El papel del jefe de Gabinete en el ballottage

El planteo de una controversia electoral centrada en la confrontación entre dos políticos, Mauricio Macri y Cristina Fernández de Kirchner, como cabezas del actual gobierno y de la principal oposición, parecería excluir la posibilidad de que terceras fuerzas puedan ser decisivas en la instancia de un eventual ballottage. Esta creencia, que está en la raíz de los planes comiciales, puede deberse al modo en que están redactados los textos constitucionales vigentes, pero obvia ciertos análisis que se efectuaron al momento de proyectarlos, con la finalidad de evitar el «hiperpresidencialismo», y para hacer evolucionar el sistema a un presidencialismo más atenuado y flexible.

Esos textos expresan que en el caso de que ninguna de las fórmulas más votadas en la primera vuelta hubiese obtenido por lo menos el 45% de los votos válidamente emitidos (si se alcanzara, sus integrantes serían proclamados presidente y vicepresidente de la Nación), ni cuando la fórmula más votada hubiese obtenido por lo menos el 40% de esos votos y además existiere una diferencia mayor de diez puntos porcentuales sobre la fórmula que le sigue en número de votos (de obtenerse, también sus integrantes serían proclamados), entonces, las dos fórmulas más votadas deberán concurrir a una segunda vuelta. De la lectura literal de tales textos, se desprendería que lo esencial resulta conseguir ser una de las dos fórmulas más votadas: por ello la lucha política se viene concentrando en lograr ese objetivo.

Sin embargo, la primera circunstancia a tomar en cuenta en escenarios de ballottage es que la composición de ambas cámaras queda establecida por los resultados de la primera vuelta. Como en nuestra renovación parlamentaria se elige un tercio de nuevos senadores (dos por la mayoría y uno por la minoría) por las provincias electoras, y la mitad de los diputados (por representación proporcional), ello implica que se mantendrán dos tercios de los actuales senadores y la mitad de los diputados. Por tanto, la renovación legislativa no modificará sustancialmente la composición ahora existente; sucedería así, por ese modo de renovación, aun en el caso de un triunfo terminante de un partido, y mucho más cuando no existe una fuerza política dominante. La segunda circunstancia relevante es que la reforma de 1994 se proyectó en un contexto principalmente bipartidista (justicialismo

radicalismo), mientras que nuestra época facilita un mayor pluralismo, que requiere para administrarse políticas de coaliciones o alianzas. La tercera circunstancia es que el sistema institucional y la política electoral deben proporcionar una constante gobernabilidad a la economía y mayor alivio a situaciones sociales extremas; si no se anticipa el modo en que se administrarán los resultados electorales (cuales fuesen), los mercados adoptarán medidas preventivas, por ejemplo, la conocida fuga de capitales.

Esas circunstancias llevan a que el jefe de Gabinete puede ser prenda de negociación y garantía de cumplimiento de acuerdos programáticos a los que arriben alguno de los dos mayores partidos o coaliciones con terceras fuerzas de voto decisivo, entre la primera y segunda vuelta electoral. Parece oportuno realizar este análisis para liberar el debate electoral del voto basado en el «mal menor» y facilitar el apoyo a fuerzas políticas que según los encuestadores no tendrían la posibilidad de llegar al ballottage. Es decir, alentar el «voto positivo» popular, transformando el período entre la primera y la segunda vuelta en un tiempo propicio para ahondar en puntos de un plan de gobierno.

En este sentido, la Jefatura de Gabinete tiene un rol constitucionalmente más amplio que el ya consolidado de ejercer la administración general del país, tal como ha venido sucediendo en distintas presidencias desde su creación. Se lo ha concebido como mucho más que ser (el jefe y su equipo) «ojos y oídos» del presidente. Debería ser el negociador de este con el Congreso; para ello se le han concedido facultades que tienen que ver con el trámite y la ejecución de leyes principales (de ministerios y de presupuesto nacional), la iniciativa legislativa y la reglamentación de las leyes, debiendo refrendar los decretos delegados por el Congreso, de necesidad y urgencia y los que ejercen el veto presidencial.

Ese rol queda avalado por su obligación de presentar al inicio de las sesiones ordinarias una memoria detallada del estado de la Nación, en lo relativo a los ministerios; y debe concurrir mensualmente alternativamente ante cada cámara «para informar de la marcha del gobierno». El Congreso puede removerlo como jefe de Gabinete por una moción de censura. Está, entonces, preparado para ser una especie de «primer ministro» en un régimen de base parlamentaria, si las circunstancias condujeran a esa solución.

Si tal sistema institucional parecería ser más propio del siglo XX que del XXI, lo cierto es que está proyectado para evitar uno de los grandes males de ambos siglos, los gobiernos centrados en hombres o mujeres providenciales, y su flexibilidad permite adaptarse mejor a una de las condiciones principales de la incierta época en que vivimos, tanto en lo interno como en lo internacional: las profundas grietas sociales que llegan a alimentar climas de violencia irracional, que no pueden ser convalidados. Esa flexibilidad debería ser utilizada para gestar y ejecutar planes de desarrollo humano con alto grado de consenso; aunque sean muy cambiantes. Es la mejor posibilidad que ofrece a las fuerzas políticas nuestro actual sistema institucional. Hay que aprovecharla.

Negociador por el justicialismo en todas las etapas de la reforma constitucional de 1994. Convencional constituyente, miembro de la Comisión Redactora y de Coincidencias Básicas. Conjuez de la Corte Suprema.

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