El Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento de jueces en la teoría de la división de poderes

Publicado en LA LEY 1995-B, 1129.

Sumario: SUMARIO: I. Los fines de la reforma. — II. Complejidades de la teoría de la división de poderes. — III. La división de poderes en la reforma de 1994. — IV. Las categorías de «órganos extrapoderes» y «órganos intrapoderes».– V. El principio de la independencia judicial y el Consejo de la Magistratura. — VI. La eficaz prestación del servicio de Justicia. — VII. Organos del Poder Judicial. — VIII. Principales argumentos. — IX. Consecuencias.

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I. Los fines de la reforma

La creación del Consejo de la Magistratura y de un jurado de enjuiciamiento de jueces por la reforma constitucional de 1994, respondió a dos propósitos primordiales: contribuir a «asegurar la independencia de los jueces» y lograr «la eficaz prestación de los servicios de justicia».

Esas finalidades fueron así enunciadas al determinarse los alcances del poder reglamentario acordado al Consejo de la Magistratura, en el artículo 114, inciso 6° de la Constitución Nacional.

En otra oportunidad tuve ya ocasión de señalar que el sentido de la reforma del Poder Judicial consistió en «…mejorar la imagen pública de la administración de justicia, notablemente deteriorada por el cuestionamiento de la independencia de los jueces y por la manifiesta falta de eficacia en la prestación del servicio».[1]

Esta opinión ha sido compartida por Enrique Paixao, miembro informante del despacho de la mayoría ante el plenario de la Convención Constituyente de Santa Fe Paraná en la materia relativa a las reformas del Poder Judicial.[2]

Por otra parte, las finalidades indicadas responden a una tendencia en el mismo sentido del constitucionalismo comparado, según lo recuerda Néstor P. Sagüés, para quien el Consejo de la Magistratura es un dispositivo que procura resolver «…la crisis contemporánea de legitimidad del Poder Judicial que es triple: de calidad, de imparcialidad y de eficacia». Este autor considera que dicha crisis resulta producto del fracaso de los tradicionales métodos políticos de designación, ascenso y remoción de los magistrados judiciales y de la burocratización de la justicia, apreciando que los fines que impulsaron históricamente el nacimiento de los Consejos tienden a robustecer la autonomía de la judicatura.[3]

Desde la perspectiva que ofrece la síntesis enunciada de las finalidades perseguidas por estas reformas, pueden agruparse las atribuciones conferidas al Consejo de la Magistratura y al jurado de enjuiciamiento de jueces.

Responde a asegurar la independencia de los jueces, el atenuar la intervención de los poderes políticos del Estado en el proceso de selección y nombramiento de los jueces (art. 164, inc. 2°, Constitución Nacional) –con excepción de los miembros de la Corte Suprema de Justicia– y en el procedimiento de su remoción (art. 164, inc. 5° y art. 115, Constitución Nacional). Para lograr una más eficaz prestación de los servicios de justicia, se asigna al Consejo la administración de los recursos y la ejecución del presupuesto de la Administración de Justicia (art. 164, inc. 3° Constitución Nacional), como también se prevé, para mejorar la calidad de la tarea judicial, la selección mediante concursos públicos de los postulantes a las magistraturas inferiores (art. 164, inc. 1°, Constitución Nacional). Para la obtención de ambas finalidades, se le conceden facultades disciplinarias sobre magistrados y de dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y los demás que fuesen necesarios (art. 114, incs. 4° y 6°, Constitución Nacional).

No cabe desconocer que los propósitos señalados ofrecen entre sí puntos de evidente contacto, puesto que una mejor administración de los servicios de justicia y una mayor calidad en las decisiones judiciales contribuirán al prestigio de la magistratura ante la sociedad y, consecuentemente, deberían fortalecer su independencia.

En suma, la reforma de la Constitución al crear el Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento de jueces, definió los objetivos a las que respondió su creación, determinó sus competencias, sentó las bases de su integración, y derivó a la regulación por una ley especial –a sancionarse por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara del Congreso– su integración definitiva y las modalidades de sus respectivos funcionamientos.

Los acuerdos políticos, que permitieron en su momento arribar a la ley declarativa de la necesidad de la reforma y que se extendieron a la actividad de la Convención Constituyente, deberán prolongarse en el ámbito legislativo toda vez que se requieren de mayorías especiales para organizar a las nuevas instituciones.

Para el diseño de la ley organizativa resulta necesario asumir previamente un debate propio del campo doctrinario, pero con implicancias prácticas en su implementación: determinar si el Consejo y el jurado son órganos extra-poderes o si se trata de órganos del Poder Judicial, y en este último caso cuáles son sus relaciones con la Corte Suprema de Justicia y con los demás tribunales inferiores.

Una toma de posición respecto de esta cuestión exige adentrarse en las características actuales de la teoría de la división de poderes, en la mayor complejidad orgánica que trae aparejada la reforma respecto a la organización institucional, y aun en los antecedentes y etapas que presenta el desarrollo histórico del Poder Judicial (con sus diferentes funciones y competencias), aspectos que, de modo inicial, abordaré en este trabajo.

II. Complejidades de la teoría de la división de poderes

En la formulación originaria de la teoría de la división de poderes, debida a Montesquieu, los tres poderes clásicos –legislativo, ejecutivo y judicial– debían ser independientes (iguales entre sí y equilibrados mutuamente), más allá de los contactos que pudieran establecer los titulares de ellos, puesto que su concentración atentaba contra la libertad. Se conceptualizaba al Poder Judicial por las funciones de juzgar las diferencias entre los particulares y castigar los delitos. La influencia de Rousseau en la Revolución Francesa llevó a privilegiar –pese a adoptarse aquella teoría– al poder legislativo como supremo.

En los comienzos de este siglo, al analizar el desarrollo de la doctrina de Montesquieu, Jellinek, enunció el principio de la indivisibilidad del poder del Estado.[4]

Si bien, para el autor alemán, el poder no se deja fraccionar en sus manifestaciones exteriores, observó que han sido las consideraciones acerca de los fines las que determinaron las funciones que a cada órgano se había de encomendar. De tal modo, distinguió entre las funciones materiales del Estado –nacidas de la relación entre la actividad del mismo y sus fines– las de legislación, jurisdicción y administración. En atención a ello, dividió los actos del Estado en leyes, actos administrativos y decisiones judiciales.[5] Puso, además, el acento en una «división de competencias» entre los órganos del Estado, puesto que «cada órgano de aquél representa, dentro de sus límites, el poder del Estado». Entendió que las funciones materiales, precedentemente descriptas, se distribuyen entre los distintos géneros de órganos, pero observó que la separación no es ni puede ser absoluta. De ello derivó la existencia de funciones formales, que son ejercidas por los órganos legislativo, administrativo y judicial, dividiéndose –desde este punto de vista– las manifestaciones del Estado en actos formales de legislación, de administración y de justicia.

Cruzando ambas perspectivas, Jellinek observó que los órganos de la administración tienen un poder reglamentario y de decisión (participa el primero de la legislación material y el segundo de las decisiones judiciales); los órganos legislativos, toman parte en ciertos actos administrativos que sólo pueden hacerse bajo formas de ley; los tribunales ordinarios ejercen en gran medida funciones administrativas, por lo «…que el acto judicial y la sentencia de ningún modo son idénticos».

Es indudable que el panorama más complejo, abierto por Jellinek y seguido por muchos tratadistas, respecto de las características de la teoría de la división de poderes, no debería importar un cuestionamiento de su valor presente para asegurar, mediante un sistema de pesos y contrapesos, la libertad y el ejercicio de los derechos de los habitantes. Así, lo señaló entre nosotros Pablo A. Ramella –luego de hacerse cargo de las críticas que formularan a aquella teoría juristas de la talla de Duguit, Carre de Malberg o Kelsen– al considerarlo un principio bueno por los resultados positivos que trajo aparejado para la ciencia política, para la promoción de los derechos de los ciudadanos, o para facilitar el perfeccionamiento de la estructura de los gobiernos, entre otros beneficios.[6]

La mayor riqueza de la organización de los Estados modernos ha sido desarrollada por Juan Fernando Badía, quien refiere los tres criterios utilizados en la doctrina para determinar, desde ángulos similares a los individualizados por Jellinek, las funciones de dicho Estado, tales como el criterio orgánico, el formal y el material.[7] Este autor también participa de la opinión que la doctrina de la división de poderes no ha perdido actualmente su validez política, pero destaca que «hoy se presenta una imposibilidad lógica de enmarcar e incluir en esa clasificación, tan simplista, tan elemental, las múltiples funciones asumidas por el Estado, que desbordan esa nomenclatura. Estas nuevas funciones estatales no son, por naturaleza, consideradas específicamente, ni pura labor legisladora, ni mera ejecución de ésta, ni aplicación judicial de la norma…».

La teoría orgánica ha sido recepcionada en nuestro medio principalmente por Bidart Campos, quien también sostiene que: «El poder del Estado como capacidad o energía para cumplir su fin es uno solo, con pluralidad de funciones y actividades. Lo que se divide no es el poder, sino las funciones y los órganos que las cumplen. Cuando el derecho constitucional habla de «poderes» en plural, quiere mentar los órganos-institución con sus respectivas competencias». La competencia, así, es la asignación de «su» función a un órgano-institución. Advierte que «…la constitución no hace definiciones ni doctrina: crea órganos y adjudica funciones; la doctrina vendrá luego a clasificar órganos y funciones, a estudiar y explicar su naturaleza, a sistematizar las relaciones, etc.». Recuerda que la categoría de «órganos extrapoderes» es utilizable para referirse a órganos que no encajan en ninguno de los tres poderes clásicos, quedando «al margen o fuera de ellos, aunque en relación con los mismos», ejemplificando en el vicepresidente o en el ministro que se asocian a nuestro Poder Ejecutivo unipersonal.[8] Más adelante volveré sobre este último punto.

III. La división de poderes en la reforma de 1994

La clásica división entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial de la Constitución de 1853-60 se ha mantenido básicamente en la reciente reforma, pero complementada por (a) nuevos órganos, (b) formas o procedimientos actualizados y (c) por transferencias de competencias; tales transformaciones se extienden a la totalidad de aquellos poderes.

Así, al poder legislativo se le incorporaron dos órganos adicionales, con autonomía funcional, uno de carácter auxiliar cual es la Auditoría General de la Nación –definido como «organismo de asistencia técnica»– y otro, el Defensor del Pueblo, conceptualizado como «órgano independiente» destinado a acrecentar el control de la «administración» y «del ejercicio de las funciones administrativas públicas». Asimismo, se previó la creación de una Comisión Bicameral Permanente para control de ciertos actos ejecutivos. Han sido contempladas ciertas formas o procedimientos nuevos para la formación de la voluntad parlamentaria, como las leyes (orgánicas) que requieren mayorías agravadas. Asimismo, se dispusieron transferencias excepcionales de competencias del poder legislativo al ejecutivo, tales como los decretos de necesidad y urgencia o los casos de delegación legislativa; en otros supuestos, dichas transferencias consistieron en limitaciones al parlamento (por ejemplo, respecto del ejercicio del control por juicio político sobre los tribunales inferiores), o en cambio, importaron acrecentamiento de sus facultades de contralor sobre el ejecutivo (tal como la interpelación específica del jefe de gabinete a efectos de una moción de censura).

En lo que hace al poder ejecutivo, se crearon en su ámbito nuevos órganos de rango constitucional, como el jefe de gabinete y el gabinete de ministros; pudiéndose diferenciar todavía esta última institución del acuerdo de gabinete. Se estableció un procedimiento especial para cierta índole de actos ejecutivos: el acuerdo general de ministros y/o el refrendo del jefe de gabinete. A su vez, se han determinado transferencias de competencias, como los límites impuestos a la antigua facultad discrecional de nominar los jueces o las restricciones derivadas del poder reglamentario relacionado con la organización judicial y la prestación de los servicios de justicia.

A esta altura, cabe advertir que la situación del Poder Judicial será retomada más adelante, porque es el objeto específico de este estudio.

Por último, se ha diseñado una institución independiente, con caracteres de órgano extrapoder, el Ministerio Público, que se reguló en una nueva Sección –la Cuarta del Título I de la Segunda Parte– por fuera de los tres poderes clásicos.

IV. Las categorías de «órganos extrapoderes» y «órganos intrapoderes»

El tratamiento constitucional otorgado al Ministerio Público obliga a un reexamen de la definición de «órganos extrapoderes»[9] tal como había sido acuñada en nuestra doctrina por Bidart Campos en los conceptos recordados en el capítulo anterior.

En efecto, ahora debería distinguirse la situación de los órganos que se desenvuelven en el ámbito de uno de los tres poderes clásicos, que –en mi opinión– podrían denominarse como «órganos intrapoderes», diferenciándolos del Ministerio Público que, por encontrarse contemplado fuera de la organización de aquéllos sí poseería la apuntada naturaleza de «órgano extrapoder», dado que su limitada envergadura, por otra parte, no autorizaría a concebirlo como un nuevo poder del Estado de rango equivalente al legislativo, ejecutivo y judicial.

Sería útil tomar en consideración que una de las funciones principales que cumplen ambos tipos de órganos es actuar como instrumentos de control externo o interno de la actividad de los poderes clásicos. Valga, sin embargo, la advertencia de que no se trata de la única de sus funciones, ni se presenta en todos los casos, como luego se apreciará.

Esta función de control, que ha enriquecido la formulación originaria de la teoría de la división de poderes, ya que también se dirige en última instancia a garantizar los derechos fundamentales de las personas, ha sido clasificada por Karl Loewenstein en: (a) Controles intraórganos, cuando operan dentro de la organización de un solo detentador del poder y (b) Controles interórganos, cuando funcionan entre diversos detentadores del poder. Para Loewenstein, el proceso del poder consiste en el interjuego de cuatro detentadores: electorado, parlamento, gobierno y tribunales, y las respectivas influencias entre ellos constituyen la categoría de controles interórganos. En cambio, los controles intraórganos pueden darse cuando el ejercicio de una función está atribuida constitucionalmente, en el interior de un poder, a diversas personas individuales.[10]

Si se visualiza, desde esta perspectiva las modificaciones que introdujo la reforma de 1994 al desenvolvimiento de nuestros tres poderes tradicionales, es posible advertir que –como tendencia general– se han acrecentado tanto los controles interórganos como los intraórganos.[11]

En cuanto a los primeros, cumplen esa tarea de perfeccionar los mecanismos del control parlamentario sobre los otros poderes, la Auditoría General de la Nación y el Defensor del Pueblo; las interpelaciones y el posible voto de censura sobre el jefe de gabinete; los requisitos impuestos sobre ciertos actos ejecutivos al exigirse procedimientos especiales (decretos de necesidad y urgencia, reglamentos delegados, ley de presupuesto y de ministerios, veto parcial, etc.).[12]

Emparentado con lo anterior, se presenta otra institución que entre sus funciones posee facultades de control, cual es el Ministerio Público (en defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad). No siendo este instituto –a mi modo de ver– un nuevo poder del Estado, pues no ha sido la intención de los constituyentes constituirlo como tal, podrá atribuírsele el carácter de órgano extrapoder.[13]

En cuanto a los controles intraórganos, el refrendo necesario del jefe de gabinete sobre ciertos actos enumerados en la Constitución reformada importa un control interno respecto del Poder Ejecutivo (que permanece unipersonal), como también tiene esos efectos el refrendo –individual o en acuerdo general– de los demás ministros: en ambos casos se generan responsabilidades para esos funcionarios por los actos que firman, que son primariamente (pero no exclusivamente) de índole política.

Los controles intraórganos se acrecentaron, asimismo, en el ámbito parlamentario, en donde Loewenstein los caracteriza por el juego que se otorga a las minorías legislativas. Al requerirse ahora mayorías agravadas para la aprobación de cierto tipo de leyes o tratados, o para prestar el acuerdo senatorial a los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, se incrementó, respecto del standard fijado en la Constitución de 1853-60, el control que pueden ejercer las minorías acerca de tales actos.

Los controles intraórganos se hacen manifiestos, a mi juicio, en el Poder Judicial, con la presencia del Consejo de la Magistratura y del jurado de enjuiciamiento de jueces, aspecto éste que se ampliará más adelante.

Sin embargo, la función de control no es la única que cumplen las instituciones creadas por la reforma de 1994, en sus relaciones interpoderes o intrapoderes. En efecto, otra de las nuevas funciones que deben alcanzar, según las finalidades perseguidas por los constituyentes, es aumentar la eficiencia de las actividades que desenvuelven los tres poderes en sus respectivas áreas de competencia.

Así, la figura del jefe de gabinete se propone, no sólo acrecentar los controles interórganos e intraórganos, sino contribuir al más eficiente desenvolvimiento de la actividad ejecutiva. En efecto, al desconcentrarse las tareas de administración, descargándose por lo tanto al Presidente de la responsabilidad inmediata sobre la gestión corriente del Estado, debería facilitarse un mejor ejercicio de sus funciones de Jefe de Estado, de Gobierno y de las Fuerzas Armadas (y la supervisión política sobre la administración general del país), enfocando su actividad hacia la conducción de los asuntos más estratégicos. Correlativamente, la presencia del jefe de gabinete, con competencias específicas en orden al ejercicio de la administración, apunta a lograr una mayor eficiencia de la tarea tecnocrática.

Se ha pretendido una agilización de los procedimientos parlamentarios, mediante reformas que se dirigieron a extender el período de sesiones ordinarias, la reducción a tres de las intervenciones posibles de las cámaras, y la aprobación de proyectos de leyes en general en plenario y en particular en comisiones.

Otro tanto cabe decir respecto del Poder Judicial, puesto que la creación del Consejo de la Magistratura ha tenido también el propósito de hacer más eficaz la administración del servicio de justicia, dotándolo para ello de las atribuciones y responsabilidades que se refirieron en el capítulo primero.

Tampoco se agotan las funciones de los órganos intrapoderes o extrapoderes en las generales arriba descriptas, porque habrá que agregar las que específicamente deben cumplir cada uno de ellos: así, por ejemplo, el Vicepresidente es un órgano cuya finalidad resulta ser primariamente de garantía, para asegurar la marcha del gobierno en supuestos de acefalía del Presidente.

Estimo que la descripción somera de la problemática de las clases de órganos, aquí examinada, permitirá ir abordando la cuestión inicial planteada, es decir, si el Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento son órganos extrapoderes, u órganos que pertenecen al Poder Judicial.

V. El principio de la independencia judicial y el Consejo de la Magistratura

La mayor complejidad de la teoría de la división de poderes en el Estado contemporáneo, que ha sido recordada en los capítulos anteriores, puede ser también visualizada respecto de lo acaecido en el Poder Judicial.

El proceso de independencia de los jueces recorrió universalmente, durante su historia, varias etapas, según lo recuerda Piedad González Granda,[14] en un estudio especializado sobre esta materia, quien afirma que inicialmente consistió en la reserva a los jueces y tribunales de la función de juzgar.

En ese sentido, la exclusividad de la función jurisdiccional, estuvo vinculada con la división de poderes del Estado, bajo la forma de la independencia institucional. Las notas características de esta independencia pasaron a ser: (a) instrumentalidad, entendida como garantía de imparcialidad en la función de juzgar los casos litigiosos; (b) relatividad, en cuanto admite márgenes de graduación (desde la primaria separación de funciones hasta el reconocimiento a los jueces de la función de control político); y (c) formalidad, ya que sólo se refiere al órgano judicial en el ejercicio estricto de su función.

Conseguida la independencia institucional básica (o primaria), se puso luego el acento en la independencia personal del juez, cuya característica más conocida es la garantía de su inamovilidad. La independencia personal del juez resultó un dato predicable no sólo respecto de los otros poderes del Estado sino también en relación a otros jueces, incluidos los tribunales de grados superiores. Mientras se advirtió una independencia «externa» frente a las posibles presiones o injerencias provenientes de otros poderes del Estado o fuerzas sociales, se reconoció del mismo modo una independencia «interna», es decir, como una vertiente exigible al interior del propio cuerpo judicial.[15]

El tercer paso, en el proceso descripto por González Granda, fue el establecimiento de un órgano de gobierno específico del Poder Judicial. En este punto, el principio examinado asumió el carácter de la independencia organizativa del Poder Judicial: La aparición de órganos propios para el gobierno del Poder Judicial en las constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, tienen por propósito, precisamente, asegurar la independencia colectiva de la Magistratura.[16]

La creación constitucional de los Consejos de la Magistratura, como un instrumento para asegurar la independencia de los jueces, ha sido destacada en España, respecto de lo establecido en el art. 122 de la Constitución de 1978. De tal modo lo entendió el Tribunal Constitucional en la sentencia 45/86 (del 17 de abril) en donde afirmó que: «La propia existencia del Consejo es una garantía más de las que el ordenamiento establece para asegurar y garantizar la independencia del Poder Judicial, de forma que al hacer valer sus competencias, el Consejo defiende y reafirma esa misma independencia…».[17]

Como resumen del desarrollo histórico del principio de la independencia judicial, interesa retener su vinculación con la teoría de la división de poderes y el concepto de exclusividad de la función jurisdiccional; sus notas distintivas de instrumentalidad (garantía de imparcialidad), relatividad y formalidad; los aspectos externos e internos de la independencia personal del juez; y la temática organizativa del Poder Judicial.

En cuanto a la primera de tales notas distintivas, la exclusividad de la función jurisdiccional, es decir, su finalidad instrumental garantizadora de la imparcialidad del juez (por su papel equidistante de las partes), Manuel José Terol Becerra[18] ha señalado que la autonomía del magistrado adquiere un auténtico instrumento del estado de derecho. De ello deriva que, para España, la privación al órgano judicial de toda naturaleza política contribuye favorablemente a obtener la independencia que se pretende alcanzar con el sometimiento exclusivo del juez a la ley.

La relatividad del carácter exclusivo de la jurisdicción, también ha sido considerada por Terol Becerra al recordar como limitaciones a ese principio, las facultades disciplinarias de las Cámaras del parlamento y la progresiva atribución de competencias cuasijudiciales a órganos administrativos, aun cuando éstos queden sometidos al control de los jueces. Para ese autor, la formalidad, que expresa el aspecto negativo del principio de exclusividad, exige de las instancias judiciales que no realicen otra función distinta a la de juzgar y hacer juzgar lo juzgado (con cita del art. 117.4., Constitución de España).[19]

Finalmente, con relación a la temática organizativa del Poder Judicial, ese jurista español recuerda que la creación en España del Consejo General del Poder Judicial, con facultades de autogobierno, respondió a una gestión intracorporativa de la administración de justicia, considerada como una derivación necesaria del principio de independencia, según lo entendieron el gobierno, diputados y senadores, en sucesivas legislaturas, de modo coincidente con la idea que se tenía en Italia del Consejo Superior de la Magistratura. En este último país, el Consejo desarrolló tal número de funciones que ha podido hablarse de una «actividad de administración de la jurisdicción», diferenciándola de las tareas administrativas que, con carácter general, le corresponde realizar al gobierno.[20]

Entre nosotros, para Alberto Bianchi[21] los Consejos de la Magistratura fueron uno de los caminos utilizados en el derecho comparado para resolver el recargo burocrático de los tribunales. Recuerda que en Europa, además de los casos mencionados de España e Italia, los organizan –bajo distintos nombres– las Constituciones de Francia, Portugal, Grecia, Turquía y Rumania; y en cuanto a Latinoamérica cita las Constituciones de Colombia, Venezuela, Perú, Paraguay y El Salvador, a las que cabe agregar la reciente de Bolivia. El segundo de los caminos, ha sido la creación dentro de la esfera del Poder Judicial de organismos desconcentrados (por ejemplo, los EE.UU. y Chile). En lo que hace a los Estados Unidos de América, dichos organismos son la Judicial Conference of the United States, el Federal Judicial Center y la Administrative Office of United Courts.

La presencia de estos organismos en los Estados Unidos, resulta en mi opinión claramente reveladora que –en ese país– las funciones que ejercen en Europa los Consejos de las Magistraturas, tampoco son desempeñadas por la Suprema Corte de Justicia o por los tribunales inferiores, en cuanto tales, sino confiadas a organizaciones separadas de ellos.

VI. La eficaz prestación del servicio de justicia

La temática organizativa del Poder Judicial no se conecta, entonces, sólo con las modernas salvaguardas de su independencia, sino también con la efectividad de la respuesta que ofrezca a las demandas de justicia de todos los habitantes (derecho a la jurisdicción).

La comprobación de que el servicio de justicia adolecía en nuestro medio de graves problemas que afectaban su eficacia, medida ésta por las dificultades para el acceso a la jurisdicción y por el tiempo excesivamente extenso que insume la tramitación de los procesos judiciales, fue otra de las razones determinantes de la creación del Consejo de la Magistratura, así como de las amplias atribuciones que la reforma constitucional de 1994 confirió a esa institución.[22] Esta situación, previa a los acuerdos políticos fundantes de dicha reforma, ha continuado agravándose hasta el presente, particularmente para las materias no penales –dado que la reforma de los procedimientos de este último tipo, centrada en la oralidad, viene produciendo excelentes resultados–, como resulta de la aparición de nuevas circunstancias demostrativas de la profundidad de la crisis que aqueja al sector y manifestadas en estudios recientes.[23]

Rafael A. Bielsa y Luis Francisco Lozano han señalado con razón que entre el sistema de administración de justicia y la masa de conflictos (cuyos protagonistas no pueden darle solución por sí solos) existe un condicionamiento recíproco. Un sistema poco eficaz dejará parte de la masa de conflictos sin resolver, hecho que afecta sensiblemente la calidad de vida; a su vez, provocará una mayor proporción de conflictos a los que las partes no pueden dar solución, mientras que un sistema más eficaz constituirá un fuerte inductor para la solución voluntaria de ellos. Además de ello, el consenso sobre la lentitud y la ineficiencia de la justicia influyen en la actitud que las personas tienen ante la ley; si el servicio de justicia es rápido se fortalece la observancia de la ley, en cambio si es lento (errático e imprevisible) se debilita su vigencia.[24]

La resolución de esa problemática había sido reservada por la Constitución de 1853-60 a los Poderes Legislativo y Ejecutivo, mediante la concesión de atribuciones que aún hoy permanecen en el texto de la Constitución reformada. En efecto, ha sido y es facultad del Congreso establecer tribunales inferiores a la Corte Suprema de Justicia, crear y suprimir empleos y fijar sus atribuciones, como también fijar anualmente el presupuesto de gastos y recursos (art. 75, incs. 8 y 20 Constitución Nacional). Por su parte, el Poder Ejecutivo puede ejercer la iniciativa legislativa en esas materias, expedir las instrucciones y reglamentos para poner en ejecución las leyes de la Nación y nombrar los jueces de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores (estos últimos en los términos ahora previstos en el art. 99, inc. 4°, Constitución Nacional).

Por su parte, el Poder Judicial –integrado por la Corte Suprema y los demás tribunales inferiores– sólo poseía facultades para el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre los puntos regidos por la Constitución, por las leyes de la Nación (con la reserva del antiguo art. 67, inc. 11) y por los tratados con las naciones extranjeras, y los demás enumerados en el antiguo art. 100 de la Constitución de 1853-60. La Corte Suprema tenía, a su vez, facultades para dictar «su» reglamento interior y económico y para nombrar a sus empleados subalternos.

La reforma de 1994, si bien mantuvo las atribuciones legislativas y ejecutivas mencionadas, colocó en cabeza del Consejo de la Magistratura facultades muy amplias, a las que ya hice mención, dirigidas a la más eficaz prestación del servicio de justicia y, al mismo tiempo, suprimió la facultad de la Corte Suprema de dictar su reglamento económico.

Para concluir este aspecto del tema, parece prudente destacar un aspecto no suficientemente tratado en nuestra doctrina –que suele equiparar la administración del Poder Judicial a la propia del Poder Legislativo diferenciando a ambas de la administración general del Estado que lleva a cabo el Poder Ejecutivo– es que en la primera de ellas media –como en la última– una actividad de carácter externo enderezada a satisfacer necesidades de la sociedad.[25]

En efecto, aun cuando los tres poderes desarrollan una administración interna que cubre sus regímenes de personal, contrataciones, edilicio y de los demás aspectos requeridos para su funcionamiento, el servicio de Justicia presenta notas más similares a la administración general del país que a la propia del Poder Legislativo. Ello, porque el acceso (o derecho) a la jurisdicción está reconocido a todos los habitantes, y la eficiencia en la tramitación de los procesos se encuentra íntimamente vinculada con la mayor o menor disponibilidad que tiene la población de las acciones procesales (entendida en función de las circunstancias fácticas y no de los derechos en abstracto).

VII. Órganos del Poder Judicial

Tanto la doctrina italiana cuanto la española han venido debatiendo durante años la ubicación de los Consejos de la Magistratura europeos en el marco de las respectivas constituciones, asumiéndose posiciones bien dispares. Así hay autores (por ejemplo, Miguel A. Aparicio, Movilla Alvarez) que lo consideran una institución del autogobierno del Poder Judicial, encargado de la gestión intracorporativa de la Administración de Justicia; otros (como Mortati) lo conceptualizan como un órgano de vértice del Poder Judicial –compartido con la casación– configurándolo como bicéfalo; mientras que median posiciones (Marino Borrego, Perfecto A. Ibáñez, Alvarez Conde, Pizzorusso), que lo han entendido como un instrumento de «heterogobierno o gobierno compartido» en vez de «autogobierno».[26] Pedro J. González Trevijano, aclara que no es exactamente un órgano de «autogobierno» del Poder Judicial, porque los miembros que lo integran no pertenecen totalmente a la carrera judicial. Por ello lo define como «un órgano especial de gobierno del Poder Judicial», encargado de «regir la organización a la que pertenecen, como funcionarios los jueces y magistrados y el resto de las personas y medios que integran la Administración de Justicia».[27]

En nuestro medio el análisis de la naturaleza de los Consejos de la Magistratura estuvo, antes de la reforma constitucional, vinculado a la inclusión de este tipo de instituciones en leyes fundamentales de las provincias, a partir de la Constitución de Chaco de 1958. Fueron considerados un modo de modernización del Poder Judicial, tendiente a lograr los objetivos de mayor independencia de los jueces –en los mecanismos de designación– y a conseguir una administración propia y centralizada en materia de recursos humanos y materiales.[28]

Las opiniones doctrinarias de nuestros autores, respecto de su naturaleza, han tomado mayor significación luego de la reforma de la Constitución Nacional.

Así, para Néstor Sagüés, el Consejo de la Magistratura tiene una ubicación incierta, porque si bien está insertado constitucionalmente en la sección relativa al Poder Judicial tiende a ser un órgano extrapoder, al no depender de la Corte Suprema.[29] También le asignan dicha naturaleza de órgano extrapoder, Daniel Sabsay y José M. Onaindia y Bindo Cavliglione Fraga.[30] Eduardo D. Craviotto[31]  comparte esta posición y pone el acento además de aquella circunstancia, en la forma de su integración. La tesitura indicada influye en algunos autores, como Oscar A. Bayo,[32] que consideran que asignar a un tercero la autoadministración y la ejecución del presupuesto del Poder Judicial de la Nación conforman una pérdida tal para éste, que representa un retroceso en el tiempo de 37 años (ya que –según afirma– luego de 1958 ó 1959 el Poder Judicial logró administrarse a sí mismo). Pedro A. Frías[33] ha entendido por su parte, que la sustracción de facultades a la Corte en favor del Consejo de la Magistratura, por la reforma de la Constitución Nacional, ha transformado al Poder Judicial en solo Administración de Justicia.

Rafael Antonio Bielsa y Luis Francisco Lozano[34] agregan como argumentos fundantes del carácter no judicial del Consejo de la Magistratura los siguientes: a) La Constitución reformada no ha conferido Poder Judicial alguno al Consejo de la Magistratura, ya que el art. 108 lo confía a la Corte Suprema y a los demás tribunales inferiores; b) los miembros del Consejo no están sometidos a las inmunidades personales, deberes e incompatibilidades previstas en la Constitución para los jueces; c) el Consejo estará integrado por representantes de los órganos políticos resultantes de la elección popular, por lo que se quebraría el principio según el cual miembros de otros poderes no pueden ejercer funciones judiciales. En consecuencia, consideran que el Consejo ocupa un lugar externo, respecto de los restantes poderes y, en cierta medida, accesorio.

Pese a la relevancia de las opiniones expuestas, existe otro sector importante de la doctrina que cree que el Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento de jueces son –en la reforma constitucional de 1994– órganos pertenecientes al Poder Judicial de la Nación. He anticipado, en otro trabajo, que adscribo a esta última posición,[35] de la que también participan Roberto Dromi y Eduardo Menem –apoyándose en la opinión de Mariano Cavagna Martínez vertida en la Convención reformadora[36]–; Alberto Natale,[37] aunque en actitud crítica sobre el carácter bicéfalo que la Constitución le habría atribuido al Poder Judicial; Gregorio Badeni;[38] Germán Bidart Campos[39] y Alberto Bianchi;[40] entre otros.

VIII. Principales argumentos

Parece oportuno, aquí, realizar una síntesis de los principales argumentos que sostienen esta tesitura, a la vez que hacerme cargo de aquellos otros (expuestos anteriormente) que levantan quienes militan en la línea contraria.

1) El Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento de jueces han sido ubicados en la Sección Tercera de la Constitución reformada, «Del Poder Judicial», en el Capítulo Primero, «De su naturaleza y duración». Tal ubicación autoriza a inferir, como principio, que ambas instituciones corresponden por su «naturaleza» al Poder Judicial.

La intencionalidad de la reforma, en este sentido, resulta de las exposiciones realizadas en el plenario de la Asamblea Constituyente por los convencionales, del bloque de la mayoría, Mariano Cavagna Martínez y Juan C. Hitters,[41] entre otros.

2) La incorporación del Consejo y del jurado al Poder Judicial guarda la misma técnica utilizada respecto de la creación de otros órganos, que se desenvuelven dentro de los Poderes Ejecutivo y Legislativo (remito a lo dicho en los capítulos II y IV de este trabajo).

Las nuevas instituciones –que he denominado órganos intrapoderes– además de tener por objeto el cumplimiento de sus funciones específicas, están previstas, en general, como órganos de contralor y con el objeto de incrementar la eficiencia en el cumplimiento de funciones encomendadas a los tres poderes tradicionales del Estado. Ambos aspectos deberán también ser cumplimentados por el Consejo de la Magistratura, conforme a sus poderes disciplinarios sobre los jueces y a los de administración o reglamentarios que le fueran acordados, y por el jurado de enjuiciamiento, cuya misión radica en intervenir en el procedimiento de remoción de aquéllos.

Por otra parte, la Constitución reformada ha reservado para el Ministerio Público el carácter de órgano extrapoder, al regularlo en la Sección IV (me remito también a lo expuesto anteriormente).

3) Nuestra Ley Fundamental, ha efectuado un reparto de competencias entre los órganos tradicionales y nuevos del Poder Judicial, que no se superponen unas con otras. En efecto, ha reservado la exclusividad de las facultades jurisdiccionales a la Corte Suprema y a los jueces inferiores, mediante el conocimiento y decisión de «todas las causas» (arts. 108, 116 y 117, Constitución Nacional), y –por tal razón– mantuvo sólo para los jueces las garantías constitucionales de su independencia (art. 110 Constitución Nacional). A su vez, confió al Consejo de la Magistratura y al jurado de enjuiciamiento competencias no jurisdiccionales, ya que inclusive las facultades disciplinarias y de remoción de los magistrados pueden concluir únicamente con la destitución del acusado, mientras que la acusación, juicio y castigo está reservado a los tribunales ordinarios (art. 115, parte 2ª, Constitución Nacional).

Estos conceptos merecen alguna observación adicional. La organización del Poder Judicial, tal cual emergía de la Constitución de 1853-60 era de por sí compleja, porque estaba integrado por una Corte Suprema y demás tribunales inferiores, siendo cada uno de ellos independiente en el ejercicio de sus respectivas competencias (me remito a lo expuesto en el Capítulo V sobre la independencia judicial, en sus aspectos externos e internos). Esa complejidad se ha acentuado, ahora, con la creación del Consejo y el jurado, con atribuciones propias fijadas en la Constitución, de tal modo que no puede visualizarse aquella organización en términos simplistas de bicefalismo (Corte Suprema y Consejo), máxime cuando también tiene envergadura propia el jurado de enjuiciamiento.

Por lo demás, la complejidad mencionada no es atributo exclusivo de la organización del Poder Judicial y, en cambio, resulta una característica común a las exposiciones modernas de la teoría de la división de poderes en los regímenes constitucionales contemporáneos, receptadas en la reforma constitucional de 1994, según ha podido analizarse en los precedentes capítulos II y III a los que reenvío.

4) Considerar al Consejo y al jurado como órganos del Poder Judicial parece ser la solución más acorde con las intencionalidades explicitadas de la reforma constitucional, es decir, incrementar las garantías de la independencia judicial y una más eficaz prestación de los servicios de justicia. Por lo demás, obviamente estos servicios se desenvuelven en el ámbito de actividad de la Justicia, por lo que parece lógico que el órgano que los atiende con especificidad actúe en el interior del Poder Judicial, y no fuera del mismo.

Desde este punto de vista, no cabe valorar la reforma como «sustrayendo» facultades al Poder judicial sino que, por el contrario, aparece como «acrecentando» sus atribuciones, toda vez que la mayoría de las conferidas al Consejo de la Magistratura y al jurado de enjuiciamiento han sido restadas a los Poderes Ejecutivo y Legislativo.

5) Estas razones deben haber influido en el tratamiento otorgado a los Consejos de la Magistratura en el Derecho Constitucional comparado, toda vez que han sido incluidos en los capítulos correspondientes al Poder Judicial en las Constituciones de España, Bolivia, Colombia, Paraguay, Perú y Venezuela, entre otras.[42]

6) En cuanto a la objeción relativa a las dificultades que traería aparejado, para la inclusión de las instituciones examinadas en el Poder Judicial, el concepto de «representación» de los órganos políticos resultantes de la elección popular (crítica que también podría extenderse a la representación de los jueces y abogados de la matrícula), no la considero valedera toda vez que la aplicación de ese concepto debería quedar restringida a la elección de los miembros del Consejo o del jurado (y, desde ese punto de vista, no median mayores diferencias con los procedimientos de designación de los jueces).

Ello así, porque una vez puestos en funciones los miembros electos, resulta de aplicación, en mi opinión, el principio de la «representación sin mandato» que procede del art. 22 de la Constitución Nacional, según el cual, ninguno de los integrantes de los Poderes Ejecutivo, Legislativo o Judicial, puede recibir «instrucciones» de sus electores (ya sea de la ciudadanía o de los partidos políticos). En estas condiciones, operaría, para el Consejo y el jurado, con toda rigidez el principio de la división de poderes, debiendo los legisladores o funcionarios del Poder Ejecutivo, al integrarse en aquéllos, renunciar o requerir licencias en sus otros empleos públicos.

IX. Consecuencias

De la posición adoptada, es decir, considerar al Consejo de la Magistratura y al Jurado de Enjuiciamiento como órganos del Poder Judicial, se derivarán consecuencias de importancia para el diseño del proyecto de ley que debe regularlos, en cuanto a su composición, jerarquía, régimen de incompatibilidades y remuneraciones, organización, modo de vinculación con la Corte Suprema de Justicia de la Nación y los demás tribunales inferiores, entre otros temas. Ello así, porque la vigencia del principio de la división de poderes impondrá determinados tratamientos a dichos temas, que en cambio serían susceptibles de ser considerados de otro modo si el Consejo y el jurado fuesen entendidos como órganos extrapoderes. Estas cuestiones serán objeto de un trabajo ulterior.

Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723).

Notas:

[1] GARCIA LEMA, Alberto M., «La Reforma por dentro», p. 214, Ed. Planeta, Bs. As. 1994.

[2] PAIXAO, Enrique, «La reforma de la Administración de Justicia. El Consejo de la Magistratura», Capítulo X, «Las reformas del sistema institucional. El núcleo de coincidencias básicas» por Alberto M. García Lema y Enrique Paixao, en «La reforma de la Constitución. Explicada por miembros de la Comisión de Redacción», Rubinzal-Culzoni Editores, Santa Fe, 1994 (cfr. ps. 411 y 412).

[3] SAGÜES, Néstor Pedro, «Variables y problemáticas del Consejo de la Magistratura en el reciente constitucionalismo latinoamericano», ED, N° 8672 (20 de febrero de 1995).

[4] JELLINEK, George, «Teoría del Estado», 2ª ed., ps. 373/379, Ed. Albatros, Bs. As., 1974, Expresaba ese autor que: «El fundamento de la concepción jurídica del Estado está constituida por el reconocimiento de éste como unidad; de donde se sigue, como consecuencia necesaria, la doctrina de la indivisibilidad del poder del Estado. Un poder dividido, supone el desmembramiento del Estado en una variedad de formaciones políticas».

[5] JELLINEK, Georges, op. cit. ps. 462/463. Entendió que la legislación establece una norma jurídica abstracta que regula una pluralidad de casos o un hecho individual; la jurisdicción fija en los casos individuales el derecho incierto o cuestionable, o las situaciones e intereses jurídicos; la administración, por su parte, resuelve problemas concretos de acuerdo con las normas jurídicas o dentro de los límites de éstas, valiéndose de medios que califica como un sistema complejo. Destacó, asimismo, que la legislación y las decisiones judiciales son funciones intermitentes, pero que la administración ocupa una situación central porque siempre debe ser ejercida: sin ella el Estado no podría existir ni un momento.

[6] Cfr. RAMELLA, Pablo A., «Derecho Constitucional», ps. 629/634, Ed. Depalma, 2ª ed., Buenos Aires, 1982

[7] BADIA, Juan Fernando, «Estructura interna de la Constitución», ps. 60/64 y 137/142, Tirant lo Blanch, Valencia 1988. El autor, expone que las funciones del Estado son clasificables del siguiente modo: «A) Criterio orgánico: distingue las funciones estatales según el órgano que las cumple. De esta manera toda función o actividad que provenga del Parlamento será función legislativa, todos los actos de los jueces o tribunales serán función jurisdiccional y todos los actos que cumple el Gobierno serán función administrativa o ejecutiva. B) Criterio formal: Tiene en consideración la manera como actúa el Estado a través de sus órganos. Así, un mismo órgano puede actuar de diversas maneras y según el procedimiento empleado estará realizando determinada función, por ejemplo, cuando el Ejecutivo dicta decretos-leyes está realizando una función legislativa, o cuando el Congreso efectúa nombramientos ejerce una función ejecutiva o administrativa, C) Criterio material: Según este criterio, las funciones del Estado se distinguen según el contenido o naturaleza misma del acto, sin consideración al órgano que lo produce ni a la forma que reviste».

[8] BIDART CAMPOS, Germán José, «Manual de Derecho Constitucional», ps. 463/464, Ed. Ediar, 4ª ed., Bs. As., 1975.

[9] BIANCHI, Alberto B., en una colaboración a la revista El Derecho en vías de publicación, que tuve oportunidad de consultar mientras el presente trabajo se encontraba en su redacción final, advierte la misma necesidad, al punto que titula su nota: «¿El Ministerio Público: un nuevo poder?» (Reexamen de la doctrina de los órganos extra-poder).

[10]  LOEWENSTEIN, Karl, «Teoría de la Constitución», ps. 232/251, Ed. Ariel, Barcelona 1976.

[11] La conveniencia de un enfoque de este tipo fue advertida por GELLI, María Angélica, en su artículo «Relación de poderes en la Reforma Constitucional de 1994», en LA LEY, 1994-D, ps. 1086/1091, especialmente capítulos II y IV.

[12] El incremento de las facultades de contralor del Congreso respecto del Ejecutivo respondió a las inquietudes formuladas desde diferentes sectores políticos y doctrinarios. En este último caso, puede consultarse, por ejemplo, SAGÜES, Néstor Pedro, «Aproximaciones a una teoría del control parlamentario sobre el poder ejecutivo», en ED, N° 143, ps. 881 y sigtes., quien también ofrece perspectivas parcialmente semejantes a las aquí desarrolladas.

[13] Cfr. el Dictamen N° 165 del 23/XII/94 de la Procuración del Tesoro, que tuve ocasión de elaborar como titular del organismo. Allí se realiza una amplia cita de las opiniones de los convencionales constituyentes, y de la doctrina de nuestros autores. Ver también, MASNATTA, Héctor, «Régimen del Ministerio Público en la nueva Constitución», LA LEY, 1994-E, 878; MONTI, José Luis, «Sobre el Ministerio Público y las Instituciones Republicanas», ED, 1994-C, 1114/1124.

[14] GONZALEZ GRANDA, Piedad, «Independencia del juez y control de su actividad», Cap. I, El principio de independencia judicial, págs. 11 a 100, Tirant lo Blanch, Valencia 1993. Los análisis de esta autora diferenciando los aspectos externos e internos de la independencia judicial, han sido también realizados –en el mismo sentido– por RICO, José M. y SALA, Luis, en «Independencia Judicial en América Latina: replanteamiento de un tema tradicional», en Centro para la Administración de Justicia, San José, Costa Rica, 1990.

[15] SANTOSUOSSO, Fernando, «Il Consiglio Superiore Della Magistratura», ps. 8 y sigtes., Ed. Dott. A. Giuffré, Milán, 1958. Este autor observa que estos poderes deben estar muy bien dosificados en modo de evitar riesgos que atenten contra el fin sustancial, que es la independencia. De hecho así como son peligrosos para la administración de justicia, las intervenciones del Poder Ejecutivo, no menos peligrosas podrían ser las influencias sobre los magistrados ejercitadas por magistrados de grado superior. Por lo tanto el autogobierno de la magistratura debe realizarse con las precauciones que eviten tanto el primero como el segundo de los inconvenientes citados.

[16] González Granda señala la presencia de un «núcleo duro» del Poder Judicial, esto es la titularidad del ejercicio de la potestad jurisdiccional («juzgar y hacer ejecutar lo juzgado»), y junto a él se percibió un «anillo» periférico, integrado por el conjunto de competencias relativas a la Administración de Justicia. Estas últimas salvaguardan, por un lado, la existencia misma de la función jurisdiccional, en las condiciones de independencia, inamovilidad, responsabilidad y sometimiento únicamente al imperio de la Ley; y, por otro lado, posibilitan que los jueces y tribunales den cumplida respuesta al derecho que todos los individuos tienen a obtener su tutela efectiva en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos. Ese «anillo periférico» integra la función de gobierno, que constituye una potestad relativa al Poder Judicial, pero distinta de la jurisdicción, que se atribuye a unos órganos determinados sin naturaleza jurisdiccional.

[17]  PORTERO MOLINA, José Antonio, «Constitución y jurisprudencia constitucional (selección)», ps. 411/13, Tirant lo Blanch –textos legales– Valencia 1994. En una segunda sentencia –N° 108/86 (del 29 de julio)– el Tribunal Constitucional amplió esos conceptos: «Así las funciones que obligadamente ha de asumir el Consejo son aquellas que más pueden servir al gobierno para intentar influir sobre los Tribunales: de un lado, el posible favorecimiento de algunos jueces por medio de nombramientos y ascensos; de otra parte, las eventuales molestias y perjuicios que podrían sufrir con la inspección y la imposición de sanciones. La finalidad del Consejo es, pues, privar al gobierno de esas funciones y transferirlas a un órgano autónomo y separado».

[18] TEROL BECERRA, Manuel José, «El Consejo General del Poder Judicial», ver especialmente ps. 37/57, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1990.

[19] PIZZORUSSO, Alessandro en «L’ Organizzazzione della Giustizia in Italia. La Magistratura nel sistema político instituzionale», p. 5, E. Piccola Biblioteca Einaudi, señala que lo destacado para Italia es que el principio de exclusividad tiene numerosas excepciones, dado que existen casos de actividad jurisdiccional ejercida por órganos que no pertenecen al Poder Judicial, y que en cambio órganos dependientes de ese poder ejercen actividad no jurisdiccional.

[20] BONIFACCIO, Giacobbe, «La Magistratura», t. II, ps. 45 y 46, Ed. Zanichelli Editore Bologna Il Foro Italiano, Roma, 1986. Lo expuesto hace que se pueda convenir con la tesis avalada con gran autoridad por los pronunciamientos de la Corte Constitucional según la cual debe excluirse que el Consejo sea un órgano de la administración pública. Si bien es cierto que el Consejo ejercita una función en ciertos aspectos administrativa –cuanto menos objetivamente– siendo dicho órgano el competente para entender en temas referidos a la disciplina de los miembros (jueces) pertenecientes al orden judicial, no lo es menos que dicha función tiene por finalidad perseguir el objetivo de garantizar la autonomía del orden judicial y la independencia del juez, asegurando así la imparcialidad de la jurisdicción. Se diferencia cualitativamente, de la ordinaria función administrativa, por el hecho que el fin (público) perseguido resulta predeterminado en la Constitución. En otras palabras, respecto al orden judicial el Consejo se pone como instrumento de garantía de la autonomía; respecto al juez como instrumento de actuación de la independencia: en una u otra perspectiva como instrumento de actuación de la imparcialidad.

[21] BIANCHI, Alberto, «El Consejo de la Magistratura (Primeras impresiones)», LA LEY, 1994-E, 1214.

[22] Cfr. GARCIA LEMA, Alberto M., «La Reforma por dentro», op. cit. ps. 215 y 220, con las respectivas citas a los trabajos de DAVIS, William E.: «Informe sobre los problemas del sector judicial de la Argentina» (diciembre de 1992); «Misión del Banco Interamericano de Desarrollo, con relación a la Reforma de la Administración de Justicia» (6 de setiembre de 1993); GREGORIO, Carlos G., «Investigación piloto sobre duración del proceso judicial» (febrero de 1993); BIELSA, Rafael A., «Transformación del derecho de justicia» (esp. cap. II, ps. 17-38, Ed. LA LEY, Buenos Aires, 1993). En España, Santos Pastor Prieto ha realizado un estudio sistemático de la problemática del servicio de justicia en su obra «¡Ah de la Justicia! Política judicial y economía». Centro de Publicaciones del Ministerio de Justicia, Madrid 1993.

[23] Al respecto consultar: «La Reforma del Poder Judicial en la Argentina», trabajo de investigación de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas, Fiel –Documento n° 5– Asociación de Bancos Argentinos (ADEBA), Buenos Aires, 29 al 31 agosto de 1994.

[24] BIELSA, Rafael A. y LOZANO, Luis Francisco, «Independencia de los jueces y gobierno del Poder Judicial», LA LEY, 1994-B-Sec. Doctrina, ps. 1016/1052, esp. cap. III.

[25] FIX-ZAMUDIO, Héctor, en los problemas contemporáneos del Poder Judicial, Universidad Autónoma de México, 1986, señala –en el capítulo III sobre el Poder Judicial y Derecho Administrativo– que el aspecto administrativo del Poder Judicial es uno de los sectores menos explorado por la doctrina constitucional, pero que ha asumido una gran importancia debido al aumento considerable de los conflictos jurídicos en las sociedades de nuestra época, admitiendo que el proceso moderno es un fenómeno social de masas. Individualiza los dos grandes campos de la «administración de justicia», la preparación, selección y nombramiento de los jueces, y los instrumentos de gobierno de la judicatura.

[26] TEROL BECERRA, op. cit., ps. 156/160.

[27] GONZALEZ TREVIJANO, Pedro J., «Curso de Derecho Constitucional Español», t. III, p. 676, Universidad Complutense, Madrid 1994.

[28] VERGARA, Ricardo Alberto, «Poder Judicial», en Derecho Público Provincial, Frías y otros, esp. ps. 261/283, Ed. Depalma 1987.

[29] SAGÜES, Néstor, op. cit., punto 10; ídem, La reforma Constitucional: el Poder Judicial en «La reforma Constitucional argentina -1994», Asociación Argentina de Derecho Constitucional, abril de 1994.

[30] SABSAY, Daniel y ONAINDIA, José M., «La Constitución de los Argentinos», pág. 353. D. R. Errapar S.A., Bs. As. 1994, CAVIGLIONE FRAGA, BINDO «El Gobierno del Poder Judicial en el proyecto de reforma constitucional», LA LEY Actualidad, 30 de junio de 1994.

[31] CRAVIOTTO, Eduardo D., «El Consejo de la Magistratura» (¿Consecuencia de la crisis de la Administración de Justicia?), LA LEY, 1995-A, 839.

[32] BAYO, Oscar A., «Consejo de la Magistratura», Administración de Fondos del Poder Judicial de la Nación, LA LEY, del 23 de marzo de 1995.

[33] FRIAS, Pedro J., «La gestión judicial provincial», en LA LEY, 1995-A, 1003.

[34] BIELSA, Rafael A. y LOZANO, Luis F., «Las atribuciones del Consejo de la Magistratura (Extensión y límites)», LA LEY, 1994-E, 1103.

[35] Anticipé esta opinión en la obra en colaboración mencionada en la nota (2), en cuyo capítulo XIII formulé «Aclaraciones de Opinión a los capítulos X al XII», escritos por Enrique Paixao, precisamente con el objeto de conceptualizar al Consejo y al jurado como órganos del Poder Judicial.

[36] DROMI, Roberto – MENEM, Eduardo, «La Constitución reformada. Comentada, interpretada y concordada», ps. 369/380, esp. p. 378, Ed. Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1994.

[37] NATALE, Alberto, «Comentarios sobre la Constitución. La reforma de 1994»; ps. 146 y sigtes., Ed. Depalma, 1995.

[38] BADENI, Gregorio, «Reforma Constitucional e instituciones políticas», ps. 419 y siguientes, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1994.

[39] BIDART CAMPOS, Germán, «Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino», t. VI, «La reforma constitucional de 1994», p. 500/503, Ed. Ediar S.A., Buenos Aires, 1995.

[40] BIANCHI, Alberto B., «El Consejo de la Magistratura (Primeras impresiones)», LA LEY, 1994-E, 1214.

[41] Ver intervención de Juan C. Hitters (sesión del 28/VII/74) con profusa cita de los antecedentes europeos, especialmente al sostener: «A mi modo de ver el Consejo de la Magistratura será un órgano enclavado dentro del Poder Judicial, aunque cumpla funciones administrativas».

[42] Cabe citar en apoyo del criterio expuesto las siguientes constituciones: Reino de España (art. 22, inc. 2); Colombia (Título VII –De la Rama Judicial– capítulo I, –De las Disposiciones Generales– capítulo VII); Venezuela (artículo 267); el Perú (arts. 150, 151 y 154 a 157); Paraguay (arts. 251, 262 a 264) y Bolivia (art. 116).

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