Algunas reflexiones sobre la crisis actual (Primera parte)

El subdirector de la revista, Adrián Ventura, me ha pedido un artículo sobre la crisis actual, que desarrolle algunos de sus aspectos institucionales, desde una perspectiva principalmente política (que no excluye el enfoque jurídico constitucional).

He tenido muchas vacilaciones para escribir sobre el tema de la crisis, no sólo por ser multifacético y con una larga tradición histórica en nuestro país[1], sino por la alta dosis de sentimientos y polémica que nos despierta actualmente.

Creo que todos tenemos conciencia que nos encontramos ante un momento histórico en el que predomina una inusual incertidumbre, una alta cuota de imprevisibilidad acerca del curso de los acontecimientos, que provoca desconcierto, ansiedad y temor en la vida cotidiana, propios de enfrentar lo desconocido. A estos sentimientos se agregan otros, como el legítimo enojo por las pérdidas sufridas, en ahorros o inversiones, en el valor de los bienes, en el nivel de vida, en el éxodo de amigos o familiares, en el dolor por el crecimiento de la pobreza y la miseria que nos rodea, amenazante, en nuestras calles y rutas o en torno de nuestras casas.[2] También la desilusión por haber perdido otra oportunidad de transformarnos en un país del primer mundo, por el retroceso en todos los planos, sin saber cuál es el escalón más bajo desde el cual comenzará una recuperación. Y además, el reconocer nuestra pertenencia a una Nación de cambios bruscos, de posiciones extremas, que ha pasado de ser un paradigma de políticas exitosas al polo opuesto, un ejemplo de lo que debe evitarse. Todo ello, en un contexto regional de crisis irresuelta, mientras alborea la sospecha de una crisis global.

La sola descripción de los sentimientos y dificultades en juego, explican la reticencia a abordar la materia. Si, en definitiva, he aceptado la propuesta fue porque me permitiría, quizás, ordenar ciertas ideas, y hacerlo con la libertad de un «ensayo”, que importa además la posibilidad de abordar un pensamiento autocrítico.

En efecto, hace poco más de una década atrás (en febrero de 1991) me tocó desempeñar una función jurídico – política en el entonces gobierno nacional, que me comprometió por varios años con la implementación de un “modelo” de país, que ha recibido fuertes, y en buena medida justas, críticas. Ahora, en un momento en que se ha abierto en el seno de la sociedad argentina un amplio debate de ideas, parece atractiva la posibilidad de iniciar aquí una exploración relativa a las causas, manifestaciones y alcances de aspectos de la crisis, que incluso se manifiesta como un hundimiento de facetas vitales de dicho modelo. Crisis profunda que ya era visible en el año 1996, y que requería de urgentes y enérgicas medidas de corrección del rumbo seguido, en varias de sus directrices centrales. La carencia de tales medidas, durante casi un lustro, produjo el colapso que estamos viviendo, y los graves problemas que existen para remediarlo.

Cabe aclarar todavía, que aún cuando varios de los temas tratados son de índole económica, ellos no resultan ajenos al derecho constitucional, que incluso ha desarrollado una disciplina para abordarlos, conocida en términos europeos como la “Constitución económica del Estado”.[3] Además los principios en esta materia han tenido reconocimiento constitucional en los artículos 41, 42, 75, incisos 19, 22, 23 y 24, y 124 incorporados por la reforma de 1994, como complementarios de varios preceptos de nuestra Constitución histórica (artículos 4, 9 al 12, 14 y 20, 17, 25, 26, 27, 75 incisos 1 al 14 y 18, 125 y 126), entre otros.[4]

Con las limitaciones y perspectiva apuntadas, entonces, intento aportar reflexiones que aborden, de modo sintético, algunos de esos aspectos centrales de la crisis del “modelo”, anticipando ciertas vías de solución cuando me resulte posible, como también de los problemas que se afrontan en el presente.

1. La crisis financiera y el cambio del régimen monetario.

El régimen de convertibilidad monetaria, adoptado en abril de 1991, fue una medida económica extrema, en un país azotado por un crónico proceso de alta inflación[5] que había tenido dos picos hiperinflacionarios. Uno de ellos, en los primeros meses de 1989, trajo aparejado la renuncia anticipada del presidente Alfonsín; el otro, en 1990, casi ocasiona la caída del presidente Menem, circunstancia que suele olvidarse. El carácter extremo de ese régimen se demuestra por su excepcionalidad: muy pocos países del mundo lo implementaron, por las profundas restricciones que implica para el manejo de las políticas económicas.

El éxito inmediato que acompañó a la adopción de ese instrumento, y luego las resistencias de la dirigencia política a modificarlo o abandonarlo, cabe interpretarlo en función de la necesidad social de contar con una moneda sólida (gestada como reacción a aquel proceso de alta inflación y al hiperinflacionario). Por otra parte, antes de tener una concreción legal, la Argentina ya poseía un régimen bimonetario de hecho, en tanto el dólar estadounidense circulaba como la moneda fuerte para una amplia gama de relaciones económicas (las más importantes).

Acoto que la reforma de 1994 tuvo en cuenta esa necesidad social al incorporar como principio la “defensa del valor de la moneda” (artículo 75, inciso 19 de la Constitución), si bien en equilibrio con otros valores, según se indicará más adelante.

La gran paradoja de la convertibilidad fue que un instrumento de una política de estabilización y ajuste estructural se convirtió en símbolo de desarrollo económico (y de una cierta redistribución social, medida en la protección del valor del salario y en el uso del crédito que alentaron el consumo popular), durante varios años de la década de los ‘90.

Como instrumento de tal tipo de política, la convertibilidad, en cuanto significó un profundo cambio en el régimen monetario anterior, obligó a sancionar numerosa legislación complementaria, que afectó a todos los sectores de la economía nacional. Los primeros años de esa década registraron un muy importante número de decretos de necesidad y urgencia (la mayoría sólo firmados por el presidente y su ministro de economía), cuyo uso comenzó a decrecer en el año 1993, y fue aún más restringido luego de la reforma de 1994[6]. Ya sea por ese tipo de decretos, fuere por reglamentos autónomos o delegados, o por leyes (especialmente de presupuesto), se modificaron las relaciones económicas básicas, con importante alteración en los precios relativos.[7]

En este sentido, cabe acentuar la observación (porque en nuestros días vuelve a suscitarse una situación similar a la de comienzos de aquella década) cuando un cambio en el régimen monetario ocasiona la alteración de la mayoría de los precios relativos, y obliga a dictar una copiosa legislación, para poder administrarla. A su vez, ello origina una amplia litigiosidad, que da lugar a una variada jurisprudencia, incluso de nuestra Corte Suprema, como probablemente sucederá por varios años.

De las muchas debilidades del régimen de convertibilidad, la principal era la vulnerabilidad estructural del sistema financiero. En efecto, la convertibilidad presuponía que podía canjearse el total de los pasivos monetarios del BCRA (los pesos en circulación y los encajes financieros) por dólares estadounidenses. Pero ese supuesto no podía extenderse a la expansión monetaria que generaba el sistema financiero (por vía del efecto multiplicador propio de la industria bancaria de encaje o reserva fraccionada)

En definitiva, también la convertibilidad estaba basada en la confianza pública, que cobraba forma porque el país detentaba suficientes reservas en dólares para comprar la totalidad de pesos (pasivos monetarios del BCRA), aunque no para cubrir el retiro masivo de los depósitos en el sistema financiero (por ahora paso por alto, aunque volveré sobre el punto, que una fuga masiva de divisas implicaba también el retiro de circulación de los pesos correspondientes a las divisas fugadas, y que ello ocasionaría una grave desmonetización que afectaría a la actividad económica).

De modo tal, la convertibilidad dependía en última instancia de la solidez del sistema financiero. Esta solidez estaba asentada en el patrimonio neto y en las reservas líquidas de las entidades financieras; pero más allá de esta cobertura del sistema, existía la imposibilidad material de devolver la mayor parte del “dinero electrónico”, en caso de una corrida financiera de grandes proporciones. Allí residía el talón de Aquiles de la convertibilidad, y fue el punto donde se produjo la ruptura.

Son diversas las causas de la crisis financiera del año 2001 (luego mencionaré algunas otras), aunque se suele centrarlas en la persistencia del déficit fiscal durante varios años, cubierto por endeudamiento interno y externo, que llevó a un notable crecimiento de la deuda del sector público consolidado (Nación-provincias)[8] que fuera estimada como inmanejable por el gobierno[9], lo que generó un persistente aumento del índice riesgo-país (que al medir la tasa de interés asociada a la cotización de los títulos del Estado, corroboraba la continua caída del valor de éstos). Durante ese año, los agentes económicos, internos o internacionales, pronosticaron que la Argentina no tendría recursos suficientes para honrar sus deudas, lo que llevó a una doble fuga de capitales: los invertidos en títulos públicos estatales y en los bancos.

Todas las medidas financieras y legales ensayadas para recrear la confianza fracasaron; por ejemplo, el “megacanje” de deuda[10] (que reveló la alta tasa de interés que la Argentina debía abonar para renovar sus compromisos[11]), las denominadas leyes de “superpoderes” (25.414)[12] y  de  “intangibilidad de los depósitos” (25.466), o la dolarización de los depósitos, e incluso la llamada “fase 1 de renegociación de la deuda»[13] (porque se interpretó, pese a su aparente éxito, que castigaría desmedidamente a quienes quedaban fuera del canje).

Antes de adoptarse el llamado “corralito” bancario la fuga de capitales del mercado financiero había llegado a ser una de las más importantes de todas las épocas.[14] Un debate abierto y no menor consiste en establecer si el momento elegido para implementarlo fue el correcto, o si el gobierno habría demorado en demasía una decisión imperativa que contuviese la fuga de capitales, cuando el resultado ya era claramente previsible, meses del colapso (en el punto siguiente volveré sobre el tema).

En todo caso y previo a ingresar en otras facetas concurrentes de la crisis, parece significativo dejar como primer señalamiento, en una mirada prolongada en el tiempo, que la convertibilidad ya fue una medida extrema para restaurar una confianza en la moneda nacional que se había corroído por décadas de alta inflación y que culminaron en dos hiperinflaciones. La crisis actual refleja el fracaso de ese régimen extremo, a la vez que podría anunciar idéntica suerte para otros regímenes aún más extremos, y deja planteada la cuestión de si el “ancla monetaria” será sólo el resultado de una determinada política económica o dependerá más de la construcción de ciertos consensos políticos básicos, de largo plazo, que debería concretar nuestra sociedad[15].

Y en lo que hace a la recuperación de la confianza en el sistema financiero no cabe descartar la utilización, durante un tiempo indefinido, de algún tipo especial de banca off shore para los depósitos en moneda extranjera. Ese tipo de banca ofrece, en su género, la ventaja que los depósitos son sometidos a ley y jurisdicción extranjera (proporcionando una garantía jurídica que quizás es necesaria hoy para fortalecer la confianza en el sistema financiero), pero tiene el inconveniente que no asegura por sí el retorno al país de los capitales así invertidos. De implementarse ese clase de instrumento, sin correcciones, podría alentarse la fuga de capitales.

Por el contrario, si se acudiera a una combinación de ese tipo de banca con la constitución de un fondo fiduciario (radicado, por ejemplo, en el BID o en el BM, y divisible en subfondos, por bancos o por operatorias) para financiar operaciones con repago en divisas, y si cualquiera de los bancos del país pudiese actuar como tomador de los depósitos para el fiduciario y como colocador en el país de los créditos por cuenta del fondo, entonces se contaría con un instrumento para fomentar el ahorro y las inversiones en divisas extranjeras, sin acudir a medidas fundamentalistas como la dolarización.[16]

2. La negociación de la deuda interna y externa.

Dos de los soportes esenciales del régimen de convertibilidad fueron la consolidación, por la ley 23.982, de la deuda interna (contraída hasta marzo de 1991) y la novación de la deuda externa, mediante la aplicación del Plan Brady. Si la convertibilidad trajo una casi inmediata estabilización de las principales variables de la economía, la corriente inversora (motor del desarrollo nacional durante la década de los ´90) recién se afirmó cuando aquellas renegociaciones de la deuda despejaron por varios años el horizonte de las urgencias fiscales.

También vale la pena prestar atención a este punto, dada nuestra actual situación de default (declarado formalmente) de la deuda estatal; sin dejar de tener presente que antes de culminar con éxito dicha negociación Brady nuestro país había convivido por años con un default externo de hecho.

La arquitectura de la ley 23.982, en la que tuve ocasión de intervenir, partió del reconocimiento que el Estado Nacional se encontraba en una situación similar al de una convocatoria de acreedores. En consecuencia, se trató de lograr una posición de igualdad para todos los acreedores del Estado (sea de la Administración central, fuere de organismos descentralizados o autárquicos), excepto para aquellos que por su edad o por la especie alimentaria de sus acreencias gozaron de los privilegios de cobro que allí se establecieron (esta tesitura de admitir la existencia de cierto tipo de acreedores privilegiados se ha mantenido en la legislación de emergencia dictada en relación con la crisis actual[17]). Se dejó librado a los acreedores la elección de esperar a que el Congreso dispusiese la forma de pago en dinero de sus acreencias u optar por el cobro en bonos en pesos o en dólares estadounidenses -los BOCONES- de modo tal que se arribó a una categoría de títulos voluntarios (al menos, desde una perspectiva jurídica). La Corte Suprema hizo mérito explícitamente de aquella arquitectura, que me tocó defender ante el Congreso, al pronunciarse sobre la constitucionalidad de la ley. [18]

Existió entonces una discusión en el seno del gobierno acerca de cual era el plazo máximo de dicha consolidación. El ministro Cavallo, quien tenía una visión demasiado optimista acerca del pasivo estatal (no había computado, por ejemplo, el pasivo invisible que resultaba de muy numerosos e importantes juicios contra el Estado), se inclinaba originariamente por una consolidación a un plazo máximo de dos años; en el otro extremo, por mi parte, propuse una consolidación con un plazo máximo de treinta años, porque asumía que era preferible transparentar la envergadura de la deuda y no tener que arribar a nuevas consolidaciones. En definitiva, se llegó a una posición intermedia, con un plazo máximo de dieciséis años.

Recuerdo estos detalles porque el sistema de pago de los BOCONES, tenía dos peculiaridades que se proyectaron hasta ser un componente de la crisis actual. Se partió de un período de gracia, tanto para el pago de capital e intereses, de seis años (que significaba, en 1991, cuatro años del gobierno de Menem y dos años de la siguiente presidencia), antes de comenzarse a abonar los intereses y, de un modo muy paulatino y progresivo, la amortización del capital. Con menor plazo de gracia, se obtuvieron condiciones parecidas, para el pago de intereses y amortizaciones, en la negociación Brady y sus complementarias (con el Club de París y el Japón).

Ambos plazos de gracia, para la deuda interna y externa, fueron vitales para impulsar un proceso de crecimiento económico acelerado, y para incentivar las inversiones, porque el mercado de capitales tomó debida nota, que se había despejado el frente fiscal por varios años. Ese fue uno de los motivos de la alta tasa de crecimiento del PBI, al menos hasta 1997, en que el pago de los intereses y del capital comenzaría a ser crecientemente más dificultoso.

Sin embargo, ya en el mes de enero del año 1999, por una resolución del entonces ministro de economía Roque Fernández[19], se dispuso la suspensión del pago en dinero en efectivo de las cuotas de capital e intereses de los BOCONES, reemplazándoselas de modo compulsivo por la entrega de más BOCONES. Quiere decir que desde aquel momento nuestro país ingresó en una suerte de default de la deuda interna (aún cuando un deslinde preciso de esta deuda respecto de la externa resulta dudoso, porque parte considerable de los BOCONES están nominados en dólares estadounidenses), si bien la noticia pasó en buena medida desapercibida.

Por su parte, durante la presidencia de Fernando De la Rúa, se intentó realizar una consolidación total de la deuda interna, tanto la alcanzada por la ley 23.982 cuanto la posterior a abril de 1991, aunque en definitiva la Cámara de Diputados consideró inconstitucional novar nuevamente las acreencias comprendidas en aquella ley, razón por la cual la ley 25.344 (de octubre de 2000)  declaró la emergencia fiscal y financiera del Estado Nacional, limitando la consolidación de la deuda interna a la posterior a dicha fecha. Al suspenderse también mediante esta normativa el pago en moneda de obligaciones de ese Estado, y emitiéndose otras series de BOCONES para afrontarlas, quedaba ratificado que nuestro país se encontraba en default de hecho (al menos para las obligaciones de origen interno alcanzadas por dichas normativas).

Todo ello significa, que la crisis financiera en rigor estuvo precedida por medidas que revelaron el default de hecho del Estado, circunstancia que no pudo dejar de ser advertida por los demás acreedores.

La organización del pago de la deuda del Estado Nacional, que había resultado de la ley 23.982 y del Plan Brady, comenzó a ser pues objeto de modificaciones dispuestas por medidas compulsivas, como las que he indicado, o por emisiones de nuevos títulos para proporcionar financiamiento estatal, que permitiese, entre otras cosas, prolongar los vencimientos, política financiera que se dirigió a modificar el perfil de la deuda asumida. De esta política, los casos más notorios ya fueron mencionados (el megacanje, y la fase 1 del canje de deuda que le asignó garantías privilegiadas).

El principal error, a mi entender, de esa política fue que intentó soslayar una negociación global, cuando ya era reconocible su naturaleza inevitable y todavía nuestro país contaba con reservas en divisas de importancia.[20]

Más tarde, cuando la crisis financiera hizo colapsar al régimen de convertibilidad y se ingresó en la «pesificación», se produjo la necesidad de aliviar el endeudamiento de ciertos sectores económicos y sociales (si no hubiese sido así, de cualquier modo probablemente habría resultado imposible el pago en las monedas originariamente pactadas) mediante políticas que implicaron importantes asimetrías y que han debido ser compensadas por el Estado con nueva emisión de deuda, proceso que no parece estar todavía concluido.

Más allá que un agravamiento de la situación regional latinoamericana, o una crisis de la deuda extendida a los demás mercados emergentes pudiese originar un nuevo plan global, al estilo del Brady, lo cierto es que por ahora, rigiendo la política financiera internacional de atender la situación país por país, en mi opinión la Argentina debería elaborar un proceso de negociación global, bajo reglas similares a las del concurso de acreedores, definiéndose las situaciones a atender de modo privilegiado, y las garantías que se ofrecen para el pago de la deuda.

En esta temática, entiendo que conviene tener presente ciertos principios: a) según se trate a los acreedores en la negociación global se sentarán o no las bases para recrear una renovada confianza en el país, y se encontrará en juego la reapertura del crédito internacional; b) el país ha tenido una larga tradición de honrar su deuda[21], pese a las numerosas crisis financieras que afrontó a lo largo de su historia (razón por la que me inclino a reconocer, para alguna de las alternativas que se propongan a los acreedores, pagar el 100% del valor de la deuda, sin quitas y, utilizando como variable la novación en nuevos títulos a plazos muy extensos); c) la política de negociación debería estar vinculada con la política de comercio exterior del país, de modo que se afecte un porcentaje creciente de la tributación sobre dicho comercio a medida que se lo incremente (privilegiando los impuestos a las importaciones[22]), por lo que correspondería pensar en una estructura de flujo de divisas variable, y en función de los resultados que se vaya arribando podrían acortarse los vencimientos programados a muy largo plazo; d) hay que concebir medios de uso de los títulos de renegociación para alentar futuras inversiones en el país (como por ejemplo, beneficios tributarios cuando se utilicen en nuevas inversiones)[23]; e) resulta indispensable consensuar, como política de Estado, las bases de la negociación en el ámbito del Congreso, al que la Constitución le ha atribuido responsabilidad primaria en esta materia, según el artículo 75, inciso 7 (aunque el presidente cuenta con poderes delegados, la emisión de títulos y sus eventuales garantías tributarias, a regir durante muchos años, requiere de la sanción de leyes de crédito); f) a modo de síntesis, estimo que en el manejo de la futura negociación de la deuda, el diseño que se utilice debería conjugar el interés de los acreedores con el nacional de incrementar el sector exportador y el de inversiones en el país, ambos motores del desarrollo económico.

3. Problemas de la economía real y las “cuasimonedas”.

He indicado al comienzo de este trabajo que la crisis del “modelo”, simbolizado por la convertibilidad, ya dio señales de ingresar en una etapa crítica hacia el año 1996. Desde ese año comenzó a ser cada vez más evidente que el incremento notable de la desocupación se había transformado en una condición estructural del “modelo” y no era una simple manifestación transitoria superable por el crecimiento de la economía.

En la etapa inicial de la convertibilidad, en donde la política de ajuste y estabilización se había complementado –como se ha visto- con la negociación de la deuda interna y externa, pero también con una primera reforma del Estado y con un acelerado proceso de privatizaciones y de desregulación económica, que alentó un amplio ingreso de capitales, el diagnóstico de la desocupación que sucedía estuvo centrado en el incremento notable de la productividad de la economía. El ministro Cavallo comentó por aquel entonces que existía una correspondencia casi matemática entre el incremento de la productividad de la economía global (resultado de la mayor tecnificación y del aumento notable de la inversión) y el de la tasa de desocupación.[24]

Desde este punto de vista, el fenómeno de la desocupación argentina podía ser encuadrado dentro de procesos similares que se estaban operando a nivel global.[25] La problemática del desempleo mundial, como consecuencia de las innovaciones tecnológicas que impulsaban a las economías más desarrolladas ha sido objeto de estudios y propuestas de solución en las principales naciones.[26]

Por otra parte, en la medida que se ocasionaba por un nuevo diseño del rol del Estado [27](al reducirse por la política de privatizaciones), la desocupación que se produjo se compensó con altas indemnizaciones (muchas veces financiadas por organismos multinacionales), que originariamente incentivaron el consumo (con el desarrollo así de ciertas actividades, como por ejemplo el turismo o la informatización, y se expandió notablemente el sector financiero), pero en definitiva un porcentaje muy importante de las personas expulsadas de sus antiguos empleos debió dedicarse a diversas actividades de «cuentapropismo» o de otros sectores del trabajo informal, no integrados a la moderna economía que surgía en el país.

De este modo, se abrió progresivamente un abismo entre los ocupados y los desocupados o subocupados, con el aumento notorio de los niveles de pobreza de estos últimos. Y esta circunstancia comenzó a ser percibida progresivamente como una condición estructural al «modelo», por los condicionantes macroeconómicos.[28]

En ese año 1996 sucedió un acontecimiento político de la mayor importancia: el conflicto entre Menem y Cavallo derivó en una pretensión recíproca de ser, cada uno, el artífice y el garante del “modelo”. Este marco de condiciones políticas impidió al gobierno asumir, como graves problemas a resolver, los señalados aspectos críticos que ya evidenciaba ese “modelo”, tratándose de ignorar sus problemas estructurales.[29]

En efecto, hubo dos momentos claramente distintos para el crecimiento económico en la última década: fue del 7% anual promedio entre 1991 y 1994 y 1,5% entre 1995 y 2000 (aunque desde 1998 la economía no se recupera de la recesión), pudiéndose advertir del examen de esa década como afecta el pago de intereses de la deuda pública en el panorama fiscal, pese al incremento de la recaudación tributaria.[30]

En años posteriores a 1996, los problemas se agravaron por el retraso del valor de la moneda nacional -convertible con un dólar estadounidense cada vez más fuerte- frente a otras monedas, que contribuyó a acelerar el desmantelamiento de muchas industrias y el direccionamiento de algunas importantes inversiones al Brasil (que podían haberse radicado en la Argentina)[31], circunstancias que no sólo impidieron reducir la tasa de desocupación o subocupación, sino que llevaron al país a un agudo proceso recesivo, convertido en depresión, que habría de durar más de cuatro años.

La crisis financiera del año 2001 agravó este cuadro, porque no sólo se mantuvo la depresión económica que impedía la mejora de la tasa de desocupación o subocupación, sino por los efectos de contracción monetaria que, bajo el régimen de convertibilidad, significaba la fuga de divisas del país.

A los fenómenos aquí descriptos de la economía real, se le agregó una angustiosa necesidad de contar con algún tipo de moneda, para mantener el funcionamiento de servicios del Estado (especialmente en las provincias) y para la actividad económica en general.[32]

La circulación de «cuasimonedas» (obligaciones del Estado Nacional o de las provincias que asumen las formas de billetes, de diversos valores), que durante años estuvo limitada a las provincias más pequeñas y pobres (y en forma excepcional) se extendió a muchas otras provincias, incluidas algunas de las más importantes (Buenos Aires y Córdoba). [33]

La referida necesidad de contar con alguna clase de moneda para la actividad económica se tornó tan imperativa, que comenzó a divulgarse, en cifras ciertamente significativas, el trueque (que implica el retorno a la economía más rudimentaria), mediante los clubes que se dedican a esa actividad[34], y como tal instrumento requiere también compensar valores, se ha llegado a la emisión de moneda privada.

Las consecuencias que de todo ello se derivan para los cimientos económicos de nuestro derecho constitucional resultan alarmantes. Por un lado, se ha roto el monopolio estatal de la emisión de moneda (artículo 75, incisos 6 y 11 de la Constitución) al aceptarse la circulación de moneda privada en los clubes de trueque. Por otro, también se ha destruido en la práctica el monopolio federal de dicha emisión y la prohibición a las provincias de emitir moneda (aunque pudiesen justificarse jurídicamente las “cuasimonedas” como deuda), que fue dispuesta en la Constitución de 1853-60 (artículo 126) para superar la feudalización del país.

A lo dicho cabe agregar que la permanente emisión de nuevas series de «cuasimonedas» impide cerrar en algún número el endeudamiento del sector público consolidado (Nación – provincias), que permita encarar una negociación global de la deuda estatal del modo indicado en el punto anterior, motivo por el cual se adoptaría el compromiso con el FMI de no continuar emitiéndolas.

Frente a este cuadro de situación, parecería conveniente alentar una política de emisión monetaria nacional que transparentara la necesidad de moneda que requiere el funcionamiento de todos los sectores de la economía, incluido el público provincial.

Adviértase que el principio de la «defensa del valor de la moneda», incluido en el artículo 75, inciso 19, de nuestra Constitución, ha sido conjugado en dicho inciso en el marco de otros valores igualmente apreciables, tales son las referencias «al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional de los trabajadores» y «a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico». Es decir, se ubica la defensa de la moneda en el contexto de una política económica que respete esos otros valores.

No se me oculta, empero, que la política gradual que en materia monetaria ha venido desarrollando el actual gobierno nacional ha logrado evitar un proceso hiperinflacionario, con las graves consecuencias sociales que éste habría ocasionado.

Sin embargo, en concordancia con la posible articulación, mencionada en el punto 1, de un circuito financiero de ahorro e inversión en divisas (principalmente en dólares estadounidenses), que operaría para las operaciones del comercio exterior, podría consolidarse una doble circulación monetaria; una de ellas en pesos, con mayor flexibilidad en la emisión, para responder a todas las necesidades de la economía real, y la otra en divisas extranjeras, para las obligaciones de la cadena de valor del comercio exterior u otras de importancia, pues la ley 25.561 dejó subsistente las modificaciones al código civil -incorporadas por la ley de convertibilidad- respecto de la validez de asumir obligaciones en moneda extranjera y abonarlas en esa especie.

En síntesis, sería posible alentar la utilización de una circulación bimonetaria en pesos o en divisas (por lo demás, acorde con una larga tradición argentina) que resulte una alternativa a la dolarización o a la pesificación extrema, para volcar al circuito productivo la masa de ahorro en divisas que tienen personas físicas o empresas del país, aquí en dinero físico o en cuentas en el exterior. Ello podría conjugarse con algún sistema de pago de tributos traducible a divisas, vinculado con las obligaciones que se contraigan y abonen en moneda extranjera.

4. La cuestión de la constitucionalidad del cambio de régimen monetario.

He tratado de exponer, hasta aquí, principalmente algunas reflexiones sobre aspectos económicos y sociales de la crisis actual, que no excluyeron ciertos señalamientos jurídicos, con especial atención en la materia monetaria, porque las circunstancias de hecho condicionan el marco del debate, abierto en nuestros días, que contiene un fuerte cuestionamiento tanto respecto a la constitucionalidad de la normativa que generó el denominado «corralito» financiero[35], cuanto a la que implementó la «pesificación» [36]. Ese debate se ha reflejado en numerosas sentencias de tribunales del país (la mayoría dictadas en el marco de medidas cautelares, y muchas de ellas con relación a la cuantía de la devolución de depósitos bancarios para personas excluidas del régimen) incluso en las adoptadas por la Corte Suprema de Justicia.

Adelanto, en este punto, mi opinión en el sentido que dada la complejidad de las diversas situaciones jurídicas alcanzadas por el cambio en el régimen monetario (que suscita modificaciones de precios relativos que afectan a toda la economía y que produce efectos sobre las situaciones contractuales preexistentes), no podría sentarse una conclusión absoluta, acerca de su constitucionalidad, que alcance a la globalidad de la política monetaria en curso.

Desde esta perspectiva, la constitucionalidad o no de las medidas económicas debería ser valorada en función de la solución proporcionada a las distintas situaciones, sin que corresponda un pronunciamiento sobre la política económica en sí misma. Máxime cuando la lógica del cambio de régimen monetario impondrá el dictado de numerosa legislación, según se indicara, no sólo por corrección o ajuste de decisiones tomadas sino por la magnitud de temas aún pendientes de tratamiento.

Conviene recordar, como apoyo de esta tesitura, que el artículo 75, inciso 11 (antes artículo 67, inciso 10) de la Constitución Nacional establece que le corresponde al Congreso “Hacer sellar moneda, fijar su valor y el de las extranjeras…”.

Tal como puede apreciarse del tenor de la norma que regula la base del régimen monetario, el Congreso no se encuentra restringido para decidir cual es la política monetaria que considera más adecuada a cada situación.

Conviene recordar, que cambios de régimen monetario han sucedido varias veces en nuestro país, incluso dejándose sin efecto la conversión con una moneda fuerte (cuando se abandonó el patrón oro), y que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha justificado, desde antiguo, dichos cambios, sentando ciertos principios en esta temática (por ello, no podría aducirse que la única alternativa posible a la salida de la convertibilidad era adoptar una moneda todavía más fuerte, que sólo conduciría a la “dolarización”, que además resulta de dudosa constitucionalidad).

Así, la Corte Suprema ha reconocido (Fallos 36:177, de 1889; Fallos 52: 431 y Fallos 149:195, entre otros) que la facultad del Congreso para proveer a la creación de moneda para el país, emitir billetes de crédito y de banco,  imponerla a la circulación por leyes apropiadas a tal fin, darles el carácter de moneda (y suspender los pagos en metálico), es un atributo de la soberanía, de constante aplicación por los gobiernos de todos los países, y que deriva en nuestro medio de los poderes explícitos e implícitos consagrados por el artículo 67, incisos 3, 5, 10 y 28 (hoy art. 75, incisos 4, 6, 11 y 32) de la Constitución. En Fallos 225:135 reiteró que la moneda era “uno de los atributos esenciales de la soberanía argentina y, consecuentemente, una de las instituciones fundamentales de la Nación”, agregando además que es una imposición del orden jurídico local “que escapa a la ley de oferta y la demanda por constituir un monopolio del Estado”.

Resulta entonces materia propia del Congreso determinar cuál es el régimen o política monetaria aplicable, pero éste puede delegar dicha atribución si estima que concurren los supuestos establecidos en el artículo 76 de la Constitución. Podría pues haberse salido de la convertibilidad por otros regímenes diferentes al del cambio fijo dispuesto primero por el Poder Ejecutivo, y luego al de cambio flotante (con flotación sucia), como habría sucedido si se hubiese optado, como base de la política monetaria, por la convertibilidad respecto de  una canasta de monedas.[37]

Por el artículo 2º de la ley 25.561, el Congreso delegó en el Poder Ejecutivo, por las razones de emergencia pública definidas en el artículo 1º, establecer el sistema que determinará la relación de cambio entre el peso y las divisas extranjeras y dictar regulaciones cambiarias: dio así por descontado que estaba disponiendo por esa ley el abandono de la convertibilidad. También por el artículo 1º, inciso 4, le delegó el reglar la reestructuración de las obligaciones en curso de ejecución, afectadas por “el nuevo régimen cambiario instituido por el artículo 2º”, expresión que ratifica que fue el Congreso quien dispuso la medida de abandonar la convertibilidad.

Por lo demás, las modificaciones a la Carta Orgánica del Banco Central, sancionadas posteriormente por la ley 25.562 (con fecha 23 de enero de 2002), presuponían una operatoria cambiaria distinta a la del régimen de convertibilidad. Según esa reforma, la preservación del valor de la moneda ya no resulta de la conversión entre el peso y el dólar estadounidense, sino de la regulación de la cantidad de dinero y crédito de la economía y del dictado de normas en materia monetaria, financiera y cambiaria; también le corresponde al BCRA ejecutar la política cambiaria en un todo de acuerdo con la legislación que sancione el Congreso; previéndose la intervención del BCRA tanto en el mercado financiero, como en el cambiario y en el de títulos u otros activos financieros. asimismo podrá asesorar al Ministerio de Economía y al Congreso en todo lo referente al régimen de cambios y establecer las reglamentaciones de carácter general que correspondan, y dictar normas reglamentarias del régimen de cambios. [38]

A su vez, la delegación de facultades, por razones de emergencia pública, tiene actualmente directo apoyo en el artículo 76 de la Constitución, pero ya la Corte Suprema había expresado, en Fallos 313: 1513 (caso “Peralta”, considerando 31) que al dictar el decreto 36/90 el Poder Ejecutivo sólo ha continuado, en última instancia, cumpliendo con la misión de proveer al país de una regulación monetaria que el Congreso le ha confiado de larga data, delegación que no parece desprovista de racionalidad, si se atiene a las peculiaridades señaladas de la materia, las que se han agudizado desde aproximadamente el primer cuarto de nuestro siglo (se refería al XX).

Por otra parte, la delegación legislativa, para el sector de la  doctrina al que adscribo, no se encuentra alcanzada por el límite impuesto por el artículo 99, inciso 3º de la Constitución para los decretos de necesidad y urgencia, en tanto impide legislar en materia penal y tributaria, ya que el Congreso interviene a priori en la materia que delega al Poder Ejecutivo, y no a posteriori como lo hace cuando conoce de ese tipo de decretos.[39]

Debe también señalarse que para la doctrina constitucional, de la atribución legislativa de cambiar la moneda resulta implícita “la determinación del modo de cancelación de las deudas, pues ello está directamente vinculado con la fijación del valor de la moneda. A partir de esta interpretación debemos considerar como constitucional una moratoria hipotecaria o de otra naturaleza. Eso fue lo que ocurrió con motivo de la creación del austral”.[40]

No ha pasado desapercibido a la Corte Suprema que la modificación del régimen monetario, como indiqué reiteradamente, siempre entraña un cambio de los precios relativos de toda la economía, afectando consecuentemente a la gran mayoría de los contratos preexistentes, tal como sucedió al implementarse el plan Austral, que dispuso medidas tendientes a conjurar las expectativas inflacionarias implícitas (v. Fallos 312:1960).

Otro tanto acaeció cuando se adoptó el régimen de convertibilidad, que implementó la “desindexación” de la economía, estableciéndose el modo para regir las relaciones jurídicas previas al cambio de moneda[41]. En este sentido, el propio Domingo Cavallo reconoció, en su momento, que la desindexación de la economía trajo como consecuencia un fuerte conflicto por la afectación de muchos intereses sociales, en la medida que se operaba sobre relaciones jurídicas preexistentes.[42]

Al respecto, la Corte Suprema ha dicho, por ejemplo en Fallos 319: 1544 (considerando 8º), que no se ha demostrado que la desindexación que resulta de aplicar el mecanismo previsto en el artículo 9º de la ley 23.928 “exceda el sacrificio razonable que es posible exigir en aras del bien común en tiempos excepcionales”. En otro ejemplo, la desindexación de las jubilaciones fue admitida en Fallos 319: 3241 (caso “Chocobar”), vinculándose las consecuencias que se seguían en esa materia a la modificación del régimen monetario por la ley 23.928.

Más en general, pero en similar doctrina, ha dicho la Corte en Fallos 318: 1531 (caso “Revestek”), por el voto de los Ministros Enrique Petracchi y Antonio Boggiano, que cuando sobrevienen modificaciones de las paridades cambiarias ellas son –casi inevitablemente- origen de beneficios para algunos deudores y de perjuicios para otros, según fuere la moneda en que se han obligado y, justamente, por la diversidad de efectos que ello produce, por lo que pretender que todos sean igualmente beneficiados encubre un objetivo claramente utópico, incoherente desde el punto de vista lógico e impracticable del económico (considerando 17) .

Por su parte, en el mismo fallo, los Ministros Eduardo Moliné O’Connor y Guillermo López dijeron que la emisión de moneda y la fijación de su valor son actos privativos del Gobierno Nacional y constituyen un atributo de la soberanía, cuyo acierto no corresponde que sea sometido a revisión judicial acerca de su acierto o error, conveniencia o inconveniencia; no resultando óbice para ello la existencia de convenios anteriores entre particulares, regidos por el derecho privado nacional o internacional, ya que no hay duda que, en ningún caso, pueden afectar atribuciones propias de las autoridades de la Nación, como son las de carácter económico. Agregándose luego que el ejercicio razonable por el Estado de sus poderes propios no puede, por lo regular, ser fuente de indemnización para terceros, aún cuando traiga aparejados perjuicios para éstos (considerandos 4º y 5º), con más la jurisprudencia citada en esos votos.

En esa línea puede además consultarse Fallos 315:1209, considerando 12.

En atención a la doctrina de la Corte indicada, todo cambio del régimen monetario trae aparejado una modificación de las relaciones contractuales anteriores, y los perjuicios consiguientes deben ser, en principio, absorbidos por los afectados, por razones de bien común, lo que no obsta a que se analicen situaciones particulares, en orden a la razonabilidad de las soluciones adoptadas por las normativas del caso, salvedad que justifica la posición que adelantara.

5. Consideraciones sobre razones que sustentarían la inconstitucionalidad de la «pesificación».

Sentados los principios recordados, parece pertinente considerar ahora ciertos argumentos desplegados para fundar la inconstitucionalidad de la “pesificación” por Horacio T. Liendo (h), en el trabajo citado, por ser un análisis extenso de la materia.

El autor, situando su tratamiento de la cuestión en el derecho de emergencia (sin distinguir entre el cambio de régimen monetario y las delegaciones en el poder ejecutivo, ambas realizadas por la ley 25.414, cuestiones diferentes conforme indicara en el punto anterior), descalifica la posición asumida por la Corte Suprema, en el referido caso “Peralta”, al convalidar el obrar del Ejecutivo en el decreto 36/90 con argumentos de “necesidad y urgencia” respecto del ejercicio de “poderes de emergencia” que –según afirma- sólo corresponden al Congreso.

Pero sostiene –en una posición que considero central en su orden de ideas- que en aquella oportunidad “…si bien es cierto que había un cambio compulsivo de moneda, lo fue por una de incuestionable mayor valor, el Dólar, que mejoraba la calidad del crédito expresado en australes inconvertibles, que se canceló con un bono denominado en Dólares al tipo de cambio vigente al momento de la cancelación emitido por el Gobierno, que era el principal tomador de los fondos depositados en los bancos y entidades financieras”.

Acoto al respecto, como ya recordara, que la Corte Suprema avaló en su momento el abandono del patrón oro por una moneda inconvertible, dejando aclarado que el cambio de régimen monetario era un atributo de la soberanía, “que escapa a la ley de oferta y la demanda por constituir un monopolio del Estado.

Fuera del tenor de las críticas a determinados aspectos de la “pesificación”, del párrafo transcripto se desprende que subyace una cuestión de política económica, implicada en el cambio de régimen monetario dispuesto por el Congreso, sin que quede claro si la inconstitucionalidad de la “pesificación” debería conducir en el futuro a un retorno a un régimen de convertibilidad, o a la “dolarización” implícitamente aludida en la referencia a una moneda de “incuestionable mayor valor”.[43]

En esa línea de ideas, Liendo afirma también que: “…la pesificación puede ser vista como un gravamen cuando beneficia al Fisco y perjudica diferencialmente a los tenedores de títulos de la deuda pública nacional, provincial o municipal regidos por la ley argentina, o como una pena o sanción para quienes deben afrontar su castigo en beneficio de sus deudores (Bancos, Cías. de Seguros, AFJP o particulares), sin que hayan cometido falta alguna”.

Parecería excesivo calificar a las modificaciones de los precios relativos de la economía que ocasiona un cambio de régimen monetario como un gravamen tributario o una sanción penal. Ya se ha visto que otros cambios de régimen monetario trajeron también consecuencias sobre dichos precios (la convertibilidad, implicó medidas de desindexación que alcanzaban a relaciones jurídicas preexistentes), sin que fuera óbice haberse dispuesto algunas de ellas por decretos de necesidad y urgencia.

En todo caso, los cambios de precios relativos de la economía que suscitaron otros decretos de necesidad y urgencia, como por ejemplo el de desregulación económica que implicó la derogación total o parcial de numerosas leyes[44], no fueron en general considerados por el gobierno que los dictó o por la jurisprudencia de la Corte Suprema como de naturaleza tributaria o penal, en la acepción amplia que luce en el trabajo bajo comentario. Ello no obsta a lo que luego señalaré sobre la posibilidad de la afectación del derecho de propiedad, por medidas que fuesen más allá de lo razonable.

Tampoco cabe, a mi juicio, la crítica que Liendo realiza a la derogación parcial de la ley de convertibilidad por la ley 25.561, conservando varias de sus normas, que en su opinión significa haber construido “…una legislación amorfa y sin coherencia conceptual, ya que destruyó el eje de la convertibilidad consistente en impedir la emisión de moneda sin respaldo para financiar gasto público u otorgar redescuentos.” Agregando más adelante: “La inembargabilidad de las reservas que respaldaban la base monetaria, la contabilidad separada del banco Central de la república Argentina (en adelante BCRA) y la desindexación, son requisitos necesarios en un régimen de convertibilidad como el diseñado en 1991, pero nada tienen que ver con el nuevo esquema que supone la ausencia de toda regla cambiaria al carecer de un régimen definido o de límites a su diseño y aplicación en la ley que derogó la convertibilidad». 

Algunas de las modificaciones dispuestas en artículos de la ley 23.928, de convertibilidad, que se conservaron vigentes, complementadas por las incluidas en la ley 25.562, tuvieron por objeto readecuar las funciones del Banco Central, para operar respecto de un nuevo régimen monetario en donde se requiere la utilización de las reservas para regular el precio de las divisas con relación al peso, según los requerimientos de la política monetaria; si bien no existe una regla cambiaria fija, como en la convertibilidad, se mantiene el principio que las reservas del BCRA se encuentran afectadas al respaldo de la base monetaria.[45]

Por la misma razón, se mantuvo la inembargabilidad de las reservas, que ha sido establecida durante años como una condición de emisión de los títulos estatales, que deben respetar los titulares de ellos, y que permite la conservación de las  reservas (frente a supuestos de ejecución judicial de los títulos estatales) para que continúen cumpliendo su función regulatoria, en términos de la política monetaria.

En cuanto a las impugnaciones relativas al mantenimiento de la desindexación de la economía por artículos de la ley 23.928 conservados por la ley 25.561, ellas no toman en cuenta que dichos preceptos (aunados a la depresión económica y a la política monetaria seguida) han sido valiosos para impedir hasta el presente el desencadenamiento de un proceso hiperinflacionario, que pudo haber ocasionado la salida de la convertibilidad. En atención al no reconocimiento de mecanismos indexatorios, comunes a toda la economía, ha existido una resistencia por parte de las empresas y las personas a convalidar muchos aumentos de precios, evitando que el impacto devaluatorio se proyectara linealmente sobre todos los precios.

De cualquier modo, se admitió la adopción de mecanismos indexatorios para ciertos tipos de acreencias (tales el CER y el CVS[46]), que no sólo han tenido en cuenta la posición de los acreedores sino las posibilidades de pago de los deudores (según sus categorías). A medida que la actividad económica vaya superando el colapso de la convertibilidad es presumible que esos mecanismos se extiendan a otros sectores de la economía que se desenvuelven con prestaciones de largo plazo.

Obviamente, el proceso de traslado de la devaluación a los precios, las dificultades de los agentes económicos para adaptarse a las nuevas circunstancias, y la situación que afecta a acreedores y deudores en función de los contratos preexistentes al cambio de régimen obliga, sin duda, a negociaciones entre los involucrados, quienes en caso de fracaso acudirán a los tribunales para resolver las divergencias. Así, fue previsto en el artículo 11 de la ley 25.561, invocándose la doctrina de la imprevisión (artículo 1198, Código Civil) y el principio del esfuerzo compartido, reglas interpretativas que subsisten para resolver los conflictos que se susciten, con el agregado incorporado por el artículo 8 del decreto 214/2002, según el cual los jueces llamados a entender en los conflictos «deberán arbitrar medidas tendientes a continuar la relación contractual de modo equitativo para las partes».

Estas reglas, a mi entender, reciben apoyo en los principios sentados en el inciso 19 del artículo 75 de la Constitución (cláusula en la que se menciona «la defensa del valor de la moneda» asociada al correlativo respeto de otros valores), ya que se procura que el orden económico tienda a: «Proveer al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social». Por lo tanto, no parece inconstitucional sentar, para las relaciones entre acreedores y deudores alcanzadas por el cambio de régimen monetario, tales reglas interpretativas, salvo que se afecte de un modo confiscatorio el derecho de propiedad de los afectados (artículo 17 de la Constitución).

Liendo afirma que: «Resulta objetivamente evidente que cambiar forzosamente el capital a devolver, de dólares estadounidenses a pesos inconvertibles, devaluados y devaluables, significa sin más aniquilar el derecho creditorio, en tanto importa para el acreedor recibir menos dólares que aquellos a los que tiene derecho, lo que se agrava porque la devolución en las condiciones dispuestas por el Ejecutivo no ocurre simultáneamente con la pesificación, lo que sería imposible, sino que se producirá a lo largo del tiempo por lo que el deterioro puede aumentar dramáticamente«.

El análisis de las medidas bajo comentario debería llegar a la solución opuesta. En efecto, no puede desconocerse que las obligaciones de dar sumas de dinero en moneda extranjera, convertidas a pesos en la forma dispuesta por el decreto 214/2002, han sido sujetas en dicha normativa a mecanismos indexatorios.

Corresponderá seguir la evolución de la marcha de la economía nacional para determinar las consecuencias de tales mecanismos indexatorios, es decir, será preciso valorar si se va produciendo en el tiempo una convergencia razonable entre la moneda extranjera y la nacional, para el pago de aquellas obligaciones.

He señalado ya que el colapso del régimen de convertibilidad se produjo por un conjunto de causas económicas, que se examinaron en puntos anteriores, y que la fuga de divisas que se operó principalmente durante el año 2001 (y también en el actual), generó que las reservas del país en monedas extranjeras resultaran notoriamente escasas para afrontar las obligaciones, públicas y privadas, asumidas bajo la vigencia de ese régimen. De allí que media una imposibilidad de hecho, para amplios segmentos de la economía nacional (sector público y privado), de cumplir con sus obligaciones en la moneda originariamente pactada[47], requiriéndose diferir en el tiempo el cumplimiento (en los términos de la doctrina de la emergencia), o arribarse por vía de negociaciones entre las partes o por decisiones judiciales a soluciones fundadas en las reglas precedentemente mencionadas.

Dependerá de un conjunto de factores (varios de ellos analizados en este trabajo) el que se logre detener en algún piso la caída del PBI e invertir la tendencia, para que se genere nuevamente crecimiento de la economía. Sin dudas, el incremento de las reservas en moneda extranjera, que permita ir superando la mentada imposibilidad de hecho de pagar las obligaciones en la moneda pactada, residirá en el aumento de las exportaciones (y en la disminución selectiva de las importaciones), en lograr una nueva corriente de inversiones en el país y el resurgimiento del crédito (que dependerá en buena medida del modo en que se encare la renegociación de la deuda interna y externa, según se ha visto), y en la recuperación del desarrollo de la economía nacional.

Mientras tanto, el ofrecimiento por el Estado Nacional, a diversas categorías de acreedores en moneda extranjera, de bonos nominados en dichas monedas[48], en distintos plazos según las categorías, han intentado diferir el cumplimiento del tipo de obligaciones examinadas, en la especie de moneda pactada, a la espera de un cambio en las condiciones generales de la economía. Este ofrecimiento no violenta el derecho de igualdad de los afectados, en tanto las medidas dispuestas no importen una discriminación arbitraria o un indebido privilegio, en términos de la conocida doctrina sentada por nuestros autores y por la jurisprudencia de la Corte Suprema sobre el alcance del artículo 16 de la Constitución.

Por último, según se opere o no la referida convergencia entre el valor de la moneda nacional y de la extranjera, y conforme se produzca o no una revalorización de los títulos estatales (v.g. si se supera el default en el marco de una renegociación de la deuda que pueda ser cumplida), podrá apreciarse en el tiempo y en los distintos casos que judicialmente se planteen si existen sacrificios que las partes deben afrontar, según la jurisprudencia de la Corte Suprema mencionada en el punto anterior, o si ha ocurrido efectivamente una violación del derecho de propiedad de los acreedores que exceda lo razonable y que los jueces debieran reparar, en las condiciones que permita la realidad económica.

6. Conexión con los problemas político – institucionales.

He comenzado estas reflexiones sobre la crisis actual tratando la temática económica y financiera porque el colapso del régimen de convertibilidad que rigiera por una década (efecto de deficiencias estructurales que pudieron ser advertidas un lustro antes de producirse tal colapso), ha sido quizás el epicentro de las profundas convulsiones políticas y sociales que nos agitan en la hora presente.

El examen de dicha temática, sin embargo, no debe desconectarse del modo que han venido funcionando nuestras instituciones políticas (y los problemas que las aquejan), por la íntima interrelación que las vincula, aspectos que desarrollaré en la segunda parte de este trabajo.

 

Notas:

[1]Baste recordar, por ejemplo, el libro de Antonio E. Brailovsky, 1880-1982 “Historia de las crisis argentinas”, que lleva el sugestivo subtítulo “Un sacrificio inútil” (Editorial Belgrano, 1982).

[2] El diario Clarín, del 10 de agosto de 2002, informaba los resultados de una encuesta realizada por la consultora Ricardo Rouvier, en Buenos Aires, de la que resultaba que el 96,2% de los encuestados tenía sentimientos negativos sobre la situación de la Argentina. Los sentimientos que predominaban eran angustia y depresión (46%), seguidos por enojo (32%) e impotencia (24%); el 41,8% responsabilizaba de esos sentimientos a la situación económica, mientras que el 36% culpaba a la ineficiencia y a la impunidad de los políticos.

[3] Alberto Dalla Vía ha publicado, en nuestro medio, sobre esta temática, su excelente obra “Derecho Constitucional Económico” (Abeledo – Perrot, diciembre de 1999). Por mi parte, desde hace tiempo, dediqué varios artículos a diversos aspectos del tema, entre ellos, “Reflexiones acerca de una futura reforma de la constitución Nacional” (Revista de Derecho Pùblico y Teoría del Estado”, agosto de 1986); “La reforma de la Constitución Nacional. Sus principales lineamientos” (“La Ley”, 8 de julio de 1993) y una parte sustancial del capítulo VII del libro “La Reforma por dentro” (Planeta, 1994); ver bibliografía europea allí citada.

[4]Juan B. Alberdi, señalaba en su “Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina” (Raigal, Bs. As. 1954), en cuanto a las normas de política económica que: «Esparcidas en varios lugares de la Constitución, sus disposiciones no aparecen allí como piezas de un sistema, sin embargo, de que le forman tan completo como no lo presenta tal vez Constitución alguna de las conocidas en ambos mundos.» También se encuentran esparcidas por la Constitución las modificaciones en esta materia incorporadas por la reforma de 1994.

[5] Guillermo Vitelli, ha analizado extensamente este tema en “Cuarenta años de inflación en la Argentina: 1945-1985”, Legasa, 1986. Al plantear, en su Introducción, los planos de análisis de los procesos inflacionarios, indica un criterio que ahora toma renovada vigencia en nuestro medio: “Dado que no existe inflación sin cambio de los precios relativos ni tampoco variaciones simultáneas e idénticas en el tiempo, toda alteración en los precios esconde un cambio en la distribución relativa de los ingresos. En este plano, la inflación no es sólo un fenómeno monetario asociado a lo aparencial de su carácter, sino simultáneamente, es un instrumento a través del cual los agentes económicos implementan su puja por los ingresos y un mecanismo empleado por la autoridad económica para concretizar propuestas de políticas; es decir, expresa toda movilización o redistribución de recursos. Descripta de este modo, la inflación es sólo el reflejo de una multiplicidad de fenómenos macro; de la forma como se llevan a cabo los procesos de acumulación; de los límites del crecimiento; del modo de vinculación de la economía local a un sistema económico más amplio; de la minimización o profundización del conflicto social. En la práctica es un plano que puede explicar contra quién y a favor de quién se provoca una movilización de los recursos.” (pag.11).

[6] La mayor cantidad histórica de decretos de necesidad y urgencia se aprecia hasta ahora en las dos presidencias de Menem, siendo los años de mayor número 1990, 1991 y 1992, decreciendo notablemente entre 1994-96, para repuntar en los tres últimos años de sus mandatos. De cualquier modo, también se acudió frecuentemente a este tipo de decretos en la presidencia de De la Rúa y en la actual.

[7] En su momento analicé esta cuestión, en el marco del funcionamiento de las instituciones, en el artículo “Las políticas de transformación y la seguridad jurídica”, en “La Ley”, 12-XII-1992.

[8] Raúl Cuello, en su trabajo «La década de los noventa: profundización de la dependencia en el marco de una recesión estructural», en «La economía argentina hoy», El Ateneo, Bs. As. 2001, pags. 128/134, indica que a fines del año 2000 sólo la deuda pública nacional era de 128.000 millones de dólares, la provincial era de 37.000 millones de dólares y la deuda externa privada de 40.000 millones de dólares, totalizando esos conceptos llega a un monto de 205.000 millones de dólares; que en la relación coeficiente deuda externa/exportaciones arroja un valor superior a 8, expresando que no registra antecedentes en el mundo actual; y que en la relación Deuda / PBI es del 90%, porque estima un PBI menor al estimado oficialmente corregido por la Paridad del Poder Adquisitivo. Este último porcentual podrá ser determinado más exactamente para el año 2002, cuando pueda advertirse el impacto de la devaluación sobre el PBI.

[9] La posibilidad de un gobierno de administrar la deuda estatal está asimismo asociada, para los analistas, a su mayor o menor fortaleza política y a la dirección de su política económica, como lo reveló en nuestro medio lo sucedido en diversos momentos de las presidencias de Menem y de De la Rúa, y lo ratifica la actual situación del Brasil.

[10]  Ver decreto 648|2001.

[11] Raúl Cuello (op. cit., pag. 132) la considera una operación de alto riesgo financiero, con tasas cercanas al 15% en dólares.

[12] Me referí a esta normativa en el artículo “Un nuevo caso de delegación legislativa. La ley 25.414”, en el “El Derecho, Derecho Constitucional”, del 18 de mayo de 2001.

[13] Ver Título II del decreto 1387|2001.

[14] La salida de fondos del sistema se incrementó a fines de noviembre del año 2001, alcanzando su momento más crítico el 30 de ese mes, cuando salieron 1800 millones en un solo día. Con esa disminución, el total de depósitos que salieron del sistema entre fines de febrero y el 30 de noviembre de 2001 resultó de u$s 18.800 millones, es decir un 22 % del total de depósitos del sistema financiero. En los primeros meses del año 2002 los retiros totalizaban el 37 % de los depósitos existentes a diciembre de 2000. El diputado Matzkin, indicaba durante el debate que precedió a la sanción de la ley 25.587, que para apreciar la magnitud de la crisis del sistema financiera, que esa salida de fondos desató, debía compararse aquellas cifras con las referidas a la crisis de 1930 en los EE.UU., apreciándose que en ese país el sistema perdió en un período de tres años sólo el 20 % de los depósitos bancarios (ver transcripciones taquigráficas de la sesión de la Cámara de Diputados de la Nación, del 24 de abril de 2002). Además ese legislador reconoció en la Cámara de Diputados el fracaso de las medidas legales adoptadas previamente para intentar frenar la desconfianza en el sistema bancario, tales como la ley de intangibilidad de los depósitos y la de dolarización de los depósitos.

[15] Esta política de consensos básicos, en materia económica, ha dado resultados positivos en Chile y comienza a ser recorrida en Brasil (en pleno proceso preelectoral).

[16] El análisis sobre la conveniencia de adoptar una solución como lo aquí propuesta dependerá de la apreciación que se tenga respecto del grado de recuperación de los depósitos bancarios, utilizando el sistema vigente. La Nación, del 18 de agosto de 2002 (pags. 1 y 7), informaba que en el mes de julio se detuvo la fuga de depósitos bancarios, y que incluso entre el 15 de julio y el 14 de agosto de 2002 los depósitos crecieron 66 millones en pesos y 40 millones en dólares. Sin embargo, si se compara esta probable mejor situación con la fuga de depósitos totales del sistema, podría considerarse adecuado adoptar medidas más audaces, para la recuperación de fondos en dólares, como la sintéticamente explicada.

[17] Ver Anexo a la Com. “A” 3467 del BCRA, Régimen de Reprogramación de los Depósitos, puntos 1.2.5. al 1.2.8.

[18] Ver Fallos 317: 779 (especialmente, considerando 8º), en donde al considerar la exégesis de la ley 23.982, la Corte admitió la asimilación de la situación del Estado como equivalente a la de un deudor fallido, y que las medidas propuestas comportaban un concordato unilateral del Estado. Admitió la constitucionalidad de esa ley pues “la postergación del pago de la deuda se imponía como condición necesaria no sólo para preservar en lo inmediato el desenvolvimiento organizado de nuestra sociedad, sino también para permitir una administración racional de los recursos destinados a satisfacer la deuda pública acumulada”.

[19] Ver Resolución MEyOySP Nº 71/99, artículo 1º.

[20] Abordé esta cuestión en el artículo, realizado en colaboración con Martín Redrado y Diego Guelar, titulado «Cómo reestructurar la deuda», publicado en Clarín, 28 de septiembre de 2001.

[21] Mariano Fragueiro, otro de los grandes inspiradores de la nuestra Constitución de 1853 y Ministro de Hacienda en la presidencia de Urquiza (1853/54), principal autor del Estatuto para la Organización de la Hacienda y Crédito Público sancionado por la Asamblea Constituyente de 1853 convertida en el primer Congreso nacional, en su obra «Cuestiones Argentinas y Organización del Crédito» (Solar/Hachette, Bs. As. 1976), expresaba al postular reconocer toda la deuda contraída antes de sancionarse la Constitución: «Ni hay que decir que la deuda es excesiva, ni que ha habido mala versación, ni cosas que se le asemejen; porque nada de esto desvirtúa la responsabilidad nacional, y porque si se toma en cuenta la perpetua guerra que la Confederación ha mantenido, nada hay más moderado que su deuda. Cuál de los Estados contemporáneos no está igualmente adeudado?. Que gobierno en 40 años no ha aumentado su deuda en cifras mayores respectivamente?. Por último, es preciso someterse a lo que no puede evitarse, y tal es el caso respecto a la deuda nacional; lo que importa es saber si tenemos medios de pagar y llenar los presupuestos.» (pag. 162).

[22] Esta afectación fue preconizada en el artículo citado «Cómo reestructurar la deuda», en vez de la utilizada para la fase 1 del canje de deuda.

[23] Gregorio Weinberg, en su Estudio Preliminar al libro de Fragueiro ya citado, refiriéndose a la cuestión del pago de la deuda de la República expresa: «Julio Irazusta [en Balance de siglo y medio], uno de los pocos historiadores contemporáneos que hayan prestado atención a las ideas de Fragueiro, escribe respecto a este punto: ‘En sus Cuestiones Argentinas propuso el único plan fecundo de la nueva era; la repatriación de la deuda argentina en Londres, señalando un siglo antes que nuestra generación, el drenaje que significa para un país la exportación de los intereses devengados por los empréstitos extranjeros’ » (pag. 77). Tal como puede apreciarse, el debate sobre la deuda no es nuevo en la argentina, sino que arranca con los cimientos de nuestro desarrollo constitucional.

[24] Domingo Cavallo, en “El peso de la verdad” (Planeta, Bs. As. 1997), expresa en el capítulo dedicado a “ Las reformas sociales pendientes”, que en la década de los ´90, la economía creció casi el 40%, pero el empleo se estancó, agregando que “ la desocupación es el problema económico que más preocupa a las familias argentinas y la causa principal del desasosiego social que hoy vive en el país”.  Aclaró “En otras palabras, el enorme aumento del desempleo abierto, que alcanzó su punto más alto en mayo de 1995, cuando superó el 18%, tuvo que ver, en gran parte, con la eliminación de puestos de trabajo de bajísima productividad…No obstante, sería engañoso pensar que sólo eso fue lo que pasó: la realidad indica que fue muy reducida la capacidad de crear empleos de los sectores donde se produjo un mayor aumento de la inversión y, en general, en el nivel de actividad” (pags.229|230).

[25] En su Introducción al «Libro blanco sobre el empleo en la Argentina» (Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 2da. Ed., Bs. As. 1995), el entonces ministro José Armando Caro Figueroa, decía: «Es notorio que en los últimos años y al par que comenzaba a resolver crónicos problemas económico – sociales, nuestro país asistió a un fenómeno común a otras sociedades, aún desarrolladas, en el marco de los procesos de globalización económica y revolución tecnológica, pero relativamente desconocido para nosotros: el crecimiento del desempleo».

[26] El problema del impacto de las nuevas tecnologías que generan una desocupación estructural fue examinado ampliamente por Jeremy Rifkin en “El fin del trabajo” (Paidos, Bs. As. 1997), y por otras obras de mayor divulgación, como por ejemplo, Viviane Forrester “El horror económico” (Fondo de Cultura Económica, Bs. As. 1997). Particularmente interesante es el planteo de la obra de Ramón Jáuregui, Francisco Egea y Javier de la Puerta «El tiempo que vivimos y el reparto del trabajo. La gran transformación del trabajo, la jornada laboral y el tiempo libre» (Ediciones Paidós Ibérica, 1998).

[27] Domingo Cavallo, en op. cit. pags. 230|231, estimaba que en términos netos la reforma del Estado y las privatizaciones significaron una reducción de 180.000 puestos de trabajo.

[28] Adolfo Canitrot, en su Presentación general al «Libro blanco…» ya citado, señalaba, cuando las tasas de desempleo superaron el 10% de la población económicamente activa, que «…hubo dos motivos que la potenciaron: 1) la rapidez con que se extendió el desempleo entre 1991 y 1993, y 2) el hecho de que esa expansión tuviera lugar, paradójicamente, en un período de franca recuperación del nivel de actividad económica. Entre octubre de 1991 y octubre de 1993 el número de desempleados aumentó en 60% mientras el PBI crecía a una tasa superior al 8% anual». Y agregaba más adelante: «L profundidad de la transformación estructural que produjo el Plan de Convertibilidad tuvo sobre las conductas de los agentes económicos el efecto de un cambio de régimen. La apertura del mercado interno a la oferta extranjera y la desregulación microeconómica obligaron a las empresas a rápidos incrementos de productividad (o a la obtención de rentas monopólicas) como condición de supervivencia. La estabilidad alentó la expansión de la actividad económica pero tuvo al mismo tiempo el doble efecto de acelerar el crecimiento de la oferta de trabajadores y de suprimir la ‘flexibilidad’ salarial que permitía la inflación. Esta combinación de hechos tuvo una consecuencia paradójica: el fuerte aumento del desempleo simultáneamente al rápido crecimiento de la actividad económica. Se anuncia que este aumento del nivel de desempleo, en tanto subproducto obligado del ajuste estructural, habrá de revertirse en el futuro cuando la productividad laboral, ya recuperada de su atraso inicial, modere sus incrementos. Para que esta reversión ocurra la tasa de crecimiento de largo plazo de la economía deberá exceder la suma de las tasas de aumento de la población (1,9%) y de la productividad laboral. Un requisito no fácial de satisfacer en una economía sometida a ciclos reiterados de gran amplitud» (pags. 13/15). A su vez, Rodolfo Díaz, en su trabajo «El empleo: cuestión de Estado», en la misma obra, concluía con un programa de diez puntos para afrontar la situación descripta (ver pags. 53/135, esp. 128/132).  

[29] Estas deficiencias estructurales han sido abordadas en la materia bajo análisis, por ejemplo, por Mercedes Marcó del Pont y Héctor W. Valle, en «La crisis social de los años noventa y el modelo de la convertibilidad» en «La economía argentina hoy», pag 175 y ss.

[30] Ver, Marcelo Ramón Lascano, «La década de los noventa: presupuestos intelectuales dominantes y resultados», en «La economía argentina hoy» (esp. pags. 14/19).

[31] Desde relativamente temprano, algunos autores plantearon como tema en discusión la cuestión de la convertibilidad y la competitividad, con relación al tipo de cambio real (ver, por ejemplo, Eduardo L. Curia, «La convertibilidad y sus desvíos. Entre El Modelo y El Programa»; Centro de Análisis Social y Económico, Bs. As. 1994, esp. capítulo VI); sin embargo, aunque mediaba alguna preocupación, otros autores confiaban en las posibilidades del «modelo»  para el desarrollo industrial, en los primeros años de la convertibilidad (ver, por ejemplo, «El desafío de la competitividad. La industria argentina en transformación. Bernardo Kosacoff y otros, CEPAL/Alianza Editorial , Bs. As. 1993); y la misma conclusión se arriba desde la percepción positiva de los industriales respecto al primer gobierno de Menem (ver, Peter Birle, «Los empresarios y la democracia en la Argentina», Ed. Belgrano, Bs. As. 1997, cap V. esp. pags. 283/285). La opinión negativa de las consecuencias de la convertibilidad para la industria se acentuó en trabajos recientes (ver, Jorge Schvarzer, en «La industria en la década del noventa», en «La economía argentina hoy»).

[32] El fenómeno señalado no es nuevo en nuestro país. Roberto Cortés Conde, ha dedicado su libro «Dinero, Deuda y Crisis» (Editorial Sudamericana, Instituto Torcuato Di Tella, Bs. As. 1989) al análisis de lo sucedido en el período 1862/1890, indicando los diversos tipos de billetes o monedas que circularon en ese período; incluso la función compensatoria que cumplieron los billetes de banco cuando el público comenzó a retirar oro, a partir de 1873 (ver, Introducción, pags. 10/12 y capítulos I y II).

[33] Durante el actual año 2002 el 40% de la circulación monetaria, es decir, aproximadamente 6.500 millones de pesos, corresponde a «cuasimonedas»; incluso el Estado nacional las percibe por vía de recaudación monetaria y las devuelve a las provincias al pagar la coparticipación.

[34] Un proyecto de ley presentado por el diputado Carlos Larreguy proyectaba regular el funcionamiento de los Clubes de Trueque tomaba en cuenta que existían la Red Global del Trueque (con concurrencia de unos 2,5 millones de “prosumidores”, es decir, productores y consumidores) y la Red del Trueque Solidario (con concurrencia de 800.000 personas), y con 5.800 y 1.500 clubes de trueque o centros de intercambio. Se reconocía la existencia de una suerte de moneda social denominada crédito, que está representado por el vale impreso en una Red cuya función es actuar como elemento compensador en las transacciones. El problema que se planteaba es la falsificación cada vez más frecuente de esos créditos (ver, La otra economía, noticia del 26|6|2002, del DiarioJudicial.Com.)  Informalmente se conoce que se estaría percibiendo una parte de los pasajes ferroviarios con moneda de trueque. El análisis del fenómeno de los Clubes de Trueque ha trascendido nuestras fronteras, y diarios europeos han informado del tema.

[35] Ver, por ejemplo, Antonio María Hernández (h), «La inconstitucionalidad del ‘corralito’ financiero» en «El Derecho, Derecho Constitucional», del 18 de febrero de 2002.

[36] Ver, por ejemplo, Germán Bidart Campos, «Propiedad, Emergencia, Constitución» en «La Ley, Columna de Opinión», 22 de marzo de 2002; Horacio Tomás Liendo (h), «Inconstitucionalidad de la llamada ‘pesificación’ «, en «La Ley», 24 y 25 de julio de 2002, quien en cambio se pronuncia por la constitucionalidad del «corralito».

[37] En mi opinión y en el terreno de las hipótesis, considero que habría sido preferible mantener transitoriamente la convertibilidad entre peso | dólar estadounidense (manteniendo el “corralito” durante el tiempo necesario hasta que pudiese organizarse un sistema de devolución de los depósitos en moneda extranjera), y simultáneamente adoptar una segunda moneda nacional inconvertible, para atender a las necesidades monetarias de la economía real que había agravado la falta de moneda (por el retiro del mercado de los pesos equivalentes a las divisas fugadas bajo el régimen de convertibilidad), en vez de permitir el crecimiento de la circulación de las “cuasimonedas” (que ya había tomado envergadura bajo la presidencia de De la Rúa y con Domingo Cavallo como ministro de economía). Sin embargo, esta alternativa fue frustrada durante la fugaz presidencia de Rodríguez Saá, ante el anuncio de quien fuera designado por un par de días como Presidente del Banco de la Nación Argentina, David Espósito, en el sentido que habría que emitir el equivalente a unos $ 20.000 millones de pesos (suma que nadie en su sano juicio podía convalidar) en una segunda moneda inconvertible, intención que fue interpretada, con razón, como generadora de un proceso hiperinflacionario.

[38] Ver, modificaciones a los artículos 3, 4, 17, 18 y 29 (entre otros), de la Carta Orgánica del BCRA aprobada por el artículo 1º de la ley 24.414 y sus modificatorias.

[39] Ver mi artículo “Un nuevo caso de delegación legislativa. La ley 25.414.” (en El Derecho. Derecho Constitucional”, 18 de mayo de 2001.

[40] H. Quiroga Lavié  (Constitución de la Nación Argentina Comentada, Zavalía, Bs. As. 1997, pag. 378), asentándose en doctrina de la Corte de los EE.UU.

[41] Ver artículo 9 de la ley 23.928.

[42] Cavallo expresa en la obra ya citada: “Tomamos esa decisión a sabiendas de que una medida de tal naturaleza afectaría a muchos intereses. Lo comprobaríamos durante los días inmediatos, con los reclamos de los colegios privados, la medicina prepaga, los constructores y, en general, todos aquellos que tenían créditos en dólares. Obviamente había un sector que se sentía especialmente afectado por la medida. Era el de las empresas que habían ganado las primeras privatizaciones realizadas antes que yo asumiera el Ministerio de Economía, cuyos contratos contenían fórmulas matemáticas para indexar sus tarifas.” “…” “Por eso nos mantuvimos firmes ante las presiones y renegociamos uno a uno los contratos vigentes” (ver, pags. 180|181 el destacado en negritas me pertenece).

[43]Este tema ya ha sido considerado en el presente trabajo, pero cabe agregar que cualquiera de las dos soluciones de política monetaria mentadas han sido descartadas por el FMI y por sus asesores especiales externos, según resulta de conocimiento público.

[44]  Ver decreto 2284|91 (de necesidad y urgencia), considerado complementario de la ley 23.928, de convertibilidad.

[45] Ver artículos 3º, 4º y 5º de la ley 23.928 modificados por el artículo 4º de la ley 25.445

[46] Ver artículo 4 del decreto 214/2002 y decretos 762 y 1242/2002.

[47] La ley 25.563 declaró, por su artículo 1, la emergencia productiva y crediticia originada en la situación de crisis por la que atraviesa el país, hasta el 10 de diciembre de 2003; por ello la política bajo examen no cabe atribuirla exclusivamente al Ejecutivo sino fue aprobada y extendida por el Congreso (incluso el Ejecutivo vetó varias de sus normas).

[48] Ver decretos 494/2002, 620/2002 y 905/2002, entre otros que dispusieron medidas o alternativas «despecificadoras». Las tasas de interés previstas para los bonos ofrecidos en moneda extranjera están, en términos generales, alineadas o son mejores a las tasas internacionales; por supuesto, el valor de dichos bonos y el alcance retributivo de las tasas de interés, dependerá de que el Estado Nacional pueda salir del default y de otras circunstancias macroeconómicas.

 

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