La construcción del consenso para la Reforma de la Constitución Nacional

Publicado en Revista de Derecho Público y Teoría del Estado, n° 3, 1988

  1. La perspectiva justicialista. — II. La construcción del consenso. — III. Lentitud de los avances. — IV. Restablecer la confianza. — V. El constitucionalismo social. — VI. Los derechos individuales y sociales. — VIL La promoción del crecimiento económico. — VIII. La integración Latinoamericana. — IX. Un nuevo federalismo. — X. La democratización del sistema polí­tico. — XI. Elección directa del Poder Ejecutivo Nacional. — XII. El problema del «ballotage». — XIII. El acortamiento de los mandatos y la periodicidad de las elecciones. — XIV. Formas de democracia semidirecta y participativa. — XV. La reforma del sistema institucional. — XVI. La desconcentración de funciones ejecutivas. — XVII. La reforma de los poderes legislativo y judicial.

 I. LA PERSPECTIVA JUSTICIALISTA

El justicialismo definió ante la ciudadanía las bases conceptuales desde las cuales se proponía abordar la reforma de la Constitución Nacional, durante el desarrollo de la campaña electoral que culminó en los comicios del 6 de septiembre de 1987.

Fueron instancias particularmente importantes en dicha definición los resultados de los encuentros de candidatos a gobernadores, diputados nacionales y presidentes de distrito, celebrados en las  localidades de  La Falda y Bariloche.

En ellos se sostuvo que una reforma constitucional debía estar precedida por tres grandes acuerdos: federal, político y social. El pacto federal debía ratificar la »unidad de destino histórico como Nación Argentina», afirmando «las autonomías provinciales, el desarrollo integrado de las economías regionales y sus perfiles culturales». Un acuerdo político habría de reflejar las coincidencias de los grandes partidos respecto de la discusión del modelo de sociedad del futuro. Un consenso social, gestado con intervención de las entidades intermedias y demás fuerzas significativas del que hacer nacional, tendría que respaldar los contenidos de la futura reforma mediante la conciliación de los distintos intereses sectoriales desde una concepción dinámica de la sociedad y también con vistas al porvenir.

La posición fijada en los aludidos encuentros proseguía el camino iniciado por el Tte. Gral. Perón en su discurso del 21 de diciembre de 1973 al anunciar el Plan Trienal de Gobierno, cuando expresó que «la apreciación acerca de la realidad de nuestra sociedad y de sus aspiraciones proyectadas al siglo XXI, tendrán que plasmarse en una nueva carta magna a través de la reforma  constitucional. «Esta reforma —continuó diciendo el Gral. Perón en esa oportunidad— deberá  receptar en normas jurídicas el sentimiento de resolución pacífica que anida en todos nosotros, dentro de  nuestra tradición y nuestras costumbres. Ese fue el espíritu humanista con que se enceró la reforma constitucional de 1949, cuyos principios, asentados en la esencia misma de la realidad cultural, política, social y económica  de la Nación, deberán revisarse pues como la Constitución debe perdurar en el tiempo, debemos intuir el sentido de la evolución del mundo en que nos tocará vivir en el ano 2000″.[1]

El fundador del justicialismo señalaba la necesidad del consenso como basamento de la reforma. La ley fundamental del país no podía ser obra exclusiva de un partido, aún cuando recibiere el apoyo de una amplia mayoría popular, dado que debía ser prenda y producto de la unidad nacional. A la vez que admitía la revisión de la Constitución de 1949, indicaba la necesidad de que una futura reforma se inspirase en un proyecto orientado hacia el mundo del siglo XXI.

 II. LA CONSTRUCCIÓN DEL CONSENSO

Tal como lo anunciara el Presidente del Partido Justicialista, Dr. Antonio Cafiero, en un artículo publicado en un matutino porteño[2] al privilegiar el consenso como soporte de la reforma, la oportunidad de ésta resultaría de la confluencia de los tres grandes acuerdos referidos. «Estamos ya recorriendo el camino del acuerdo federal y político. Próximamente iniciaremos un nuevo recorrido: la gestión de un acuerdo social mediante el diálogo y la participación de las fuerzas significativas de nuestra sociedad, sin las cuales una reforma no es posible ni duradera.»

Se han dado hasta el presente un conjunto de pasos significativos para la formulación de esos acuerdos. Podemos mencionar entre ellos, los resultados del Tercer Encuentro de Gobernadores Justicialistas, celebrado en la ciudad de Mar del Plata el 10 de enero de 1988 que avanzó en los posibles contenidos del Pacto Federal convocado a una comisión de especialistas, integrada por dos representantes por provincias gobernadas por el justicialismo, a reunirse en la ciudad de Santa Fe para definir dichos contenidos. Las coincidencias arribadas en la reunión Alfonsín-Cafiero del 14 de enero. El documento sobre Pacto Federal preparado por la referida comisión de especialistas el 13 de febrero, que fue aprobado con ligeras variantes en el Cuarto Encuentro de Gobernadores Justicialistas realizado en Jujuy el 20 de febrero. La reunión de estos gobernadores con el Presidente de la Nación en donde se hizo entrega del documento mencionado.

Más tarde, la declaración conjunta de cuatro partidos (P.J.; D.C.; P.I.; P.S.P.) apoyando una reforma constitucional precedida por un acuerdo federal. La creación en paralelo de las comisiones de reforma constitucional por el Comité Nacional del radicalismo y el Consejo Nacional del Partido Justicialista. La nueva reunión del jefe del gobierno nacional con los gobernadores justicialistas, el 8 de abril del corriente año, en donde se acordó crear una comisión de enlace que debía compatibilizar el documento sobre Pacto Federal del justicialismo con otro referido a la misma materia aprobado por los Gobernadores que responden a partidos provinciales denominado «Declaración de Corrientes» y el presentado por el  poder central que se titula «Acta  de  reafirmación federal».

Estos hechos intensificaron el debate ideológico que se viene produciendo en el seno de la sociedad. Una serie de artículos, que se agregan a algunos libros de reciente aparición, publicados por principales políticos en el matutino porteño «La Nación» han permitido reseñar las principales posiciones que se fueron levantando durante el transcurso de dicho debate; haré referencia a ellos durante el desarrollo de este trabajo. Se cuenta ahora también con un primer dictamen producido por la comisión de reforma constitucional del radicalismo susceptible de ser confrontado con las conclusiones que fuera anticipando el Consejo para la Consolidación  de la Democracia.[3]

III. LENTITUD EN LOS AVANCES

No obstante la claridad de los objetivos y metodología propuesta por el justicialismo para caminar hacia la futura reforma los significativos avances registrados, parece evidente que dichos avances han sido más bien lentos. Tres causas explican, a mi juicio, tal lentitud.

La primera de ellas consiste en la excesiva reacción contra la reforma cuando ésta apareció como una política posible, por parte de algunas personalidades y  ciertos sectores sociales. Dicha reacción puede explicarse por un temor algo irracional respecto al cambio social, que es vivido como la presunta pérdida de algunos privilegios. No se comprende que si un proceso de cambio puede entrañar pérdidas, las mismas quedarían ampliamente compensa das por los beneficios a generarse si el  país consigue zafar de  los bloqueos institucionales y estructurales que lo mantienen en el sendero  de una pertinaz  decadencia.

La segunda causa estriba en la alta competitividad entre los principales partidos y protagonistas políticos. Aparece como un negocio más seguro y redituable acentuar las discrepancias que saber balancear éstas con necesarias coincidencias. Con todo, va prendiendo paulatinamente en los líderes y dirigencias partidarias la comprensión que ciertos acuerdos básicos deben alcanzarse para resguardar la unidad y el progreso de la Nación. Facilita esta tendencia a construir un marco institucional más estable la amenaza permanente que representan fuerzas antidemocráticas que accionan contra el sistema político. No obstante, corresponderá apreciar en un futuro próximo si la alta competitividad entre los partidos que generan los procesos electorales, que se repiten cada dos años en nuestro medio, es compatible con los referidos acuerdos básicos imprescindibles para fundar un sólido proceso de reforma constitucional.[4]

Por último, la tercera causa reside en la incomprensión respecto de la función que debería cumplir la Constitución en la estructuración de la sociedad. Ella no sólo tiene el papel de organizar el poder institucionalizado (me refiero a los órganos del estado; a  la distribución de competencias entre la Nación, las provincias y los municipios, de los demás entes y organismos subordinados) y de establecer los modos de lograr la circulación de las fuerzas políticas por el poder (principio de la representación, duración de los mandatos, sistema de elección de los gobernantes). Como conjunto de normas supremas, la Constitución es el basamento mismo de todo el derecho del estado y, por lo tanto, el lugar donde se definen las metas a alcanzarse en el futuro. De allí que no pueda escindirse de la problemática de la reforma las cuestiones relativas a un proyecto nacional que se dirija hacia el porvenir.[5] Al no haberse comprendido adecuadamente las funciones de la Constitución —especialmente su papel como agente de cambio social[6]— por la clase política y por el conjunto del pueblo, entre otros motivos por los largos período de las últimas cuatro décadas en que el sistema constitucional no ha regido en la práctica, se careció hasta el momento de una defensa decidida de la idea de reforma en el conjunto de la dirigencia y cuadros partidarios.

Pese a lo dicho en cuanto a la lentitud de los progresos en el tema, cabe afirmar que la necesidad de la reforma es ya una idea-fuerza arraigada en nuestro medio y que se presentan avances desde distintas direcciones. No es menor, a título de ejemplo, la existencia de varias reformas de constituciones provinciales en estos últimos años, que prefiguran el sentido del cambio en el orden nacional.

Si se discute principalmente la oportunidad de la reforma, también corresponde señalar que ella no depende de circunstancias fortuitas que se presentan en la vida de un país, sino que debe construirse en los hechos mediante una política deliberada que conduzca a ese fin.

IV. RESTABLECER LA CONFIANZA

Una de las coincidencias más importantes alcanzadas por los principales partidos del país, reflejadas en el comunicado de prensa posterior a la reunión mantenida por los jefes del justicialismo y del radicalismo del 14 de enero del corriente año, ha sido el proponer un «texto consensuar’ como base de la futura reforma.

Luego de exponerse en dicho comunicado los lineamientos de la misma, los jefes políticos «estuvieron de acuerdo en someter las opiniones que anteceden a un necesario debate en el seno de los partidos a los que pertenecen, a las demás fuerzas políticas, y al conjunto de la sociedad, ya que una reforma de la Constitución Nacional requiere la mayor suma de contribuciones con el objeto de arribar a un texto consensual que refleje el acuerdo de los más significativos sectores políticos y sociales».

Conforme puede apreciarse, la intención de promover una reforma constitucional por la vía del consenso está encaminada a ofrecer tranquilidad de espíritu a todos los sectores sociales, sin que ello signifique abdicar del derecho de iniciativa que les cabe a los partidos.

Es sabido que un proyecto de ley declarativa de la necesidad de la reforma —inspirado en un texto consensual— deberá someterse al tratamiento de cada una de las Cámaras del Congreso, que podrán introducirle modificaciones y, si lo consideran conveniente, aprobarlo por el voto de dos tercios de sus miembros conforme lo requiere el artículo 30 de la Constitución. Esa exigencia constitucional representa una razón adicional, a la vez que garantía para las fuerzas políticas, del necesario consenso al que es preciso llegar.[7]

En el mismo orden de ideas, Alfonsín y Cafiero se pronunciaron a favor de una reforma que «verse sobre puntos estrictamente preestablecidos en la (ley de) convocatoria», excluyendo la posibilidad que la Asamblea Constituyente se declare soberana y entre al tratamiento  de temas  ajenos  a dicha  convocatoria.[8]

De todas las razones expuestas durante los últimos años para fundamentar la conveniencia de la reforma, el justicialismo al impulsar un texto consensual ha privilegiado una de ellas: el restablecimiento de la confianza y la fe en las posibilidades históricas de la Nación.[9]

Dicho establecimiento asume un doble carácter. En lo interno, significa acrecentar la confianza y la fe del propio pueblo, sin las cuales es ilusoria toda propuesta de apertura de un nuevo ciclo de crecimiento y prosperidad nacional. En lo externo, implica una progresiva confianza y fe en el país por parte de otras naciones, que devendrá del logro de una estabilidad política y económica que permita ir transformando su imagen exterior, sin las cuales también será ilusoria la modificación de los actuales términos, netamente desfavorables para nosotros, de las relaciones de intercambio.

La sanción de una nueva Constitución tiene sin duda una gran carga simbólica, que no puede desdeñarse como instrumento de cambio para la sociedad. Así, ha sido utilizada por naciones que concluían una etapa amarga de su historia y se proponían inaugurar un ciclo diferente. Tal el caso de los principales países europeos y del Japón, que iniciaron el período de reconstrucción de post-guerra con el dictado de nuevas leyes fundamentales. Tambien en nuestro medio la reforma deberían favorecer la apertura de un nuevo ciclo histórico, en donde puedan ser dejadas definitivamente atrás las experiencias traumáticas vividas durante varias cucadas del pasado cercano.

Si se privilegia el restablecimiento de la confianza interna y externa, como fundamento principal de la reforma, cabe adoptar definiciones en cuanto a la futura Constitución que sean aceptables para una amplia mayoría de nuestro pueblo.

V. EL CONSTITUCIONALISMO SOCIAL

Ha sido preocupación del pensamiento político, desde las últimas décadas del siglo pasado y primeras de este siglo hasta el presente, proponer formas organizativas del poder y de la sociedad que permitan remediar los desequilibrios sociales a que dio origen el liberalismo económico sin por ello renegar de los contenidos permanentes de la libertad.

A dicha preocupación respondió, en el ámbito de la teoría del derecho y del estado, la creación de un nuevo sistema, que hunde una de sus raíces en los principios cristianos y en la doctrina de la Iglesia Católica, que se denominó el constitucionalismo social, diferenciado por igual del constitucionalismo liberal y del socialismo marxista.

El constitucionalismo social, anticipado en las Constituciones de México de 1917 y de Weimar (Alemania de 1919), presidió la reconstrucción de la Europa Occidental en la segunda post-guerra. Ese sistema fundamentó en sus grandes concepciones filosóficas a la Constitución Argentina de 1949 que, en tales concepciones, no difería mayormente de la Constitución de Francia de 1946, de Italia de 1948, o de la República Federal Alemana de 1949, entre otras de las dictadas en  Europa en esos años. Ello sin perjuicio de responder también aquella Constitución a las peculiaridades propias de nuestra tradición nacional.

Es indudable el éxito que tuvieron los países europeos en el proceso de reconstrucción de post-guerra, que ha llevado a Europa Occidental —medida en su conjunto— a transformarse, cuarenta años después, nuevamente en una de las principales regiones del mundo. Dicho éxito cabe ser atribuido, en no poca medida, al vigor demostrado por las instituciones creadas en sus leyes fundamentales que concretaron un modernizado sistema de equilibrios entre los valores de la libertad y la justicia. Esas instituciones fueron perfeccionándose con el tiempo, registrándose importantes avances en la Constitución Francesa de 1958 y en la Española de 1978.

El justicialismo, siguiendo el camino iniciado por la derogada Constitución de 1949, postuló durante el desarrollo del debate que viene desarrollándose en el seno de la sociedad centrar la futura reforma en la adopción de los principios del constitucionalismo social, a la vez que modelar un proyecto nacional para el siglo XXI que responda a los referidos principios.[10]

De tal modo, el enfoque inicial de sus propuestas fue diferente al sustentado por el órgano asesor del gobierno nacional en la materia, el Consejo para la Consolidación de la Democracia.

En un trabajo anterior en el que tuve oportunidad de analizar el «Dictamen preliminar» producido por dicho Consejo[11] señalé que «sus autores habían privilegiado un diagnóstico preponderante-mente político acerca de las causas generantes de la aludida crisis (de nuestro sistema constitucional) con detrimento de las circunstancias económicas y sociales que contribuyeron a su desencadenamiento».

Influido por tal diagnóstico, el Consejo orientó sus soluciones para proponer amplias reformas en la organización y funcionamiento de los poderes del estado otorgando, en cambio, escasa atención a las necesarias modificaciones de la parte dogmática de la Constitución de  1853-60.

Durante el desarrollo de las conversaciones mantenidas entre negociadores del radicalismo y del justicialismo, explorando posibles coincidencias acerca de la futura reforma, se buscó complementar e integrar los  enfoques primariamente diferentes.

Los aportes del justicialismo consistieron en postular una reforma «integral», que alcanzara tanto a la parte dogmática como (Húmica de la Constitución vigente. Para ello se propuso conciliar la vigencia de la libertad y la justicia.

El primero de esos valores, la libertad, inspiró el ciclo histórico iniciado con la Constitución de 1853 e impregna buena parte de nuestro sistema institucional y a la estructura de la sociedad. El segundo de ellos, la justicia, en su acepción más moderna la justicia social, fue históricamente reivindicado por el justicialismo, que no en  balde adoptó ese nombre.

La búsqueda de un adecuado equilibrio entre ambos valores estuvo también presente en el comunicado de prensa al que se ha venido haciendo referencia. Allí se expresó que «la reforma deberá asentar las bases de un constitucionalismo social en que el Estado oriente y promueva el crecimiento económico con justicia social, preservando el legado histórico de la libertad».[12]

VI. LOS DERECHOS INDIVIDUALES Y SOCIALES

La estructuración de un nuevo equilibrio entre los valores de la libertad y la justicia implica examinar también, según ya lo anticipara, la parte dogmática, de nuestra constitución vigente. No parece entonces aceptable una reforma constitucional principalmente limitada a introducir modificaciones al régimen de poderes.

La Constitución de 1853 contiene una amplia definición de derechos y garantías que representan la protección de la persona frente a la acción arbitraria del estado. Dichos derechos y garantías no sólo deberían conservarse sino ampliarse en la medida que sea insuficiente la protección que ellos acuerdan ante la aparición de nuevos peligros que hoy amenazan a la libertad personal y que fue ron desconocidos en el siglo pasado.

En virtud de este último fundamento, en el comunicado de prensa se dijo que en la futura reforma «se afianzarán los derecho personales, fortaleciendo sus garantías».[13]

Por otro lado, la Constitución de 1949 incorporó, como una de las expresiones modernas del valor justicia, los derechos sociales a nuestra tradición constitucional. Esos derechos han permanecido subsistentes, en lo primordial, en el actual artículo 14 bis de la Constitución que nos rige. En cambio, se ha puesto de manifiesto en muchas ocasiones la falta de operatividad de tales derechos transformándose entonces en meras intenciones sin correlato en la realidad.

El comunicado de prensa mencionado también hace mérito de esta situación al contemplar que «se tutelarán los derechos sociales, confiriéndoles necesaria operatividad».

Entre las garantías de operatividad de estos derechos, merece citarse, la jurisprudencia que ha venido afirmando en los últimos años la Corte Federal Constitucional de la República Federal de Alemania al disponer que si los derechos incluidos en la Constitución, que requieren de leyes orgánicas para ser dotados de operatividad, no son objeto de tratamiento normativo luego de cierto tiempo, pueden ser llevados a la práctica por decisión judicial en los casos concretos que se sometan a los tribunales.[14]

Ha quedado abierto el camino para la explicitación de nuevos contenidos para los derechos de libertad, igualdad y propiedad, si bien no han sido objeto de mención específica en el comunicado de prensa excepto en lo que hace al último de los mencionados derechos.

Cabe aquí señalar que el constitucionalismo social aporta innovaciones en los contenidos de esos derechos fundamentales. Puede decirse que en ello reside la raíz filosófica de la diferencia del constitucionalismo social respecto al liberal de los siglos anteriores y al marxista, más que en la incorporación a los textos clásicos de una declaración de derechos sociales que se anexa a las garantías individuales ya reconocidas.

Conforme lo anticipara en el trabajo anteriormente citado, las constituciones de fines del siglo XVIII y de buena parte del siglo pasado estuvieron dirigidas en lo principal a remover los estamentos y privilegios propios del mundo feudal, circunstancia que influyó en los contenidos iniciales de  aquellos derechos.

Si el concepto primigenio del derecho a la libertad fue la «libertad autonomía», entendida como «libertad de «las nuevas sujeciones feudales, que se extendió pronto a la protección del individuo frente al estado, en el constitucionalismo social pasó a ponerse el acento en la «libertad finalista» o «libertad para…» el pleno desarrollo de la persona humana.

Este ulterior concepto procura la promoción de todas las personas, aún en los sectores más postergados de la sociedad.[15] Por tal razón constituye uno de los fundamentos ideológicos de la declaración de derechos sociales. Pero sus implicaciones no se detienen sólo en asegurar el bienestar material de las personas, sino que se proyectan también al ámbito de la religión y el culto,  la educación y la cultura.

Dentro de este último orden de ideas, corresponde advertir que el justicialismo no favoreció la posible introducción de reformas en materia religiosa sin previa consulta a los sectores involucrados. Por el contrario, ha venido considerando como adecuado al equilibrio que presenta la Constitución vigente entre el principie de la libertad de cultos y el  especial sostenimiento de la religión católica a la que responde la mayoría de nuestro pueblo. Ello no obsta a la eventual adecuación, en la futura reforma, de preceptos constitucionales que tuvieron su origen en la institución del Patronato a los términos del Concordato de 1966 que viene regulando sin mayores problemas las relaciones Estado-Iglesia Católica, como así también el reconocimiento de las creencias religiosas predominantes en  nuestra sociedad y las relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y demás confesiones, conforme al modelo de la Constitución Española de 1978.[16]

Otro tanto cabe decir del derecho a la igualdad que originariamente se definió como «igualdad ante la ley» en abierta oposición a los privilegios feudales. La igualdad se daba en el campo de las normas. En el constitucionalismo social se la entiende como «igualdad de oportunidades», para referirse a un dato que debe obtenerse en la realidad mediante  la  articulación de una organización social que reconozca posibilidades similares a todos los habitantes para el más acabado desarrollo de su personalidad. A la  vez resguarde la iniciativa individual y la competencia, alejándose del concepto de «igualdad por desaparición de las clases sociales» propia del constitucionalismo marxista. En otras formulaciones modernas también  puede ser definido el derecho a  la igualdad como «no discriminación»  por   razón   de  raza,   nacionalidad,   sexo,   opinión   o   situación   económico-social.[17]

VII.   LA PROMOCIÓN DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO

Resulta claro que ni los derechos individuales ni los sociales pueden ser debidamente garantizados mediante el sólo enunciado de los preceptos jurídicos que así lo dispongan. En un país con recursos cada vez más escasos se encuentra seriamente comprometida la concreción práctica de los derechos reconocidos en la Constitución  o en las  leyes.

Por tal razón, debería ser también materia de la Constitución sentar las bases de un programa de crecimiento nacional, acorde con las realidades del mundo presente y de las próximas décadas. En el comunicado de prensa antes mencionado se ha dicho que la reforma deberá sentar las «bases de un constitucionalismo social en que el Estado oriente y promueva el crecimiento económico con justicia social».

Cabe recordar que tanto la Constitución de 1853 como la de 1949   respondieron   a  precisos modelos  de   crecimiento  nacional.

La  Constitución   de   1853   se  propuso  obtener   un   programa  de desarrollo   tendiente   a  generar  una   revolución   comercial  asociada con  una   correlativa   revolución agropecuaria,   consistente  en   poner en  producción  las  tierras  ocupadas  —hasta  ese  momento—  por el indio.   Los grandes excedentes de la producción agropecuaria, vinculados a los altos precios internacionales de  las materias primas de ese origen vigentes durante el siglo pasado y las tres primeras décadas  de este siglo,  aseguraron un  continuado proceso de  capitalización  nacional.   Fueron pilares de  la revolución comercial y agropecuaria,   preceptos   e  instrumentos   contenidos   en   nuestra   Constitución  de 1853,  tales como  la política  inmigratoria   (asegurada por las   libertades  que   nuestro   derecho   constitucional   reconocía   a   los inmigrantes), la conquista  del  desierto y  la   distribución de   la  tierra  pública   que   fue   su  consecuencia,  la  construcción  de  la   infraestructura comercial, la importación  de capitales extranjeros  y  los cambios   estructurales  introducidos   en  el   sistema   educativo   orientados   hacia  una   educación   masiva   (enseñanza   primaria   impuesta en la Constitución)  y con predominio de las ciencias y las técnicas.

Ya a mitad de este siglo resultaba evidente, luego de la crisis del año 1929 y las modificaciones que ella trajo aparejado al sistema económico mundial que operaba desde el siglo XIX, que el modelo de desarrollo contemplado en la Constitución de 1853 debía sufrir  importantes  correcciones.

Por tal motivo la Constitución de 1949 adoptó un programa decididamente industrialista, acorde con el que llevaba a Ja práctica el gobierno justicia lista, fundado en  políticas  de pleno empleo, que además de la justicia inherente que ellas reconocen al garantizar el derecho al trabajo permitían proporcionar un mercado creciente a nuestros productos industriales; aseguraba el control nacional de los recursos energéticos para afectarlos al desarrollo industrial; permitía al Estado la gestión de actividades industriales de alta concentración de capital y esenciales para el proceso industrial (tales como la siderurgia) supliendo la insuficiencia de capitales privados; impedía el avance de un capitalismo financiero y especulativo, mediante la nacionalización del Banco Central y la prohibición de la actividad económica usuraria.

Cuarenta años más tarde, cuando aún permanece inconcluso el proyecto de obtener la plena industrialización del país, han sucedido importantes cambios en el mundo que obligan a reformularlo, incorporando nuevas respuestas.

La aparición de otra etapa de la revolución industrial, vulgarizada con el nombre de la «tercera ola», pone en evidencia la importancia creciente que ha tomado la ciencia y la tecnología aplicada a la producción. Algún autor ha sintetizado la razón última del acelerado crecimiento económico del Japón, que incluso amenaza la hegemonía norteamericana, en la existencia de una verdadera revolución mental. El desarrollo de la informática es sólo una de las manifestaciones más  conocidas  de dicha  revolución mental.[18]

Pues bien, una adecuada respuesta nacional a las circunstancias que provienen de nuestro pasado inmediato, del presente que vivimos y del futuro que se avizora pasa, por una parte, por persistir en el proyecto de obtener la plena industrialización del país pero hacerlo, por la otra parte, sin descuidar las tendencias que resultan de la mencionada tercera etapa de la revolución industrial.

Ello significa que habrá que postular los mecanismos constitucionales para que el Estado pueda ejercer más eficazmente sus roles de planificador del crecimiento y director de la actividad económica, empresario cuando sea indispensable para suplir la carencia o insuficiencia de capitales sociales o privados. Favorecer una desconcentración y descentralización de las empresas y servicios del Estado para poder generar un eficaz sistema de premios y castigos según sus respuestas al proceso productivo. Transformar áreas del Estado en capital social gestionado por los propios interesados, cuando ello sea posible. Orientar la educación hacia la ciencia y la tecnología aplicada a la producción.

La base del crecimiento será la propiedad privada, conforme se explicita en el comunicado de prensa, al decir que «la organización económica debe basarse en la propiedad privada, otorgándose jerarquía constitucional al principio universalmente aceptado de su función social».

VIII.   LA   INTEGRACIÓN  LATINOAMERICANA

El crecimiento económico se encuentra hoy vinculado con la posibilidad de conformar grandes mercados nacionales o regionales. El proceso europeo, por ejemplo, demuestra la realidad de un mundo en que las naciones tienden a reunirse en conglomerados políticos y económicos de carácter regional. No sólo se presentan a nuestra vista mercados comunes al estilo europeo, sino uniones comerciales privilegiadas como la que asocia en América del Norte a los Estados Unidos con el Canadá, y a la que progresivamente se aproxima México, o las que se desarrollan aceleradamente en el sudeste asiático con epicentros en China y Japón.

Estos grandes conglomerados políticos y económicos son previstos y alentados por las constituciones modernas, que ya no postulan encarar programas de crecimiento sobre bases exclusivamente nacionales.

El justicialismo, en el segundo Encuentro de candidatos a Gobernadores, Diputados Nacionales y Presidentes de Distrito realizado en la localidad de San Carlos de Bariloche, afirmó que el Pacto Federal que precedería a la reforma constitucional «debería facilitar por el acuerdo de las propias Provincias la creación de regiones político-económicas, capaces de asegurar un nuevo equilibrio territorial y hábiles para colaborar en un proceso de integración latinoamericana   conducido por   la   Nación».

Esta línea de pensamiento alimentó pronunciamientos posteriores de aquella fuerza política. Estuvo presente en la declaración producida por el Tercer Encuentro de gobernadores de esa extracción, realizado en Mar del Plata (10 de enero de 1988). Se lo explícito como uno de los objetivos del Pacto Federal en el documento elaborado por la Comisión de especialistas reunida en Santa Fe (13 de febrero de 1988) aprobado por el Cuarto Encuentro de Gobernadores   (Jujuy, 20 de  febrero  de  1988).

Las ideas mencionadas fueron recogidas en la reunión de los jefes del radicalismo y del justicialismo, cuando en el comunicado posterior se dijo que la futura reforma «deberá prever el modo de facilitar una mayor integración de nuestro país con otras naciones latinoamericanas, a fin de alcanzar un progreso común y favorecer el crecimiento conjunto a través de la ampliación y diversificación de sus respectivos mercados». También se expresó que debía promoverse «un nuevo federalismo asentado en función de un proyecto nacional».

En el documento preparado por la Comisión de reforma constitucional del radicalismo se consignó finalmente que «el proceso de integración latinoamericana hace necesario incorporar normas constitucionales que permitan profundizarlo, estableciendo a ese fin la facultad de delegar competencias en órganos o entes supranacionales  o  comunitarios».

IX. UN NUEVO   FEDERALISMO

En el apartado anterior se ha visto un primer objetivo de un nuevo federalismo que facilita un proceso de integración latinoamericana mediante  el desarrollo de las  regiones.[19]

Un segundo objetivo que debería perseguir un pacto o acuerdo federal es gestar un nuevo equilibrio entre la Nación y las provincias, tratando de revertir la histórica acumulación de poder económico en el gobierno central en detrimento de los estados locales, los que deberían recuperar derechos sobre sus recursos sin descuidar la necesaria acción solidaria de las zonas más favorecidas en favor de las más carenciadas, ni de las exigencias propias de la unión nacional.[20]

En el documento de trabajo preparado por la Comisión de especialistas del justicialismo en la ciudad de Santa Fe, al que se hizo ya. mención, se explícito que este segundo objetivo puede implementarse de modo progresivo utilizando medios que autoriza el actual sistema constitucional, tales como leyes nacionales, convenios interjurisdiccionales o tratados interprovinciales, decretos u otros actos administrativos, decisiones de los entes, empresas o bancos del estado o con representación estatal.

Pero, como es objetivo del pacto conseguir un nuevo equilibrio en las relaciones entre la nación y las provincias que sea duradero se propone constitucionalizar las garantías necesarias que impidan la repetición de un proceso de concentración desmedida de funciones en el gobierno central. Por tal razón, se alienta que el nuevo pacto federal culmine en una reforma de la Constitución.

El documento aludido respondió a ciertas ideas que pretenden, en su conjunto, obtener el nuevo equilibrio arriba mencionado. Dichas ideas fueron perfeccionar la autonomía de las provincias, superar un federalismo competitivo por un federalismo de concertación, lograr una mayor participación de las provincias en el estado nacional,  en   sus  entes,  empresas y bancos.[21]

Las ideas sustentadas por los gobernadores justicialistas alimentaron un conjunto de propuestas de índole política, económica y social, que al momento de escribirse este trabajo se hallan en un proceso de compatibilización entre representantes del gobierno nacional, de otros gobernadores de partidos provinciales (Corrientes, San Juan  y Neuquén),  radicales  y  del justicialismo.

Ellas apuntan al diseño de un perfil institucional del país que permita revertir los resultados del proceso de concentración de facultades en el gobierno central, evidenciado durante largas décadas de nuestra historia.

Durante el desarrollo de dicho proceso fue evidente que las dos principales garantías otorgadas por la Constitución Nacional a las provincias, en resguardo de sus autonomías, han sido insuficientes para cumplir el  objetivo propuesto.

La primera de ellas, a la que dedicare atención más adelante, ha sido establecer la intervención de las provincias en el sistema de elección del Presidente de la Nación mediante la reunión de Colegios de Electores en sus respectivas capitales. Anticipo la conclusión, que se fundamentará luego, según la cual exigencias propias de la democracia moderna han transformado en anacrónica la reunión de dichos Colegios. Por tal razón, los gobernadores del justicialismo en el documento al que se hizo referencia han postulado  «la  elección  directa  del  Poder   Ejecutivo  Nacional».

La segunda de las principales garantías otorgadas por la Constitución de 1853-60 a las provincias fue la conformación de una Cámara del Congreso, el Senado, que las representaba en forma igualitaria (equiparando los grandes, a las medianas y pequeñas) compensando la representación popular numérica de la Cámara de Diputados.

La presencia de la Cámara de Senadores parece hoy notoriamen­te insuficiente para resguardar los intereses locales, toda vez que en nuestro tiempo la ley no tiene la importancia que se le acordaba en el siglo pasado. Muchas de las decisiones de la mayor importancia las toma el Poder Ejecutivo por vía reglamentaria, o resultan de las aposiciones o la actividad de los entes, empresas y bancos del Estado Nacional,  de cuyos  presupuestos  no  toma  siquiera  conocimiento  el Congreso.

Ello corresponde  a una tendencia clara, en  el  mismo  sentido, en el derecho constitucional comparado más moderno. Así Herrero de Miñón, en  su obra «Nacionalismo y Constitucionalismo    El  Derecho Constitucional de los nuevos Estados» expresaba que   respecto a la participación de las unidades federales en la estructura federal. los modelos  clásicos   arbitraron   una   posible   intervención   directa en la designación del Jefe del Estado cuando de repúblicas  se trataba   sobre  todo,  de  una segunda  Cámara  compuesta  de  representantes  de  los  Estados  federales.   Como  tendencia  general  a las constituciones aquí estudiadas puede señalarse la  decadencia e incluso desaparición   de   la  Cámara  Alta   federal  y  la  extensión   del principio  de  participación  a otros órganos  federales».[22] Más  adelante  señala, mediante  el  estudio de  diferentes  modelos  de Constituciones, «la tendencia a que el federalismo se acompañe con una estructura bicéfala y colegial del Ejecutivo una de cuyas fórmulas es la participación  de  los estados  federados en  la designación de ministros de ese poder.[23]

Sin llegar a cambios tan substanciales en nuestro sistema constitucional, en el documento de los gobernadores justicialistas se ha requerido la participación provincial a niveles subordinados del Ejecutivo mediante la creación  de  Comisiones  o Consejos  Federales, de   carácter   predominantemente   consultivo,  en   materias   claves  de la  acción de  gobierno  o que  tengan  directa  incidencia o  administren recursos  de  las  provincias.   Entre las  primeras  se  han  mencionado «as áreas de cultura y educación, salud y vivienda, medios de comunicación y turismo.   Entre las  segundas, la planificación y la programación económica; el comercio internacional; las políticas monetarias, cambiarías y arancelarias.

X. LA DEMOCRATIZACIÓN  DEL  SISTEMA  POLÍTICO

Otro de los objetivos perseguidos por la futura reforma es la democratización del sistema político establecido en la Constitución de   1853-60.

Varios son los aspectos involucrados en esta democratización. En primer término, el problema de la forma de elección del Poder Ejecutivo Nacional, que también entraña la consideración del tema del «ballotage».

En segundo lugar, el posible acortamiento de los mandatos (con o sin reelección) y la periodicidad de las elecciones de renovación parlamentaria.

Luego la adopción de fórmulas de democracia semidirectas y que contemplen la participación de los sectores sociales en cuerpos subordinados a los poderes políticos del estado.

En estas materias hubo importantes coincidencias, como también se hicieron notorias las discrepancias, en la reunión de los jefes del radicalismo y del justicialismo.

En el comunicado de prensa se hizo mención a la búsqueda de «mecanismos que establezcan la elección directa del Poder Ejecutivo»; «flexibilizando la marcha de la Administración según las situaciones políticas y electorales cambiantes»; «examinen el acortamiento de los mandatos»; estimulen «la participación a través de formas semidirectas de democracia y de los sectores sociales en las decisiones  que los  afecten».

Examinaré a continuación los principales aspectos mencionados.

XI. ELECCIÓN DIRECTA  DEL  PODER  EJECUTIVO  NACIONAL

La reforma constitucional persigue superar ciertos rasgos aristocráticos que contiene el sistema político implementado en la Constitución de 1853-60. El primero de ellos es la elección indirecta del Presidente y Vicepresidente de la Nación, que se realiza por mediación de los Colegios Electorales.

El fundamento teórico de la presencia de tales cuerpos era permitir la intervención de los «notables», en una época en que no existían los partidos políticos al estilo moderno sino que ellos se definían por ser precisamente ‘clubes de notables». La voluntad popular expresada en los comicios quedaba sometida a las negociaciones y arreglos que aquellos podrían realizar con carácter previo a la  designación del  Presidente y Vicepresidente  de la Nación.

La Constitución de 1853-60, para dificultar aún más esta designación, previo que los electores se reunirán en los distritos que los han nominado (de la Capital Federal y en las capitales de las provincias respectivas), cuatro meses antes que concluya el mandato del titular del Ejecutivo cesante, requiriéndose mayoría absoluta (mitad más uno) de los votos emitidos por los electores para consagrar al nuevo Presidente y Vicepresidente.   En  caso que  ninguno de los candidatos obtenga dicha mayoría absoluta, el Congreso Nacional elegirá entre las dos personas que hubiesen obtenido mayor número de sufragios (arts. 81 a 85 de la Constitución Nacional). A partir de la sanción de la ley Sáenz Peña, en la segunda década de este siglo, el sistema descripto de la Constitución Nacional sufrió profundas  alteraciones.

En efecto, la ley Sáenz Peña establecía que el partido que obtuviese el mayor número de sufragios (aún cuando fuese una mayo­ría simple, menor al cincuenta por ciento de los votos) designaba a las dos terceras partes de los cargos en juego (es decir, de los electores o de los diputados nacionales, puesto que se aplicaba para ambos tipos de comicios), otorgando el tercio restante al partido que siguiese en cantidad de sufragios. El tercer o ulteriores partidos quedaban  sin representación.

Si bien el sistema de la ley Sáenz Peña funcionaba corregido por el requisito constitucional que los candidatos fuesen designados por los distritos electorales (capital federal y las provincias), lo cierto es que ante la presencia de partidos nacionales (primero el radicalismo y luego también el justicialismo) difícilmente podía presentarse la situación en que uno de dichos partidos no contara con mayoría absoluta  de electores   (o diputados nacionales).

Más tarde la Constitución de 1949 vino a disponer la elección directa del Poder Ejecutivo Nacional, derogando el sistema del Colegio Electoral.

Restablecida la vigencia de la Constitución de 1853-60, por la revolución militar de 1955, comenzó a aplicarse nuevamente el procedimiento de elección allí prescripto, combinado con la representación proporcional Pero hasta 1973 el sistema originario de la Constitución funcionó imperfectamente por la proscripción del justicialismo, facilitando la sobrerrepresentación de los partidos radicales   (la UCRI  en 1958, el  radicalismo del pueblo en  1963).

Las elecciones de 1973 se realizan bajo la aplicación de la reforma constitucional de 1972 que estableció la elección directa del Poder Ejecutivo Nacional —con ballotage—, Senadores y Diputados Nacionales, unificando los mandatos en cuatro años y suprimiendo, por lo  tanto,  las  elecciones para  la renovación legislativa.

Durante los ciclos de gobiernos militares y constitucionales sucedió otra circunstancia que restaba también trascendencia al sistema de elección originario de la Constitución de 1853-60. Al suceder los gobiernos constitucionales (desde 1955 en adelante) siempre a gobiernos militares, el Congreso Nacional, que pudo tener que decidir entre los candidatos más votados por los electores, era de reciente integración Es decir, no estaba condicionado por una composición del parlamento preexistente a los comicios. En el año 1983 el Congreso Nacional, si hubiese tenido que intervenir en la designación de Presidente, eligiendo entre los dos candidatos más votados, lo habría hecho con la composición surgida del acto comicial de ese mismo año, sin encontrarse limitado por la conformación parlamentaria  resultante  de  anteriores  elecciones.

Para los comicios presidenciales del año 1989, y probablemente también puede suceder en los posteriores de no efectuarse una reforma, se presentan circunstancias que han tenido pocos precedentes en este  siglo.

Así la elección del Colegio Electoral por el sistema de representación proporcional, que no favorece a la primera minoría tal como sucedía con la ley Sáenz Peña. La posible intervención del Congreso Nacional para decidir entre los dos candidatos más votados, con la integración resultante de los comicios anteriores a 1989, toda vez que los nuevos Diputados que se elijan en ese ano (mediante la renovación por mitades) recién se incorporarían a la Cámara Baja en el mes  de diciembre.

Parece obvio que estas circunstancias no condicen con la opinión popular de nuestro tiempo, que desea conocer las personas elegidas como Presidente y Vicepresidente de la Nación por el simple cómputo de los sufragios emitidos por los ciudadanos, sin tener que contemplar las negociaciones y arreglos que pudieran celebrarse en los respectivos Colegios Electorales funcionando en cada Provincia (antes de la votación de los mismos) y menos aún la posible intervención ulterior del Congreso Nacional con la composición emergente  de   comicios  anteriores.[24]

Se presta también a una desestabilización del sistema político, puesto que la indefinición acerca de los nombres de quienes ocuparían las primeras magistraturas, durante los varios meses que demandaría la actividad de los Colegios Electorales y del Congreso Nacional, y las negociaciones o arreglos entre los partidos, serían vividos por el pueblo como actos dirigidos a frustrar la voluntad expresada en los comicios, abriendo el camino a la acción de factores  ajenos  al  proceso  democrático.

Todas estas razones no sólo sustentan la conveniencia de una reforma del sistema de designación del Presidente y Vicepresidente de la Nación previsto en la Constitución vigente, mediante la incorporación de la elección directa de dichos cargos, sino también la anticipación de esa solución para los comicios de 1989 por la vía  del acuerdo político entre  los partidos intervinientes  de respetar  la voluntad popular, consagrando  a  los  candidatos  del partido más votado.

XII EL PROBLEMA DEL «BALLOTAGE»

El problema del «ballotage» ha quedado planteado a partir del Dictamen de la Comisión de Reforma Constitucional del radicalismo, al expresarse que «el Presidente de la Nación debería ser elegido cada cuatro años de modo directo y por mayoría absoluta de sufragios». Ello así, porque en el comunicado de prensa posterior al encuentro Alfonsín-Cafiero   no   se  incluyó  este   último   requisito.

La consideración del problema del «ballotage» debería ser apreciado dentro de las concretas condiciones en las que se desenvuelve el sistema de partidos en nuestro medio.

En efecto, de la experiencia resultante de casi cinco décadas de historia argentina puede extraerse la conclusión que nuestro país ha consolidado un régimen político primordialmente bipartidista, con fuertes semejanzas con modelos anglosajones, que concentra entre el 80 y el 90 % de los votos.[25] Si bien funciona corregido en pequeña medida por la presencia de otros partidos, ninguno de ellos ha podido constituirse hasta ahora en una tercera fuerza significativa.

Como lo señalan importantes constitucionalistas, tal circunstancia se presenta no obstante implementarse la representación proporcional desde 1955 en adelante, por decisión de sucesivos gobiernos militares, con el propósito evidente de favorecer una dispersión de los votos entre una pluralidad de partidos. La voluntad popular de expresarse por los dos partidos políticos principales, que ofrecen importantes rasgos comunes en sus doctrinas o programas, ha sido pues independiente de la influencia resultante de un   régimen   electoral   basado   en   la  representación  proporcional.[26]

En estas condiciones la implementación del «ballotage» supondría que fuerzas políticas poco significativas, situadas a la derecha o a la izquierda de los dos grandes partidos, pueden ejercer una capacidad de presión y negociación, a la hora de brindar sus apoyos antes de la segunda vuelta (cuando ninguno de aquellos dos grandes partidos obtuviese la mayoría absoluta de los sufragios), que podría superar ampliamente el peso electoral que reúnen. La situación se agudizaría de tener que requerirse el apoyo de fuerzas políticas que se encuentren fuera o en los bordes del sistema constitucional, que representen una amenaza para éste, tal como ha sucedido  en  elecciones  presidenciales  de   Francia.

En el problema del «ballotage» se halla en juego la libertad que pueda poseer el partido mayoritario (la fuerza que obtenga el mayor número de votos) para implementar sus programas mediante el ejercicio del Poder Ejecutivo. Aquellos que propugnan el «ballotage» adoptan una versión modernizada de los mismos principios que, en el siglo pasado, inspiraron al Colegio Electoral. Es decir, la elección de un Presidente de la Nación resultante de negociaciones y acuerdos electorales; en el Colegio Electoral tales acuerdos los hacían los notables, con el «ballotage» lo realizan los partidos.

Cabe empero señalar que las reflexiones que anteceden, contrarias al «ballotage», se encuentran vinculadas —según se ha visto— con la naturaleza bipartidista de nuestro régimen político. De atenuarse dicha naturaleza, y de no obtener el primer partido un número apreciable de sufragios —por ejemplo, el 35 o 40 % de los votos totales— entonces sí podría contemplarse el recurso del «ballotage» para propender a la configuración de las alianzas o frentes electorales que permitan designar a un Presidente por una mayoría apreciable.

Por lo demás, en el conjunto de reformas que se estudian de la Constitución Nacional, los poderes de un Presidente electo por simple mayoría de sufragios, pueden verse mitigados o corregidos por una mayor participación y control del Parlamento elegido por representación proporcional, y por lo tanto, representativo de la pluralidad de  los partidos.

Esta intención ha sido puesta de manifiesto en el comunicado de prensa, que expresa que se favorecerán mecanismos que «hagan más estrecha y coordinada la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, permitiendo acuerdos interpartidarios en su seno que faciliten la agilidad y eficiencia de la administración y su contralor por el Congreso». Dicha reforma compensaría las dificultades que pudiere entrañar la simple elección directa  del Poder Ejecutivo.

XIII.    EL  ACORTAMIENTO   DE   LOS   MANDATOS Y LA PERIODICIDAD DE  LAS ELECCIONES

Ha quedado registrado, como materia para el estudio de posibles coincidencias entre los dos grandes partidos el problema del acortamiento del mandato del Presidente y Vicepresidente de la Nación y de los Senadores Nacionales.

La Constitución de 1853-60 estableció un mandato de seis años para el Poder Ejecutivo, sin reelección. La Constitución de 1949 mantuvo el período de seis años permitiendo la reelección.[27] La reforma de facto de 1972, redujo el mandato a cuatro años pero permitiendo una sola reelección, introduciendo así el sistema americano.[28] La Comisión de reforma constitucional del radicalismo se pronuncia a favor del mandato de cuatro años sin expedirse sobre la   reelección.[29]

El período presidencial de cuatro años reconoce como modelo principal a la Constitución de los Estados Unidos de América. Sus inspiradores consideraron adecuado ese término en la medida que admitieron la reelección indefinida si el pueblo proseguía considerando a una misma persona como digna de confianza para el cargo.[30] Ello no obstante, el sistema de ese país funcionó hasta Franklin Roosevelt con una tradición limitativa de dos períodos como máximo y más tarde esa regla —alterada por la reelección por cuatro períodos de F. Roosevelt— dio origen a la XXII Enmienda, que entró en vigencia en 1951. No puede desconocerse, sin embargo, los importantes movimientos registrados a favor de una reforma  que   introdujera el  mandato de seis años.[31]

No es fácil pronunciarse acerca de la conveniencia del acortamiento del mandato presidencial y la posible reelección, existiendo variadas opiniones en la materia, aún en el seno del mismo radicalismo.[32]

Pese a ello, me inclino en favor de una reducción de dicho mandato a cuatro años, permitiendo la reelección por dos períodos.

La primera razón que aprecio para la reducción del mandato a cuatro años es la constante histórica que se produjo en nuestro país, desde 1955 hasta el presente, según la cual parece existir un período crítico para los gobiernos, entre los tres y cuatro años de iniciada una presidencia.

Es cierto que no son fácilmente comparables las situaciones. Así durante las presidencias de Arturo Frondizi y Arturo Illia, las crisis que devinieron en golpes de estado estuvieron condicionadas por la existencia de gobiernos con legitimidad cuestionable, toda vez que surgieron de comicios con proscripción del peronismo. Durante el período de gobiernos justicialistas (1973-1976), fue un factor desencadenante del colapso la muerte de Juan D. Perón.

Pero aún durante el actual gobierno del Presidente Alfonsín, en donde no mediaron las circunstancias señaladas, una crisis similar culminó con la derrota electoral del partido gubernamental en los comicios del 6 de septiembre de 1987, abriendo una difícil transición no  definitivamente resuelta al  momento  de escribirse este trabajo.

La persistencia de un ciclo fuertemente crítico para las presidencias constitucionales, entre el tercer y cuarto año del mandato, parece ser una buena razón para someter a la consulta popular la conveniencia de cambiar al Presidente o de reelegirlo, ratificando la confianza. Una elección presidencial cada cuatro años puede ser un modo eficaz de impedir el accionar de una oposición extraconstitucional que atente contra el sistema en su conjunto. También una forma de fortalecer a un Presidente para que prosiga desarrollando su programa de gobierno, de contar con el favor del pueblo.

La segunda razón que fundamenta la reducción, es la necesidad de unificar en el tiempo la elección presidencial con los comicios para renovar los gobernadores provinciales. En efecto, juzgo altamente inconveniente y riesgosa para la consolidación del sistema institucional una situación como la presente, en donde el partido al que responde el gobierno nacional ha sido derrotado en la gran mayoría de las provincias, gobernadas por el partido opositor. La unificación de la elección presidencial y de los ejecutivos provinciales permitiría  superar  dicha  dificultad.

Pero, en cambio, no veo la dificultad para que un ejecutivo exitoso en su gestión no pueda extender su gobierno más allá de un solo período de reelección. La influencia de un hombre sobre un país durante una década en la medida que goce del apoyo popular, si bien es un hecho excepcional, resulta perfectamente posible y coincide con experiencias similares de otros importantes países (incluso el mismo Estados Unidos durante la Presidencia de Roosvelt).

Si se reduce el mandato presidencial a cuatro años, debería hacerse lo propio con los Senadores Nacionales. El período de nueve años que estos ejercen, confería en el origen del sistema constitucional de 1853-60 un carácter casi vitalicio a esas magistraturas, que se repite actualmente de ser electas personas de una edad avanzada, como culminación de toda una carrera política. Por otro parte nueve años significaba una vez y media un período presidencial de seis años por lo que, de mantenerse esa proporción, al reducirse tal período a cuatro años cabría fijarlo en seis años, que es la solución de la Constitución 1949.

No obstante lo dicho, el mandato de seis años dejaría subsistente el inconveniente que los Senadores de una provincia no coincidan con el gobierno de ella (y por lo tanto no la representen cabalmente), cuando un cambio electoral producido a los cuatro años ha llevado a otro partido a la conducción de los negocios públicos locales. Esa dificultad se superaría por la duración de cuatro años en los mandatos, con elección popular simultánea con los comicios para gobernadores.[33]

Finalmente, aún cuando se cuestiona habitualmente la renovación por mitades de la Cámara de Diputados de la Nación y se preconiza la unificación de todos los mandatos siguiendo el modelo de la reforma de facto de 1972, considero conveniente el mantenimiento del sistema previsto en la Constitución que nos rige.

En los últimos años la renovación bianual —con mandato de cuatro años— ha sido útil para incentivar cambios de importancia en el seno de los partidos, como el sucedido en el justicialismo, y seguir más   de cerca  las  orientaciones  políticas   del  pueblo.[34]

XIV.   FORMAS   DE   DEMOCRACIA   SEMIDIRECTA

Las formas de democracia semi-directa y la participación de las entidades intermedias representan nuevos modos de expresión de  la voluntad popular que no se limitan al ejercicio del  sufragio. Las formas de democracia semi-directa recomendadas son la iniciativa popular, el plebiscito y el referéndum, siendo aconsejable que la puesta en marcha de estos mecanismos se atribuya por igual   al  Ejecutivo y  al  Legislativo.[35]

La participación de los sectores sociales ha sido propuesta desde el justicialismo como un modo de implementación de la «democracia social». Esta concepción pretende la superación del liberalismo clásico, que califica únicamente al individuo, por un lado, y al Estado por el otro, prescindiendo del reconocimiento de una actividad institucional de las entidades intermedias, si bien éstas deben expresarse en un nivel subordinado al accionar de los  partidos políticos.[36]

La participación de dichas entidades intermedias puede asumir distintos modos, siendo el más habitual el Consejo Económico Social.[37] En un artículo anterior, al que remito, tuve oportunidad de analizar los antecedentes argentinos que registra la materia y los diferentes modelos de organización de un Consejo de aquél tipo.[38]

XV. LA REFORMA DEL SISTEMA  INSTITUCIONAL

En el comunicado de prensa referido durante el curso de este trabajo, los jefes del radicalismo y del justicialismo enunciaron también las bases de una reforma consensuada del sistema institucional establecido en la ley fundamental que nos rige.

Allí se dijo que deben arbitrarse mecanismos que protejan al Poder Ejecutivo «desconcentrando funciones que no correspondan estrictamente a la jefatura del Estado… hagan más estrecha y coordinada la relación entre el Ejecutivo y el Parlamento, permitiendo acuerdos interpartidarios en su seno que faciliten la agilidad y eficiencia de la administración y su contralor por el Congreso; doten de mayor eficacia al sistema de aprobación y sanción de las leyes; provean al Poder Judicial de instrumentos idóneos para asegurar el efectivo cumplimiento de sus funciones, creando un órgano independiente con competencia para dilucidar eventuales conflictos entre los poderes de la Nación o entre estos  y las Provincias…».

La primera cuestión  que corresponde  formular respecto al párrafo transcripto del comunicado de prensa es si cabe interpretarlo como un acuerdo para la transformación  de nuestro actual  sistema presidencialista en un régimen mixto (semipresidencialista o semiparlamentarlo).

Ello   no   es   así.   Los  propósitos   enunciados   pueden   alcanza] tanto mediante  una atenuación  de los actuales  caracteres  que  pre­senta   nuestro   presidencialismo   sin   abandonarlo,   o   introduciendo reformas propias  de un régimen  mixto.  No ha  mediado  definición a ese respecto.

El gobierno  nacional se ha   pronunciado  decididamente  por   la modificación de nuestro actual sistema de poderes, siguiendo la  tesitura propuesta por el Consejo de Consolidación de la Democracia en sus dos dictámenes.

En el segundo de ellos el Consejo sintetiza sus argumentos en favor de un cambio de  régimen político.

Afirma, en primer término, que el presidencialismo puro notoriamente deficiente para canalizar tensiones, toda vez que la excesiva concentración de poderes y expectativas en el Presiden le, así como el rol secundario de los Ministros y la escasa ingerencia del Parlamento en el gobierno, llevan en casos de graves crisis al abandono del cargo, como única solución. En segundo lugar, señala que nuestro régimen presidencialista genera una personalización del poder, creando el riesgo de abusos autoritarios tanto como su vulnerabilidad; en este último caso puesto que cualquier acontecimiento que afecte al Presidente, desde problemas físicos o psíquicos hasta la brusca pérdida de prestigio o popularidad, entraña la crisis del sistema. La personalización del poder implica además que las presiones de los sectores sociales se focalicen en el Presidente, y que, por otra parte, existan graves dificultades para resolver el  problema de  la  sucesión  presidencial.

Luego se aprecia que el presidencialismo dificulta la colaboración entre los partidos, especialmente entre la mayoría y la oposición, siendo la situación grave cuando el Poder Ejecutivo se encuentra en minoría en una o ambas Cámaras del Parlamento. En la línea del argumento anterior se expresa por último, que aquel régimen no facilita gobiernos de coalición, alianzas  o  convergencias partidarias.

Como resultado de los cuestionamientos levantados, que en cada uno de esos casos se superan por un régimen mixto, el Consejo expone los lineamientos que ha de tener el sistema sugerido. Se propone la presencia de un Presidente surgido de una elección popular con un amplio respaldo de la opinión pública. Un gobierno encomendado a un Primer Ministro con su Gabinete, que no debe tener   una   dependencia   exclusiva   del   Presidente   sino   contar con una conexión estrecha y directa con la Cámara de Diputados (sin participación del Senado), con la posibilidad para aquella de remover al gobierno, teniendo por su parte el Presidente la contrapartida de disolver al Parlamento. Todo ello importa una separación de funciones entre la Jefatura del Estado y la Jefatura del Gobierno, asignadas respectivamente al Presidente y al Primer Ministro, con un Consejo Constitucional que actúe como arbitro para resolver los   conflictos   institucionales  que   se  generen.[39]

Los lineamientos generales de esta propuesta han sido seguidos por el Dictamen de la Comisión de Reforma Constitucional del radicalismo, pese a que algunos de sus miembros, tal el caso del Dr. Jorge Vanossi, se habían pronunciado anteriormente por el mantenimiento del régimen presidencialista, si bien atenuando sus caracteres.[40]

Parece interesante señalar que Vanossi encuentra en el seno de la sociedad argentina un subdesarrollo político (que no condice con un mayor grado de desarrollo económico, cultural y social) que genera fuertes connotaciones de monarquismo y de paternalismo: el Estado es un reflejo de la sociedad. Luego agrega que en nuestro país no fracasó el presidencialismo sino el sistema de partidos,  por  ausencia  de  partidos eficaces  en  el  gobierno.

Más adelante pone de relieve el derecho de la mayoría a gobernar; la oposición no gobierna ni cogobierna, tiene como función controlar a quienes gobiernan y prepararse como solución de alternancia para gobernar eventualmente si el pueblo así lo decide. Pero, para ello, es menester coordinar en forma coherente el sistema de elección presidencial con la elección legislativa, porque en el presidencialismo un Congreso que no permita ejercer con eficacia la función de gobierno al Ejecutivo puede precipitar el descalabro  del   sistema.

El presidencialismo responde a nuestra tradición histórica y es necesario para un proceso de crecimiento, desarrollo y cambio: la debilidad del ejecutivo podría consagrar el statu-quo, el predominio de las tendencias conservadoras. No obstante, se pronuncia por una atenuación del rol presidencial, aliviándolo del trajín en toda la gestión burocrática de la administración; acrecentar la responsabilidad   constitucional   de   los   ministros   del   Poder   Ejecutivo aumentando   sus  vínculos   consensuales   con   el   Congreso    (acuerdo senatorial para su designación o censura individual).

XVI. LA DESCONCENTRACION DE FUNCIONES EJECUTIVAS

Para abrir juicio acerca de la conveniencia de la reforma de la institución presidencial, cabe atender primeramente a las  función que le asignaban los inspiradores de nuestra Constitución de 1853-60, para luego hacer lo propio respecto  a los nuevos  roles que aparecieron  en el  decurso  de nuestra historia  constitucional con el crecimiento de poderes que trajeron aparejado.

Para Alberdi, un poder ejecutivo vigoroso era el medio de evitar la anarquía o la omnipotencia de la espada; postulaba establecer «un presidente constitucional que pueda asumir las facultades de un rey en el instante en que la anarquía le desobedece como presidente republicano».[41]

Si debía ser garantía del cumplimiento de la Constitución, con mayor razón habría de serlo del progreso y el engrandecimiento del país. Las facultades especiales a otorgársele podían ser el único medio de llevar a cabo «ciertas reformas de larga, difícil e insegura ejecución, si se entregan a legislaturas compuestas de ciudadanos más prácticos que instruidos, y más divididos por pequeñas rivalidades que dispuestos a obrar en el sentido de un pensamiento común».[42]

Alberdi sintetiza su pensamiento diciendo «dad al poder ejecutivo todo el poder posible, pero dádselo por medio de una Constitución».[43] Los convencionales constituyentes, influidos sin duda por este autor acentuaron los rasgos del presidencialismo respecto a los caracteres establecidos en la Constitución modelo, la de Estados Unidos de América.

No resulta dudoso afirmar que el Presidente fue la pieza central del sistema de poderes establecido en la Constitución de 1853-60 y que tuvo éxito en el cumplimiento de las funciones expuestas por Alberdi. Casi un siglo después, Arturo E. Sampay, en la Convención Constituyente que sancionó la Constitución de 1949, valoraba su desempeño de este modo: «es notorio, pues, señor Presidente, que La organización de poderes del Estado adoptada en la Constitución de 1853   motiva   su  larga   vigencia:   un  poder  ejecutivo   con   atributos de tal, que sirvió primero para pacificar políticamente al país, y permitió después, cuando pasamos de un Estado neutro a un Estado intervencionista, asumir una administración fuerte y reglamentaria que pudo solventar, sin rupturas con el orden establecido, los problemas  de la nueva realidad política argentina».[44]

Es que, además de cumplir con los objetivos de pacificar y organizar el país, promoviendo su engrandecimiento económico, el Poder Ejecutivo hasta la mitad de este siglo sirvió también para dirigir y encauzar procesos de acelerado cambio social. Así con la Presidencia de Irigoyen acceden al gobierno nuevos sectores sociales, las llamadas «clases medias», hasta ese momento excluidas en gran medida del juego político. Con Perón lo hacen las «clases trabajadoras». En ambos casos, sus respectivas presidencias inspiraron nuevas orientaciones de la legislación que suponen la estructuración de una «Constitución real» del país fuertemente diferenciada de la dispuesta en la Constitución de  1853-60.

Como consecuencia de la adaptación del sistema de poderes a una sociedad producto de la industrialización y el urbanismo, mucho más compleja que la tenida en vista al redactarse las constituciones de los Estados Unidos de América y de la Argentina, se produjo un crecimiento desmesurado de las prerrogativas del Poder Ejecutivo. Este proceso ha sido estudiado con detenimiento en ambos países.[45]

Se destacan en la doctrina, como causas del acrecentamiento de las funciones ejecutivas durante este siglo, el ejercicio de los poderes militares (que tiene como jefe de las fuerzas armadas); de los estados de emergencia (en nuestro país, durante el estado de sitio); la conducción de las relaciones internacionales (particularmente importantes en un país imperial como los Estados Unidos de América); la dirección (en el sentido amplio del término, abarcativo de la planificación, regulación, etc.) de la política económica y social, en una época en que los intereses del Estado alcanzan en nuestro medio casi a la mitad de la economía global; el arbitraje permanente entre los distintos sectores sociales y grupos de presión que canalizan sus influencias hacia este poder, con detrimento del Parlamento como lugar para el ejercicio de ese arbitraje; la jefatura de la tecnoburocracia del Estado que se ha expandido de modo correlativo al crecimiento de las funciones de éste, al desarrollo de la ciencia y la tecnología aplicadas a la producción. Por otra parte, el proceso se vincula con la crisis de la institución parlamentaria, que en nuestro país quedó  dramáticamente  evidenciada en los largos  años  de supresión del Poder Legislativo durante los gobiernos de lado; la delegación de funciones legislativas en el Presidente; la decadencia del federalismo y centralización  del poder.

En el caso de la Argentina, los riesgos que trajo aparejado un Poder Ejecutivo con poderes excesivos, sin controles parlamentarios ni políticos, quedaron evidenciados en los últimos treinta años por los llamados «gobiernos de facto» que instituyeron en realidad regímenes totalitarios de «jure», especialmente en las experiencias iniciadas en 1966 y 1976.[46]

La valoración de las circunstancias mencionadas induce a compartir las propuestas de desconcentración de las funciones ejecutivas con el desdoblamiento de los actuales poderes en una jefatura del estado, con los caracteres de liderazgo político de la nación, y en una jefatura del gobierno, como cabeza de la tecnoburocracia del estado,  esta   última  en   conexión   directa   con   el   Poder   Legislativo.

Dicha reforma puede concretarse dentro del ámbito de un sistema presidencialista atenuado, en donde la elección y remoción del jefe de gobierno corresponda al Presidente, sin intervención parlamentaria; o por la implantación de un régimen semipresidencialista, en donde el Congreso —en mi opinión con la participación de los miembros de ambas Cámaras reunidos en Asamblea Legislativa— pueda hacer valer un voto de censura. La adopción de un modelo definitivo es la consecuencia de un proceso eminentemente político que depende del grado de consenso que alcancen las soluciones propuestas.

No puede descartarse tampoco la implementación de un proceso de desconcentración de modo gradual, durante cuyo transcurso el actual sistema presidencialista evolucione en el tiempo hacia  formas  mixtas.

XVII.   LA   REFORMA   DE   LOS   PODERES   LEGISLATIVO Y  JUDICIAL

La reforma del Poder Legislativo se orienta a perfeccionar los instrumentos de control sobre el Poder Ejecutivo y a dotar de mayor eficacia al sistema de aprobación y sanción de las leyes.

En cuanto al primero de dichos aspectos, la materia presupuestaria  es uno  de los  campos principales  en  los que puede materializarse un mejor control si se revisan las atribuciones de entes, empresas y bancos del estado nacional o con participación de éste, de disponer la aprobación de sus respectivos presupuestos de recursos y gastos sin intervención parlamentaria. En función de tales atribuciones, queda actualmente fuera del contralor legislativo una parte substancial de la actividad económica estatal que es regulada en forma exclusiva por el Ejecutivo ya sea por la fijación de sus políticas (especialmente las tarifarias) o impartiendo instrucciones a las asambleas y directorios de los entes y empresas, o de otras formas. El tema se vincula con la posibilidad de sancionar presupuestos plurianuales y con la planificación económica. Otro tanto cabe decir respecto del ejercicio de las prerrogativas legislativas en materia de empréstitos y arreglo de la deuda pública (arts. 67 incs. 3° y 6° C.N.) que han sido desconocidas por el Ejecutivo sobre la base de pretendidas delegaciones de facultades contenidas en ciertas leyes (de Ministerios, de creación del B.C.R.A., permanente de presupuesto, etc.). Conviene revisar, en oportunidad de la futura reforma, toda la temática de las delegaciones legislativas en el Ejecutivo a fin de fijar sus límites, tal como ha sido impuesto en la práctica de los Estados  Unidos.

Las funciones de contralor legislativo sobre la Administración se ejercitan habitualmente mediante la actividad de las Comisiones Parlamentarias. Perfeccionar los modos de coordinación entre los departamentos de la Administración y dichas Comisiones constituyen otra materia de la futura reforma.

Parece evidente que el sistema de aprobación y sanción de las leyes es particularmente vetusto. Ha sido pensado para una época en que el tiempo histórico transcurría más despacio que en el presente. Ello significaba que se dictaban anualmente pocas leyes que perduraban sin cambios por largos años.

Muchas son las iniciativas que se contemplan en el derecho comparado y en la doctrina para afrontar la necesidad de una mayor producción legislativa, algunas de las cuales fueron receptadas en nuestro medio en la reforma constitucional de  1972.

Así, el Consejo para la Consolidación de la Democracia aconsejó la incorporación de reformas que permitan la aprobación ficta de proyectos de ley iniciados por el Poder Ejecutivo, es decir su sanción abreviada en caso de silencio parlamentario.[47] Otras Constituciones, como la Italiana, admiten en determinadas condiciones la aprobación de los proyectos de ley por Comisiones Parlamentarias sin intervención de la Cámara misma.[48]

En los Estados Unidos, se ha vulgarizado, como práctica cons titucional, el procedimiento de la Conferencia para concertar entre ambas Cámaras el texto de un proyecto de ley, evitando la segunda y ulteriores lecturas en cada una de ellas de proyectos con articulados diferentes.

Resulta claro que una de las principales reformas en materia legislativa debe pasar por contemplar una sola intervención de cada Cámara (o a lo sumo dos para el caso de la iniciadora) en la discusión y sanción de las leyes.

En lo que al Poder Judicial se refiere, algunas iniciativas se orientan hacia la creación de un órgano especializado (un Tribunal Constitucional) para la resolución de los conflictos de poderes, actualmente materia ajena a la jurisdicción de la Corte Suprema de Justicia. Otras plantean la necesidad de otorgarle a la Corle atribuciones de tribunal de casación para la inteligencia de los códigos, y leyes nacionales siguiendo el antecedente de la Constitución de 1949.

Buenos Aires, mayo de 1988.

Notas:

[1] Juan Perón en la Argentina 1973, Vespa  Ediciones   Bs   As    1974   p   247

[2] Un camino para superar la desesperanza en la razón,    La Nación , 5 de marzo  de 1988

[3] Un buen ejemplo de los distintos pasos seguidos para la construcción de un consenso para la sanción de una nueva Constitución, lo representa el dictado de la Constitución española de 1978. Ver en este sentido Pedro Parías García, Breve Historia Constitucional de España 1808-1978, Latina Universitaria, Madrid  1981, Segunda parte pp 77/96

[4] Un político y constitucionalista, reticente acerca de la reforma, como el Dr. Fernando de la Rúa, expresaba esta situación en su artículo titulado El consenso, condición de libre reforma («La Nación», 10 de marzo de 1988), al decir «si no hay consenso y coincidencia, la reforma no es posible… El tiempo obra como condicionante adicional. Si no se llega enseguida a esa coincidencia, la campaña electoral en cierne se sobrepondrá al debate por la reforma y teñirá con planteos dictados por la circunstancia lo que debe ser permanente».

[5] Para el justicialismo la idea de la reforma, está vinculada al agotamiento del antiguo modelo liberal que inspirara a la Constitución de 1853-60, por el transcurso del tiempo (conf. Arturo E. Sampay – Informe del Miembro informante del despacho de la mayoría ante la Convención Constituyente, 8 de marzo de  1949;   en  Las   Constituciones  de  la   Argentina,   Eudeba,   1975,   p.  492).

Dicho pensamiento ha sido incorporado hoy por ciertos sectores de otras tuerzas políticas, como el radicalismo, que en su momento resistieron aquella idea. Así Juan Manuel Casella, en su artículo Actualidad, futuro y modernización («La Nación», 7 de marzo de 1988) expresa: «La Argentina de hoy no es, en absoluto, la de 1853. Los cambios son ostensibles y enunciarlos sería sobreabundante, ya que han originado un nuevo sistema de relaciones sociales. Por lo tanto, conviene adaptar el programa constitucional y modificar simultáneamente el funcionamiento de los poderes, para adecuarlos a los cambios producidos  en   la  sociedad  e  impulsar un nuevo proyecto  nacional».

[6]  Una buena expresión del pensamiento escéptico acerca del papel de la Constitución como instrumento de cambio, y por ende esencialmente conservador, lo constituye el artículo antireformista de Alberto A. Natale, titulado Letra y esencia  de nuestra Carta  Magna   («La  Nación»,  8  de marzo  de   1988).

Allí cuestiona el «racionalismo normativista» que creía que el derecho tenia capacidad suficiente para modelar a las sociedades humanas. Ejemplifica cuáles son, a su juicio, los problemas nacionales de hoy: «La inflación, el sobre-dimensionamiento estatal, la centralización, el subempleo, la crisis financiera, el gasto público golpeaban en todos nosotros». Luego se preguntan: «¿es sensato pensar que cambiando la Constitución se resolverán algunos de estos asuntos»? Y finalmente afirma que no es necesaria la reforma para enderezar al país y Resolver los problemas que tenemos. Puede considerarse a la línea de razonamiento expuesta emparentada con la doctrina del «fin de las ideologías», según la cual sólo un pragmatismo exacerbado permite resolver los problemas actuales del mundo y construir el futuro.

[7] La exigencia del «consenso» como paso previo a la reforma, trae aparejada la cuestión de los límites de dicho consenso. En efecto, no puede pretenderse un «consenso» tan amplio que impida la posibilidad de la reforma ni  tan  restringido  que  amenace   la  vigencia  y estabilidad  de   la   futura   Constitución. El requisito constitucional del voto de los dos tercios de los miembros de cada Cámara que debe obtenerse para declarar la necesidad de la reforma, combinado con el sistema de representación proporcional que da participación en la Cámara de Diputados aún a partidos políticos de escasa significación, conforma en mi opinión una medida adecuada del consenso requerible, a la vez que precisa sus  límites.

[8] Se ha excluido, de tal modo, el procedimiento de la «reforma total» de la Constitución, mediante el cual las Cámaras Legislativas sólo votarían la ley declarativa de la reforma sin mención de los artículos concretos a modificar. Por esta vía, se garantiza eficazmente el consenso perseguido evitándose una reforma que, por representar sólo el pensamiento de una fuerza política, no perdure en el  tiempo.

[9] Cfr. Antonio Cafiero, artículo citado. Para el radicalismo, la enmienda parcial de la Constitución se propone los siguientes objetivos: «consolidar el sistema democrático al hacer más flexible el funcionamiento del gobierno, abrir nuevas formas de participación de los ciudadanos en las decisiones que los afectan, promover la descentralización fortaleciendo las autonomías de las Provincias y de los municipios y estimular la vigencia de una ética de la solidaridad a través del perfeccionamiento de la protección de los derechos individuales y sociales» (Dictamen de la Comisión de Reforma Constitucional   dirigido  al  Comité   Nacional   de  la   U.C.R.)

[10] En el Encuentro de Candidatos por el justicialismo, de Gobernadores, Diputados Nacionales y Presidentes de Distrito de La Falda, se dijo: «Buscamos superar los valores y el sistema con que el individualismo liberal concibió la sociedad del siglo XXI asumiendo un nuevo constitucionalismo social capaz  de  guiarnos  al   Estado  de Justicia del   siglo XIX.

[11] Cfr. Contenidos de la futura reforma constitucional. Comentario al dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia. Revista «El De­recho», N° 6743 del 22 de mayo de 1987. El Dictamen preliminar, fue publicado en  Eudeba,  Bs. As.   1986.

[12] Con posterioridad al comunicado de prensa  referido en el   texto, el   dictamen   de   la   Comisión   de   Reforma   Constitucional   del   Comité   Nacional    del radicalismo,  aceptó   el perfeccionamiento   de   la   parte   doctrinaria   de   la   Constitución  «en  el marco de una  ética  de  la  solidaridad   que  promueva   una   distribución   igualitaria   de  la  libertad»

[13] Entre   los   derechos   que   deberían   protegerse constitucionalmente.    La Comisión   de   Reforma   Constitucional   del   radicalismo,   en   el   dictamen    referido,   menciona   el    derecho   a   un   medio   ambiente   adecuado,   a   la   información,  a  la privacidad,   la  protección  del   consumidor,   la   proscripción   de   toda discriminación  por   razones   de   raza,   sexo   o   religión,   los   derechos   políticos. Entre las garantías  cita el habeas corpus  y el  amparo

[14] Cfr. PINA, Rolando E.: Cláusulas constitucionales operativas y programáticas. «Ley Fundamental de la República de Alemania». Astrea, Bs. As., 1973,  pp.   69/109.

[15] Un buen ejemplo del concepto expresado en el texto lo constituye el art. 9°, 2° parte de la Constitución Española de 1978 cuando dice: «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social»

[16] Conf art 16, ap. 3° de la Constitución Española de 1978.

[17] La Comisión de reforma constitucional del radicalismo acepta el reconocimiento del principio de igualdad de oportunidades, como base de los derechos sociales, asegurando su operatividad sin limitar que en cada momento histórico   los  órganos  que  emanan  de   la   soberanía  popular  decidan   sobre   los medios más adecuados para hacerlos efectivos.  Por  su   parte,  el  Segundo   Dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia, Eudeba 1987, p. 72, propuso una modificación del art 16 de la C.N. introduciendo los conceptos del trato igualitario por parte de las autoridades que deben aplicar el derecho a la igualdad ante la ley y la prohibición de discriminaciones por motivos de raza, nacionalidad,   religión   o  sexo   de   los  habitantes.

[18] «Las industrias de la Tercera Ola operan, por completo, a un nivel más profundo. En lugar de golpear algo para darle forma, buscamos hacia atrás el material en sí, y lo reprogramamos para que adopte la forma que de­seamos. Podemos crear materiales nuevos por completo. Operamos a un nivel molecular y submolecular. En lugar de inventar máquinas sencillas que corten, taladren o martillen cosas, de una forma repetitiva, suministramos inteligencia a las herramientas para que puedan ajustarse con rapidez a las circunstancias cambiantes y produzcan, de forma económica, productos individualizados. Y si existe alguna analogía aquí con el esfuerzo humano, es respecto de la mente más que del músculo. En lugar de ampliar la fuerza bruta, las nuevas tecnologías extienden la fuerza mental humana» (Cfr. TOFFLER, Alvin, Avances y Premisas,   Plaza y Janes Editores,  Barcelona   1983, p.  32).

[19]             (18 bis) Para un mayor desarrollo del tema regional Cfr. PETRIELLA, Dionisio, La Constitución de la República Italiana, Asoc. Dante Alighieri, Bs. As., 1957,’Cap. VIII; SERVAN SCHREIBER, Jean J., El Poder Regional, Dopesa, Barcelona 1971; IRUJO, Antonio: Algunas refilexiones sobre el hecho regional. .., en Estudios sobre la Constitución  Española  de  1978,  Libros  Pórtico,   Zaragoza, 1979.

[20]  Cfr. comunicado de prensa posterior a  la  reunión  Alfonsín-Cafiero

[21] El desarrollo de estas ideas ha sido publicado de modo fragmentario en el artículo del autor en «Ámbito Financiero», del 25 de abril de 1988, bajo el  título  Las  provincias   no  deben  competir.

[22] Ed   Tecnos, Madrid, 1971, p. 301

[23]  Id. p. 315/320.

[24] Para un estudio de los problemas ocasionados en los Estados Unidos por el Colegio Electoral y los proyectos para su reforma puede verse PRITCHETT, C. Hernán: La Constitución Americana, Tipográfica Editora Argentina, Bs. As.,  1965, pp. 383/394.

[25] HENING S. y PINDLER J.: en su obra sobre Partidos Políticos Europeos, Ed. Pegaso, Madrid 1976, distingue entre el sistema que funciona con sólo dos partidos mayoritarios (en el sentido que puedan aspirar a una mayoría) que alternan en el poder, del multipartidista en que la norma es la coalición de dos o más grupos (Cfr. p. 15). Ejemplo de este último sistema es Italia en donde pese a existir un partido principal (la D.C.) el voto del partido ha fluctuado alrededor del 40% del electorado, lo que ha obligado a la gestación de coaliciones a derecha o izquierda  (Cfr.  pp. 205/271).

[26]             BIDART CAMPOS, Germán: en La Constitución de frente a su reforma, Ediar, Bs. As., 1987 expresaba: »Y sobre este último punto, el fenómeno de polarización bipartidista en las elecciones con que salimos del último período de facto de 1983, pone en entredicho la teoría de que los sistemas electorales inciden fuertemente en los sistemas de partidos. En Argentina, con un sistema de representación proporcional, un 90 % aproximadamente de los votos populares se acumuló y repartió en 1983 entre dos grandes partidos, el radicalismo y el peronismo».

[27]             Cfr.  art.  78.   Pueden  verse  los  fundamentos   de la  reelección presidencial  en   SAMPAY,   Arturo   E.:   en   La  Reforma  Constitucional,   La   Plata,   1949, pp.   68/73.

[28]             Cfr. ROMERO, Enrique César: D. Constitucional, Víctor P. de Zavalía,   Editor,  Bs.   As.,   1976,  p.  234.

[29]             CASELLA, Juan M.: artículo citado, se pronuncia por el mandato de cuatro años con una reelección.

[30]                              Cfr. HAMILTON, MADISON y JAY: El Federalista, Fondo de Cultura Económica, México  1957, artículo de Hamilton del 14  de marzo  de 1788, p. 291.

[31] Cfr. SUNDQUIST, James L.: Constitucional Reform and effective Government, The brookings institution, Washington D.C.,  1986,  pp. 41/49.

[32] SOLA, Juan Vicente: constitucionalista radical, en su reciente libro «Las dos caras del estado», Grupo Editorial Planeta, Bs. As., 1988, se pronuncia a favor del mantenimiento del mandato de seis  años,  señalando la existencia de una práctica en el derecho comparado que  permite indefinidamente la  reelección presidencial, p. 59.

[33] Esta solución me parece mejor y más fácilmente realizable que la propuesta del Consejo para la Consolidación de la Democracia, relativa a la posible revocación del mandato senatorial por la legislatura (conf. Dictamen preliminar, op. cit. pág. 61).

[34] En los Estados Unidos de América el plazo de duración de los mandatos de Representantes es de dos años, que actualmente se lo considera breve postulándose llevarlo a cuatro (Cfr. PRITCHETT, H.: op. cit. p. 218), pero es el que ha regido durante 200 años compensando el mandato de seis años de los Senadores.

[35]  Cfr.  Dictamen preliminar, op. cit., p. 74/78.

[36]  Cfr. PERÓN, Juan Domingo: El Proyecto Nacional, mi testamento político (Discurso pronunciado el 1° de mayo de 1974 ante la Asamblea Legislativa), El Cid Editor, Bs. As., 1982, p. 84/92.

[37] Cfr.  Dictamen preliminar,  op. cit. pp.  79/80

[38] Cfr. GARCÍA LEMA, Alberto: Instituciones para la concertación y la participación económico-social, en Revista de Derecho Público y Teoría del Estado   N°   2

[39]  Reforma Constitucional, Segundo Dictamen, op. cit., pp. 12/25. El deslinde de atribuciones se hace en las pp. 27/50. Un estudio más amplio de los argumentos que apoyan la introducción de un sistema mixto resulta de la obra de Juan Vicente Solá, cita en  la nota 31.

[40] Cito a continuación los dos extensos artículos de ese autor titulados El Estado requiere otra distribución de funciones y Se debe mantener el régimen presidencialista, publicados en el diario «La Nación» de los días 3 y 4 de agosto de   1987 respectivamente.

[41]   Cfr. ALBERDI, Juan B.: Bases y puntos de partida para la organización política de la Argentina, en «El pensamiento político hispanoamericano», vol. 6, Depalma,  Bs. As.,  1964, Cap.  XV, pp. 94/95.

[42]  Id. p. 95.

[43]  Id. pág. 96.

[44]  Cfr. op. cit., p. 34.

[45]  CORW1N,  Edward S.:   El Poder Ejecutivo,  EBA,  Bs.  As.,  1959;  ROMERO, Cesar E.:   op. cit. T.I., Cap. X

[46] Cfr. GARCÍA LEMA, Alberto: Reflexiones acerca de una futura reforma de la Constitución, «Revista de D. Público y Teoría del Estado N» 1″ pp. 107/109).

[47] Conf. Dictamen preliminar, op. cit. p. 59. «Reforma Constitucional de 1982, art. 69».

[48] Conf. art. 72 «Const. Italiana», en Mariano Daranas. Las Constituciones Europeas,  Editora  Nacional,  Madrid,   1979,  T.  II,  p.   1238

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