Desafíos Institucionales a 25 años de la Reforma de 1994
NECESARIA CONTINUIDAD DE LOS CONSENSOS CONSTITUCIONALES PARA AFRONTAR LAS GRIETAS POLÍTICAS , ECONÓMICAS, SOCIALES Y CULTURALES DEL SIGLO XXI
Departamento de Publicaciones – Facultad de Derecho – UBA, 2020.
Resumen:
El propósito del trabajo resulta del título y subtítulo. Se ha recordado cuál fue el origen de la reforma de 1994 a la Constitución argentina, destacando cómo se gestaron los acuerdos que la precedieron y cómo se ampliaron progresivamente, hasta arribar a una reforma consensuada y legítima, que consolidó exitosamente la democracia contra los golpes militares y gobiernos de facto que predominaron en el siglo XX, que contribuyó a un mayor equilibrio y eficacia entre los poderes del Estado (aunque subsistan resabios del “hiperpresidencialismo” que pretendió superar), y amplió la exposición de los derechos humanos y sus garantías. Se analizan los 25 años que transcurrieron desde su sanción hasta ahora desde la perspectiva de los nuevos “desafíos” que amenazan al programa e instituciones de la reforma, ante las nuevas circunstancias históricas mundiales. En este sentido, se esbozan los “desafíos” conceptuales que afectan a los cinco grandes fines de la reforma, y de modo principal el crecimiento de la pobreza en el país. Por esta última razón, se presta especial atención a las bases constitucionales de un desarrollo económico y social federal, que fueron también previstas como fines centrales de la reforma, y a la necesidad de crear instituciones de concertación de ese carácter, que permitan continuar y privilegiar el espíritu de los acuerdos y consensos que dieron origen a la reforma para direccionar el orden jurídico a cerrar las múltiples “grietas” a las que alude el subtítulo.
Palabras clave:
Reforma constitucional, desafíos institucionales, consensos constitucionales, legitimidad, presidencialismo.
- DESAFÍOS INSTITUCIONALES DEL SIGLO XXI
En las dos primeras décadas del siglo XXI se acentuaron tendencias históricas que ya se manifestaban en el conjunto de circunstancias bajo las cuales se proyectó la reforma constitucional, entre los años 1986 —cuando se iniciaron los estudios y las primeras propuestas— y 1994 cuando se sancionó dicha reforma.
Sin embargo, las nuevas tendencias históricas mundiales, generaron profundos cambios en las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales de cada país, y fueron evidenciando un ritmo cada vez más acelerado a medida que la revoluciónen las comunicaciones se fue extendiendo a todos los aspectos de la vida.
Entre los grandes pensadores que tomaron nota de las características del
proceso de globalización de la economía mundial que estaba acaeciendo fue
Zygmunt Bauman quien lo calificó con el nombre de “modernidad líquida” en una obra que vio la luz justo al comenzar el siglo XXI (1); que entre los múltiples factores analizados pone también el acento en la crisis del Estado-Nación (2), con criterio predominantemente sociológico, con un enfoque más cercano a la ciencia política en otra de sus obras (3).
Los fenómenos mundiales que generan consecuencias críticas para el Estado- Nación no pueden ser indiferentes a este somero análisis constitucional que se extiende a los últimos 25 años de nuestra historia, en especial porque las constituciones son la base normativa y de las instituciones de los países, es decir, el último criterio de validez y vigencia que rige el orden jurídico nacional.
En este sentido, la reforma de 1994 actualizó la Constitución histórica de
1853/60 y procuró hacerlo en términos de un programa que mantenía sus fundamentos esenciales —dado el carácter de “reforma parcial”—, pero, a la vez, proyectó nuevas instituciones y textos para adecuarla a procesos globales que se hallaban ya en curso, cuya concreción fue delegada en órganos del Estado, o entidades de la sociedad civil, con funciones modernizadas para concretarlo.
Si bien este trabajo recupera las líneas centrales del programa de la reforma de 1994, lo hace señalando algunos de los importantes desafíos actuales que toca afrontar.
- UNA REFORMA CONSTITUCIONAL CONSENSUADA Y LEGÍTIMA
En una publicación reciente, en este año 2019, en el diario La Nación (4), realicé una sintética historia de cómo se desarrollaron sucesivas negociaciones entre los dos principales partidos argentinos de las décadas de los ‘80 y ‘90, entre el
radicalismo (UCR) y el justicialismo (PJ), a partir de los años 1986/87; habiendo señalado en otra obra anterior que el consenso al que se arribó se construyó en etapas sucesivas (5).
La primera etapa de los esfuerzos realizados para lograr consensos, culminaron en acuerdos preconstituyentes; el “Acuerdo de Reafirmación Federal” suscripto el 24 de mayo de 1990 por el presidente Carlos Menem, los gobernadores de provincias (de todos los partidos) y el intendente de la Ciudad de Buenos Aires; y en acuerdos políticos, tal el llamado “Pacto de Olivos” firmado por el presidente Menem y el expresidente Raúl Alfonsín (asistidos por sus principales colaboradores), ratificado formalmente por las máximas autoridades del PJ y UCR y los posteriores de diciembre de 1993, cuyos negociadores precisaron la “letra chica” de la reforma constitucional.
En la segunda etapa se definieron las reformas incluidas en lo que se denominó el Núcleo de Coincidencias Básicas que estructuró las principales reformas institucionales que debían aprobarse o rechazarse en su conjunto (como garantía del oficialista PJ hacia el opositor UCR); y también temas derivados al libre tratamiento y redacción por la Convención Constituyente, pero que debían circunscribirse a los términos fijados en general en los pactos preconstituyentes. Globalmente, fue concebida como una reforma parcial de la Constitución Nacional, entonces vigente, aunque en rigor adaptó la Constitución de 1853/60, de naturaleza liberal, a una concepción del constitucionalismo social, que se había afirmado en las constituciones europeas de la segunda posguerra, y cuyo último modelo (entonces) había sido la Constitución de España de 1978.
Estos últimos acuerdos, en la tercera etapa, fueron llevados al Congreso de la Nación, que por mayoría de los dos tercios de los miembros totales de la Cámara de Diputados y del Senado de la Nación (es decir, cumpliendo con la exégesis más estricta del art. 30 de la Constitución), aprobó la ley 24.309, declarativa de una reforma constitucional de carácter parcial —tal carácter parcial impedía modificar alguno de los 35 artículos de la Primera Parte de la Constitución— disponiendo, además, el respeto de los contenidos del Núcleo de Coincidencias y su carácter cerrado, enumerando los temas de libre tratamiento, asegurando la metodología adoptada mediante artículos que disponían la nulidad de las reformas aprobadas fuera de las condiciones de dicha ley. También convocó a elecciones de convencionales constituyentes, que debían ser elegidos por voto popular (universal, obligatorio y secreto), bajo el sistema de representación proporcional, que aseguró la presencia de representantes de todas las fuerzas políticas en la Convención, aunque las dos fuerzas del “Pacto de Olivos” tuvieron mayoría, dado los resultados de los comicios celebrados en abril de 1994.
En la cuarta etapa, transcurrida durante los 90 días que duró la Convención Constituyente no solo fueron aprobados los contenidos del Núcleo de Coincidencias Básicas, sino que se trataron y aprobaron proyectos en casi la totalidad de los temas de libre consideración, entre ellos, la reafirmación de la democracia contra eventuales gobiernos de facto —que signaron la historia del país entre 1930 y 1983, excepto en ciertos períodos regidos por la Constitución de 1853/60 pero con proscripciones del radicalismo y del justicialismo (salvo en 1973/76)—; el gran desarrollo de los derechos humanos por normas incluidas en un nuevo capítulo de la Primera Parte (ideológica) de la Constitución y en pactos internacionales a los que se otorgó jerarquía constitucional; fortaleciendo la inserción del país en el mundo (y en Latinoamérica en especial) mediante la asignación a los tratados de una jerarquía superior a las leyes y adoptando previsiones para la integración supranacional; la reafirmación del sistema federal, extendiéndolo a una amplia autonomía de la ciudad de Buenos Aires convertida en una cuasi provincia y disponiendo la autonomía de los municipios en el país, con creación de las regiones económico-sociales trasladando a estas y a las provincias recursos nacionales, sentando así las bases para lograr para un crecimiento económico federal; fundado en la economía de libre mercado controlada por el Estado para lograr un desarrollo humano con justicia social; y estableciendo la incorporación constitucional de organismos de control de la Administración como la Auditoría General de la Nación, el Defensor del Pueblo y el Ministerio Público Fiscal como órgano extra poder.
Es decir, a las reformas originariamente pactadas entre el justicialismo y el radicalismo en la etapa preconstituyente, se fueron agregando muchas reformas adicionales en las que intervinieron otras fuerzas políticas, ampliando notablemente los acuerdos originarios. El espíritu de arribar a consensos, que se extendió durante la Convención —más allá de los naturales debates y controversias que se produjeron en muchos temas y en la redacción de las normas— quedó ratificado al aprobarse y jurarse el texto final de la reforma por unanimidad de los constituyentes.
De allí la importancia para la Argentina de contar con una Constitución,
reformada hace 25 años que otorga legitimidad última a su ordenamiento jurídico, y que permite a los jueces —mediante el control de constitucionalidad—valorar en los asuntos concretos en los que deben pronunciarse, si las normas inferiores se ajustan, o no, a los preceptos y al “espíritu” (los fines tenidos en vista) de la Ley Fundamental.
- LOS FINES GENERALES DE LA REFORMA Y LAS SITUACIONES POLÍTICAS POSTERIORES
Para poder evaluar lo sucedido en los últimos 25 años en cuanto al cumplimiento de los fines generales que inspiraron la reforma (a los que cabe acudir como fuente interpretativa, aún para los demás fines propuestos en las normas individuales de la Constitución), es conveniente apreciar lo sucedido con relación a diversas situaciones por las que atravesó el país en dicho período de vigencia de la Constitución reformada.
Para esta valoración cabe señalar que en la exposición que realicé ante el plenario de la Convención Constituyente al explicar por el partido justicialista los contenidos del Núcleo de Coincidencias Básicas —alternándonos en dicha exposición con Enrique Paixao, principal negociador (junto a Ricardo Gil Lavedra, en la etapa previa) por el radicalismo— individualicé que las reformas respondieron a cinco ideas-fuerzas, que constituían los fines generales de la reforma: 1) consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático; 2) obtención de un nuevo equilibrio entre los tres órganos clásicos del poder del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial), que suponía también acrecentar el valor “eficiencia” en el accionar de ellos y los mecanismos de control; 3) la promoción de la integración latinoamericana; 4) mayor reconocimiento de los derechos humanos y sus garantías; 5) el fortalecimiento del régimen federal 6.
En este punto, cabe resaltar que las dos primeras ideas-fuerza que han sido citadas dieron lugar a las soluciones institucionales que fueron incluidas en el Núcleo de Coincidencias Básicas, aprobado en los acuerdos preconstituyentes y en la ley 24.309; mientras que los tres fines generales restantes se desarrollaron durante el tratamiento de los temas habilitados y por la tarea cumplida en la propia Convención.
Las reformas constitucionales que debían ser complementadas por leyes u otras normas orgánicas afrontaron diversos tipos de dificultades para su implementación, según el grado de aceptación política y social previa o contemporánea a la reforma constitucional. En este sentido, clasifiqué en otros trabajos la puesta en ejecución de la reforma en atención a dicho grado de aceptación o a las resistencias que generaban 7, situación que se extendió a años posteriores. Así, las encuadré en tres tipos: A) Reformas sustentadas en circunstancias históricas indiscutibles; B) Reformas resultantes de nuevas circunstancias históricas; C) Reformas aprobadas que confrontan con costumbres que han dificultado históricamente el desarrollo institucional.
Analizaré a continuación las principales reformas de la Constitución que pueden ser encuadradas en alguno de esos tres tipos, aportando observaciones sobre cada una.
4. CONSOLIDACIÓN Y PERFECCIONAMIENTO DEL SISTEMA DEMOCRÁTICO Y SUS DESAFÍOS
Las reformas que menos dificultades han tenido para implementarse fueron las vinculadas con la consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático.
4.1. Incorporación del valor democracia en el sistema constitucional
La reforma de 1994 incorporó la democracia como valor al sistema constitucional —adviértase que no mencionaba ese concepto el art. 1º de la Constitución de 1853/60— pero había sido ya anticipada con las reformas al sistema electoral desde la segunda década del siglo XX que permitió el acceso del radicalismo al gobierno por vía electoral en 1916. La falta de normas constitucionales que la implementaran hasta 1994 facilitó el apoyo jurídico para los golpes de estado y gobiernos de facto que sucedieron en gran parte del siglo XX a partir de 1930. Además, el último de ellos (1976/1982) condujo a una extensa y grave violación de derechos humanos que unificó a los convencionales constituyentes en una amplia defensa y aseguramiento de sus garantías.
La norma de defensa de la democracia, establecida en el art. 36 de la Constitución, ubicado al comienzo de un nuevo capítulo incorporado por la reforma de 1994 denominado “Nuevos derechos y garantías”, sin dudas ha contribuido a disuadir la posibilidad que el sistema constitucional argentino fuese amenazado por golpes de Estado desde el reinicio de la democracia en diciembre de 1983 hasta el presente.
Desde este solo punto de vista, cabe considerar que la reforma de 1994
ha sido particularmente exitosa, porque todas las diferencias políticas —aún las más graves— acaecidas en los últimos veinticinco años han sido resueltas por los procedimientos establecidos en la Constitución y, salvo un caso al que enseguida me refiero, por sucesivas elecciones, excluyéndose la violencia como modo de dirimir los conflictos.
A partir del año 2002 una crisis fundamentalmente económica ocasionada
por el abandono de la convertibilidad (entre el peso con el dólar estadounidense), que había durado más de una década desde su implementación en 1991, y un cepo bancario con una importante devaluación, ocasionó numerosas protestas populares, y no fue adecuadamente afrontada por la presidencia de De la Rúa, ocasionando su renuncia.
Es de señalar que la Alianza entre la UCR y el FREPASO que llevó a De la
Rúa a la presidencia fue desde su origen de naturaleza inestable, porque el FREPASO era una fuerza de centro-izquierda (compuesta por sectores del partido justicialista, la democracia cristiana y otros del progresismo socialdemócrata), conducida por Carlos Álvarez y que había sido electo vicepresidente, siendo de difícil compatibilización con De la Rúa, quien pertenecía a la línea conservadora de la UCR. Las diferencias ideológicas entre los partidos de la Alianza se agudizaron con una crisis producida por el intento del gobierno de aprobar una cuestionada ley de reforma laboral, impugnada por el opositor partido justicialista y los sindicatos, que originó un escándalo durante su tratamiento en el Senado, cuando se acusó al gobierno nacional de sobornos para comprar voluntades de senadores, que originó la renuncia del vicepresidente.
Esta situación de debilidad del gobierno se agravó con su derrota en los
comicios de medio término para renovación parlamentaria, en los que triunfó el justicialismo. Cabría observar, que, con posterioridad a esa derrota, y ante la afectación de la gobernabilidad que venía padeciendo la presidencia de De la Rúa, este pudo acudir a la solución prevista en la Constitución reformada y ofrecer al justicialismo la designación de un jefe de gabinete de ese partido, que habría posibilitado un proceso de cohabitación entre el radicalismo y el justicialismo. Esa posibilidad no fue utilizada y, finalmente, el abandono de la convertibilidad y sus efectos ocasionaron su renuncia.
La crisis política produjo circunstancias confusas, con interinatos por pocos días de varios presidentes provisorios, hasta que el Congreso acudiendo a la ley de acefalía del Poder Ejecutivo, designó al leader justicialista Eduardo Duhalde como presidente.
Su gobierno, con origen y apoyo parlamentario, encauzó los problemas más acuciantes de la crisis, en un breve período que no llegó a completar el previsto para la presidencia anterior. En las elecciones celebradas en 2003 fue electo presidente Néstor Kirchner; quien a su vez fue sucedido por su esposa Cristina Fernández de Kirchner por dos períodos, sumando, entonces, ambas presidencias más de doce años en el ejercicio del Poder Ejecutivo.
He realizado esta síntesis de los acontecimientos políticos e institucionales entre 2002/2015 porque fueron, a mi entender, decisivos para obstaculizar el pleno desarrollo de instituciones creadas por la reforma de 1994 vinculadas con el sistema democrático; así como dificultó la implementación del espíritu de acuerdos y consensos que fue su fundamento. Por otra parte, se producían en el ámbito mundial y latinoamericano —en especial— ciertos cambios relevantes del siglo XXI, a los que haré referencia.
4.2. Las concepciones de la “radicalización” de la democracia
Al momento de sancionarse la reforma de 1994, que según anticipé fue parcial —conservando la ideología republicana, representativa y federal de la Constitución de 1853/60— el concepto de “democracia” que inspiró al nuevo art. 36 fue de algún modo simple, en tanto estuvo orientado a desalentar los golpes de Estado y gobiernos militares, como también las proscripciones y discriminaciones en el orden político.
No es intención abordar en profundidad el debate actual sobre la democracia. Baste, en este sentido, una lectura detenida de la obra de Andrea Greppi, sobre sus concepciones contemporáneas 8, para advertir la complejidad de este tema en la filosofía política actual (y quizás hasta en la misma filosofía general), que excede campos aquí más circunscriptos de la ciencia política o del derecho constitucional.
Sin embargo, hay razones prácticas para llamar la atención sobre ciertos planteos que cuestionan la necesidad de los “consensos básicos” que afirman el funcionamiento de instituciones de la Constitución o, dicho de otro modo, que aseguran reglas básicas que evitan agudizar los conflictos sociales.
Así, autores que abordan el tema desde posiciones “populistas” y cercanas
a una nueva izquierda, que adscriben a la democracia radical, sostienen que “toda forma de consenso es el resultado de una articulación hegemónica, y que siempre existirá una exterioridad que impedirá su realización plena”. “Lo que está en juego es la construcción de una nueva hegemonía. Nuestro lema debe ser. ‘Volvamos a la lucha hegemónica’” 9. Chantal Mouffe, profundizando el tema en otra obra 10, desde el punto de vista del “pluralismo agonístico”, admite que la política democrática es construir el “ellos” de tal forma “que deje de ser percibido como un enemigo a destruir y se conciba como un ‘adversario’”, categoría que no elimina el “antagonismo”, y aunque, por un lado, admite “la tolerancia liberal democrática” porque comparte sus principios éticos de libertad e igualdad, por otro lado sostiene que “el desacuerdo no es un desacuerdo que pueda resolverse mediante la deliberación y el debate racional”, “los compromisos también son posibles; son parte inseparable de la política; pero deberían considerarse como un respiro temporal en una confrontación que no cesa”.
Lo grave de esta concepción es que controvierte la existencia de consensos
superiores que han fundado los acuerdos constitucionales de la reforma de
1994, y viene a obstaculizar las reglas normativas que sustentan las instituciones, que enmarcan luego las luchas y conflictos de cualquier naturaleza, política, económica o social.
Más aún, para Chantal Mouffe, una diferencia importante con la teoría de
la “democracia deliberativa”, es que para el “‘pluralismo agonístico’ la primera obligación de la política democrática no consiste en eliminar las pasiones de la esfera de lo público para hacer posible el consenso racional, sino en movilizar esas pasiones en la dirección de los objetivos democráticos”. En sus críticas al consenso, ratifica que “todo consenso existe como resultado temporal de una hegemonía provisional”. Más adelante, atempera en algo su posición, al admitir que “el consenso es necesario en las instituciones que son constitutivas de la democracia. Pero siempre [acota enseguida] existirá un desacuerdo en lo que se refiere al modo en que debería llevarse a la práctica la justicia social en dichas instituciones”.
Por ello, además cuestiona: “El creciente predominio jurídico [que] también
debe entenderse en el contexto de debilitamiento de la esfera democrática
pública en la que debería tener lugar la confrontación agonística”. Es decir,
también manifiesta su disconformidad con la circunstancia que la esfera jurídica se esté convirtiendo en el terreno en que los conflictos sociales encuentran se forma de expresión, y por tanto confronta con la posición de Ronald Dorwkin quien afirma la primacía de un poder judicial independiente, como intérprete de la moralidad política de una comunidad.
En esta otra perspectiva, Dorwkin —que analiza la experiencia reciente en los EE.UU.— admite la presencia de profundas divisiones políticas y sociales que socavan a la democracia en ese país, pero se coloca en la actitud inversa a la democracia radicalizada, al hallar principios comunes, compartidos, que son lo suficientemente sustanciales como para posibilitar el debate político racional, indicando que son abstractos, filosóficos, acerca del valor y responsabilidades centrales de la vida humana, que conforman un patrimonio común de los norteamericanos, aunque también los comparten muchas personas de otros países, especialmente de democracias maduras.
No resulta casual que Dorwkin se presenta como jurista y realiza comentarios sobre su especialidad de derecho constitucional, aunque su interés principal es político, es decir, desarrollar principios, profundos y generales, como para proporcionar una base común a quienes adscriben a las dos culturas políticas que actualmente dividen a EE.UU. Y se pronuncia por conciliar el conflicto entre igualdad y libertad, pues entiende que las comunidades políticas deben buscar una interpretación de cada una de esas virtudes que muestre que son compatibles, que presente a cada una de ellas como un aspecto de la otra 11.
En suma, frente a todas las concepciones actuales de la democracia a las que pasó revista Andrea Greppi, que mencionan la profunda falta de representatividad que arrastran las instituciones democráticas, así como la creciente ausencia de racionalidad del Estado de Derecho, que desafía el esquema clásico de división de poderes, y por consiguiente la estructura básica de nuestros sistemas constitucionales, vuelve ese autor sobre la importancia de la vigencia del constitucionalismo democrático. Rescata una actualización de las doctrinas de la democracia deliberativa —a la que adhería entre nosotros hace años Carlos S. Nino— y el uso de la noción de “procedimiento”, como elemento clave para reconstruir la validez o legitimidad de las decisiones políticas.
Aquí, de nuevo para Greppi, las teorías del constitucionalismo democrático vuelven a jugar un papel crucial: “Tras el giro deliberativo, a la teoría le queda por delante la búsqueda de un nuevo equilibrio entre los ideales y la realidad de una democracia que está volviéndose cada vez más virtual y aparente… la palabra ‘democracia’ se refiere, a un tiempo, a un ideal y un método”. Plantea la importancia de las reglas y procedimientos que se necesitan —explica la inconsistencia de muchas propuestas examinadas a lo largo de su libro que tratan “pasar de puntillas” porque la democracia necesita de ellos— y que también se requiere una “teoría de la democracia” que indique los “principios para la
asignación de derechos y deberes, cargas y beneficios de la cooperación social”.
Y termina por marcar una profunda contradicción en los adversarios de la democracia respecto de quienes cree que “se hacen cada vez más fuertes y levantan cada vez más la voz. Desmintiendo su razón de ser, aspiran a convertir las instituciones en instrumentos de control de las conductas y de las conciencias, y buscan la forma más eficaz para reducir o desactivar los espacios residuales de autogobierno” 12. Sin decirlo expresamente, interpreto que ese autor, que trata en profundidad las modernas concepciones de la democracia en el pensamiento político contemporáneo, nos está previniendo contra un giro crítico de la democracia que pueda estar conduciendo al autoritarismo.
Ese posible giro hacia posiciones antidemocráticas resulta particularmente
grave en la Argentina, ante su tormentosa historia acaecida a partir del primer golpe de Estado —y posterior gobierno de facto— en 1930, hasta el último de ellos —1976/83— por responder a diversas ideologías antidemocráticas, a proscripciones, fraudes electorales y represiones, al rol protagónico de las fuerzas armadas, así como a factores económicos, sociales y sindicales, que también se hicieron presentes y que ya examiné en un “Comentario al artículo 37 de la Constitución” (13).
Sin embargo, según anticipé, lo cierto es que nuestro sistema constitucional
reformado en 1994 resultó exitoso, en sus 25 años desde esa fecha hasta el
presente, en cuanto ha resuelto los conflictos políticos —también económicos y sociales— por medios eleccionarios y con el funcionamiento de todas sus instituciones principales (Congreso y Poder Judicial). Desde ese punto de vista, a pesar de todos sus problemas, la reforma constitucional de 1994 ha sido muy exitosa, porque reafirmó la conclusión de los gobiernos de facto, alternativa ampliamente utilizada en el siglo XX.
4.3. Las garantías de los derechos políticos, y de los partidos políticos
La conclusión anterior significa que el éxito de la democracia y el resguardo
de su defensa en el art. 36, radicó en la observación plena del art. 37, según
el cual el principio de la “soberanía popular” que funda la democracia quedó asociado a que “el sufragio es universal, igual, secreto y obligatorio”. Estas modalidades del sufragio —constitucionalizadas en 1994— impiden utilizar su antagónico, el “sufragio libre” (no obligatorio) que tiende a excluir de la actividad política a los individuos o sectores sociales no integrados al mercado por su situación económica y social.
Ese principio general fue complementado por la incorporación de otra
garantía de varones y mujeres para el acceso a cargos electivos y partidarios, mediante acciones positivas. Esta prescripción constitucional fue cumplida ampliamente por la legislación complementaria en protección de la mujer, de modo que se reflejó en un crecimiento notable de su participación en las cámaras del Congreso y en las prácticas de fórmulas mixtas para la nominación de las candidaturas a cargos ejecutivos.
Al momento de debatirse la reforma de 1994 los partidos argentinos habían superado una larga etapa de luchas y proscripciones, comenzadas en el siglo XIX y extendidas a lo largo del XX (salvo escasos períodos de ese último), a los que hice referencia en otro lugar 14. En la redacción del art. 38 se adoptaron los criterios que estaban vigentes en la legislación electoral, respecto a la libertad de su actuación y organización; remarcando y completando con “la representación de las minorías”, el “acceso a la información pública y difusión de las ideas”, el “sostenimiento económico de sus actividades y de la capacitación de sus dirigentes”, debiendo “dar publicidad del origen y destino de sus fondos y patrimonio”. Estas directrices han sido cumplidas, en términos generales, especialmente por el control de los partidos que efectúa la justicia electoral. El punto más conflictivo ha sido la publicidad y explicación de sus fondos.
El sostenimiento económico de la capacitación de sus dirigentes no ha logrado la envergadura que tuviera en los países europeos centrales —adoptados como modelos al redactarse el art. 38— o en EE. UU mediante fundaciones de gran poder financiero.
La representación de las minorías tampoco fue reglamentada en línea con el sistema D’Hont que rige para elección de los diputados nacionales: esto ha facilitado la ruptura de sectores de los partidos, la preferencia por la creación de nuevas fuerzas —en vez de reformar las existentes— y la conformación de alianzas coyunturales, tal como sucede actualmente en muchos países europeos. Cuando han existido escisiones o fragmentaciones en los partidos se prefirió competir por fuera y no por dentro de ellos. Incluso, la preferencia por competir fuera de los partidos se expresó en la adopción de la ley de lemas en diversas provincias para otorgar representación a varias fuerzas políticas que confluyen en una candidatura a gobernador o en una fórmula presidencial (15).
4.4. El debilitamiento de los partidos políticos en el siglo XXI
Cabe, además, señalar que desde comienzos del siglo XXI ha existido un proceso de debilitamiento de los partidos políticos. Parecen haber entrado en una franca declinación, incluyendo como causas el debilitamiento de recursos políticos propios de los Estados nacionales, el debilitamiento de las grandes identidades construidas en torno al mundo del trabajo, las enormes transformaciones en el mundo cotidiano de la población de las democracias, la “americanización” de las campañas (la desaparición del debate de ideas y la competencia entre las imágenes de los candidatos), que aparecen como premisas de una creciente desafección y descontento ciudadano frente a los partidos, que ven reducirse el número de sus afiliados, disminuyendo la militancia activa, mientras sus funciones tradicionales se debilitan, ya que dejan de ser las herramientas insustituibles para la integración y movilización de la ciudadanía (16).
A ello cabe agregar las consecuencias de la política video-plasmada, ya advertida desde fines de la década de los ’90 por Giovanni Sartori 17, quien alertaba sobre la gran significación de este fenómeno en los EE.UU., y acotaba: “Cuatro de cada cinco americanos declaran que votan en función de lo que aprenden ante la pantalla. Son, con toda probabilidad, personas que no leen periódico alguno; y como en los Estados Unidos los partidos son muy débiles y las emisoras de radio son todas locales y dan poquísimas noticias políticas, podemos deducir las conclusiones muy rápidamente”. Y ponía tales conclusiones en función de la incidencia en los diferentes regímenes y según la fortaleza de los partidos: “En los sistemas presidenciales la personalización de la política es máxima. Y lo es especialmente en Estados Unidos, donde la fuerza de la televisión es asimismo máxima”. Agregaba: “El último punto es éste: que la video-política tiende a destruir —unas veces más, otras menos— el partido o, al menos, el partido organizado de masas que en Europa ha dominado la escena durante casi un siglo… No preveo que los partidos desaparezcan. Pero la video-política reduce el peso y la esencialidad de los partidos y, por eso mismo, les obliga a transformarse. El llamado ‘partido de peso’ ya no es indispensable; el ‘partido ligero’ es suficiente”.
En línea con este análisis, Sergio Fabbrini 18 profundiza los conceptos señalando que “en las teledemocracias las diferencias de política y de policy entre los candidatos son mínimas y, por lo tanto, que la homogeneización del público, realizada por los medios ha llegado a niveles tan altos que excluyen toda posibilidad de discusión acerca de los programas, y más aún acerca de las ideologías.
En semejante contexto, el líder es un recurso estratégico, la llave maestra para resolver, a favor de una u otra posición, la carrera para alcanzar el Poder Ejecutivo (…) Los líderes que se imponen son aquellos que demuestran tener un talento especial para identificar ‘las frases y los gestos’ que pueden crear un vínculo entre ellos y vastas audiencies, es decir, que pueden ser apropiados para la comunicación en los medios radiotelevisivos”. La consecuencia —como anticipaba Sartori— es que “la personalización de la política constituye una consecuencia inevitable de las transformaciones culturales y tecnológicas que produjeron los actuales sistemas de comunicación de masas”. “En la ‘democracia de audiencia’ o ‘del público’, la elección electoral está personalizada, es decir, los electores votan a una persona y ya no a un partido, y menos aún un programa”.
Aunque todo ello iría a favor de la personalización del Ejecutivo, queda atemperado, para ese autor, quien distingue entre la “personalización de la política electoral”, que ha tenido que enfrentar importantes resistencias en los EE.UU., y en ciertos países de Europa, “cuando intentó convertirse en personalización de la política gubernamental”. En Estados Unidos, en donde el sistema electoral de representación uninominal por distritos para la Cámara de Representantes, también es significativa la representación personal; no obstante lo cual, considera que a partir de los ’90 se han fortalecido los partidos en el Poder Legislativo, a punto tal que “el Congreso de los individuos y la Presidencia de la persona han debido encontrar modalidades colectivas, es decir, de colaboración política para gobernar al país”. Y, aunque también halla en Europa similares condiciones que favorecieron la personalización de la política, considera que “si bien más abiertos los partidos siguen desempeñando una función en la política electoral, y, sobre todo, en la institucional”. Aprecia que así sucede en la Francia semipresidencial, en donde por la elección directa del presidente de la república “la personalización se ha transferido al Ejecutivo con mayor facilidad, sobre todo cuando el presidente goza de una amplia mayoría en el Legislativo”; pero aún en esas circunstancias —como las que favorecieron a Sarkozy— “necesitó la colaboración de un partido para transformar sus propuestas en actos legislativos”. Es decir, tanto en EE.UU. como en Francia, o en regímenes parlamentarios al estilo inglés, los partidos políticos siguieron siendo necesarios como instrumentos de gobierno. En cambio, sucedió en menor grado en la Italia de Silvio Berlusconi, pues: “con su elección la personalización de la política electoral se transformó en la personalización del Ejecutivo”.
Como conclusión de posteriores análisis que Fabbrini realiza de los diferentes tipos de gobierno contemporáneos, afirma que a la pregunta sobre cómo se gobiernan las democracias la contesta de este modo: “Aunque los líderes están en ascenso y los partidos en decadencia, como se ha demostrado en este libro, ninguna democracia puede funcionar de una manera adecuada sin los unos o sin los otros. Ningún sistema de gobierno puede maximizar la función del líder negando la del partido. O viceversa”.
Si estas consecuencias de la videopolítica favorecen, entonces, a la presidencia personalizada y actúan en detrimento de los partidos —y también concurren contra la atenuación del presidencialismo—, lo cierto es que la complejidad del moderno sistema comunicacional produce efectos colaterales que generan impactos significativos en la democracia contemporánea. En este sentido, la progresiva desaparición de la confianza pública y la crisis de la legitimidad política, si bien afectan a todos los órganos del Estado, hacen mella en el Ejecutivo hiperpresidencialista, por su predominancia.
Manuel Castells, en una extensa obra sobre la relación entre la comunicación y el poder 19, acentúa la desaparición de la confianza pública y la crisis de legitimidad política. Afirma que “como se documenta en el Apéndice, una mayoría de ciudadanos del mundo no confía en sus gobiernos ni en sus parlamentos y un grupo aún mayor de ciudadanos desprecia a los políticos y a los partidos y cree que su gobierno no representa la voluntad popular. Aquí se incluyen las democracias avanzadas, ya que numerosas encuestas muestran que la confianza pública en el gobierno y en las instituciones políticas ha disminuido sustancialmente en las tres últimas décadas [con citas de ellas]… los datos de las encuestas indican que la percepción de la corrupción es el principal predictor de la desconfianza política”. Y más adelante, en términos globales, observa: “aunque la corrupción no haya aumentado significativamente en la historia reciente (es probable lo contrario), lo que ha aumentado es la publicidad de la corrupción, la percepción de la corrupción y el impacto de dicha percepción en la confianza política… Por tanto, la conexión entre exposición a la corrupción política y el declive de la confianza política puede estar directamente relacionada con el dominio de la política mediática y la política del escándalo en la gestión de los asuntos públicos”.
Luego de analizar la amplitud de estos fenómenos señala: “la experiencia
internacional muestra la diversidad de respuestas políticas a la crisis de legitimidad política, a menudo dependiendo de las normas electorales, de la especificidad institucional y de las situaciones ideológicas… En muchos casos la crisis de legitimidad conduce a un incremento de la movilización política en lugar de a la retirada política. La política mediática y la política del escándalo contribuyen a esta crisis mundial de legitimidad política, pero el declive de la confianza pública no equivale a un declive de la participación política. Enfrentados a la desafección de la ciudadanía, los líderes políticos buscan nuevas formas de llegar a su electorado y activarlo. Los ciudadanos, recelosos de las instituciones políticas pero empeñados en afirmar sus derechos, buscan la forma de movilizarse en sus propios términos dentro y fuera del sistema político. Precisamente es esta creciente distancia entre la fe en las instituciones políticas y el deseo de acción política lo que constituye la crisis de la democracia”.
Así, la “confianza” —y la integración a redes sociales de confianza— aparece, en oportunidades que han sido estudiadas especialmente por algunos autores, como fuerzas de avance en el proceso de la democracia, también sucede lo contrario cuando grupos de ciudadanos rompen sus compromisos con la política pública en general, creando sus propias alternativas a los servicios guberna-
mentales o ejerciendo un control privado sobre diferentes partes del gobierno, en cuyo caso se está en presencia de situaciones de “desdemocratización”, que explican aspectos de la crisis de la democracia (20).
4.5. La utilización del “escándalo público” en la lucha democrática
Cabe hacer aquí hacer siquiera una mención incidental a la cuestión del escándalo político, y su impacto sobre la lucha democrática, porque también viene incidiendo de modo creciente en los últimos 25 años de vigencia de la reforma de 1994.
John B. Thomson ha estudiado con rigurosidad, en una de sus obras 21, esta temática. El escándalo político (dejando de lado otras clases de escándalos, por ejemplo, económicos, o formas de corrupción y conflictos de interés que también analiza) afecta tres aspectos importantes conectados entre sí: el poder simbólico, la reputación y la confianza. En cuanto al primero de ellos, afirma: “todos los escándalos implican la existencia de luchas [sociales] y por el acceso a las fuentes de ese poder simbólico”; definiendo al “poder simbólico” (una de las cuatro formas básicas del poder) como aquel que “se refiere a la capacidad de intervención en el curso de los acontecimientos y a la posibilidad de moldear su efecto, por un lado y a la capacidad de influir en las acciones y creencias de otros mediante la producción y la transmisión de formas simbólicas, por otro”. “La reputación es uno de los aspectos del capital simbólico y consiste en el aprecio o estima relativa que un determinado grupo de personas concede a un individuo o una institución. Cuanto más alta es la estima y mayor el rango de los individuos que la conceden, más elevada es la reputación”. Acota que habitualmente acumular una buena reputación se convierte en una larga y ardua tarea, y es un recurso —a diferencia del dinero u otros tipos de capital, que no se agota con el uso— pero puede ser muy frágil y difícil de restaurar cuando ha sido seriamente dañado. “En el ámbito de la política es importante porque resulta vital para la obtención del poder simbólico”. Y agrega que “es un recurso que no sólo acumulan los individuos, sino que también puede ser atesorado por las instituciones”. Son especialmente vulnerables los partidos políticos, los gobiernos y las administraciones. A su vez, el tercero de los aspectos es “la confianza como uno de los aspectos del ‘capital social’”.
En definitiva, todo ello termina por significar cuál es el grado de confianza que tienen los ciudadanos sobre las instituciones o las dirigencias políticas. Al contribuir los escándalos a “una desconfianza generalizada y profunda… pueden generar formas más debilitadas de gobierno”; “los presidentes y los primeros ministros pueden convertirse en funcionarios insolventes”. Pero también pueden producir formas de gobierno débiles en otro sentido, si aleja a los ciudadanos ordinarios de alguna participación en los procesos políticos de gobierno (esta es condición de ejercicio de democracias fuertes). “Uno de los peligros de los escándalos políticos consiste en que puedan contribuir a generar una actitud de profunda desconfianza entre algunos sectores de la población, lo que llevaría a la generalización de unos decrecientes niveles de interés y participación”.
Y cuando ello sucede porque se estima estar frente “a un sistema político que consideran irremediablemente manchado o corrupto, no es una sociedad que disfrute de una democracia fuerte y vital”.
4.6. La reducci ón de mandatos, elecciones directas, las PASO y el balotaje
Frente a las tendencias actuales señaladas, la reforma de 1994 proporcionó
una mayor adaptación del sistema político e institucional a las circunstancias cambiantes.
La elección directa del presidente y vicepresidente de la Nación y de los
senadores nacionales —con representación de un tercer senador por la minoría por cada provincia y la ciudad de Buenos Aires— y el acortamiento de sus mandatos, facilitaron la expresión ciudadana ante los cambios acelerados que impone la “modernidad líquida”.
De modo similar, la reducción del mandato presidencial a cuatro años permite que las presidencias no exitosas no renueven sus mandatos en un tiempo acotado.
Asimismo, ha sido comprobado, a partir de los comicios del año 2015
la ductilidad de la fórmula ideada por la reforma de 1994 para el balotaje en nuestro país.
En cambio, el régimen de primarias abiertas, simultáneas y obligatorias 22,
que pretende regular las elecciones internas partidarias, no ha tenido éxito porque, desde su creación en el año 2011, la gran mayoría de los grandes partidos o alianzas políticas optaron por utilizar el sistema de lista única de candidatos.
Ello significó, en la práctica, que las PASO duplicaran las elecciones previstas en la Constitución con el consiguiente incremento de su costo y la dificultad de su financiamiento.
Más grave aún ha sido que las PASO introdujeron, en el caso de elecciones
presidenciales (como se ha podido apreciar en el año 2019), una dificultad
adicional relativa a la gobernabilidad del sistema político, consistente en la extensión del período que transcurre entre la primera elección nacional y la entrega del mando al presidente electo, en contra de lo previsto en la Constitución reformada en 1994, cuyos arts. 95 y 96 previeron la realización de la elección presidencial dentro de los dos meses anteriores a la entrega del mando, y en caso de balotaje su realización dentro de 30 días. La extensión de los plazos que en tales casos supone la realización previa de las PASO permite dudar de la constitucionalidad de ese sistema, que conviene ser derogado.
4.7. Fortalecer el “consenso” democrático para enfrentar los nuevos desafíos
Como se ha señalado, en forma sucinta, existen significativos peligros —que pueden entenderse como nuevos desafíos— para la consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático, a los 25 años de sanción de la reforma constitucional de 1994. En mi opinión, afrontarlos con éxito requiere la permanente recreación de consensos políticos e institucionales, que deben ser abordados no solo desde la perspectiva del fortalecimiento de la democracia sino también del mejor cumplimiento de las otras ideas-fuerzas ya mencionadas, porque esas cinco ideas se hallan interrelacionadas, conforme se analizará seguidamente.
- ATENUACIÓN O FLEXIBILIZACIÓN DEL PRESIDENCIALISMO
La atenuación —o flexibilización— del régimen presidencialista ha sido el eje central de la segunda de las ideas-fuerza arriba mencionada, es decir, la necesaria para lograr un nuevo y mejor equilibrio entre los poderes del Estado 23. Adelanto que dicha idea central se expresa por todo un conjunto de reformas concatenadas, introducidas a los tres poderes del Estado, e incluso incorporando un órgano extrapoder, el Ministerio Público; así como un incremento de controles intraórganos (en el interior de cada órgano del poder) y de controles interórganos para intentar reducir el peso del Poder Ejecutivo en el originario sistema resultante de la Constitución de 1853/60. Con esto señalo que la cuestión de la atenuación o flexibilización del presidencialismo excede el marco de la figura del jefe de gabinete de ministros, si bien esta institución ha sido incorporada por la reforma de 1994 como un elemento de importancia para lograr los señalados fines.
5.1. El problema de la tradición “hiperpresidencialista”
Desde esta perspectiva, la finalidad esencial de atenuar el presidencialismo
no se ha logrado, y se mantiene un régimen predominantemente “hiperpresidencialismo”, aun cuando se llevaron a la práctica muchas de las reformas introducidas por la reforma de 1994 a todos los poderes del Estado para lograr ese fin e incrementar su eficiencia 24.
Para Alberdi, el Poder Ejecutivo vigoroso era el medio de evitar la anarquía
o la omnipotencia de la espada —y en tal sentido era instrumento central
para la pacificación nacional— pero tan importante como ello es que, a su vez, debía ser principal impulsor del progreso y del engrandecimiento del país 25.
La existencia de tradiciones históricas que limitan la aplicación de nuevas
normas ha sido reconocida, en el derecho comparado, por Jiménez de Parga 26, quien ha puesto de relieve que no corresponde atender solo a la especie constitucional normativa de un régimen político —por ejemplo, en lo que directamente le atañe a ese autor, el parlamentarismo español— sino a ciertas circunstancias que los definen en la práctica. Por ello, recuerda que, al realizar una tipología de los regímenes políticos ya a fines de la década de los años ’50, indicaba que debía incluirse en el análisis todos los datos de la realidad que ofrecen posibilidades —positivas y negativas— a la acción política. Los que llama “principios configuradores” definen a los regímenes construidos sobre los “supuestos” y son de naturaleza jurídica unos y de naturaleza política otros. “El régimen, por ello, es una manera de convivir jurídico-política”.
El rol del Poder Ejecutivo, históricamente, concebido de modo hegemónico
en la Constitución de 1853/60, acentuado durante los largos períodos de gobiernos de facto durante el siglo XX, trajo riesgos apreciables para los propios presidentes, ya sea por debilidad política —caso de De la Rúa— o por razones de salud —casos de Menem y Fernández de Kirchner— que fueron cuestiones previstas al concebir la figura del jefe de Gabinete de Ministros, para proteger a los presidentes del desgaste cotidiano.
5.2. El ejercicio de sus funciones por jefes de gabinete en varias presidencias
La atenuación del presidencialismo es inconsistente cuando los presidentes deciden actuar —en contra de lo dispuesto en la Constitución— sin realizar reuniones de gabinete de ministros —lo cual ya es una forma de la atenuación de su poder 27, de control intraórgano— como ha sucedido en las presidencias de los años 2003/2015. No tiene sentido designar un verdadero primus inter pares entre los ministros, sin que aquellos puedan ejercer en plenitud sus atribuciones colectivas en gabinete 28.
Si bien los presidentes se han manejado, después de la reforma de 1994, con pocas personas de su confianza con quienes toman decisiones, durante la presidencia de Menem el gabinete se reunió regularmente, así como también hubo una delegación fáctica de poderes en alguno de sus jefes de gabinete, dada la necesidad de cuidar su salud (luego de sufrir una cirugía arterial). Esto último también ocurrió en la presidencia de Fernández de Kirchner.
En cambio, con De la Rúa, los jefes de gabinete cumplieron dos roles distintos: en la primera fase de la Alianza, Rodolfo Terragno tuvo una función principal de índole política, articulando la actividad del Poder Ejecutivo entre el presidente y su vicepresidente —Carlos Álvarez— de diferentes partidos; luego de la renuncia de este último, y de separarse sectores importantes del FREPASO de esa Alianza 29, Cristian Colombo, que devino jefe de gabinete, se hizo cargo del funcionamiento de la Administración, en una presidencia ya debilitada. En las elecciones parlamentarias de mitad de mandato presidencial, en el año 2001, nuevamente vencía el justicialismo —con el 37,40% de los votos contra el 23,10% de la Alianza— siendo que el presidente De la Rúa, tampoco optó para afrontar esa crisis con la posibilidad que le ofrecía la reforma de 1994, de flexibilizar el presidencialismo mediante la designación de un jefe de gabinete de ministros del partido victorioso en las elecciones —posibilidad que habíamos analizado con el profesor Antonio Martino en un trabajo realizado con anticipación 30— para aventar un descalabro mayor, tal como efectivamente sucedió en la gran crisis del año 2002.
5.3. Algunas observaciones respecto de la gran crisis de los años 2001/2002
En primer término, que Eduardo Duhalde, quien condujera la etapa inicial
de salida de esa profunda crisis, fuera designado y luego renunció como presidente por voluntad del Parlamento (siendo luego aceptada por el Congreso también su renuncia anticipada), demostraba que la solución alternativa de designar por De la Rúa un jefe de gabinete de la principal oposición era mejor, en el plano institucional, que la solución tradicional de la acefalía del Ejecutivo y la designación parlamentaria de un presidente.
En segundo lugar, el proceso de anarquía que vivía el país indujo nuevamente, como reflejo tradicional, volver a la idea de un “presidente fuerte” —Néstor Kirchner— pese a ser el segundo más votado (el expresidente Carlos Menem lo fue en la primera vuelta, y, sin embargo, no se presentó al balotaje porque entendió tener a la opinión pública en contra), situación que facilitó nuevamente el retorno a prácticas hiperpresidencialistas, continuadas en las presidencias de su sucesora Cristina Fernández.
La tercera observación es que el país que reaccionó a la crisis con una expresión contraria a las dirigencias —“que se vayan todos”— afectó gravemente la idea que la política requiere necesariamente de acuerdos y consensos, que permitan superar enfrentamientos.
En las presidencias del matrimonio Kirchner tres jefes de gabinete tuvieron
gran importancia —Alberto y Aníbal Fernández, y Jorge Capitanich— pero
su desempeño constitucional estuvo limitado por la desaparición del gabinete como institución.
Durante la presidencia de Mauricio Macri se dio principal relevancia a su
jefe de Gabinete —Marcos Peña— durante todo el período de su mandato, quien tuvo una efectiva función de coordinación —de primus inter pares— de la tarea de los demás ministros, llegando a un alto grado de control de sus respectivas áreas de gobierno, con apoyo de sus principales secretarios. Sin embargo, ese jefe de gabinete no realizó una de sus funciones centrales, la de ser nexo entre el Ejecutivo y el Congreso, toda vez que la tarea de articular las elaboración y aprobación de las leyes fue delegada en el ministro del Interior y Obras Públicas y en el presidente de la Cámara de Diputados o en el presidente provisional del Senado. Tampoco gestó ni gestionó una labor de acuerdos políticos con los socios de la coalición de gobierno, ni con sectores de la oposición.
5.4. El jefe de gabinete y su rol de nexo con el Congreso
En la función del jefe de gabinete como nexo entre el presidente y el Congreso, como el ejercicio de sus facultades u obligaciones, su cumplimiento fue irregular en todo el período posterior a la sanción de la reforma de 1994.
No obstante que el Congreso actualizó su funcionamiento según lo fijado en esa reforma 31, las Cámaras no llevaron a la práctica los mecanismos constitucionales para dar mayor visibilidad a sus actos o al control del Ejecutivo, en una época signada por la política video-plasmada. Y ese fue un comportamiento también imputable a los partidos de oposición, los cuales no han exigido, muchas veces, el cumplimiento de las obligaciones de los jefes de gabinete (32). En ningún caso —ni siquiera durante la presidencia de Macri, quien no contó con mayoría propia en ninguna de las dos cámaras— se utilizó por la oposición, como método de control o en una instancia política, la institución de la censura parlamentaria (33).
La consecuencia que se sigue, como la metodología adecuada para superar la tradición “hiperpresidencialista”, fue resumida por otro destacado constitucionalista y miembro de la Convención Constituyente, actual juez de la Corte Suprema de Justicia, Horacio Rosatti, en la obra que cito 34, donde sostuvo que la “transferencia horizontal de funciones (desde el Ejecutivo hacia el Legislativo) difícilmente pueda cumplir —leyendo el texto reformado— con el objetivo original de compartir el poder; plantea, con miras más modestas, la posibilidad de modernizar funcionalmente al Poder Ejecutivo a través del deslinde competencial entre el presidente y el jefe de gabinete de ministros y de mejorar sus vínculos con el Congreso”.
Y aporta la perspectiva que “la modernización del texto constitucional debe ser acompañada por el desarrollo de una cultura política participativa”, indicando: “Si Sáenz Peña dijo, en los prolegómenos de su histórica reforma electoral que tan importante como ‘garantizar el sufragio’ era ‘crear al sufragante’ hoy podríamos decir —con relación a la Reforma Constitucional de 1994— que tan importante como ‘modernizar las instituciones’ es crear a la ‘ciudadaníapolítica’, venciendo la apatía y la incredulidad”.
5.5. El rol del Poder Judicial en la atenuación del presidencialismo
Ante las señaladas falencias del Congreso, la situación descripta conduce
a un creciente rol que debe cumplir el Poder Judicial en la atenuación del
presidencialismo.
Como lo señalé en otra oportunidad, las reformas de 1994, relativas al Poder Judicial tuvieron por objeto dos grandes finalidades: “asegurar la independencia de los jueces” y lograr “la eficaz prestación de los servicios de justicia” (35), para mejorar la imagen pública de la administración de justicia (36), como también los sostuvo Enrique Paixao, como miembro informante del Núcleo de Coincidencias Básicas ante el plenario de la Convención Constituyente, y en una obra inmediatamente posterior (37).
A su vez, se vinculaban también con la atenuación del sistema presidencialista, al disminuir la intervención de los poderes políticos del Estado en el proceso de selección y nombramiento de los jueces y en el de su remoción (38), que intentaron ser desnaturalizados por la reforma judicial que encaró el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, declarada inconstitucional en el caso Rizzo. También por modificaciones para el nombramiento de los jueces de la Corte Suprema (39).
Un Poder Judicial así concebido, con el auxilio del Ministerio Público,
puede suplir falencias del Poder Ejecutivo y del Congreso por incumplimiento de sus deberes constitucionales, en aspectos relativos a la atenuación del presidencialismo; situación conectada con la tercera idea-fuerza de la reforma.
- UN MAYOR RECONOCIMIENTO DE LOS DERECHOS
HUMANOS Y SUS GARANTÍAS
6.1. El diseño constitucional de esta finalidad
Como señalara en otras obras, y especialmente en la codirigida por Alberto
R. Dalla Via y por mi parte, en el trabajo de mi autoría allí incluido “Interpretación de la Reforma de 1994 y el Capítulo Segundo de la Primera Parte de la Constitución” 40, hubo una razón técnica y política para incorporar nuevos derechos y garantías en un capítulo adicional en la primera parte, así como otros derechos se desarrollaron con los contenidos obrantes en las declaraciones, convenciones y tratados de derechos humanos a los que otorgara jerarquía constitucional por el art. 75 inc. 22 de la Constitución, u otros derechos como los reconocidos por la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Esa razón fue que existía un acuerdo político con vastos sectores (en general opuestos a la reforma) en el sentido que no podía introducirse modificación alguna a los primeros 35 artículos iniciales de la Constitución de 1853/60, preservando su núcleo duro, ideológico 41.
Además, el justicialismo que aceptara la derogación de la reforma de 1949 también reivindicaba la explicitación de ciertos derechos individuales o sociales, circunstancia que condujo a proponer constitucionalizar los tratados de derechos humanos y su protección mediante remedios procesales idóneos, que se canalizaban por la vía de nuevas atribuciones otorgadas al Congreso; como también regulaciones de índole económica —entre ellas, la nueva “Cláusula para el Progreso”— que se examinan en el capítulo siguiente, o medidas tendientes a la preservación del medio ambiente, tutelar la defensa del usuario y del consumidor entre otras; las cuales propuse para un documento de una comisión de juristas de ese partido, que junto con otros dos sobre la reforma aprobara su Consejo Nacional (42).
Luego, la habilitación del tratamiento de estos temas se realizó por diversos puntos de los acuerdos preconstituyentes de diciembre de 1993, incluidos en la ley declarativa de la reforma —por ejemplo, letras K), M), N)— y por la modificación del entonces art. 67 (hoy 75) de la Constitución, relativo a las facultades del Congreso.
Para evitar cuestionamientos, en el inc. 22 del art. 75 se dejó señalado que las declaraciones, convenciones y tratados de derechos humanos “no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos” 43. Con esta salvedad, se establece una nueva pauta interpretativa de los derechos y garantías reconocidos en la primera parte de la Constitución, ampliando el universo de sus valores.
6.2. La reforma de 1994 incorporó los principios del constitucionalismo
social y las consecuencias de una mayor judicialización
Con la incorporación de los textos agregados al Capítulo Segundo de la
Primera Parte de la Constitución, y a diversos incisos del art. 75 en las facultades del Congreso, el cuerpo de valores de la Constitución de 1853/60 se amplió a los principios propios del constitucionalismo social especialmente desarrollados luego de la segunda guerra mundial en numerosas Leyes Fundamentales europeas.
El plexo normativo que resulta de las normas citadas, ha tenido la consecuencia de facilitar la democratización del acceso a la justicia, en un proceso asimilable al que tuvo la adopción del sufragio universal en el siglo XX. Incide, además, por la actuación de los medios de comunicación, “que amplifican las cuestiones que deben decidir los jueces. Ello termina provocando una instalación en sede de la justicia del conflicto político, dando lugar a la “judicialización de la política” 44.
La incorporación de los nuevos derechos agregó un control social a la
administración del Estado por la actuación de las asociaciones —en audiencias públicas u otros medios— y que, de ser necesario, activa al Poder Judicial en defensa de derechos afectados o de intereses generales; y resultan ser también otros modos de combatir contra las concepciones hegemónicas del Ejecutivo.
La mayor judicialización que ha traído aparejada la reforma de 1994 en
cuanto a los derechos reconocidos activó corrientes doctrinarias, como la que se autodenomina “Garantismo Constitucional”, que expone en esta materia principalmente Raúl Gustavo Ferreyra” 45; o la que impulsa relaciones de cooperación entre los jueces y los legisladores o el poder ejecutivo en orden a la creación de normas jurídicas, ofreciendo líneas de trabajo para las cuestiones de inconstitucionalidades sobre las que deben pronunciarse 46.
El proceso de mayor judicialización que se viene describiendo se advierte
también por la amplitud de los temas que ha debido abordar la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en donde se puede apreciar en la extensión y complejidad de las materias que se han venido abordando, tales como: la cuestión del acceso a la justicia —que implica las relativas a las organizaciones de usuarios y consumidores y la actividad del Defensor del Pueblo—; la ampliación del derecho a la igualdad; las garantías constitucionales en el proceso penal; los fallos relativos a los crímenes de la última dictadura; los derechos económicos, sociales y culturales (entre otros, salud, alimentación, vivienda, y derechos previsionales); los relativos a consumidores y usuarios; entes reguladores y prestadores de servicios públicos 47.
También se ha extendido en las últimas décadas la problemática de la jurisdicción internacional en materia de derechos humanos y su relación con el derecho interno 48. No obstante, la extensión que ha tomado esta materia, que impregna numerosos fallos de la justicia argentina, cabe señalar como importante limitación la salvedad ya señalada que surge del art. 75 inc. 22, sobre los límites de aplicación de los instrumentos allí mencionados, y queda ratificada y subordinada —por lo dispuesto en el art. 27— a “los principios de derecho público establecidos en esta Constitución”, de modo que en caso de conflicto, deben primar estos últimos.
6.3 La evolución hacia la “igualdad de oportunidades”
Otra característica del diseño constitucional en materia de derechos humanos ha sido la evolución del antiguo principio de “igualdad ante la ley”, contenido en el art. 16 de la Constitución Nacional (que proviene del texto de 1853/60), complementado después de la reforma de 1994 con el concepto de “igualdad real de oportunidades y de trato”, incluido en el inc. 23 del art. 75 en cuanto mandato al Congreso para legislar y promover medidas de acción positiva que la garanticen “y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución y por lo tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos”, estableciendo protecciones especiales del “derecho a la vida” y para los sectores más vulnerables previendo “un régimen de seguridad social e integral”.
Ese inc. 23 continuador de la “cláusula del nuevo progreso” del inc. 19, del art. 75 de la Constitución —que se examina más exhaustivamente en el siguiente capítulo— y de la incorporación de los tratados internacionales en el inc. 22, resulta una clara expresión del ya referido “constitucionalismo social” que inspira, según adelantara al a la Constitución Nacional.
En subsidio de su cumplimiento por el Congreso, estimo que los jueces pueden adoptar decisiones en los casos concretos que se les sometan en el sentido indicado. Esta solución está prevista en forma explícita en los arts. 41 y 42, ya que los derechos y obligaciones allí contemplados alcanzan a “todas” las autoridades (incluido e Poder Judicial), y se desprende también del texto del art. 43 que autoriza el amparo contra “cualquier forma de discriminación”, que puede entenderse contra discriminar aspectos concernientes a la igualdad de oportunidades.
El plexo de derechos humanos que resulta de las normas mencionadas responde a derechos individuales y sociales, que se sintetiza en la primera parte del citado inc. 19 del art. 75, cuando allí se privilegia “al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social…”, compensando así la derogación de la Constitución de 1949.
6.4. El desafío de la pobreza y su impacto sobre los demás fines de la reforma
Parece indudable que dentro del orden de prioridades de los derechos humanos tienen primer grado de importancia el derecho a la vida y a la alimentación (en particular de los niños y otros sectores particularmente vulnerables), conforme se acaba de ver.
Cabe formular la aclaración, aunque la problemática de la pobreza no fue
un tema explícitamente abordada en la reforma constitucional —entre otras razones porque para 1994 el plan de estabilización monetaria que representó la “convertibilidad” había conseguido dominar la hiperinflación, e incluso la alta inflación— ello no significa que no se hubiesen adoptado un conjunto de normas para enfrentarla, sea las incluidas en los arts. 41 a 43 del Capítulo Segundo de la Primera Parte de la Constitución, como también por la incorporación en el art. 75 de los incisos arriba mencionados.
Sin embargo, resulta evidente que a partir de la crisis económica de los
años 2001/2 esa problemática cobró especial vigencia. En este sentido, cobra
gran importancia el trabajo realizado en el marco del Programa Observatorio de la Deuda Social Argentina —de la Universidad Católica Argentina y que dirige Agustín Salvia— dado a conocer en marzo de 2019, teniendo como investigador a cargo a Juan Ignacio Bonfiglio 49.
Su importancia reside en una metodología de evaluación de la pobreza que
no fue considerada únicamente en aspectos cuantitativos sino también cualitativos y con base en derechos económicos y sociales —todos los cuales tienen un fundamento en normas constitucionales— distinguiendo lo relativos a alimentación y salud, servicios básicos, vivienda digna, medio ambiente, accesos educativos, empleo y seguridad social. La estimación de la pobreza multidimensional afecta, en 2018, al 23% de los hogares y el 31% de la población y con condiciones de vulnerabilidad que se ubican cerca del 40% 50.
Dejando aparte sus aspectos estructurales, el crecimiento de la pobreza en
épocas recientes está conectado al proceso de globalización, y la grave violación que se registra en el ideario de los derechos humanos puede extenderse a todo el desarrollo de las instituciones políticas y al conjunto de los fines de la reforma constitucional.
A comienzos de este siglo, un autor ya citado, Zygmunt Bauman, advertía en una obra la problemática de “la causa de la igualdad en un mundo incierto”, señalando que la globalización ocasiona “…porciones cada vez más grandes de la población que no solo se ven arrojadas a una vida de pobreza, miseria y destitución sino que por añadidura se encuentran expulsadas de lo que ha sido socialmente reconocido como un trabajo útil y económicamente racional, convirtiéndose así en prescindibles en lo social y económico”. Y luego de aportar amplias referencias del acelerado crecimiento de este fenómeno, concluye que “…la inestabilidad endémica de la vida de la abrumadora mayoría de los hombres y mujeres contemporáneos es la causa de la actual crisis de la república… y, por lo tanto, de la desaparición y el agostamiento de la ‘sociedad buena’ como propósito y motivo de la acción colectiva en general, y de la resistencia contra la progresiva erosión del espacio privado-público, el único en el que pueden surgir y florecer la solidaridad humana y el reconocimiento de las causas comunes. La inseguridad engendra más inseguridad. Tiende a atar un nudo gordiano imposible de desatar, que solo puede ser cortado” 51. Y el mismo autor, en otra obra más reciente la dedica totalmente al estudio de las desigualdades sociales en la era global, con muchos aspectos implicados 52.
Como consecuencia de lo dicho, es necesario esbozar siquiera cuáles son las directrices en materia económica y social que resultan de la reforma de 1994, y que deberían ser aprovechadas al máximo dado el alto nivel de pobreza a atender.
7. BASES CONSTITUCIONALES DE UN DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIAL FEDERAL
Las normas relativas al desarrollo económico y social ya estaban distribuidas en un conjunto de artículos dispersos en el texto de la Constitución de 1853/60, como lo reconocía el propio Alberdi 53, los cuales fueron conservados por la reforma de 1994, que a su vez incluyó nuevas normas complementarias a aquellos, también desperdigadas en diversos capítulos de la Constitución.
A continuación, realizaré un análisis de tales preceptos, con la aclaración que el régimen económico y social de la Constitución es la verdadera garantía
de las antiguas libertades, como de los nuevos derechos incorporados por la
reforma de 1994, más allá de las garantías judiciales específicas que protegen a ese plexo de normas.
En el centro de ese dispositivo constitucional se hallan dos normas: el
histórico texto que concretaba la “idea del progreso”, atribuido a Alberdi —en su proyecto de Constitución— pero que, en rigor, era una idea compartida por todos los pensadores de la llamada generación de 1837, texto que la reforma de 1994 conservó sin observaciones en el inc. 18 del art. 75 (antes art. 67, inc. 16), ubicado en las atribuciones del Congreso Nacional; con los agregados que se incluyeron en la cláusula inmediatamente posterior, denominada del “nuevo progreso”, en el inc. 19 de ese mismo art. 75. Paso a señalar algunos presupuestos conceptuales de ambas ideas.
7.1. Las ideas del “progreso” y del desarrollo humano con justicia social
En un extenso trabajo denominado “Relectura de la idea del ‘Progreso’”
que publiqué años atrás 54, abordé esa temática por considerarla un aspecto central del programa económico y social de la Constitución Nacional, en su texto histórico y en el actual con los nuevos contenidos que se incorporaron. Allí se analizaron, entre otros aspectos, las fuentes ideológicas del “progreso” (sostenidas por la generación de 1837) y su relación con los valores y la religión (puntos II y III), la organización democrática —que se planteaba como una aspiración para un futuro indeterminado— la educación y la ilustración, con un claro sustento sociológico (puntos IV y V), y sus similitudes con el programa de desarrollo nacional que inspiró a la Constitución de los EE.UU. (punto IX), la evolución de la idea originaria del “progreso” a los 50 años —en la Argentina del Centenario— y a 100 años del dictado de la Constitución —luego de la Segunda Guerra mundial y su influencia sobre la Constitución justicialista de 1949— (puntos X y XII). Se adelantó que ya existía una seria crisis de la idea del “progreso” debido al romanticismo irracionalista en el plano conceptual, y especialmente por la barbarie de las dos guerras mundiales (punto XI); pero destacaba, luego de la Segunda Guerra, un resurgimiento de sus valores en el orden internacional y que se expresaba con un nuevo concepto, el del “desarrollo”, nombre con el que pasa a la reforma constitucional de 1994 (puntos XII y XIII); para finalizar ese trabajo con algunas conclusiones (punto XIV).
De esas conclusiones, rescato que la arquitectura política, económica,
social y cultural de nuestra Constitución de 1853 estuvo influida por un pensamiento nacional, obra de la generación del ’37, cuyo pivote central fue la idea del “progreso”; que, si bien provenía de importantes autores europeos del
siglo XIX, los hombre de la generación del ’37 seleccionaron las fuentes que mejor se adaptaban a las condiciones del país en aquella época, utilizando en esa metodología adaptativa diversas disciplinas —algunas de las cuales eran modernas aún en Europa— tales como la filosofía política y de la historia, la ética política (con incursiones en lo moral y religioso), la filosofía e historia del derecho, las ciencias sociológica y la económica, y las artes (en el sentido de las técnicas utilizadas en la puesta en práctica del proyecto de país), la literatura y la educación (tanto la popular como la de elites). La influencia del proyecto nacional argentino presentó muchos puntos de contacto con el de EE.UU. de América, que también era país subdesarrollado a fines del siglo XIX y mediados del XX (cuando se hallaba en guerra civil entre el Norte y el Sur). Ese proyecto que reconocía como base la Constitución, de la cual se derivaba el resto del plexo normativo y muchas de sus prácticas fue sustancialmente exitoso durante 70 años (antes del primer gobierno de facto de 1930 y la regresión antidemocrática de gobiernos civiles posteriores).
La crisis de la idea del “progreso”, sucedida en Europa con el irracionalismo y las dos guerras mundiales, tuvo un alcance limitado en nuestro país, aunque la ideología nacionalista fue el gran factor de perturbación mediante golpes cívico —militares y los sucesivos (y cada vez más crueles) gobiernos de facto. Sin embargo, la originaria idea del “progreso” fue perdiendo su condición esencialmente optimista en cuanto al futuro de la historia, aunque algunos autores (he citado en aquel trabajo a Jacques Maritain, por su significación en el pensamiento de la segunda parte del siglo XX), en cuanto a la contradicción existente entre los optimistas y los pesimistas acerca del futuro de la especie humana. La reforma de 1994 se funda en aquellos autores optimistas que creen en la programación interdisciplinaria del futuro humano 55, auxiliado por la Constitución y el derecho que deriva de ella, aunque no desconocen las enormes dificultades que conducen a un pensamiento realista y pragmático para atender a necesidades concretas.
La idea del progreso recibe nuevos cuestionamientos y desafíos en nuestra época, expuestos por el ya citado Zygmunt Baumann 56, quien, en definitiva, los centra en el agotamiento del Estado moderno en cuanto a su poder de instar a la gente al trabajo —el poder de realizar cosas— que ya no reside en la política. Esa idea del progreso está hoy para ese autor (y para los que refiere), desregulado, privatizado e “individualizado”, porque la oferta de opciones para mejorar las realidades presentes es muy diversa, y también lo son las modalidades del trabajo. La época actual cuestiona aquella idea: “La franja de tiempo llamada ‘futuro’ se acorta, y el lapso total de una vida se fragmenta en episodios que
son manejados ‘de uno o por vez’… La naturaleza del progreso, que supo ser
acumulativa y de largo plazo está dando lugar a requerimientos que se dirigen a cada uno de esos episodios sucesivos por separado… En una vida regida por el principio de flexibilidad, las estrategias y los planes de vida sólo pueden ser de corto plazo”.
Sin embargo, los contenidos de la idea del “nuevo progreso —o del desarrollo humano— incluidos en el inc. 19 del art. 75 de la Constitución reformada, prevén a la necesidad de responder a la flexibilidad de esta época pues “la generación de empleo” vincula con la “formación profesional de los trabajadores” (y prepararlos para distintas actividades), “al desarrollo científico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento”. De allí la modernidad de ese inc. 19 en las directivas sobre las “leyes de organización y de base de la educación”, que entre otros grandes fines que allí se enuncian se propugna “la igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna”. Y por ello realiza también una mención específica a leyes “que protejan la identidad y pluralidad culturales, la libre creación y circulación de las obras del autor; el patrimonio artístico y los espacios culturales y audiovisuales”.
En este sentido, en mi opinión la idea del “progreso” y su continuadora
—la del desarrollo humano y el crecimiento económico con justicia social—
mantienen plena validez, a pesar de esta época signada por la “modernidad líquida”, especialmente para enfrentar el desafío que suscita ahora el crecimiento de la pobreza. Agrego en un plano más jurídico, que la articulación constitucional de ambas ideas deslinda competencias nacionales, regionales y provinciales, para la aplicación de sus contenidos.
7.2 Competencias nacionales y provinciales para el progreso y desarrollo
En efecto, los incs. 18 y 19 del art. 75 en cuanto asignan competencias
nacionales, hay que relacionarlas con las similitudes que ya existían y ahora se expanden en el actual art. 125 de la Constitución reformada. Ello implica que existen “facultades concurrentes” en el orden nacional y en el provincial o regional, para desarrollar sus directrices.
En algunos casos la instrumentación de esos poderes concurrentes requerirá de medidas legislativas del gobierno nacional: las previstas en el inc. 19 del art. 75 para “equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias o regiones”, siendo el Senado la cámara iniciadora. En ciertas circunstancias —como en el derecho al ambiente sano, según lo expresa el art. 41 de la Constitución reformada— el Estado nacional podrá sancionar normas con “presupuestos mínimos de protección y a las provincias las necesarias para completarlas”; en otros aspectos económicos y sociales, como los previstos en su art. 42, cuando los servicios públicos son de competencia nacional con la participación “de las provincias interesadas, en los organismos de control”.
Todo ello conduce a un programa de desarrollo nacional, con la necesaria participación de provincias y regiones, y aún de municipios si así lo aceptan las normas provinciales, dado que su autonomía se extiende a lo “económico y financiero”. Se acerca el poder —por tanto, la iniciativa económica y social— al pueblo en sus propias bases, y a los “individuos” (principales sujetos en tiempos de la “modernidad líquida”).
7.3. Iniciativa económica nacional; los tratados como garantía de inversiones
El sistema económico de la Constitución de 1853 —principalmente unitario— se ha visto balanceado con un programa que contempla una gran participación federal, aun insuficientemente instrumentada. Dediqué dos breves trabajos en los últimos años a resaltar la necesidad de esa complementariedad 57.
En ellos mencioné como se conjugan contenidos económicos de la Constitución de 1853/60, con los nuevos agregados por la reforma de 1994; tanto con relación al derecho interno como a las formas de inserción internacional.
Así, las antiguas libertades de la Constitución de 1853/60, de trabajar y ejercer industria lícita, navegar y comerciar, de asociarse con fines útiles, de usar y disponer de la propiedad, fueron enriquecidas en 1994 al proteger “la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados” y “la calidad y eficiencia de los servicios públicos” —bajo el límite de los derechos de consumidores y usuarios— el control de los monopolios y el derecho ambiental. Es decir, el “crecimiento económico con justicia social”, al que alude la cláusula del “nuevo progreso” incorporada por la reforma de 1994, sigue haciéndolo depender de la iniciativa individual o societaria —aunque sin excluir la actividad o el control del Estado nacional, de las provincias y ciudad de Buenos Aires, de las regiones y municipios— y avanza aún más al incluir como nuevos fines la “productividad de la economía nacional”, “la generación de empleo, la formación profesional de los trabajadores, la defensa del valor de la moneda, la investigación y el desarrollo científico y tecnológico”, que a su vez enmarcan el derecho individual o colectivo del trabajo.
En el plano internacional, la reforma de 1994 reafirmó la prioridad de la inserción del país en el mundo en lugar de preferir un nacionalismo extremo, como el adoptado por el último gobierno de facto para imponer un régimen absoluto que desconoció elementales derechos humanos. Esa prioridad se tradujo en cuatro reformas: (i) otorga rango constitucional a principales declaraciones universales y americanas de derechos humanos con definiciones en lo económico y social; (ii) coloca a los simples tratados y concordatos con rango superior a las leyes; (iii) favorece procesos de integración; (iv) admite que las provincias puedan celebrar convenios internacionales.
Si nuestra Constitución de 1853/60 había preconizado insertar el país en
Europa, entonces centro del sistema mundo capitalista, de donde debían provenir inmigrantes calificados y la importación de capitales extranjeros (arts. 20 y 25), la reforma de 1994 tiene en claro la multipolaridad de naciones con las cuales interactuar en todos los continentes: de allí que los tratados suscriptos con cualquier país, posean rango superior a las leyes, aunque se prefiera a los latinoamericanos para los procesos de integración (art. 75 inc. 22). La jerarquía superior de los tratados puede ser útil para acordar el financiamiento de obras o proyectos productivos, con financiamiento externo de países determinados o de organismos multilaterales de crédito, pues pueden tener alcance superior respecto de las previsiones generales de las leyes y el derecho interno.
7.4. Recursos naturales, coparticipación, regionalización y acuerdos federales
En la agenda económica y social posterior a la reforma constitucional de
1994 han quedado relegados ciertos temas muy significativos para un desarrollo nacional fundado en actividades promovidas por la Nación, y sustentadas por las provincias.
La necesidad que el impulso nacional se produzca en el marco de un federalismo de concertación y resulta imprescindible en atención a haberse reconocido que el dominio originario de los recursos naturales pertenece a las provincias existentes en su territorio —art. 123, última parte, de la Constitución reformada—. Adviértase que la actividad petrolera, incluso la explotación de yacimientos de importancia como el de Vaca Muerta en la Provincia de Neuquén, la actividad minera centrada en la Provincia de San Juan, o la relativa al Litio para las provincias del NOA, se desarrollan sobre la base de recursos naturales de provincias respecto a los cuales perciben regalías de importancia; pero, en los términos en que está redactada la norma indicada, todos los recursos naturales (aun los de origen agropecuario o forestales que se desarrollan en las provincias centrales o del NOE) son provinciales. La actividad de la Nación, sin embargo, también es importante por los “beneficios o recompensas de estímulo” que puede disponer (como las que se dieron a la producción industrial de las provincias ubicadas debajo de la línea del paralelo 48, o en Tierra del Fuego), o por “políticas diferenciadas” que pueden adoptarse por el Congreso en función del inc. 19 del art. 75. Y, además, porque la distribución o comercialización de la producción provincial de sus recursos, requiere habitualmente de la Nación, por sus competencias comerciales (art. 75, inc. 13, cláusula que delega al Congreso reglamentar el comercio interjurisdiccional o internacional).
En cuanto al dictado de una nueva ley de coparticipación federal, está incumplida la Disposición Transitoria Sexta desde el año 1997. En las décadas transcurridas desde la reforma de 1994 se han celebrado algunos acuerdos o pactos federales que anticiparon contenidos de una ley de coparticipación, aunque también los gobiernos nacionales —en permanentes épocas de crisis fisca
les— los aprovechó para crear nuevos recursos a los que se otorgaron, en forma parcial o total, el carácter de asignaciones específicas que solo beneficiaron a la Nación (art. 75, inc. 3º de la Constitución) que se destinaron al Tesoro Nacional. La periódica renovación de dichos pactos fiscales, y los recursos que la Nación recibe por ellos, puede obligar al gobierno nacional a tener que negociar una nueva ley de coparticipación o, al menos, otros pactos federales, que de modo gradual puedan arribar a la sanción de esa ley. En este sentido, el Poder Judicial de la Nación ha ido dictando sentencias en esta materia, resolviendo puntos específicos de lo que se define, por los especialistas, como un actual “laberinto fiscal”.
Respecto a la posibilidad de crear regiones para el desarrollo económico y social, con órganos para el cumplimiento de sus fines; se las hizo efectivas en casi todo el territorio del país, pero sin transferirles facultades importantes, porque las provincias han preferido proseguir con la administración de sus recursos y gastos. De igual modo, la facultad de celebrar convenios internacionales, que también otorgó el art. 124 de la Constitución para las provincias y regiones, tampoco ha dado demasiados frutos.
El modelo de la reforma de 1994 de impulsar un desarrollo económico y social compartido por el gobierno nacional, las provincias y regiones (el llamado federalismo de concertación), no ha tenido la envergadura originariamente pensada. A su vez, los gobiernos nacionales han preferido transformar a las provincias de menores recursos en satélites políticos, mediante aportes nacionales de diversa índole (p. ej., aportes del Tesoro Nacional o realización de obras públicas con financiamiento nacional), en lugar de alentar el crecimiento de dichas regiones, mediante políticas y recursos diferenciados. No cabe obviar, que cumplir con este aspecto del programa de la reforma de 1994, resulta, además, un modo de combatir el “hiperpresidencialismo”, porque el crecimiento de recursos y potestades regionales o provinciales evita satelizar a las provincias.
8. NECESIDAD DE CREAR INSTITUCIONES DE CONCERTACIÓN ECONÓMICA Y SOCIAL
Corresponde una reflexión final en este trabajo, donde se ha realizado un panorama general de los grandes fines propuestos por la reforma constitucional de 1994, a los 25 años transcurridos desde su sanción, recordando los acuerdos que la hicieron posible como también el alto consenso alcanzado con el texto al que se arribara en la Convención Constituyente, señalándose los principales objetivos logrados, mientras que también se han advertido algunos de los nuevos desafíos de importancia que se presentan en las dos primeras décadas del siglo XXI, que dificultan su pleno cumplimiento.
Encuentro que la reforma de 1994 ha sido eficaz para asegurar la consolidación de un orden constitucional que responde a los principios republicanos y democráticos, con las modalidades propias del constitucionalismo social que la inspirara. No ha sido un hecho menor que en estos últimos 25 años (y 36 años ininterrumpidos de vigencia del retorno a la vida democrática en diciembre de 1983) no hayan existido golpes cívico-militares ni gobiernos de facto como aconteciera en gran parte del siglo XX.
Pero, si la reforma constitucional fue eficaz para consolidar las instituciones políticas democráticas, como también perfeccionar la legislación en materia de derechos humanos y ha existido una amplia doctrina jurisprudencial —de todos los fueros y en especial de la Corte Suprema de Justicia de la Nación—que reafirmó esos dos grandes fines de aquella, lo cierto es que nuestro país no logró asegurar el programa de un desarrollo nacional de carácter federal (con las características arriba expuestas), y ello se evidenció en el grave problema de una creciente pobreza, situación muy lejana a los fines aquí recordados. Y tanto para la Constitución de 1853/60, como para la reforma de 1994, el progreso y el desarrollo nacional, ahora claramente con justicia social, es una clave de todo el orden jurídico fundado en ella, según ya se señalara.
Si la reforma de 1994 ha sido fruto de grandes acuerdos y consensos políticos, faltó, en cambio, la adopción de instrumentos para que las concertaciones que la generaron se proyectaran en el tiempo. En mi opinión, ha contribuido a ese fracaso del desarrollo económico, con su alto impacto regresivo en materia social, que se impidiera instrumentaren la Constitución por la reforma de 1994 la creación de un Consejo Económico y Social de carácter consultivo, tal como se propusiera como tema de libre tratamiento para la decisión de la Convención Constituyente 58.
La oposición terminante del equipo económico del ministro Cavallo contra
la instrumentación de dicho Consejo, que fue característica habitual de las
constituciones europeas de la segunda posguerra mundial, y que adoptaron diferentes modelos para su implementación, incluso en nuestro país fuera del marco constitucional, según lo examinara ya en la década de los ‘80 59, impidió que la Convención Constituyente tratara ese tema y lo adoptara como institución constitucional.
En dicha oposición subyacía, en la década de los ’90, la creencia —fuente
de una “grieta” conceptual que se acentuó en las últimas décadas— que las fuerzas ciegas del mercado eran las mejores impulsoras del desarrollo nacional y de la distribución social. Después de 25 años, esa “grieta”, según se comprobara nuevamente, no es la más adecuada para lograr esos fines, al menos en nuestro país.
De allí, que debería extenderse la idea de la concertación política, que tuvo
los buenos resultados indicados en este trabajo —pese a que todavía no se ha logrado excluir el “hiperpresidencialismo”, aunque se lo haya atemperado— a concertaciones económicas y sociales, para afianzar el programa de la reforma constitucional de 1994.
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