Estudios de Derecho Constitucional con motivo del Bicentenario.

Estudios de Derecho Constitucional con motivo del Bicentenario, por Eugenio Luis Palazzo (dir.), Ezequiel Abásolo, Martín Acevedo Miño, Carlos Arnossi, Luis María Bandieri, Alberto Bianchi, Carlos María Bidegain, Sergio Raúl Castaño, Siro De Martini, Orlando J. Gallo, Pablo Garat, Pablo Kaufer Barbé, Santiago Legarre, Hugo Mansueti, Norberto Marani, Natalia Martino, Norberto Padilla, Eugenio Luis Palazzo, Lucio M. Palumbo, Marina Prada, Roberto Punte, María Cecilia Recalde, José Sacheri, María Sofía Sagüés, Néstor Sagüés, Alfonso Santiago, Guillermo Schinelli, Valentín Thury Cornejo, Maximiliano Toricelli y Alfredo M. Vítolo, coordinación de la versión final: María Calandra, Buenos Aires, El Derecho, 744 págs. –  [EDCO, 2012-740] 

Publicado el 22 de mayo de 2012.

Esta obra, bajo la dirección de Eugenio Luis Palazzo, agrupa a un extenso número de autores que incursionan en problemáticas actuales de la disciplina del derecho constitucional, desde perspectivas generales o sectoriales, pero que reconocen como elemento común asumir un camino de mayor comprensión mutua entre el constitucionalismo y la Iglesia Católica.

          Según se advierte en las «Reflexiones iniciales» de Eugenio Palazzo, al abrir la obra, esa intención debe afrontar múltiples dificultades, que comienzan con el debate sobre cuál es el alcance del concepto de «Constitución» y por la circunstancia histórica que el cristianismo se vio soslayado en el inicial constitucionalismo universal, si bien -como también lo aclara el autor- ello cambió al expandirse por Hispanoamérica, no sólo por las invocaciones a Dios en preámbulos, sino por las adhesiones manifestadas en articulados de las constituciones. 

          Es un primer paso valioso, en el orden de los valores y respecto a la primera etapa del constitucionalismo hispanoamericano, que se admita como un error la injustificada injerencia estatal que representó sobre la Iglesia, el patronato y los problemas que éste planteó respecto al principio de la libertad de cultos; recién superados en nuestro medio por el Concordato de 1966 con la Santa Sede y luego por la reforma constitucional de 1994.

          No obstante, esas reflexiones iniciales dejan implícito un interrogante acerca de si hubo o no tal desencuentro inicial entre el constitucionalismo y la Iglesia Católica, en particular porque Eugenio Palazzo marca un centro de vinculación de la mayor importancia entre ambos, que se halla en el desarrollo de los derechos del hombre y las enseñanzas de la Iglesia, y que se apoya en palabras recientes de Benedicto XVI.

          Una escuela de derecho constitucional

          Desde esta perspectiva, resulta lógico reivindicar la existencia de una escuela de derecho constitucional inspirada en el pensamiento católico, como comienza a hacerlo Palazzo y luego Roberto Punte al dedicar un trabajo al tema, pues la antigüedad de ese pensamiento aparece respecto al derecho constitucional clásico en nombres como los de José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Emilio Lamarca y Tristán Achával Rodríguez; y luego se actualiza en los tratadistas que bregaron por incorporar los derechos sociales, desde la perspectiva de la Iglesia, a nuestro derecho constitucional, como Arturo Sampay, Pablo Ramella y Juan Casiello.

          El trabajo de Roberto Punte engrosa la enumeración de esos nombres, al agregar los de aquellos que se dedicaron a disciplinas muy afines a la materia, desde el derecho político y el internacional público, hasta la filosofía jurídica y la historia; pues como afirma Punte, la Escuela admite aspectos multidisciplinarios, en cuanto aborda cuestiones de derecho procesal constitucional, derecho público provincial y municipal, derecho fiscal o el derecho económico y financiero de la Constitución, entre varias otras. 

          Los autores que se han destacado en el derecho constitucional o en las disciplinas afines, abrieron paso a nuevas generaciones de profesores y académicos, entre los cuales resaltan Germán Bidart Campos, Carlos María Bidegain, Pedro Frías, y Néstor Pedro Sagüés, que a su vez continuaron formando a muchos de los actuales profesores de tales materias, que contribuyen con sus trabajos a la excelencia de los estudios que enriquecen la obra.

          La realidad histórica y contemporánea

          Hay dos trabajos en la obra que se comenta que realizan crudos diagnósticos que enmarcan la problemática actual del derecho constitucional. El primero es el que formula Luis Bandieri en el plano de las ideas; el segundo, el que realiza Roberto Punte, más en el orden de los hechos, al examinar el protagonismo del «pueblo» en las decisiones políticas.

          Bandieri, al sentar las bases de su análisis acerca del siglo XXI, recuerda los dos conceptos clásicos que nutren al derecho constitucional: los de «constitución política» y «constitución jurídica», pero agrega otro más cercano, el de «constitución ideal cosmopolita».

          Si las dos primeras son fruto de grandes corrientes filosóficas del pensamiento europeo de los siglos XVIII y XIX, la Ilustración y el Romanticismo, ellas desembocaron en el siglo XX en otra idea que terminó predominando -podría acotar, por mi parte, respecto a otras que inspiraron modelos de Estado que contribuyeron a cruentas guerras mundiales y tiranías que se expandieron por el mundo-, cual fue la del Estado de derecho. Sin embargo si, para el autor, el Estado de derecho se mantiene como una categoría del Estado Nacional en el que todavía subyace un componente puramente político (que se manifestaba en la «soberanía del pueblo», cuestión que ahondará Roberto Punte), el Estado Constitucional aparece en el «final de la modernidad», en la sensación de una época que se va cerrando y otra «aún innominada» que comienza, siendo referenciada por la expresión «posmodernidad», sin connotarla todavía con algún rasgo positivo.

          Bandieri señala que la posmodernidad alumbra una constitución cosmopolita supraestatal y desterritorializada, es decir, «un constitucionalismo universal sin Estado»; o, en todo caso, a un «constitucionalismo universal», cuyos instrumentos jurídicos fundamentales están ligados al reconocimiento de los derechos humanos. Pero Bandieri no acepta que el constitucionalismo cosmopolítico sea visto como una natural expansión del constitucionalismo clásico porque advierte grietas visibles y notables, que generan riesgo de derrumbe, entre los que enuncia los problemas que aquejan al poder constituyente, a la representación política en crisis, a la división e independencia de los poderes, a la concentración fiscal en desmedro de las provincias y municipios, a una etapa «posdemocrática» por una práctica que no alienta formas reales de participación y de ejercicio de las virtudes cívicas. En el escepticismo de Bandieri, con relación a la época que vivimos, que ilustra con muchos de sus males, se llega al extremo deconstructivo de la relación sujeto-objeto; y se intensifica la metafísica de la subjetividad extrema que caracteriza la época moderna, en «una suerte de universalismo laico», que no se limita al plano teórico, sino que inunda al Estado Constitucional con los problemas del hambre, persecuciones, guerras civiles y estados de excepción generalizados, operaciones genocidas y «daños colaterales», crimen organizado en trata de armas y de personas, narcotráfico; y deja planteado el tema si se entroniza al juez como un nuevo «señor del derecho», un juez activista.

          Ese diagnóstico crítico de la época actual, por la cual circula el derecho constitucional, es ampliado en el trabajo de Roberto Punte sobre el protagonismo del pueblo en las decisiones políticas. Este autor aborda la noción de pueblo, no tanto en el plano jurídico que alimenta la noción de soberanía y que se expresa en el art. 33 de nuestra Constitución, sino en el orden de la realidad, recordando las profundas transformaciones sociales que generó la idea de Alberdi y Sarmiento que «gobernar es poblar». Remarca que la inmigración se apartó del paradigma pensado por aquellos, vinculado con una idea del progreso asentado en la cultura francesa y la industria anglosajona. Luego señala el proceso de «inculturación» que produjo un terrible choque con la población precedente, que afectó las bases materiales de nuestra cultura y sociedad; que lo lleva a sostener que se reflejó en la ruptura de las escalas valorativas que regulan la convivencia. Si bien reivindica que los hijos de inmigrantes se consideraran argentinos gracias a la educación primaria obligatoria y al servicio militar, y a una tardía influencia de la Iglesia, cuestiona al ideal inmigrante de venir a «hacer la América» y volver al terruño. Es decir, a enriquecerse lo más rápidamente posible, lo que dio lugar a una intensa lucha por la vida, al desplazamiento de los que estaban, la frustración de los que fracasaron, el resentimiento de muchos. Hubo un «shock inmigratorio» y una falta de respuesta política e institucional al mismo.

          Allí reside, para Punte, la anomia como síndrome cultural, quien remite a una obra de Carlos Nino: Un país al margen de la ley. Estudio de la anomia como componente del subdesarrollo argentino. El autor cuestiona a la educación argentina, fundada por Sarmiento y Avellaneda, que tuvo como objetivo la instrucción y alfabetización de las masas al modo enciclopédico, pero sin profundidad ni posibilidad de plantear interrogantes fundamentales de orden cultural y de sentido. El proceso incluyó también las migraciones internas, del campo a las ciudades, o las de los países vecinos, truncando la tradición de pautas culturales por vía familiar.

          Todo confluye, para Punte, en la exacerbación de tendencias individualistas, que en cierto modo preexistían, y que coadyuvan al poco afecto o sentido de la responsabilidad, sobre todo respecto de lo público y común. A ello agrega el resultado de la inestabilidad económica y social, la destrucción permanente del valor de la moneda y las emergencias sucesivas; de modo que la anomia repercute en tres direcciones: el individualismo, la violencia social transformada en una especie de regla de vida cotidiana y el estatismo.

          La relación entre la Constitución y los tratados de derechos humanos

          El trabajo de Alfonso Santiago (h.), relativo a la relación jerárquica entre la Constitución Nacional y los tratados internacionales sobre derechos humanos, comienza en mi opinión a equilibrar el diagnóstico y soluciones del derecho constitucional para la época actual.

          En primer término, afirma que la segunda parte del siglo XX y el comienzo del siglo XXI han sido testigos de dos grandes procesos jurídico-políticos: la consolidación y expansión del constitucionalismo y el surgimiento y desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos; cuestiones que plantean a quién corresponde la supremacía final entre ellos.

          Luego trata los intentos de armonización entre las normas nacionales y el derecho internacional de los derechos humanos proporcionando una enunciación y explicación de las pautas generales que intentan armonizar esas dos órbitas de protección de tales derechos; estudiando la cuestión tanto en el derecho argentino, tomando en cuenta las disposiciones incorporadas por la reforma de 1994 al otorgar jerarquía constitucional a diez tratados de esa índole, cuando al hacer una breve recorrida de lo que sucede en el derecho comparado. 

          Su conclusión de que se mantiene la primacía de la Constitución Nacional, y de que si mediara un conflicto insalvable entre la Constitución Nacional y una norma o interpretación jurisprudencial proveniente del derecho internacional de los derechos humanos -hipótesis restringida por el carácter complementario que tienen estos últimos respecto al derecho nacional- el juez debería privilegiar la solución conforme al texto constitucional, solución que sólo estaría excepcionada, situación que no se da en el caso argentino, si la propia constitución estableciera expresamente la primacía de la norma nacional. 

          Esta opinión, que puede ser objeto de ciertos matices como resultado del análisis de la jurisprudencia de la Corte Suprema de nuestro país, tal como se aprecia en el trabajo de María Cecilia Recalde en la obra que se comenta, resulta a mi entender, sustancialmente correcta, y tiene especial relevancia para la resolver uno de los problemas centrales planteados por la contribución ya recordada de Luis Bandieri. 

          En efecto, si bien el derecho constitucional actual está abierto a una visión universalista, y en este aspecto son cruciales los aportes de los tratados de derechos humanos y las jurisdicciones internacionales que los protegen, aún no se ha perdido en esa especie de interregno que estaría ocurriendo entre el fin de la modernidad y un comienzo impreciso de la posmodernidad, en cuanto a los fines y valores a alcanzar, la importancia todavía operativa del Estado Nacional. En este sentido, no cabe olvidar que la vigencia de las normas supraestatales, en procesos regionales como el europeo (o el modo cómo nuestra Constitución reformada en 1994 prevé la incorporación a instancias regionales), encuentran en las constituciones de los países miembros normas de reenvío que los sustentan. Y la crisis económico-financiera, crecientemente social y política, que se abate sobre Europa en nuestros días, ha puesto en evidencia más crudamente en cuestión la vinculación entre los organismos supranacionales y el funcionamiento de las instituciones de cada país; sin quedar claro que se halle definitivamente superada la etapa histórica de los Estados nacionales. 

          Las religiones en el constitucionalismo del siglo XXI

          Otra línea de análisis que puede equilibrar un diagnóstico pesimista respecto a los valores jurídicos actuales, se encuentra en el aporte de Norberto Padilla a la obra que se comenta, quien aborda el interrogante de si el constitucionalismo del siglo XXI representa una promoción, tolerancia, indiferencia o acoso de las religiones.

          Este autor destaca como primer dato a considerar que el factor religioso atrae a estudiosos del derecho y la sociología, a gobiernos e instituciones académicas, trayendo a colación lo que sucede en diversos foros internacionales. 

          No desconoce el autor que las constituciones actuales son parcas en afirmaciones confesionales, pero distingue acertadamente a mi juicio entre un laicismo que desconoce o niega la relevancia del factor religioso en la vida de un país, de lo que denomina una «laicidad o secularidad positiva», entendida en términos de autonomía y cooperación entre iglesias y Estado.

          Repasa la relación que se presenta entre religión y Constitución en los EE.UU. y en Europa occidental, atendiendo en especial al devenir histórico en países centrales a esa relación, como Francia, España, Italia, Alemania (cuya Ley Fundamental de Bonn rige para todo el país a partir de la reunificación), el Reino Unido, los distintos países escandinavos, Irlanda, Grecia y la Confederación Helvética. Estudia también el factor religioso en las nuevas constituciones de Europa Oriental, que en general se definen como estados laicos, lo que no implica ciertas peculiaridades como la de Rumania, que prohíbe la enemistad religiosa entre los cultos, o las que proclaman a una religión como tradicional del país, tal el caso de Bulgaria (para el cristianismo ortodoxo oriental), y las referencias religiosas o éticas que encuentra el autor en las constituciones de Polonia y Hungría. 

          En una perspectiva más amplia, Norberto Padilla demuestra la importancia de la libertad religiosa en Asia y África, pues en diversas zonas está amenazada por el fundamentalismo musulmán, o por brotes de violencia o persecución. En cambio, en América Latina y el Caribe la libertad religiosa es un derecho respetado. El autor dedica a esta región sus estudios finales, relativos al proceso de dictado de nuevas constituciones o reformas de las existentes. La mayoría de sus constituciones mantienen una fórmula teísta -con la peculiar mención de Bolivia y Ecuador a la Pachamama, y la de Nicaragua en su enlace con la liberación de los oprimidos- excepto México y Uruguay (por su tradición laicista) y Cuba. Realza la Constitución de Perú, de 1993, por los principios de independencia, cooperación y autonomía, pero también de colaboración. En el caso de Brasil, prohíbe al Estado en todos sus niveles establecer cultos religiosos o iglesias, y detalla un conjunto de aspectos que han sido objeto de atención particular. Destaca el caso de México, donde una reforma constitucional en 1992 mantuvo la separación, laicidad de la enseñanza y libertad de creencias, pero se alejó de la hostilidad hacia la Iglesia de 1917, reconociendo contenidos específicos de libertad religiosa.

          La conclusión de Norberto Padilla, en el amplio panorama trazado en su trabajo, es que el modelo predominante es el de la laicidad positiva, que no identifica al Estado con una religión, pero valora y promueve lo religioso, a partir del respeto a la cultura, la tradición y las convicciones de la población. Así, al término de su recorrido, afirma que ni Dios ni la religión han desaparecido del constitucionalismo del siglo XXI, aunque veces se constate la indiferencia o el acoso en la vida social y política hacia lo religioso.

          La cultura como nuevo derecho constitucional

          El modelo de laicidad positiva, reivindicado por Norberto Padilla, no podía menos que llevar a un análisis profundo de la cultura como un derecho y una cuestión constitucional, que aborda Valentín Thury Cornejo, con la advertencia preliminar que siendo una de las menciones más novedosas de la reforma constitucional de 1994, paradójicamente -en atención a todo lo que se debate en su ámbito- menos atención y jurisprudencial ha concitado.

          De allí que Thury Cornejo se proponga tres objetivos: describir y sistematizar la normativa existente tanto en el texto constitucional como en los tratados de derechos humanos; los problemas conceptuales que aparecen, como desafíos para la aplicación de las normas, e intentar desarrollar líneas de interpretación que den cuenta del derecho a la cultura como componente estructural del texto constitucional.

          Hace notar la innovación constitucional que supone la reforma de 1994 al «democratizar la vida cultural», sentando un derecho individual a la participación en ella; que, por otra parte, conlleva múltiples dimensiones, entre ellas la dialéctica homogeneidad-diversidad, y el deber del Estado de preservar el patrimonio cultural. Asimismo, advierte que los modos de transmisión de cultura se han transformado por una serie de cambios tecnológicos, sociales y comunicacionales que hacen necesarias nuevas regulaciones para llegar a los fines previstos.

          Indica la importancia de la definición sobre la protección del patrimonio cultural -en el art. 41 de la Constitución reformada- y la legislación a que ha dado lugar, como las cuestiones conflictivas que puede generar; y también el acceso que deben tener los habitantes a ese bien colectivo, que es la cultura, pero asimismo las actividades creativo-artísticas por las cuales se conforma, enumerando disposiciones de las declaraciones de derechos humanos que se ocupan de este derecho, en múltiples manifestaciones. Apunta a que los medios masivos de comunicación divulgan los bienes creativos, muchas veces sin posibilidad de defensa para el autor, de modo que la democratización es seguida por la «apropiación colectiva de la cultura».

          Con agudeza, señala la transformación del constitucionalismo original, fruto del iluminismo, que tendía a la «asimilación del diferente», en un progresivo avance de la civilización, en «único camino de progreso», para arribar a un principio distinto, enunciado en el art. 75, inc. 19, de la Constitución, al señalar que el Congreso debe dictar leyes que protejan «la identidad y pluralidad cultural»; a la vez, que las leyes de organización y de base de la educación deben consolidar la unidad nacional respetando las particularidades provinciales y locales.

          Estos mandatos constitucionales tienen que ver con la permanencia del Estado-nación, que parecía diluida en la posmodernidad. Thury Cornejo advierte que se trata de evitar el efecto disgregador de la pluralidad cultural, existiendo una conciencia del poder asimilador de la cultura institucional dominante y -agrego, por mi parte- que esa tarea es confiada a la educación, pública o privada.

          Encuentra una aplicación concreta de este cambio cultural en los derechos reconocidos, también por la reforma de 1994, a los pueblos originarios; entre ellos la caracterización del Estado argentino como multicultural y los derechos lingüísticos. Otra aplicación concreta es la complejidad que advierte el autor respecto al derecho a la información. 

          Más en general, aborda la cultura como el ámbito en el que se forma la identidad individual; mientras en el constitucionalismo clásico se la resguardaba de la intervención del Estado, por la libre expresión y libertad de pensamiento del individuo, ahora se transforma en una tarea que se realiza en la interrelación entre el ámbito público y el privado. De allí que acotara, según adelanté de mi parte, la tarea principal confiada a la educación.

          El autor propone, como síntesis final, desde la sistematización y conceptualización de los derechos culturales en el entramado constitucional, comenzar un diálogo que permita una construcción que sigue faltando respecto a los textos normativos. Nuevamente, agrego, es una tarea que puede ser abordada, al menos en un primer término, dentro de los límites del Estado-nación que aún no ha desaparecido en la posmodernidad. 

          La importancia del Poder Judicial en el constitucionalismo del siglo XXI

          No podían faltar en la obra numerosos trabajos dedicados al poder judicial, ya que -según se advirtiera desde los comentarios iniciales- la vinculación entre el marco constitucional y los tratados de derechos humanos (y las jurisdicciones previstas en algunos de ellos), exige un mayor protagonismo a la tarea de impartir justicia, conciliando los valores en juego. 

          El aporte de Carlos María Bidegain sobre «La Constitución y los jueces» se ubica en el más puro clasicismo acerca de la función de los jueces como intérpretes de la Constitución, pero, a la vez que reivindica la importancia del texto de la constitución escrita -y su implícita supremacía en el orden nacional- recuerda, como también lo hacía Sampay y otros juristas de la escuela mencionada en la obra, que los conceptos referidos en ella tienen una textura abierta, «que permite la adecuación de una constitución sancionada en el tiempo de las carretas, a las exigencias de todo orden de una sociedad actual y proyectada al futuro».

          Entre los autores que se dedican a la importancia actual del Poder Judicial se destaca el estudio de Eugenio Palazzo sobre las bases constitucionales, anhelos y utopías para la organización de justicia, que resume en lograr una justicia pronta, eficaz, cercana y sencilla; una revisión de nuestro control difuso de constitucionalidad respecto al control concentrado, a cargo de Marina Prada, con sus principales inconvenientes y la tendencia actual hacia los sistemas mixtos; la importancia del precedente judicial en el derecho constitucional argentino, que desarrolla Santiago Legarre; el amparo, legitimaciones especiales y efectos de las sentencias, que trata Santiago Legarre; el activismo o metamorfosis de la función judicial que encara Orlando Gallo, y los amplios desafíos respecto del derecho procesal constitucional, con sus conexiones con el derecho procesal, el derecho constitucional y el control de constitucionalidad que examina María Sofía Sagüés. La relevancia de los tribunales internacionales vuelve a aparecer en los análisis de Néstor Sagüés sobre el debido proceso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que incluye algunas puntualizaciones críticas; de Siro De Martini, referido a los estándares internacionales del debido proceso legal y de Natalia Martino, denominado: «Siglo XXI: Hacia la universalización de los derechos humanos».

          Los límites de este comentario impiden ingresar al análisis de cada uno de esos excelentes estudios, que abordan temas específicos y contribuyen a ampliar la perspectiva, como los vinculados con el federalismo -el de Pablo Garat sobre el federalismo argentino y la crisis del Estado federal, o el de Martín Acevedo Miño sobre los nuevos desafíos del constitucionalismo provincial-; a diversos derechos -los de Alberto Bianchi: La prohibición constitucional de abortar, Hugo Mansueti: La libertad sindical, en el contexto del Bicentenario argentino; Lucio Palumbo: El principio de subsidiariedad y el acceso a la vivienda digna; Sergio Raúl Castaño: El derecho de los padres a la educación de sus hijos como exigencia del recto orden político; Alfredo Vítolo: La familia en la constitución nacional- y a aspectos institucionales -los de José Sacheri: Los debates entre presidencialismo y parlamentarismo, Guillermo Schinelli: Dominación y equilibrio de los partidos políticos en el Congreso; Carlos Arnossi: El Ejecutivo legislador; Ezequiel Abásolo: Las finanzas del Estado como instrumento de gobierno, y Norberto Marani: La perduración de las emergencias constitucionales-. En estas líneas se han privilegiado las cuestiones atinentes al marco general de la perspectiva moderna y posmoderna del derecho constitucional. 

          Voces: derecho – derecho constitucional – derechos humanos – tratados y convenios – conmemoraciones – constitución nacional – derecho comparado – estado – educación – familia – iglesia católica – amparo – ley – poder ejecutivo – poder legislativo

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