestra Constitución de 1853-60 han podido advertirse recientemente, con la práctica que han adoptado ciertas legislaturas provinciales de designar senadores nacionales con mucha anticipación (en ciertos casos con años de antelación) al momento de asunción de los mandatos. Ello hace todavía más notorias las deficiencias de nuestro sistema institucional relativas a la extensión de los mandatos senatoriales, dado que a los nueve años de su duración debe adicionarse el tiempo político que transcurre entre que un senador ha sido electo y el de la toma de posesión del cargo.
El proyecto de la comisión justicialista ha postulado, de modo acorde con los antecedentes señalados, la reforma del art. 46 de la Constitución Nacional (18).
En ese proyecto no se consideró la alternativa de aumentar el número de senadores por provincia, conforme lo amplió a tres la reforma de 1972 para permitir la designación de un senador por la minoría. Sin embargo, no puede desconocerse que al habilitarse la reforma del artículo mencionado, el debate en cuanto al número pueda eventualmente darse en nuestro medio en las instancias que deben recorrerse para concretar la reforma.
7. La elección del Intendente de la Capital Federal
El proyecto de la comisión justicialista propuso la reforma del art. 86, inc. 3° de la Constitución Nacional, a fin de permitir la elección directa del intendente de la ciudad de Buenos Aires (19).
El mencionado inc. 3° atribuye al Presidente de la Nación el carácter de «jefe inmediato y local de la Capital de la Nación». Dicha norma ha sido entendida, en nuestra extensa práctica constitucional, en el sentido que corresponde al Poder Ejecutivo Nacional la plenitud del gobierno político, dentro del distrito federal, sin impedir que en lo administrativo, se establezca un régimen municipal propio (20).
El precepto examinado fue reformado en 1949, a fin de permitir al Presidente delegar sus funciones como jefe inmediato y local de la Capital «en la forma que determinen los reglamentos administrativos».
Con la reforma propuesta actualmente por la comisión justicialista, se revierte la línea doctrinaria que inspiró a la reforma de 1949, expuesta principalmente por los convencionales Sampay y Avanza (21), para consensuarla con las posiciones sostenidas por el radicalismo (22) y otras fuerzas políticas, así como para adecuarla a las aspiraciones de mayor participación de los vecinos de la ciudad.
La habilitación de la reforma del art.
86, inc. 3°, permitiría zanjar la cuestión respecto a si es posible la elección popular del Intendente de esa ciudad en el régimen de la Constitución vigente (23), así como examinar el alcance de la autonomía política de la Capital Federal.
XIV. El acortamiento de los mandatos y la periodicidad de las elecciones
El acortamiento de los mandatos es otro de los aspectos primordiales de la democratización de nuestro sistema institucional, toda vez que permite convocar a la ciudadanía a expresar sus opiniones sobre el proceso político con menor intervalo de tiempo que el ahora vigente, respecto de autoridades nacionales de la importancia del Poder Ejecutivo y de los integrantes del Senado.
Este punto fue específicamente incluido en el Comunicado de prensa Alfonsín-Cafiero, al preverse que se «examinen el acortamiento de los mandatos». Analizaré, seguidamente, los dos aspectos que contiene la propuesta, incluido el tema de la reelección presidencial.
1. El acortamiento del mandato presidencial. Sus antecedentes
El primer antecedente de importancia en nuestro medio, que planteó la conveniencia de dicha reducción del mandato, con la posibilidad de la reelección, fue la reforma constitucional de 1972. En ese momento, el acortamiento del mandato presidencial fue propuesto por la comisión asesora –integrada por constitucionalistas– en conexión con la unificación de los mandatos de senadores y diputados nacionales, fijándose todos ellos en cuatro años. No obstante, mantuvo la comisión la prohibición de la reelección, admitiéndola con intervalo de un período. El objeto de la reforma propuesta no estuvo centrado, como ahora en la iniciativa justicialista, en promover un perfeccionamiento de las reglas de juego democráticas, sino en obtener una mayor eficiencia en el funcionamiento del sistema institucional, porque «las elecciones intermedias para la renovación parcial de las cámaras que prevén los arts. 42 y 48 interrumpen, con demasiada frecuencia, la gestión gubernativa, produciendo una movilización electoral que se juzga excesiva y sin suficiente necesidad».
Sin embargo, la Comisión Coordinadora del plan político, que elevó sus conclusiones al entonces Presidente de la Nación Tte. Gral. Alejandro H. Lanusse, previó dos alternativas en cuanto a la duración del mandato presidencial y a la posibilidad de reelección. En su fórmula A, se mantenía el período de seis años pero se prohibía la ulterior reelección; en cambio, la fórmula B, reducía el mandato presidencial a cuatro años con una sola reelección.
Al fundamentar la alternativa «B», expresaba esa última Comisión que «no sería incongruente con nuestras prácticas. En su favor puede argumentarse que permitía ratificar el mandato de un Presidente de modo de garantizarle un amplio período para cumplir su gestión –ocho años– y, a la vez, sustituir en un plazo no muy largo a quien no haya podido satisfacer las expectativas en él depositadas. Por otra parte se conjuga con la práctica de los derechos políticos que requiere una manifestación electoral cíclica, por lo cual no es dable admitir una prolongación excesiva de los mandatos sin que el pueblo pueda expresar su definición política»(24).
Esta fórmula fue la que, en definitiva, primó, toda vez que el Estatuto Fundamental de 1972 modificó el art. 77 de la Constitución Nacional, preceptuando que el Presidente y Vicepresidente durasen en sus cargos cuatro años y pudiesen ser reelegidos una sola vez.
Se introdujo de tal modo en nuestro país, aunque con correcciones, el sistema de la Constitución de los Estados Unidos de América, luego de la Enmienda XXII (1951), que estableció que «ninguna persona será elegida para el cargo de presidente más de dos veces», modificándose el artículo II de dicha Constitución que permitía la reelección indefinida.
Hamilton, fundamentando el texto originario de la Constitución americana, decía que: «El magistrado de que hablamos se elegirá para un período de cuatro años, y ha de ser reelegible tantas veces como el pueblo de los Estados Unidos lo considere digno de confianza»(25). Explicando el Plan de la Convención que sancionó aquella Constitución, defendía la necesidad de un Ejecutivo enérgico, y encontraba que los ingredientes que daban por resultado dicha energía eran: «primero, la unidad; segundo, la permanenci
a; tercero, el proveer adecuadamente a su sostenimiento; cuarto, poderes suficientes»(26).
Vinculaba la permanencia con la energía, señalando que ésta se halla en relación con dos circunstancias: «con la firmeza personal del magistrado ejecutivo, al hacer uso de sus poderes constitucionales, y con la estabilidad del sistema de administración que haya sido adoptado bajo sus auspicios. Por cuanto a la primera, tiene que resaltar con claridad que mientras más prolongada sea su duración en funciones, mayor será también la posibilidad de contar con tan importante ventaja… La conclusión que debemos desprender de ella es que el individuo que haga las veces de primer magistrado, sabiendo que en breve plazo deberá dejar su puesto, no tendrá en éste el interés suficiente para aventurarse a incurrir en críticas o dificultades de importancia por causa de la forma independiente en que haga uso de sus poderes, o debido a que desafíe la mala voluntad de una parte importante de la sociedad o inclusive de la fracción que predomine en el cuerpo legislativo, aun en el caso de que esa malevolencia sea pasajera»(27).
Sin embargo, estas razones en pos de una reelección indefinida fueron limitadas por una práctica constitucional, iniciada por Washington y destacada por Jefferson, según la cual el Presidente no se postulara a un tercer mandato. Esta práctica fue interrumpida por Franklin Roosevelt, en 1940 y 1944, circunstancia que motivó la XXII Enmienda, antes mencionada. No puede desconocerse por un lado, que en los Estados Unidos, se cuestionó esa Enmienda existiendo movimientos a favor de su derogación (28), ni tampoco que existieron otros estudios y propuestas para una reforma que introdujera el mandato de seis años (29).
En nuestro país, la comisión de reforma constitucional del radicalismo, a la que se hizo referencia postuló la reducción del mandato presidencial a cuatro años, sin pronunciarse sobre el tema de la reelección.
En cambio, el constitucionalista radical Jorge Vanossi se manifestó a favor de introducir el sistema americano vigente al postular una reducción de ese mandato a cuatro años, admitiendo una reelección, con intervalo de un período o sin él (30).
La reforma constitucional de 1949, permitió la reelección presidencial indefinida (art. 78 de esa Constitución), fundándose principalmente en el sistema vigente en los Estados Unidos en ese momento –no se había sancionado aun la Enmienda XXII–y apoyándose principalmente el miembro informante, Arturo E. Sampay, en las expresiones de Hamilton en El Federalista (31). Sin embargo, otros importantes constitucionalistas adscriptos
2. El acortamiento de mandatos. Principales fundamentos
La primera diferencia de importancia fue que la nueva comisión no insistió en la unificación de los mandatos en cuatro años.
Ello así, porque mantuvo, sin proponer reformas, la renovación bianual de la Cámara de Diputados de la Nación y propuso el acortamiento de los man datos de senadores a seis años, con renovación por terceras partes cada dos años, en ambos casos con reelección indefinida (34).
En un trabajo anterior había anticipado mi posición favorable a la renovación bianual, porque ha sido útil para seguir más de cerca las
orientaciones políticas del pueblo y para incentivar cambios de importancia en el seno de los partidos. Asimismo, señalé que la reducción del período de los senadores a seis años, es coherente con la reducción a cuatro años del mandato presidencial, toda vez que –en el sistema de la Constitución vigente– el actual término de nueve años representa una vez y media el período presidencial de seis años. Esta es, además, la solución de la Constitución Americana y la seguida por la Constitución de 1949. No obstante, expresé que el mandato de los senadores de seis años dejaría subsistente el inconveniente que los senadores de una provincia no coincidan con el gobierno de ella (y por lo tanto no la representen cabalmente), cuando un cambio electoral producido a los cuatro años ha llevado a otro partido a la conducción de los negocios públicos locales. Esa dificultad se superaría por la duración de cuatro años, con elección simultánea con los comicios para senadores, y la consideré una solución preferible a la propuesta por el Consejo para la Consolidación de la Democracia relativa a la posible revocación del mandato senatorial por la legislatura (35).
Aun cuando la comisión de reforma constitucional del justicialismo no adoptó esa última alternativa, el debate sobre el tema permanecerá abierto, toda vez que, al habilitar el proyecto de ley declarativa la reforma del art. 48 C. N., será la Convención Constituyente quien deba pronunciarse en definitiva sobre el punto.
En cuanto a la reducción del período presidencial de seis a cuatro años, existen varias razones de importancia que fundamentan dicho acortamiento, además de la ya expresada consistente en proveer una mayor consulta a la voluntad popular.
Una de ellas es la constante histórica que se produjo en nuestro país, en los gobiernos constitucionales desde 1958 en adelante, según la cual pareció existir un período crítico para los gobiernos, entre los tres y cuatro años de iniciada una presidencia. Podría también mencionarse, porque ya había aparecido esta tendencia, al segundo mandato del gobierno de Perón (1952-1955), aunque con la aclaración que provenía de una reelección.
Es cierto que no son fácilmente comparables las situaciones acaecidas a partir de aquella fecha. En efecto, las crisis sucedidas en las presidencias de Frondizi e Illia, que devinieron en golpes de estado que los derrocaron, estuvieron vinculadas al cuestionamiento de su legitimidad por la proscripción electoral del peronismo. En cambio, en el período 1973-76 fue un factor desencadenante el colapso producido por la muerte de Juan D. Perón, no alcanzándose a completar por su esposa el plazo reducido de cuatro años, vigente por la reforma de 1972.
Pero aun durante el gobierno del Presidente Alfonsín, en donde no mediaron las circunstancias señaladas, una crisis similar culminó con la derrota electoral del partido gobernante en los comicios del 6 de setiembre de 1987. Ella, a su vez, provocó un deterioro tan acelerado de dicha administración que forzó al entonces primer mandatario a renunciar seis meses antes del término de su mandato.
La conclusión que puede extraerse de tal tendencia es que, desde la segunda presidencia de Perón hasta nuestros días, ningún presidente constitucional pudo concluir –en más de 4 décadas– su período de 6 años. Por lo demás, ese período tampoco fue alcanzado por gobiernos de facto que tuvieron mayor pretensión de permanencia (v.g. Onganía, designado sin plazo por el art. 1° del Estatuto de la Revolución Argentina), circunstancia que llevó a su limitación en otras experiencias de tal carácter (v.g. el Proceso de Reorganización Nacional fijó el mandato en 3 años, con posibilidad de reelección por única vez, y remoción en cualquier momento por la Junta Militar –arts. 2° y 3° del Estatuto y 2.7 del Reglamento–).
La existencia durante cuatro décadas de un ciclo fuertemente crítico para las presidencias entre el tercer y cuarto año del mandato parece ser una buena razón para someter a la consulta popular, en un plazo más corto a seis años, la conveniencia de cambiar al Presidente o de reelegirlo al ratificársele la confianza.
Es cierto que la crisis de los 4 años no ha golpeado, como en el pasado, al actual gobierno nacional. No obstante, y sin que la reflexión que aquí se hace equivalga a un reduccionismo que ignore las variadas razones de la actual victoria del partido gobernante, no puede desconocerse que la misma dinámica política generada por la estrategia de la reforma constitucional, con reelección presidencial incluida, contribuyó a mantener el vigor y la iniciativa del Poder Ejecutivo en ejercicio, constituyéndose en importante elemento de dicha victoria.
Porque uno de los hechos más notorios que parece suceder en el último tercio del período de 6 años, es el desplazamiento progresivo del poder político en favor de los candidatos presidenciales (a medida que la atención de la dirigencia en los partidos y de la ciudadanía en su conjunto se enfoca hacia el futuro) que debilita al mandatario en ejercicio (36).
Esta consecuencia se vincula, a su vez, con el prolongado tiempo que supone la transición entre dos presidencias, con arreglo a los preceptos constitucionales y a la mecánica de nuestro sistema electoral. Cumplir al pie de la letra con lo dispuesto en el art. 81 de la Constitución Nacional, que exige la reunión de los colegios electorales cuatro meses antes que concluya el término del presidente cesante, requiere celebrar los comicios con una antelación no menor a 6 meses de dicho término (al menos así se lo ha entendido en el pasado, dado la necesidad de realizar un escrutinio definitivo).
Si admitimos que usualmente se presenta una campaña electoral entre los partidos, de varios meses previos a la fecha de tales comicios, y que con anticipación a ello deben ocurrir las internas partidarias para definir las candidaturas, que por su parte insumen también varios meses, el proceso de la sucesión presidencial representa, en su conjunto, un plazo no inferior a un año. Ese plazo ha llegado a ser de un año y medio en la presidencia de Alfonsín (el partido gobernante definió su candidato, Angeloz, hacia fines de 1987) y pese a que la renuncia anticipada llevó a no cumplir con el plazo íntegro del mencionado art. 81 de la Constitución Nacional.
Esa larga transición entre dos presidencias dota, en mi opinión, de características especiales al último tercio del mandato de seis años, al debilitar el poder político del Ejecutivo. Esta circunstancia no se presenta en un período reducido a cuatro años, siempre que las normas constitucionales permitan una más rápida entrega del mandato al presidente electo, y en donde se facilite que todo el proceso electoral (interno y externo, incluida la entrega del mando) –como en el caso de los Estados Unidos de América– no supere los 6 meses.
El tercer fundamento de la reducción del mandato, es la necesidad de unificar en el tiempo la elección presidencial con los comicios para renovar gobernadores provinciales. Cuando ambas elecciones corren desacopladas (como sucedió en 1987), una derrota electoral del partido gobernante que entrañe la pérdida de las gobernaciones en las principales provincias agravaría la disminución de poder del Ejecutivo, que ya se suscita por las razones expuestas.
Un cuarto fundamento es que el período de seis años parece ser excesivo para una presidencia no exitosa. En este sentido, cabe tomar particularmente en consideración que en los Estados Unidos de América no han sido muchos los presidentes reelectos, y particularmente fueron pocos en la segunda mitad de nuestro siglo (sólo Eisenhower y Reagan), de modo tal que la costumbre política predominante en ese país ha sido la de cuatro años de mandato, excepcionados por personalidades políticas de importancia.
3. La reelección presidencial
Varias de las razones que propenden a una reducción del mandato presidencial, son las que sustentan también la posibilidad de la reelección, conforme ya ha podido apreciarse.
A lo dicho cabe agregar que en los países más desarrollados política y económicamente, los sistemas constitucionales no prohiben las reelecciones del Ejecutivo, y –por el contrario– son notorios los casos de personalidades exitosas que –cuando raramente aparecen– suelen conducir durante largos años a sus respectivos países (v. g. Felipe González en España; Mitterand en Francia; Margaret Tatcher en Inglaterra, entre otros).
Contra esta evidencia suele argumentarse que ello sería admisible cuando se trate de gobiernos de base parlamentaria, o al menos mixta (semipresidencialista al estilo francés), porque en tales casos no supondría una mayor concentración de poder en el Ejecutivo.
Este argumento desconoce el hecho que, aun en los modernos parlamentarismos europeos (en especial el español), el gobierno conducido por un Presidente o Primer Ministro dirige de tal manera los negocios públicos que –como lo afirma Rafael Pérez Escobar (37)– el equilibrio constitucional entre los poderes Ejecutivo y Legislativo se ha roto a favor del primero, que desempeña de hecho no sólo la iniciativa parlamentaria sino también la función legislativa (respaldado en el partido mayoritario en el parlamento que, a su vez, aquél lidera). El ocaso del Legislativo, en los mismos sistemas parlamentarios, en favor del incremento de las funciones ejecutivas, es tan evidente que en Europa ha llegado a cuestionarse la posibilidad y necesidad de la subsistencia misma de la doctrina de la división de poderes en un régimen democrático (38).
Por el contrario, en los sistemas presidencialistas como el nuestro, que siguen al modelo norteamericano, el principio de la división de poderes juega más rígidamente protegido por la existencia de elecciones separadas para cada uno de los órganos políticos. Más aún, como lo veremos más adelante, la inspiración del proyecto justicialista de reforma constitucional que estoy comentando persigue el fortalecimiento del parlamento (tanto en su función legislativa como de control del Ejecutivo) y, por ende, un más eficaz funcionamiento de la división de poderes.
En otra línea argumental, que impregna de características especiales al debate en nuestro medio, diferenciándolo del tratamiento de la cuestión en las democracias más avanzadas, se considera que la prohibición de la reelección presidencial es necesaria en América latina para evitar la aparición de dictaduras, condición a la que sería propicia la región.
Más allá que ese razonamiento se sostenga o no en un análisis comparado de la situación actual de los países latinoamericanos, que valore adecuadamente las enormes diferencias que presentan entre sí, creo que en la Argentina presente no existen riesgos –de ningún tipo– que puedan hacer prever una amenaza de tal índole. Por varias razones.
La primera de ellas es que la dictadura requiere una concentración del poder político y del poder militar. En nuestro pasado, cuando tal circunstancia ocurrió, fue producto del desborde (generado por causas de diversa índole que no cabe analizar aquí) de autoridades militares que asumieron directamente la conducción política, suprimiendo el juego de la democracia. Hoy, la primacía del poder civil respecto del poder militar, obtenida luego de una azarosa historia de muchas décadas de este siglo, y el encuadre de las instituciones militares en el profesionalismo y en la subordinación a los órganos constitucionales, no permite visualizar una concentración de ambos poderes en una sola persona en un futuro previsible.
La segunda, es que muchas de las luchas sociales y económicas acaecidas en la Argentina, que condicionaron extremadamente al proceso político, siendo fuente de violencia larvada o explícita, estuvieron vinculadas con la emergencia y surgimiento de dos sectores sociales (las llamadas «clases medias» y los «trabajadores») que no estaban integrados ni participaban en el sistema político. Ese proceso histórico podemos considerarlo básicamente concluido, dado que se ha operado un alto grado de integración social y económica, que es el principal sustento del funcionamiento de nuestra democracia, que la reforma constitucional propuesta pretende consolidar y perfeccionar.
Ello se advierte en el pleno desenvolvimiento de las libertades individuales (particularmente la de prensa) y de las libertades políticas (respeto a la organización, vida interna y manifestaciones de los partidos), bajo las cuales se desenvuelve la democracia en nuestros días.
No es tampoco una razón menor que la disminución de la participación del estado en la economía nacional como consecuencia de las reformas introducidas en los últimos años, y el ensanchamiento de la actividad y libertad de los mercados, progresivamente aleja la concentración de los poderes económicos con el poder político, que también se hace presente en la conformación de las dictaduras.
La mayor participación del país en el sistema mundial de naciones, con las interrelaciones de todo tipo que ello genera, y el robustecimiento de las libertades individuales que respalda la propia comunidad internacional, conforman garantías adicionales a las que resultan de los factores internos ya recordados.
En estas condiciones, no parece legítimo mantener prevenciones injustificadas contra la posibilidad de acrecentar el desenvolvimiento de la vida democrática mediante una reforma constitucional. En este sentido, corresponde dejar en claro que la cláusula impeditiva de la reelección presupone un juicio de disvalor respecto de la aptitud política de la ciudadanía, a la hora de juzgar y tener que decidir sobre el mérito de los gobernantes.
Toda vez que el proceso de consolidación y perfeccionamiento de nuestro sistema democrático debe hacerse progresivamente en aras de un mayor consenso, el justicialismo ha abandonado su inicial posición favorable a la reelección presidencial indefinida (sostenida en la Constitución de 1949), limitando su propuesta de reforma a la posibilidad de un solo mandato adicional de 4 años. Un período posible de 8 años (con consulta a la opinión ciudadana a los 4 años) se considera adecuado para la implementación de reformas económicas y sociales que exigen una coherencia y constancia en la acción de gobierno por un tiempo prolongado.
XV. Observación final
En un trabajo posterior se continuará el análisis que se viene efectuando, respecto de otras reformas que se pretende introducir también con la finalidad de consolidar y perfeccionar el régimen democrático, tales como la posibilidad de acudir a formas semidirectas de democracia y la participación de los sectores sociales.
Asimismo, toda vez que son objetivos primordiales de la reforma propuesta propender a una mayor eficiencia de los órganos constitucionales, tanto como obtener un mejor equilibrio entre los mismos, se examinarán en dicha oportunidad las iniciativas que se dirigen a concretar ambas finalidades.
Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723).
Notas:
(1) Cfr. Primer Documento, punto 1°.
(2) Cfr. «Reforma Constitucional». Dictamen preliminar, op. cit., cap. II, ps. 23/30.
(3) Cfr. «Instituciones y dinámica política. El presidencialismo argentino», en Reforma Institucional y cambio político, Dieter Nohlen y Liliana De Riz, compiladores. Ed. Legasa-Ades, Buenos Aires, 1991, ps. 123 y sigts.
(4) El Consejo para la Consolidación de la Democracia dedica su Segundo Dictamen (Eudeba, Buenos Aires, 1987), al estudio de esta temática, poniendo el acento en una propuesta de reforma del régimen presidencialista y amplía esta última problemática en una tercera publicación denominada «Presidencialismo vs. Parlamentarismo» (Eudeba, Buenos Aires, 1988).
(5) Cfr. «La reforma constitucional frente al régimen político argentino», en op. cit. en nota 3, especialmente ps. 50/57. Para el estudio de los proyectos de leyes presentados al Congreso Nacional, cfr. Reforma Constitucional, 2° vol., Secretaría Parlamentaria, bajo la Dirección del doctor Fermín P. Ubertone, Buenos Aires, octubre 1989.
(6) Cfr. Las Constituciones de la Argentina (1810-1972), Recopilación, notas y estudio preliminar de Arturo Enrique Sampay, Eudeba Buenos Aires, 1975, especialmente ps. 512/516.
(7) Entre ellos Carlos M. Bidegain, Natalio R. Botana, Julio Oyhanarte, Pablo A. Ramella, Jorge Vanossi, Germán Bidart Campos, Carlos S. Fayt, Mario J. López y Alberto Spota, entre otros.
(8) Cfr. HAMILTON, MADISON y JAY, «El Federalista», Fondo de Cultura Económica, México 1957, p. 289.
(9) Cfr. «El Federalista», op. cit., cap. XXXIX, p. 159.
(10) Cfr. «La tradición republicana», p. 85, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1984, especialmente, para mayor desarrollo, su capítulo II titulado «La República en América del Norte».
(11) Adviértase aquí que el justicialismo tendrá mayoría parlamentaria en 1995, en atención a su notoria ventaja en el Senado de la Nación a los resultados de las elecciones de renovación legislativa del año 1993.
(12) Para un estudio de los problemas ocasionados en los Estados Unidos por el Colegio Electoral y los proyectos para su reforma, puede verse PRICHETT, C. Hernán, «La Constitución Americana», Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 1965, ps. 383/394.
(13) En «Derecho Constitucional», ps. 748/749, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1982.
(14) Esta posibilidad la recomendé en defecto, pero no como alternativa de la reforma constitucional en mi artículo titulado «La construcción del consenso para la reforma de la Constitución Nacional», en Revista de Derecho Público y Teoría del Estado – ler. semestre de 1988, ps. 165/166.
(15) HENING, S. y PINDLER, J., en su obra sobre «Partidos Políticos Europeos», Ed. Pegaso, Madrid, 1976, distingue entre el sistema que funciona con sólo dos partidos mayoritarios (en el sentido que puedan aspirar a una mayoría) que alternan en el poder, del multipartidista en que la norma es la coalición de dos o más grupos (cfr. p. 15). Ejemplo de este último sistema es Italia en donde pese a existir un partido principal (la D. C.) el voto del partido ha fluctuado alreadedor del 40 % del electorado, lo que ha obligado a la gestación de coaliciones a derecha o izquierda (cfr. ps. 205/271).
(16) BIDART CAMPOS, Germán, en «La Constitución frente a su reforma», Ed. Ediar, Buenos Aires, 1987, expresaba: «Y sobre este último punto, el fenómeno de polarización bipartidista en las elecciones con que salimos del último período de facto de 1983, pone en entredicho la teoría de que los sistemas electorales inciden fuertemente en los sistemas de partidos. En Argentina, con un sistema de representación proporcional, un 90 % aproximadamente de los votos populares se acumuló y repartió en 1983 entre dos grandes partidos, el radicalismo y el peronismo».
(17) Cfr. 3er. Documento, II, punto 4.
(18) Cfr. 3er. Documento, I, punto 1.
(19) Cfr. 3er. Documento, II, punto 5.
(20) Cfr. BIDART CAMPOS, Germán, «El Derecho Constitucional del Poder», Ed. Ediar, 1967, t. II, N° 641.
(21) Cfr. RAMELLA, Pablo A., «Derecho Constitucional», 2ª ed., Ed. Depalma, 1982, p. 157.
(22) El Dictamen de la Comisión especial de la U. C. R. del 18 de febrero de 1988, reclamaba la elección directa del intendente y prever normas sobre la autonomía política de la ciudad de Buenos Aires.
(23) Los defensores de esta posibilidad lo hacen apoyándose en el art. 81, parte 3ª de la Constitución Nacional, cuando dice que las listas de electores de presidente de la Nación serán remitidos en la Capital «al presidente de la municipalidad», pero se pasa por alto que la Constitución no expresa cómo se elige a dicho Presidente (ahora Intendente) de la Municipalidad.
(24) Cfr. Las Constituciones de la Argentina (1810-1972), Ed. Eudeba, 1975, p. 594.
(25) Cfr. «El Federalista», op. cit., p. 291.
(26) Id., p. 298.
(27) Id., ps. 303/304, ver una ampliación de los argumentos en todo el artículo del 18 de marzo de 1788, incluido como capítulo LXXI de la obra mencionada.
(28) V. CORWIN, Edward S., «El Poder Ejecutivo», Ed. Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, 1959, p. 40.
(29) V. SUNDQUIST, James L., «Constitutional reform and effective government», The Brookings Institution, Washington D. C., 1986, ps. 41/49.
(30) V. VANOSSI, Jorge R., «La reforma de la Constitución», Emecé Editores, Buenos Aires, 1988, v. ps. 149 y 198-99.
(31) V. con mayor amplitud los fundamentos de la reelección presidencial en SAMPAY, Arturo E., «La reforma constitucional», La Plata, 1949, ps. 68/73.
(32) V. «Derecho Constitucional», op. cit., p. 740.
(33) Integrada entre otros por César Arias, Juan C. Maqueda, Héctor Masnatta, H. Massini y el autor de este trabajo.
(34) V. 3er. Documento, I, punto 2.
(35) V. «Dictamen Preliminar», op. cit., p. 61 y GARCIA LEMA, «La construcción del consenso para la reforma de la Constitución Nacional», op. cit., capítulo XIII.
(36) Este argumento se ha considerado en los Estados Unidos de América contra la rigidez que impuso al sistema la Enmienda XXII, ya que la certidumbre de que un presidente en su segundo período no puede en circunstancia alguna pretender un tercer período, disminuye inevitablemente su efectividad en la función, como lo demostró la experiencia del presidente Eisenhower, según lo señala C. Hernán Pitchett, La Constitución Americana, op. cit., ps. 395/396.
(37) En «La Constitución Española: diez años después», trabajo incluido en «La Constitución Española, Lecturas para después de una década», Editorial de la Universidad Complutense, Madrid 1989, especialmente ps. 185/188.
(38) V. por ejemplo, en la obra señalada en la nota anterior, el trabajo de José Luis Alvarez Alvarez, «Gobierno, partido y separación de poderes» (esp. págs. 10/18 y 21/42).