El ballottage dará legitimidad al que venza

Publicado el 5 de noviembre de 2015

El sistema de segunda vuelta le dará a quien se imponga más del 50% de los votos afirmativos; con ellos, y a través del juego institucional que contempla la Constitución de 1994, el presidente elegido deberá construir gobernabilidad

El sistema de ballottage, creado por nuestra reforma constitucional de 1994 para la elección de presidente y vicepresidente de la Nación, acaba de superar con éxito su primera etapa, mientras está en curso la segunda. Conviene recordar sus antecedentes históricos y examinarlo en el plexo total de la Constitución en función de la gobernabilidad del futuro gobierno. Fue pensado, al debatirse los acuerdos previos a esa reforma, en el contexto de un sistema político predominantemente bipartidista, compuesto por el justicialismo y el radicalismo, cuando ambos concentraban entre el 80 y el 90% de los votos. Las fuerzas menores, ubicadas a derecha o izquierda, no habían podido constituirse en una tercera alternativa. Era un escenario muy diferente al actual.

En aquel contexto, el justicialismo era reticente al ballottage. Prefería la elección directa del presidente y vice por simple mayoría (como se aplica para los Ejecutivos provinciales), mientras el radicalismo proponía incorporarlo en su versión tradicional. Los términos del acuerdo implicaron para la primera vuelta un piso del 40%, aceptable para el justicialismo dados sus antecedentes en elecciones anteriores, y un techo de 45%: ambos extremos y la diferencia de diez puntos en porcentuales intermedios tendían tanto a evitar la segunda vuelta como a garantizar la legitimidad y fortaleza de gobierno para la fuerza triunfante.

Ese sistema quedó políticamente alterado por sucesivas rupturas del justicialismo; en 1999 ya estaba consolidada una tercera fuerza importante, el Frepaso, con origen en su izquierda. La respuesta que evitó el ballottage fue la Alianza, conformada por esa fuerza y el radicalismo, con la paradoja de que la elección interna entre estos partidos llevó a la presidencia a Fernando de la Rúa, proveniente de la derecha del radicalismo. Era una alianza precaria en lo ideológico, que se desintegró con el ejercicio del poder y la reunificación del justicialismo, vencedor en los comicios de 2001 y que debió hacerse cargo del gobierno ante la renuncia de De la Rúa tras el estallido de la convertibilidad monetaria, con sus graves implicancias económicas y sociales. Luego del interinato del presidente Duhalde, las elecciones presidenciales de 2003 fueron en la práctica una interna del justicialismo: la centroderecha, representada por el ex presidente Carlos Menem, y la centroizquierda, encarnada por Néstor Kirchner, que alcanzó la presidencia con el 22% de los votos cuando Menem renunció a la segunda vuelta.

La debilidad política inicial del gobierno de Kirchner y su origen provincial caudillista fueron causas del retorno al hiperpresidencialismo, que se transformó en el modo habitual de ejercicio de la presidencia también para Cristina Kirchner. Se exacerbó una dialéctica amigo/enemigo poco compatible con el sistema republicano, democrático y social que inspira a nuestra actual Constitución, que prioriza el pluralismo y el diálogo institucional. Rupturas más recientes del justicialismo derivaron en la gestación de una tercera fuerza significativa, UNA, encabezada por Sergio Massa y dirigentes tradicionales como De la Sota y Lavagna, aunque además se vienen dando una suerte de diáspora de otros dirigentes incorporados a Pro y un debate político interno en el FPV sobre políticas o estilos de gobierno.

En cuanto a la futura gobernabilidad, la segunda vuelta dotará al presidente elegido de clara legitimidad, porque el porcentual de los votos que obtenga superará el 50% de los votos afirmativos válidamente emitidos. La primera vuelta ya ha definido la integración de ambas cámaras. De allí que en su relación con el Congreso el nuevo presidente deberá definir pronto sus alianzas políticas, aunque la práctica parlamentaria, de ser observada, concede a un legislador por el partido de gobierno la presidencia provisional del Senado y la de la Cámara de Diputados, aunque en este último caso ha habido cercanos debates sobre la conveniencia de que la ejerza quien logre formar una mayoría legislativa. El amplio rol que la Constitución reformada concede al gabinete de ministros (ignorado durante los últimos doce años al no ser reunido por el presidente) obliga a prestar atención a su integración según esas alianzas; también, a la designación del jefe de Gabinete, quien no sólo deberá coordinar la administración, sino también atender sus obligaciones como nexo con el Congreso, tal como lo requiere su intervención mensual ante las Cámaras (tampoco cumplida regularmente en las últimas presidencias) y el papel que le cabe de dar cuenta del dictado de decretos de necesidad y urgencia o los delegados por leyes que atribuyan facultades legislativas al Ejecutivo.

El nuevo presidente gozará de iniciativa política sin control del Congreso por unos meses, pues si no lo convoca a extraordinarias éste actuará con su nueva composición recién a partir del 1° de marzo del año próximo. Las mayorías en la Cámara de Diputados o el Senado, según resulte elegido Macri o Scioli, son esenciales para las políticas a implementar, máxime si se utilizan decretos de necesidad y urgencia dentro de los límites que permite la Constitución, porque en una interpretación amplia de la ley que los regula basta la aprobación de una sola Cámara para evitar su derogación. Si el nuevo presidente no tuviera asegurada tal aprobación, podría sufrir, durante 2016, la derogación de algunos de esos decretos, lo que podría significar un alto costo a su presidencia.

En relación con la política exterior, su ejercicio es exclusivo del presidente y queda fuera del alcance aún de las atribuciones del jefe de Gabinete. Sin embargo, el arreglo de la deuda interior y exterior de la Nación compete al Congreso. La validez de antiguas delegaciones en esa materia -y en otras- anteriores a la reforma de 1994 puede haber caído por su caducidad en 2010, por aplicación de la Disposición Transitoria Octava de la Constitución, de modo que habrá que atender a la exégesis de las facultades contenidas en leyes vigentes y posteriores a esa reforma. Respecto de la política monetaria, sería posible la remoción presidencial de directores del Banco Central pese al acuerdo senatorial que poseen, porque ésa era la opinión de la mejor doctrina (avalada por la Corte Suprema) y ratificada por el silencio de la reforma de 1994, pese a que el tema fue puesto a su consideración en los acuerdos previos.

Esos y otros aspectos de la política futura requerirán quizá pronunciamientos de los tribunales, en especial de la Corte Suprema, que habrán de ser la otra gran garantía de la gobernabilidad en años por venir. La integración del Consejo de la Magistratura con un representante del Ejecutivo distinto ayudará a consolidar una Justicia independiente para analizar varias cuestiones constitucionales que surgen de las leyes actuales.

Miembro del equipo justicialista negociador de los acuerdos preconstituyentes (1993) y convencional constituyente para la reforma de 1994.

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