Conferencia sobre la Reforma de la Constitución Nacional

Conferencia publicada en Reforma constitucional, colección de conferencias editada por la Fundación Omega Seguros, 1993.

En estos días se percibe la imagen de que el Gobierno ha impulsado el proceso de reforma de la Constitución por una razón de coyuntura, como es el problema de la reelección del presidente. Sin embargo, soy testigo de que desde hace tiempo el justicialismo tiene tesitura tomada en el tema, debido a que la elaboró entre 1985 y 1987. En ese momento, durante el gobierno del presidente Raúl Alfonsín, el justicialismo, como principal fuerza opositora, fijó posición respecto de la propuesta de reforma que estaba impulsando dicho Presidente, propuesta que, en buena medida, se motorizaba con los estudios del Consejo para la Consolidación de la Democracia.

El justicialismo debió pronunciarse sobre esa iniciativa política. Existieron alternativas diferentes, y variadas actitudes en los dirigentes justicialistas, como suele haber también en estos momentos opiniones disímiles entre los líderes del radicalismo.

Una de aquellas alternativas fue la adoptada por los senadores del justicialismo en esos años, liderada por Vicente L. Saadi, quienes pretendieron impulsar la nueva puesta en vigencia de la Constitución de 1949. Otra actitud fue la encarnada por el doctor ítalo A. Luder, quien entendió que la reforma era necesaria pero inoportuna. Un tercer sector del justicialismo, que en definitiva se impuso políticamente, fue el sector renovador.
La renovación justicialista, desde sus comienzos como corriente interna, se mostró favorable a volver a encarar un proceso de reforma constitucional, partiendo de la Constitución vigente (de 1853-60, con sus posteriores reformas y excluida la de 1949). Algunos de los miembros del justicialismo renovador, como el entonces gobernador de La Rioja, Carlos Menem, y su hermano, el senador Eduardo Menem, dejaron bien explícito, en artículos periodísticos del año N86, que esta-ban de acuerdo con el proceso de reforma que inspiraba el gobierno nacional, aun cuando ese proceso implicara la potencial reelección del propio presidente Alfonsín.

Las condiciones, que de alguna manera elaboró el justicialismo en aquellos años, y que quedaron establecidas en dos congresos partidarios celebrados en los primeros meses del año 87, en La Falda y en Bariloche, fueron básicamente las mismas que se han venido sosteniendo durante todos estos años. El justicialismo señaló que se debía llegar a la reforma de la Constitución desde una perspectiva de consenso político, federal y social.

El consenso político significó, sobre todo desde fines de 1987 y durante todo el año 1988, una tarea de intercambio de reflexiones entre juristas del justicialismo y del radicalismo. En enero de 1988, luego de trabajos preparatorios que insumieron varios meses, se suscribió un documento entre el presidente Raúl Alfonsín y el gobernador de Buenos Aires y presidente justicialista Antonio Cafiero, que fue la base del acuerdo alcanzado por esos dos dirigentes políticos. Luego existieron un conjunto de declaraciones en paralelo, producidas por comisiones creadas en el seno del justicialismo por un lado, y del radicalismo por el otro, que presentaban coincidencias en muchos aspectos y discrepancias en otros, porque precisamente, era característico del espíritu del con-senso que existía en ese momento, la posibilidad de avanzar en acuerdos. De cualquier manera, dicho espíritu de consenso en ciertos puntos, aun cuando se mantuvieran diferencias en otros, permitió logros evidenciados en documentos partidarios.
Los avances relatados, que quedaron temporariamente detenidos por la contienda interna que personificaron Antonio Cafiero y Carlos S. Menem para decidir la candidatura presidencial del justicialismo, estuvieron próximos a concretarse en una reforma consensuada en el segundo semestre de 1988.

Hubo asimismo declaraciones de otros partidos políticos en la misma línea. A comienzos de setiembre de ese año, se realizó un encuentro personal muy importante, de naturaleza reservada pero que después tomó estado público, entre Menem, Cafiero, Alfonsín y Angeloz, y al que asistí como asesor del justicialismo, juntamente con Eduardo Bauza.
El balance de ese encuentro del año ‘88, es que estuvimos muy cerca de conseguir un proceso de reforma de la Constitución por vía del consenso. El que no se haya obtenido en esos años fue porque existía —y existe—, en mi opinión, un elemento recurrente que ha seguido gravitando muy fuertemente aún hoy, constituido por las coyunturas políticas y el juego extremadamente competitivo entre los dos principales partidos, y que torna muy difícil generar acuerdos institucionales, que son imprescindibles y necesarios para el propio juego de las instituciones; acuerdos que deben proyectarse —en el caso de una reforma constitucional— a décadas por delante.

Nosotros, en la comisión de reforma del Partido Justicialista —la última de las que me ha tocado integrar, y que ha preparado los documentos que actualmente están en debate—, no nos propusimos hacer una reforma de la Constitución desde una perspectiva exclusivamente justicialista. Por el contrario, hemos pretendido hacer una reforma sobre la base de todos los acuerdos preexistentes. En esa descripción que he realizado de las bases de coincidencias alcanzadas, me ha faltado decir que existían inclusive textos de artículos acordados en un porcentaje, que estimo del orden del ochenta por ciento. Entonces, cuando elaboramos nuestra propuesta —propuesta que está actualmente en debate en el Senado—, lo hicimos tomando en consideración todos esos documentos. Por tal razón, pienso que la propuesta que actualmente está en debate tiene suficiente consenso político. Más adelante explicaré cuáles son los límites de ese consenso político, es decir, hasta donde hemos llegado y cuáles son las diferencias que podrían subsistir y cuál sería el mecanismo adecuado para resolver las cuestiones pendientes.

La otra línea de consenso que planteara el justicialismo era el consenso federal, porque como parte sustancial de la reforma, se entendía que debía alcanzarse un sistema de nuevo equilibrio entre Nación y provincias. Y aquí también hay una continuidad entre los trabajos emprendidos durante el gobierno anterior y los realizados por este gobierno. A mí me tocó discutir con el doctor Gil Lavedra, que fue secretario del Interior en la última parte del gobierno radical, el texto de un borrador de acuerdo federal, producto de la compatibilización de tres documentos: uno suscripto por todos los gobernadores justicialistas, otro elaborado por los gobernadores de los partidos provinciales (y que se llamó Declaración de Corrientes) y el tercero firmado por los gobernadores y el propio gobierno radical. Compatibilizamos esos tres documentos y, como la reforma no se concretó, el actual gobierno reanudó la tarea, siempre en el ámbito del Ministerio del Interior, primero durante la gestión de Eduardo Bauza y luego por el siguiente ministro de esa cartera, el doctor Mera Fi-gueroa, y el 24 de mayo de 1990 logró firmarse el Acta de Reafirmación federal, suscripta por el Presidente de la República y todos los gobernadores de las provincias, incluyendo a Massaccesi y Angeloz. En ese acuerdo se encuentra plasmado el temario de un nuevo equilibrio entre Nación y provincias, que se puede alcanzar mediante el uso de un conjunto de instrumentos, incluida la re-forma de la Constitución.

La tercera vía de consenso es lo que podríamos determinar el consenso social, es decir el apoyo popular a la idea de la reforma; porque el justicialismo entendió que ella no podía ser obra exclusivamente de dirigentes. Esto significa que los dirigentes prepara i la reforma, sus posibles contenidos, y recorren los procedimientos institucionales establecidos, pero luego es preciso entablar un diálogo permanente con la gente para determinar si tales contenidos son aceptados o no, a la vez que se recibe como devolución las ideas que se aportan. Uno de los defectos que tuvo la reforma de la Constitución de la Provincia de Buenos Aires fue, precisamente, realizarse mediante un acuerdo demasiado cerrado entre el justicialismo y el radicalismo, respecto al cual la ciudadanía simplemente debía pronunciarse (afirmativa o negativamente) sobre un texto de reforma, no tomando alguna suerte de protagonismo. Dentro del programa de una reforma tan vasta y compleja como fue la realizada, nos parece un procedimiento adecuado para hacerlo exclusivamente por vía parlamentaria, para ir después a un referéndum —como se hizo en ese momento—, porque a la gente, cuando se le exhiben muchos puntos, siempre encontrará algunos que no le gustan, y en definitiva transformará los aspectos que no le gustan en cuestiones sustanciales. Lo dicho, no empecé a hacer la salvedad que el referéndum de Buenos Aires acaeció en un momento particularmente difícil de nuestra economía, siendo que todavía no había sido doblegado el proceso inflacionario.

Cuando integré el gabinete del doctor Cafiero, propuse el método opuesto: ir a una convención constituyente. Entonces se planteó el mismo problema que está sucediendo en nuestros días; es decir, los partidos requieren un exceso de garantías para concurrir a una constituyente. Piden tantas garantías para habilitar el procedimiento de reforma que, en el caso de la Provincia de Buenos Aires, implicaron llevar adelante una reforma totalmente acordada entre radicalismo y justicialismo, de la que la gente quedó excluida, sin nada que decir, que opinar, que aportar, ni que discutir. De no existir tantas reservas, y si nos tuviéramos un poco más de confianza política, podríamos llegar a un proceso de reforma en el que ya estuviese acordado el gran marco de la propuesta respaldado por un adecuado sistema de garantías, y luego, legítimamente, los partidos podrían competir entre sí puntos programáticos, cuando entendiesen que subsisten diferencias (en los modelos o en cuestiones totalmente opinables) que pueden hacerse valer en la elección de constituyentes. Así, el pueblo expresaría en tales comicios cuáles posiciones le gustan más, expuestas en las respectivas plataformas electorales, y según fuere la composición de la asamblea constituyente, tendríamos en su seno un debate con distintos matices, dentro de un gran marco de acuerdo.

En el proyecto actualmente en debate en el Senado, hemos tratado de ofrecer un conjunto de garantías para que no existan preocupaciones políticas de una reforma con gato encerrado. Hemos dado tantas garantías, que hasta sacrificamos lo que podríamos llamar «purismos técnicos». Cualesquiera de nosotros, constitucionalistas, escribiríamos una Constitución, más hermosa que la que en estos momentos se está discutiendo políticamente en el Senado. Lo que ocurre es que una Constitución más hermosa nos permitiría lucir en los textos, o sería materia de estudio para futuros investigadores —porque cada Constitución que aparece, de cierta importancia, se la estudia en los demás países—, pero no tendría el grado de resguardos políticos y de garantías de que hemos dotado a la iniciativa en tratamiento.

¿Y cuáles son esas garantías, cuáles son esos resguardos?

En primer término, hemos propuesto una reforma parcial de la Constitución, la misma tesitura que tuvo en su momento el radicalismo. Hubo sectores del justicialismo renovador que pretendían hacer una reforma total de la Carta Magna. Nosotros, ya desde enero de 1988, tomamos el camino de coincidencias con el radicalismo, de modo que estamos hablando de una modificación parcial. Por lo tanto, hay una serie de artículos que no se reforman, y ellos son, en primer lugar, las garantías objetivas que el justicialismo le otorga al radicalismo y a los demás sectores de la oposición, en el sentido que aspectos fundamentales de la Constitución no van a ser objeto de debates.
La segunda garantía que hemos dado a nivel de la comisión que integré —que hasta podría considerarse excesiva— fue la de no tocar la parte dogmática de la Constitución Nacional.
Esta es una posición máxima. Realmente, por un problema de técnica, habría que, para alcanzar algunos de los objetivos propuestos (como favorecer el proceso de integración internacional), modificar algunos artículos de la primera parte de la Constitución. De cualquier manera, por una cuestión de índole política, para transmitir un mensaje totalmente claro, señalamos que no se incluye ningún precepto de la primera parte de la Constitución, es decir los primeros treinta y cinco artículos.

El Senado ha propuesto ahora la incorporación de un capítulo único. Ha trasladado parte de los temas que nosotros habíamos incluido como ampliación de las atribuciones del Congreso Nacional a ese capítulo.
Los primeros treinta y cinco artículos que posee nuestra Constitución no son objeto de reforma. En un segundo capítulo, que se agrega con un temario, se incorporaría la mayor parte de los te-mas de reforma que se vinculan con aspectos de derechos y garantías que serían consensuables, y luego ingresaríamos a la reforma de la parte orgánica. Esta es la situación en que nos encontramos en momentos actuales.

Con relación a los objetivos generales de la reforma puedo señalar que, en primer lugar, la reforma tiende a facilitar el proceso de integración latinoamericana. Tratadistas importantes, como Bidart Campos, han admitido que para el funcionamiento de un proceso de integración, para que la actividad de los órganos transnacionales, en el marco de un acuerdo interregional, pueda tener impacto en los territorios de países asociados, ello debería estar previsto en las constituciones. En las constituciones europeas existen cláusulas que prevén estas circunstancias. Todos los países del Mercado Común Europeo cuentan con una especie de constituciones que facilitan el desarrollo de la integración.

En segundo lugar, con respecto al proceso del nuevo equilibrio regional entre Nación y provincias, se requiere reformar, de manera decisiva, el sistema impositivo nacional, porque no se le pueden ofrecer garantías a las provincias respecto del tipo de recursos a que tendrán acceso, garantías con relación a la coparticipación federal y lo referente a la percepción de los impuestos, sin tocar la Constitución. Además, no se puede alimentar un proceso de regionalización sin prever determinadas ventajas económicas que podrían ser cuestionadas por el contenido unitario de la Ley Fundamental vigente. En efecto, nuestra Constitución vigente resulta federal en lo político pero, en buena medida, es una Constitución unitaria en lo económico. Por último, no se podría facilitar la labor de las provincias en el plano internacional —o de las regiones— para que puedan realizar acuerdos con los países limítrofes en el marco de un proceso de integración. Acuerdos que, por ejemplo, están llevando adelante casi todos los estados federales avanzados, y especialmente Suiza. Así, los cantones suizos tienen amplia libertad de movimientos para generar acuerdos internacionales de tal carácter. Nosotros hemos previsto cláusulas permisivas de este tipo de diseño. Por supuesto, sin que esto tienda a la destrucción de la unidad nacional, porque en puntos delicados hemos incluido la necesidad de consentimiento del Congreso. En cuanto a las demás negociaciones que no afecten las atribuciones federales en materia de relaciones internacionales, basta simplemente una notificación al Congreso.

No se puede encarar una acción de desarrollo nacional en lo económico sin llegar a nuevos acuerdos básicos de nuestras sociedades que comprenden el mundo que estamos viviendo y el mundo al que vamos. Este tipo de acuerdos deben ser —en mi opinión— constitucionalizados, a fin de que no resulten materia de discusión para los futuros gobiernos.
La Constitución de 1853-1860 se propuso un plan de reformas económicas explícito: la conquista del desierto mediante el fomento de la inmigración, la construcción de ferrocarriles, la libre navegación de los ríos, la importación de capitales extranjeros y la colonización de tierras públicas. Se podría hacer una larga exposición del contenido económico de la Constitución de 1853-1860, la cual se propuso hacer, básicamente, una revolución agropecuaria y comercial. Por otra parte, la Constitución de 1949, intentó generar un proceso de industrialización en el país, por intermedio de la nacionalización de servicios públicos —que pretendía proporcionar para el Estado la infraestructura básica que requerían los proc
esos industriales a precios promocionales— y de las otras fuentes de energía (con el mismo propósito), la constitucionalización de un banco central — como garantía del control de autónomo de nuestra economía—, la prohibición de la usura (para proporcionar crédito barato), y la defensa contra la oligopolización de los mercados. Podríamos sin embargo, reconocer que fracasó ese proyecto de industrialización, porque nunca pudo imponerse del todo frente a las fuerzas que lo retardaron, y porque, en todo caso, el mundo también cambió. Hoy estamos frente a un proceso completamente distinto; la manera como se trata de encarar la industrialización poco tiene que ver con lo que se pensaba hace cincuenta años, ya que existen otras posibilidades características en el mundo en que vivimos.

Pues bien, entonces, delinear los términos de nuestra industrialización futura requiere también de acuerdos; porque si vamos a llamar capitales extranjeros, si pretendemos el retorno de nuestros propios capitales en el exterior —algunos de los cuales pueden estar retornando, pero muchos todavía allá permanecen—, tenemos que ofrecer la perspectiva de horizonte histórico y de tranquilidad que precisan definiciones respecto a dónde nos dirigimos.
Luego, la reforma contiene algunas definiciones muy claras; entre ellas las relativas a la consolidación de nuestra democracia. En esta cuestión existe una base de acuerdos muy profunda con la oposición, especialmente con el radicalismo, que parte de la supresión de la elección indirecta de Presidente y Vicepresidente de la Nación.
Por el sistema vigente iríamos a las elecciones de 1995 con una cláusula que dice que, para ser consagrado en los colegios electorales, un candidato debe tener mayoría absoluta en los colegios electorales. Esto significa que, si ninguna fórmula presidencial obtiene mayoría absoluta (lo cual significa el 50 por ciento más uno de los sufragios), debe decidir el Congreso entre las dos fórmulas más votadas. Pero, ¿qué Congreso resuelve? El anterior a las elecciones del ‘95, es decir, el Congreso del 94. Una Asamblea Legislativa en la cual ya el justicialismo tiene amplia mayoría en el Senado y probablemente tenga mayoría también en Diputados. Y aun cuando las próximas elecciones no le resultaran tan favorables, de cualquier manera lograría en Diputados —por efecto de la simple renovación de la mitad de los miembros— un Congreso con mayoría justicialista. Quiere decir que, si no hay reforma constitucional, en 1995 la oposición tiene que obtener mayoría absoluta de los sufragios en los Colegios Electorales, o estar, en consecuencia, a lo que resuelva un Congreso justicialista acerca de quién será el futuro presidente. Pero si la oposición cuestiona este aspecto de los procedimientos constitucionales por considerarlos políticamente inadmisibles, entonces se estaría cuestionando también la Constitución como opuesta al juego democrático.

El otro de los puntos de reforma necesario es el que pretende un mejor equilibrio en el funcionamiento de los poderes del Estado. Nuestra propuesta no se dirige al objetivo de alcanzar más presidencialismo —como lo expresan sus críticos—; ésta no es una propuesta de reforma a la saya del presidente Menem; sino simplemente una propuesta que pretende generar un parlamento que funcione, que deje de ser un órgano de bloqueo de las políticas para transformarse en un parlamento que, por la implementación de variadas medidas, esté obligado a legislar. Así, un Congreso que está obligado a legislar, permite dictar legislación rápidamente, en una época que así lo requiere. Porque si no se puede dictar legislación en plazos breves, entonces se recurre a los decretos de necesidad y urgencia. Las urgencias de la ciudadanía muchas veces son tales que requieren un ritmo de implementación de políticas económicas o sociales que está desajustado con los tiempos del Parlamento. Se plantea la disyuntiva entre ajustar los tiempos del Parlamento a tales urgencias o el requerimiento social de que el Ejecutivo desborde los límites de sus roles habitúales. Y éste es un problema central.

Gran parte de la crítica que hoy en día se formula al presidencialismo, por la manera en que se lo ejerce, tiene como contracara —implícita o explícita— el modo de ejercicio de sus atribuciones por el Parlamento, al no estar acorde con las necesidades de la época en cuanto a la velocidad o al nivel en que debería producir legislación.
La base del diseño político que se está discutiendo parte de la conformación de un parlamento más eficiente que cumpla de mejor modo sus funciones, con órganos de control del Ejecutivo, dependientes de aquél, y un poder judicial más independiente. El sistema del juicio político como método para juzgar la conducta de los jueces inferiores se suprime, a fin de que un jury de enjuiciamiento cumpla con los cometidos que, en la Constitución vigente, se le acuerdan a ambas Cámaras con mayorías especiales de dos tercios, y que se ha revelado poco útil para hacer efectiva la responsabilidad de los magistrados judiciales.

El tema de la reelección presidencial es otra cuestión de gran importancia. Resulta necesario hacer algunas reflexiones a su respecto. El gobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz, que fue reelegido por medio de una reforma de la Constitución, que se hizo en buena medida con consenso y votos justicialistas mientras estaba en ejercicio del cargo, durante dos períodos adicionales al originario. Sin embargo, en poco tiempo más Angeloz si todo le va bien, concluirá sus doce años de mandato, pero la Constitución cordobesa, una de las constituciones más progresistas del país, le sobrevirá probablemente por muchas décadas. Otro ejemplo es la Constitución francesa de 1958, hecha a la medida de De Gaulle y para resolver una historia cíclica de períodos parlamentarios y monárquicos conectados con la revolución de 1789, que ha sobrevivido varias décadas a la caída política de quien fuera su inspirador.
A manera de suposición, podemos pensar que, si el justicialismo lo quiere, y en segundo lugar, si el pueblo así lo admite y también lo desea, se podría efectuar una reforma de la Constitución que permita la reelección, y tal vez el actual Presidente resultará reelecto. En lugar de los doce años de Angeloz, serían diez años de Menem y después quedaría para el país una reforma de la Constitución que probablemente durará décadas.

Al dar estas ejemplificaciones y suposiciones quiero advertir sobre la relación que media entre las reformas institucionales que se incorporan a las constituciones y las coyunturas políticas que las generan. Porque cuando hablamos de constituciones, estamos pensando en décadas por delante; pero cuando nos referimos a un gobernante, quien fuere el que sea, lo estamos haciendo en términos de cuatro o cinco años. Así como, la sociedad argentina, no le permite a Angeloz transformarse en un caudillo de Córdoba al estilo de los del siglo pasado, tampoco permitiría un presidente de la Nación que cometiese un desborde de poder similar a los del siglo pasado. Porque no lo permiten ni la sociedad argentina, ni los medios de comunicación, ni el sistema de interrelación mundial, ni el grado de posicionamiento de la Argentina con el mundo. Por eso, nada tiene que ver el sentido de la cláusula de la no reelección, prevista en el siglo pasado en la constitución mencionada y en las provinciales para aventar el fantasma de eventuales dictaduras, con el planteo del mismo tema a fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI, cuando —es mi convencimiento— son las mismas circunstancias del presente que impiden toda posibilidad de dictadura, más allá que el actual Presidente, con la conducta desplegada respecto de la oposición, de los medios de prensa, o del respeto a las libertades individuales, haya demostrado que se encuentra bien lejos de tal posibilidad.
Nada más, y muchas gracias

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