Fuentes y vigencia de la Reforma (1994 / 2004)

Artículo publicado en A diez años de la reforma de la Constitución Nacional, Asociación argentina de Derecho constitucional, 2005.

Sumario: I. Fuentes y fines de la reforma de 1994. II. Clasificación de las reformas según las dificultades presentadas para su vigencia. 1. Reformas sustentadas en circuns­tancias históricas indiscutibles. 2. Reformas resultantes de nuevas circunstancias históricas. 3. Reformas que confrontan costumbres inconvenientes para el desarro­llo institucional. III. A modo de conclusión.

En un trabajo publicado recientemente he realizado una valoración crítica de la reforma de 1994 desde la perspectiva que ofrece el trans­curso de una década desde su sanción.[1] Allí advertí que el análisis crítico de las instituciones creadas o modificadas por esa reforma debe ser encarado no sólo en el ámbito de las ideas sino también de los hechos y de las costumbres que obstaculizan su implementación.

En esta contribución pretendo profundizar ese enfoque, adelantando mi opinión en el sentido que el grado de vigencia de las reformas implementadas ha sido variable según el diferente sustento históri­co que poseyera cada una de ellas; teniendo en cuenta, además, que una parte considerable del diseño general de la reforma de 1994 ha sido predispuesto para modificar ciertas costumbres constitucionales, que se entendieron perniciosas para la estabilidad y evolución de nuestro siste­ma institucional.

Esta profundización requiere, por una parte, repasar las fuentes ge­nerales que originaron las nuevas instituciones o las que fueron modifi­cadas, aspecto que se vincula directamente con los fines perseguidos, porque ambos reflejan la intención del constituyente, que junto al propio texto de las normas representan -según es bien conocido- las primeras reglas exegéticas, a las que acude la Corte Suprema de Justicia de la Nación y los demás tribunales cuando deben pronunciarse sobre la constitucionalidad de preceptos inferiores.

La limitada capacidad de espacio obliga a considerar el tema de las fuentes y los fines en términos genéricos -para tres grandes especies de reformas, de acuerdo a la clasificación que luego enuncio- sin concretar un estudio de cada reforma en particular.

Por la otra parte, se trata de confrontar las intenciones del constitu­yente con algunas normativas dictadas en su consecuencia (o su omi­sión) y de prácticas seguidas por los poderes del Estado, en la última década transcurrida.

I. Fuentes y fines de la reforma de 1994

Al ingresar en el tema de las fuentes, la relectura en estos días de una antigua crítica realizada a la reforma por el destacado constitucionalista Jorge Vanossi,[2] llevó a preguntarme si existió una filosofía política común (que se tradujera en una política constitucional) a quienes nos tocara participar en la gestación de la reforma de 1994, ya sea en la etapa de los acuerdos previos que dieron origen al Núcleo de Coincidencias Básicas, ya fuere en la etapa de la propia Convención Constituyente.

Al plantearme esta cuestión, recordé casi de inmediato la circuns­tancia inédita que el texto final de la reforma fuese aprobado y jurado por la unanimidad de las fuerzas políticas participantes en la Conven­ción, que, a su vez, representaban a la gran mayoría de la ciudadanía; aunque también tuve presente que muchas de las soluciones que se tradujeron en reformas concretas fueron intensamente debatidas en las comisiones de origen, en la Comisión Redactora o en los plenarios de la Convención, y debieron ser votadas frente a despachos total o parcial­mente distintos.

Quizás no podría predicarse, entonces, la existencia de una filosofía común que inspirara a todas las políticas constitucionales implementadas, aunque sí cabe reconocer que al menos medió entre los constituyentes una base conceptual mínima, consistente en la adhesión a las reglas y procedimientos democráticos, que permitió lograr acuerdos puntuales y sucesivos avalados por distintas mayorías; tal consenso fue estimado suficiente por quienes integraron la Convención para aceptar de buen grado el resultado al que se arribara.

Pero, además, los constituyentes tuvieron una aspiración común de innovar respecto de ciertos fines de la Constitución de 1853/60, modificándolos con nuevos contenidos, por vía de complementación[3] o por cambio del sentido originario.[4]

Para la adopción de los nuevos fines, influyó de modo especial el debate de ideas resultante de dos circunstancias históricas que marca­ron a la mayoría de los constituyentes, aspecto que trato más adelante.

En exposiciones que realizara en la Convención[5] como en otras obras,[6] hice reiterada referencia a que el diseño de la reforma, en consonancia con sus fuentes, pretendió el logro de cinco grandes fines estructurales,[7] a saber: 1) la consolidación y perfeccionamiento del sistema democrático; 2) la obtención de un nuevo equilibrio entre los tres órganos clásicos del poder del Estado y de una mejor eficacia en su accionar; 3) un mayor reconocimiento de ciertos derechos de las perso­nas y de sus garantías específicas; 4) la promoción de la integración latinoamericana; 5) el fortalecimiento del régimen federal. La mayoría de las reformas concretas pueden encuadrarse dentro de alguno de esos grandes fines.

Aplicando a esos fines la opinión anticipada, en el sentido que el grado de vigencia de las reformas implementadas ha sido variable según el diferente sustento histórico que poseyeran, se advierte que algunas estaban avaladas por circunstancias pasadas indiscutibles; otras, consistieron en la adopción de instituciones pensadas para aportar solucio­nes modernas acordes a nuevas situaciones; y, finalmente, ciertas refor­mas pretendieron modificar arraigadas tradiciones, consideradas inconvenientes para la salud del sistema constitucional.

Así, según se verá, no resulta extraño que muchas reformas entra­sen en vigencia sin mayores dificultades; que otras se vayan desplegan­do con inconvenientes; mientras que algunas están lejos de concretarse del modo pensado por los constituyentes.

Retomando el problema de la existencia de una filosofía o cosmovisión común a los constituyentes, cabe advertir, las consecuencias que produ­jo sobre la reforma de 1994 la doble experiencia traumática que les tocó vivir a la gran mayoría de ellos, en las décadas de los ’70 y los ’80, que los llevó a privilegiar la defensa y consolidación del sistema democrático y de los derechos humanos (individuales y sociales).

Esa doble experiencia traumática consistió -en una primera etapa-en las luchas políticas contra el gobierno de facto denominado de la Revolución Argentina, que culminaron con el retorno al sistema demo­crático en 1973, el regreso de Perón al país y el último de sus gobiernos, en el marco de un intenso enfrentamiento que adquirió ribetes de guerra civil, agravados por la muerte de aquél y por la sucesión de su esposa en la presidencia; que degradó -en una segunda etapa- en un nuevo período de facto, signado por una sistemática y cruel violación de los más prima­rios derechos humanos en el marco de la represión ilegal desencadena­da desde el propio Estado.

En cuanto a la primera etapa, un intenso debate ideológico estuvo centrado en la temática de la liberación nacional, y en las diferentes formas de alcanzarla. Parece oportuno recordar que en su último go­bierno Juan Perón decidió abandonar toda pretensión de regresar a la vigencia de la Constitución de 1949. Pero esta decisión no cabe entenderla sólo como una concesión al amplio espectro opositor que restaba validez a esa Constitución, sino que estuvo basada en sus ideas acerca de la inserción del país en el creciente proceso del “univer­salismo”, antecedente de la “globalización”.[8]

Así, en un discurso que pronunciara el 1 de mayo de 1974 expresaba que: “Se percibe ya con firmeza que la sociedad mundial se orienta hacia un universalismo que, a pocas décadas del presente, nos puede conducir a formas integradas, tanto en el orden económico como en el político”. Comentando ese discurso en un artículo que publi­cara el 9 de mayo de ese año,[9] observaba que la futura integración supranacional se predicaba tanto en lo económico como político, cir­cunstancia que representaba una importante diferencia con el antiguo pensamiento de Perón, en el que limitaba la interdependencia de los países únicamente a lo económico, manteniendo cada nación sus atribu­tos como Estado soberano. Anotaba que el «nuevo Perón» era un hom­bre preocupado por el mundo, por los problemas que lo aquejaban (algu­nos de ellos luego generaron respuestas específicas en la reforma de 1994) y por las tendencias internas que se movían en su seno y que lo llevaban a un estadio peculiar de su evolución.[10]

Perón también había afirmado, en un discurso del 20 de julio de 1973, que la vía para el acceso al universalismo debía ser la «organización libre de las naciones en continentes», y así lo preconizaba para nuestro subcontinente, Latinoamérica, situación que me llevó a señalar en aquel trabajo que se suscitaba un cambio significativo en el proyecto constitucional de 1853/60: «57 la Constitución de 1853 fue, esencial­mente, un proyecto de europeización del país, la que se dicte será –en cambio- un proyecto de liberación nacional vuelto hacia Latinoamérica, a la organización de su unidad».

Ese proyecto nacional que inspiraba a una reforma constitucional, debía concretarse por la vía pacífica del consenso político,[11] y, particularmente, en un acuerdo con el radicalismo (que se iniciara en una reunión entre Perón y Balbín en diciembre de 1973), que revisara todos los poderes de la República para incorporar un sistema mixto presidencialista-parlamentario, según la idea de un presidente asistido por un primer ministro para asegurar la estabilidad constitucional, postu­lando que se restablecieran los derechos sociales de la Constitución de 1949 y se transformara el sistema federal para introducir el concepto de «región».[12] Rescataba la necesidad económica de atender al ámbito supranacional mediante el fortalecimiento de la unión latinoamericana,[13] lograr la democracia social principalmente por la actividad de los partidos políticos[14] y un desarrollo en el cual «la violencia sea definitivamente reemplazada por la idea».[15]

La muerte de Perón, a mediados de 1974, abortó la implementación de ese programa, aunque quedaron suficientes elementos conceptuales para un proceso de reforma constitucional que serían retomados más adelante. Por esta razón, ubico las fuentes cercanas a la reforma en las dos décadas previas a su concreción.

Menos de dos años después, la crisis del justicialismo, el conflicto entre sus alas extremas de derecha e izquierda, y el crecimiento de una guerra civil, abrió las puertas al aciago período del proceso militar, con su represión ilegal y violatoria de los más elementales derechos huma­nos, que suscitó una impresión imborrable en los miembros de la dirigencia política. En esta segunda etapa, se hizo sentir la presencia de secto­res significativos de la comunidad internacional en la defensa de los derechos humanos en el país, antecedente también valioso para la reforma de 1994.

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Esa doble experiencia traumática facilitó, luego del retorno a la vida democrática, los esfuerzos del presidente Raúl Alfonsín para postular una reforma constitucional, creando para ello en 1985 el Consejo para la Consolidación de la Democracia, cuyas conclusiones dadas a conocer en 1986 y 1987[16] sustentaron las líneas centrales de tal reforma, que fue apoyada por el radicalismo. Juntamente con los antecedentes men­cionados hasta aquí, los dictámenes del Consejo han sido una de las fuentes principales de la reforma de 1994.

La reforma propuesta fue aceptada en muchos de sus aspectos por el justicialismo renovador, aunque éste también confrontó algunos de los con­tenidos esenciales de la propuesta del Consejo, y aportó sus propias ideas, rescatando lineamientos de la década anterior ya indicados, mediante docu­mentos que fueron otras fuentes principales de la reforma de 1994.[17]

Negociada y convenida parcialmente entre ambos partidos desde fines de 1987 hasta septiembre de 1988, y luego, impulsada nuevamente por el gobierno de Menem se reflejó en el Pacto de Olivos del 14 de noviembre de 1993[18] y sus acuerdos complementarios del 1 y 13 de diciembre de 1993[19] -como lo recuerda Raúl Alfonsín en su Memoria política[20] y lo relatara por mi parte en La reforma por dentro[21] – y culminó en la obra de la Convención Constituyente.

II. Clasificación de las reformas según las dificultades presentadas para su vigencia

He anticipado que las reformas incorporadas en 1994 pueden clasificarse bajo el criterio de la mayor o menor dificultad que han presentado para ser llevadas a la práctica; y que ello, a su vez, se vincula con el mayor o menor soporte histórico que las sustentara. También ya dije que por aplicación de ese criterio se visualiza que muchas reformas entraron en vigencia sin mayores dificultades; que otras, se vayan des­plegando con inconvenientes; mientras que algunas están lejos de con­cretarse del modo pensado por los constituyentes. Ampliaré seguidamente esta línea conceptual, tratando de analizar los tres supuestos indi­cados, agrupando las principales reformas en cada uno de ellos.

1.   Reformas sustentadas en circunstancias históricas indiscutibles

Las traumáticas experiencias vivida por nuestra dirigencia nacional desde 1974 hasta el retorno de la democracia, ha ocasionado en mi opinión que las reformas que menos resistencias han tenido para implementarse fueran las vinculadas con la primera y tercera ideas-fuerza arriba indicadas, es decir, con la consolidación y perfecciona­miento del sistema democrático,[22] y con un mayor reconocimiento de los derechos humanos (individuales y sociales). Aunque dichas expe­riencias no se hubiesen transformado en una cosmovisión o filosofía política común -y ello también dependerá de los alcances que se otor­guen a tales conceptos- lo cierto es que gravitaron de modo decisivo sobre la intención de concretar reformas para garantizar ambos fines.

Así no ofrecieron mayores dificultades para su vigencia: a) la cláu­sula de defensa de la democracia, aunando a esa defensa la ética pública para el ejercicio de las funciones[23], que obliga a avanzar en una progresiva moralización de la actividad política reclamada por nues­tra sociedad; b) la garantía de los derechos políticos, en especial, el sufragio universal, igual, secreto y obligatorio[24]; c) la[25]elección directa del presidente y vicepresidente de la Nación y de los senadores nacio­nales, como el acortamiento de sus mandatos; d) la posibilidad de una reelección inmediata del presidente o vicepresidente por cuatro años, concluido ya el problema del mandato especial del presidente Menem; e) la ampliación del Senado, que ha implicado una mayor participa­ción de las minorías provinciales y de las mujeres (por aplicación de la garantía del art. 37, segunda parte, de la Constitución); f) el ballotage, que obliga a obtener una mayoría apreciable de votos en la primera vuelta para consagrar al presidente y vicepresidente;[26] g) el régimen de autonomía de la ciudad de Buenos Aires, que ha aumentado la representatividad de sus órganos políticos y la importancia de ese distri­to;[27] h) el amplio reconocimiento de la autonomía municipal en el ámbito provincial, porque se propone acercar el ejercicio de la admi­nistración al pueblo; i) la supresión del requisito de la catolicidad del presidente y vicepresidente de la Nación, que ha abierto expectativas de acceso a esos cargos de dirigentes adherentes a otros cultos.

En la primera idea-fuerza que aquí se examina, hay dos institucio­nes que han presentado dificultades especial para su puesta en vigencia: a) las formas de democracia semidirectas, que no han cum­plido el rol esperado de aumentar el control popular de la actividad con­centrada en los partidos políticos, y cuya regulación tropezara con resis­tencias de los «representantes del pueblo” (para evitar pérdidas en su poder) evidenciadas en el deficiente contenido de las leyes que las implementaron;[28] b) la regulación de los partidos políticos, complementaría del art. 38 C.N.,[29] que ha sido incompleta porque no se han concretado medidas que aumenten la representación de las mino­rías partidarias, y la capacitación de sus dirigentes; carencia que contribuye a su actual crisis de representatividad y al desplazamiento del debate ideológico fuera de su ámbito. Por oposición a ello, adquieren un creciente desarrollo las asociaciones que defienden los derechos de incidencia colectiva en general alentadas por las facultades con­feridas por el art. 43 C.N., que oxigenan el debate político.

A su vez, se considera en nuestra doctrina como una de las reformas más exitosas el mayor reconocimiento de los derechos de las personas y de sus garantías. Tanto las resultantes de los nuevos derechos con­sagrados en los arts. 41 (protección del ambiente apto para el desarrollo humano) y 42 (protección de los consumidores, usuarios, de la defensa de la competencia, de la calidad y eficiencia de los servicios públicos), y de los avances que implicó el art. 43 al regular constitucionalmente las garantías del amparo y habeas Corpus; cuanto los derechos que explícitamente emergen de ciertas declaraciones, convenciones y pactos internacionales de derechos humanos a los que se concediera rango constitucional, en las condiciones y salvedades expuestas en el art. 75 inc. 22 de la Constitución; han venido a complementar y enriquecer los demás derechos y garantías reconocidos en los primeros 35 artículos de la C.N..

Por otra parte, para que los derechos resultantes del texto de la Constitución o de este tipo de tratados, no se transformen en abstrac­tos y carezcan de vigencia efectiva, el inc. 23 del art. 75 impone al Congreso legislar y promover medidas de acción positiva, con la exégesis predispuesta de hacerlo en el sentido de garantizar la igual­dad de oportunidades. En defecto de su cumplimiento por el Congreso, estimo que los jueces pueden adoptar decisiones en los casos concretos que se les sometan para implementarlos, con el sentidoindicado. Esta solución está prevista en forma explícita en los arts. 41 y 42 -las obligaciones allí enunciadas alcanzan a todas las «autori­dades» (obviamente, incluido el Poder Judicial)- y se desprende tam­bién del texto del art. 43 cuando autoriza el amparo «contra cual­quier forma de discriminación», que puede entenderse contra dis­criminar la igualdad (de oportunidades).

El plexo de derechos humanos que resulta de los artículos menciona­dos, responde a derechos individuales y sociales, privilegiando al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social…». Se ha completado, de este modo, la evolución de nuestro sistema institucional histórico, de matriz liberal, al caracterizado como «constitucionalismo social», compensado así la derogación de la Constitución de 1949.

2.   Reformas resultantes de nueva circunstancias históricas

Las reformas que responden a la cuarta de las ideas-fuerza no han tenido, en términos generales, objeciones en el plano doctrinario o políti­co (interno), pese a lo cual cabe advertir dificultades internacionales que aquejan a su vigencia y desarrollo.

Ya se ha visto la importancia acordada en la última y breve presiden­cia de Perón al proceso de integración latinoamericana, que lo postulaba como mejor modo de inserción del país en el proceso que denominaba «universalismo» (hoy, globalización). A partir de la presidencia de Alfonsín se ha transformado en una de las pocas políticas de Estado, mantenida consistentemente por todos los gobiernos posteriores.

El inc. 24 del art. 75, ha sido coherente con la preponderancia con­cedida a la integración latinoamericana, sin excluir otros procesos de integración pero agravando los procedimientos, tal como resulta de su segunda parte.

La reforma de 1994 se adscribió a una doble preeminencia política del proceso de integración, pues permitió -por un lado- que los trata­dos que lo implementen deleguen competencias y jurisdicción a organi­zaciones supranacionales (con facultades de dictar normas de rango superior a las leyes), favoreciendo así el accionar de instituciones de la integración incluyendo la administración de justicia, y -por otro lado- lo hizo asegurando valores superiores, tales como: el respeto a las condi­ciones de igualdad entre los estados (y la regla de reciprocidad), al or­den democrático y los derechos humanos. De allí que para nuestro país, luego de la reforma de 1994, la integración no es un proceso predominantemente económico sino político, y esta arquitectura consti­tucional debe ser entendida como una fuerte señal dirigida a los países de nuestra región.

Esta reforma no ha merecido, entonces, objeciones de concepto en el orden interno nacional, pero sí en la mayoría de los países asociados -particularmente Brasil- que aún no han adecuado sus constituciones en un sentido similar al adoptado en 1994.

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La vigencia de las reformas agrupables en la quinta de las ideas fuerzas, el fortalecimiento del régimen federal, merece una valoración compleja ya que, por un lado, algunas han sido elaboradas para atender a situaciones nuevas y, por otro lado, ciertas reformas pretenden corre­gir aspectos excesivamente centralistas del diseño de la Constitución de 1853/60 agravados por la práctica posterior.

A la primera situación responde la idea de crear regiones que, junto con las provincias, tengan rol destacado en un país vuelto hacia la inte­gración latinoamericana.[30]

La posibilidad de crear regiones (que representan la mejor expresión del pasaje de un federalismo competitivo a un federalismo de coopera­ción, aspecto central de estas reformas), aunque limitadas al desarrollo económico y social (es decir, despojadas de contenidos políticos, que no fueron aceptados por las provincias en la Convención Constituyente), quedó asociada al proceso de integración latinoamericana. De allí, que el nuevo art. 124 de la Constitución autorice a las provincias -y, a mi juicio, también a las regiones, en consonancia con el texto de la norma y sus antecedentes- a «celebrar convenios internacionales», con las limitaciones expuestas en dicha norma.

La creación por las provincias de diversas regiones en el país (y el accionar de aquellas y éstas sobre los países limítrofes) ha impli­cado la paulatina puesta en vigencia del programa recordado. No obstante, han mediado resistencias derivadas de la organización del vie­jo sistema federal que impidieron acrecentar la delegación de poderes económicos en las regiones, concebidas también para vitalizar a provin­cias pobres y poco viables en sí mismas. Estas resistencias se han ex­presado en preservar ciertos espacios para las burocracias provinciales, que bien podrían regionalizarse (por ejemplo, en materias comunes de educación, salud, policía del trabajo, entre otras), para no debilitar es­tructuras políticas que alimentan a clientelas partidistas.

También debe computarse como una reforma que tuvo vigencia in­mediata y efecto sobre el sistema de regalías, el reconocimiento a las provincias del dominio de los recursos naturales existentes en su territorio, efectuado en el art. 124 C.N..

En lo que hace a las reformas orientadas a revertir el excesivo centralismo económico no han sido mayormente puestas en vigen­cia. Aquí cabe citar las que procuran generar un mayor equilibrio terri­torial nacional, como la segunda parte del nuevo inc. 29 del art. 75, que acuerda al Congreso la facultad de promover políticas diferenciadas «que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones», y que apuntan a favorecer la sanción de leyes de promoción regional. En la última década, el Congreso ha hecho escaso o nulo uso de tal atribución. Otro tanto cabe decir sobre la falta de sanción de la ley de coparticipación federal, incumpliendo el mandato constitu­cional de la Disposición Transitoria Sexta.

Conforme acaba de apreciarse, las reformas atinentes al fortaleci­miento del régimen federal, afrontan para su vigencia dificultades resul­tantes tanto del centralismo económico cuanto de la antigua organiza­ción de un federalismo netamente localista.

3.   Reformas que confrontan costumbres inconvenientes para el desarrollo institucional

Las mayores resistencias al cambio implementado por la reforma de 1994 han residido en esta última década en las modificaciones incorpo­radas al régimen de poderes (es decir, respecto de la segunda idea-fuerza), porque se enfrentan -en muchos casos- con arraigadas costum­bres contrarias al sentido de esas reformas.

Cabe aquí decir, que tales reformas siguieron el camino emprendido por otros países para enriquecer el funcionamiento de los tres poderes clásicos, que ha transformado en más compleja la tradicional doctrina de la división del poder en sus ramas ejecutiva, legislativa y judicial. Esa mayor complejidad se expresó en la incorporación de nuevos órganos; en formas y procedimientos actualizados; y en transferencias de com­petencias, cuyo marco conceptual examiné en otros trabajos.[31]

Durante el proceso previo a la reforma, el justicialismo descartó la propuesta del Consejo para la Consolidación de la Democracia de privi­legiar políticamente a la Cámara de Diputados respecto del Senado (al que se reservaba competencias en ciertas materias federales), que traía la consecuencia de reservar el voto de censura del primer ministro exclu­sivamente para aquella Cámara. El mantenimiento del poder político del Senado (incluso acrecentado en la reforma de 1994) llevó a conservar el presidencialismo, si bien proponiendo su atenuación o flexibilización.[32]

Partiendo de esa base conceptual, y pese a que la finalidad de poner en vigencia un mayor equilibrio y eficacia en el accionar de los poderes ha obtenido un conjunto de éxitos parciales, corresponde reconocer que la idea central de atenuar o flexibilizar el presidencialismo ha fracasado, en buena medida, hasta ahora.

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Veamos, primero, cuáles fueron los éxitos parciales conseguidos, en la última década, respecto de las reformas atinentes al régimen de los poderes.

En cuanto al Poder Ejecutivo: a) la jefatura de gabinete de minis­tros entró efectivamente en vigencia y, en general, sus titulares se han desenvuelto como coordinadores de la actividad de los demás ministros, actuando en los hechos, como primus inter pares de aquellos, con­tribuyendo a una mejora en el desenvolvimiento de la administración, aunque ello no significa que en todos los gobiernos hayan celebrado y dirigido los »acuerdos de gabinete»;[33] b) mediante sus facultades de refrendo, que han ejercido efectivamente (incs. 8, 12 y 13 del art. 100 C.N.), los jefes de gabinete tienen una visión integral de la marcha del gobierno, que facilita su mayor importancia política sobre los demás mi­nistros, y que a su vez ha reducido -aunque no suprimido- el papel de las estructuras informales del poder presidencial; c) los jefes de gabinete han cumplido con sus funciones de elaborar[34] y hacer ejecutar el presupuesto de la Nación, incluso favoreciéndose de una delegación de facultades por el Congreso (en varias leyes de presupuesto) para poder trasladar partidas entre organismos de la Administración;[35] d) los jefes de gabinete han también cumplido, si bien en forma errática, sus funciones de actuar como nexo entre el presidente y el Congreso, ya sea en su obligación de concurrir a presentar informes mensuales a las cámaras, ya fuere en su función de activar la sanción de principales leyes de interés del Ejecutivo; e) se ha implementado el refrendo en acuerdo general de ministros de los decretos de necesidad y urgencia y de los que promulgan parcialmente las leyes, aunque ello no ha garantizado (salvo escasas situaciones) la reducción del número de esos decretos.[36]

En lo que hace al Poder Legislativo, han entrado en vigencia cier­tas reformas dirigidas a lograr más eficiencia del Congreso y aumen­tar su control sobre el Ejecutivo: a) la ampliación del período de sesiones ordinarias (que se extiende ahora del Io de marzo al 30 de noviembre de cada año), ha sido observada en toda la década; b) la reducción a tres de las intervenciones posibles de las cámaras, se ha cumplimentado, como también la reforma que impide a la cámara de origen introducir nuevas correcciones o adiciones a las efectuadas por la cámara revisora (ambas tienden a lograr mayor celeridad en los trámites parlamentarios); c) las mayorías agravadas para aprobar ciertas especies de leyes (y que alcanza al menos a diez tipos de leyes), modificación que fuerza a obtener mayor consenso parlamen­tario en tales casos; d) la designación del presidente de la Auditoría General de la Nación ha sido efectuada a propuesta del partido de oposición con mayor número de legisladores; e) el control del sector externo del sector público nacional ha sido cumplido en forma variable, e incluye el control los servicios públicos privatizados (en varios casos, se ha logrado mediante la actuación de comisiones bicamerales creadas a tal efecto).

En lo que respecta al Poder Judicial, quizás la reforma que ha tenido más repercusión pública fue la que modificó los procedimientos para la designación de los miembros de la Corte Suprema, al requerirse ahora dos tercios de los miembros presentes del Senado para el acuerdo y en una sesión pública convocada a ese efecto, procedimientos que han sido, además, reglamentados. La creación del Consejo de la Magistratura ha traído consecuencias positivas en orden a la selección de los jueces y en cuanto a sus facultades acusatorias de los magistrados, como en mi opinión también el accionar del jurado de enjuiciamiento representó una mejora respecto del sistema anterior del juicio político (en cuanto al número de jueces removidos o que renunciaron). Aunque, con carácter de órgano extrapoder, pero actuante principalmente sobre el Poder Judicial, cabe también rescatar como positiva la organización y actuación del Ministerio Público durante la última década.

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Pese a los destacables éxitos parciales apuntados, que no parece justo ignorar, las reformas que responden a la finalidad bajo examen se han tropezado con serias dificultades en la puesta en vigencia de algu­nos aspectos centrales. Ello ha llevado a sectores de la doctrina a cues­tionar la arquitectura constitucional a la que respondió o su efectividad. Analizaré someramente estas deficiencias, para luego arribar a algunas conclusiones con referencia a lo que cabe hacer.

Las reformas al Poder Ejecutivo y al Congreso no lograron aún la atenuación o flexibilización del presidencialismo por varias ra­zones: a) los jefes de gabinete han sido designados en razón de su cer­canía y confianza con el presidente, y no por una destacada trayecto­ria política propia (con la excepción de la designación de Rodolfo Terragno por De la Rúa, que concluyó con la renuncia de aquél); b) los presidentes no han visto con buenos ojos la institucionalización de los «acuerdos de gabinete «, es decir, los encuentros de ministros presi­didos por el jefe de gabinete, prefiriendo que los contactos entre ellos se lleven a la práctica por canales informales; c) las exposiciones mensua­les de los jefes de gabinete ante el Congreso se han realizado bajo formas tediosas (cuando no han dejado simplemente de cumplirse), y no sirven así para activar las críticas y controles de la oposición sobre los actos de gobierno: d) la oposición no ha hecho uso de promover el mecanismo de la interpelación a los efectos de la moción de censura del jefe de gabinete, siquiera como arma política, aunque no se contaran con mayorías suficientes para su remoción; e) el jefe de gabinete y los ministros han refrendado los decretos de necesidad y urgencia y los que promulgan parcialmente las leyes, usualmente del modo deseado por el presidente, sin ocasionar crisis políticas públicas por su desacuerdo total o parcial con ellos; 0 los jefes de gabinete utilizan de modo limitado las «decisiones administrativas» (que es el tipo de normas por las que ejercen las atribuciones propias que le concede el art. 100 C.N.) prefiriendo, muchas veces, canalizar las medidas por decretos del Poder Ejecutivo, para ampararse en la mayor responsabilidad política de los presidentes; g) el Congreso no ha creado la importante Comisión Bicameral Permanente, prevista en la Constitución, como una suerte de «miniparlamento» para el control de los decretos de necesidad y urgencia, los que promulgan parcialmente las leyes y los que ejercen facultades delegadas; h) el Congreso no ha reglamentado el uso de dichos decretos, ni cumplido con el mandato constitucional de revisar la legislación delegada anterior a la reforma de 1994.

Tampoco se ha logrado flexibilizar el sistema presidencialista en caso de grave crisis, cuando el titular del Ejecutivo carece de suficien­te respaldo en el Congreso y en su propio partido político (e incluso cuando ha perdido elecciones nacionales). Para proteger la investidura presidencial y la continuidad del mandato, el diseño constitucional previo la posibilidad de designar a un jefe de gabinete de ministros de la oposi­ción, al que pueden delegarse facultades por el presidente como la de­signación de ministros (art. 100 inc. 4 primera parte, de la Constitución). La reforma de 1994 previo soluciones para evitar la situación que derivó en la renuncia del presidente De la Rúa, a las que éste no acudiera. La renuncia de ese presidente y la designación de un Ejecutivo de transición fue, en cambio, abordada por el Congreso por el medio más tradi­cional previsto en la Constitución de 1853/60 para resolver una acefalía presidencial.

En el Poder Judicial, la integración del Consejo de la Magistratura no respondió correctamente a lo dispuesto en la reforma de 1994, en el sentido que sus miembros debían ser «representantes» de los órganos políticos, los jueces y abogados de la matrícula federal. Al no aplicarse ese concepto de «representación» (que impediría, por ejemplo, la actuación de miembros del Congreso sin uso de licencia), el Consejo ha perdido cualidades de independencia política y técnica respecto de cómo fuera concebido. Esa incorrecta aplicación de la Constitución, de la que derivan consecuencias perniciosas para la nueva institución, tampoco resulta casual: importantes funciones que antes poseían los poderes políticos del Estado, en orden a la designación de los jueces por el Ejecutivo (con acuerdo senatorial) o su remoción por el Congreso mediante juicio político, han sido parcial o totalmente transferidas al Consejo de la Magistratura. Por otra parte, tanto la administración de los recursos presupuestarios cuanto el ejercicio de las facultades disciplinarias sobre los magistrados han derivado en conflictos indeseados con la Corte Suprema. Además de ello, el jurado de enjuiciamiento asumió una envergadura burocrática -que actualmente está corrigiéndose- que no se justifica en las concretas funciones que debe cumplir.

III. A modo de conclusión

Según ha podido apreciarse hasta aquí, luego de diez años de sancio­nada la reforma de 1994, la puesta en práctica de sus instituciones ha corrido suerte variable, aportándose en este trabajo ciertas reflexiones para tratar de entender las dificultades, distorsiones o incumplimientos que han venido acaeciendo.

Estimo, básicamente, que no resulta fácil revertir las condiciones extremas bajo las cuales se desenvolvió, en la mayor parte de nuestra historia, el sistema presidencialista, a punto de afectar el equilibrio entre los órganos del poder del Estado y en desmedro del perfeccionamiento de las instituciones políticas y jurídicas.

El ignorarse, en los hechos, las finalidades a las que respondieron muchas reformas -que ha llevado a distorsiones en la implementación de instituciones o al incumplimiento de mandatos constitucionales- no ha sido casual, sino que se ha debido en mi opinión a la fuerza de costum­bres contrarias a dichas finalidades.

Ante esta circunstancia se abre la alternativa de proceder a modifi­car aspectos de la reforma de 1994, que no descarto como principio pues entiendo que las normas constitucionales deben estar abiertas a su permanente perfeccionamiento, o acentuar los esfuerzos para asegurar su vigencia.

Creo que el transcurso de una década es todavía un plazo insuficien­te para adoptar la primera alternativa y, en cambio, parece más conve­niente procurar el mayor cumplimiento de las finalidades y sentido de la reforma de 1994, que es después de todo asegurar el predominio de las instituciones sobre los hombres que ejercen los gobiernos.

El afianzamiento institucional es todavía una gran tarea pen­diente. La reforma de 1994 ha ofrecido un conjunto de nuevas institu­ciones (mencionadas sumariamente en este trabajo), adicionales a las incluidas en la Constitución de 1853-60, para lograr una mayor equili­brio entre los poderes del Estado y mayor eficiencia en su accionar. Si muchos de dichas instituciones no se han puesto en vigencia, o se llevaron a la práctica con serias deficiencias, hay que atribuirlo no sólo a perversidades de ciertas dirigencias sino al desconocimiento institucional y a la falta de compromiso por parte de la opinión pública. Es crucial la tarea docente que deben cumplir a ese respectó los medios de prensa (en sentido amplio, incluyendo la radio y televisión), mediante la crítica de los actos de gobierno y del correcto funciona­miento de los poderes del Estado.

Y, como lo anticipara en otros trabajos, le cabe a la educación el papel central de llevar el conocimiento de las finalidades, que informaron a las instituciones reformadas, a todos los habitantes del país y a las nuevas generaciones.


[1] «La reforma de 1994. Una valoración crítica diez años después» (L.L. del 13/9/04).

[2] Vanossi, en su artículo «La Constitución evanescente (Una reforma espasmódica)», publicado en L. L. , 1994-E-1246, y que ahora integra su libro La reforma constitucional de 1994 (Círculo de Legisladores de la Nación Argentina, Buenos Aires, 2004), ob­servaba que faltaba conocer cuál fue la cosmovisión que tuvieron los constituyentes en el texto concreto que sancionaron; aclarando que toda técnica constitucional supone una política constitucional, pero que, a su vez, ésta supone como antecedente, una filosofía constitucional.

[3] Un buen ejemplo de complementación de fines, es el tratamiento otorgado a la ideología del progreso, preservada en el actual inc. 18 del art. 75 y modernizada en el inc. 19. También la jerarquía constitucional otorgada a ciertas convenciones y tratados de derechos humanos, que ha sido considerada complementaria y no abrogatoria de los primeros treinta y cinco artículos de la Constitución.

[4] Un ejemplo central de cambio del sentido originario ha sido la intención de atenuar o flexibilizar el presidencialismo emergente de la Constitución de 1853/60 y su práctica posterior.

[5] Ver mi exposición como miembro informante del dictamen de mayoría del Núcleo de Coincidencias Básicas ante el plenario, en la Obra de la Convención Nacional Constituyente 1994, Centro de Estudios Constitucionales y Políticos del Ministerio de Justicia de la Nación, t. V, ps. 4882/83.

[6] Ver, por ejemplo, «Las reformas del sistema institucional. El Núcleo de Coinci­dencias Básicas», juntamente con Enrique Paixao. en La reforma de la Constitución

explicada por miembros de la Comisión de Redacción, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1994, ps. 305/7.

[7] Ya he desarrollado en el citado artículo “La reforma de 1994. Una valoración crítica diez años después”, la diferencia que encuentro entre los fines estructurales de la reforma, respecto de los políticos coyunturales pactados directamente entre Alfonsín y Menem.

[8] La ideología de la Constitución de 1949, su caracterización como una expresión del «constitucionalismo social» y de un programa industrialista y nacionalista, fuertemente dirigido por el Estado y tendiente a la integración social, fue analizada en mi artículo «Reflexiones acerca de una futura reforma de la Constitución», en Revista del Derecho Público y Teoría del Estado, Buenos Aires, agosto de 1986. ps. 93/120.

[9] Ver García Lema, Alberto M., «La temática de la liberación nacional como probable contenido de la reforma constitucional», en El Cronista Comercial del 9/5/1974, parte de varios artículos publicados sobre la reforma de la Constitución, desde el 30 de abril hasta el 22 de junio de 1974.

[10] Allí recordaba que en el prólogo al libro Juan Perón, en la Argentina 1973 (Vespa Ediciones. Buenos Aires, 1974), para él «La integración, tanto económica como políti­ca, parece exigida por la existencia de problemas a nivel mundial: la dilapidación de los recursos naturales, la contaminación del medio ambiente, el crecimiento sin freno de la población, la sobreestimación de la tecnología, la separación de la humanidad entre ricos v pobres«.

[11] En un artículo que publicara en la Revista Criterio en 1975, titulado «Hacia la búsqueda de un nuevo acuerdo constitucional», por mi parte resaltaba la necesidad de tal acuerdo porque la «… estabilidad institucional perdida en los últimos cincuenta años y que nos parece en la hora actual tan inalcanzable, luego de ciclos de gobiernos constitucionales y defacto y del intento sin éxito de ensayos constitucionales mediante reformas de la Constitución o de Actas Institucionales, debería representar en mi opinión el objetivo último de la acción política de nuestro tiempo. Sólo de este modo puede restablecerse un Estado de derecho que permita fundar una nueva legitimidad institucional y promover un acelerado desarrollo nacional en todas sus facetas«.

[12] En mi obra La reforma por dentro. La difícil construcción del consenso cons­titucional (Planeta, Buenos Aires, 1994, p. 47 y sus notas) hice mención de las fuentes periodísticas que reflejaban expresiones del pensamiento de Perón, en ese sentido, en diciembre de 1973 y en los primeros meses de 1974. En su libro, El proyecto nacional. Mi testamento político (El Cid editor, 3a ed. 1982), Perón insiste en que el primer objetivo de su Modelo Argentino era ofrecer un amplio ámbito de coincidencia política, para afirmar «la fuerza necesaria para respaldar una política «, en lugar de usar «la política de la fuerza» (ps. 27/28).

[13] En El proyecto nacional… (p. 97), reiteraba que: «El mundo del futuro se está orientando hacia nuevas formas donde ya tío tendrá sentido analizar los problemas como exclusivamente nacionales… Por lo tanto, las soluciones de los diversos proble­mas en el nivel nacional, no podrán ser logrados plenamente, si buscan su concreción exclusivamente dentro del país, como si éste fuera un compartimiento estanco… En tal sentido, el futuro exigirá perseguir metas mundiales en función de posibilidades tam­bién mundiales. Por consiguiente, en la medida que la Argentina oriente su accionar económico en tal dirección, será mayor su trascendencia en el orden internacional».

[14] Id., ps. 84/88, en donde afirma que «La representación está dada esencialmente, por la acción política, canalizada a través de los partidos, de la cual deriva la asigna­ción de poder político como poder de representación y de juicio político «, que no excluía la participación de distintos grupos sociales o personalidades independientes en la formulación de proposiciones y en aporte de ideas.

[15] Id.., ps. 92/93

[16] Ver, «Dictamen Preliminar del Consejo para la Consolidación de la democracia”, Eudeba, Buenos Aires, 1986, y «Reforma Constitucional. Segundo Dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia», Eudeba, Buenos Aires, 1987.

[17] Ver partes pertinentes de los documentos del primer y segundo encuentro de candidatos justicialistas. La Falda (Córdoba) y San Carlos de Bariloche, de mayo y junio de 1987, dictamen de la Comisión de Reforma Constitucional en Encuentro de Parque Norte (noviembre de 1987), Dictamen de la Comisión de Reforma Constitu­cional de la Unión Cívica Radical (Córdoba, 18 de febrero de 1988), Predictamen de la Comisión de Reforma Constitucional del Partido Justicialista, Comunicado de prensa Alfonsín – Cafiero, Pacto federal: propuesta justicialista (documento de trabajo suscripto por todos los gobernadores justicialistas en Mar del Plata, enero de 1998), Documento de trabajo: Acta de Reafirmación Federal (gobierno nacional y gobernadores radicales, abril de 1988), y Agenda para la reunión del 6 de septiembre de 1988 (puntos I, II, III, V, VI, VII, VIII, X, y XI respectivamente, del Anexo Documental de «La reforma por dentro»).

[18] Ver, documento en el punto XIX del Anexo Documental de la Reforma por dentro.

[19] Ver sus textos en los puntos XX y XXI del Anexo Documental de la Reforma por dentro.

[20] Memoria política. Transición a la democracia y derechos humano, Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2004. ps. 174/189 y 195/212.

[21] Ver, op. cit.. capítulos I al IV.

[22] Desde las primeras décadas del siglo XX comenzó a advertirse que la adopción del sistema democrático (no reconocido como principio en el art. Io de la Constitución) hacía conveniente incorporar cambios constitucionales para garantizarlo, existiendo proyectos parlamentarios y reformas en ese sentido; pero hasta la reforma de 1994 habían fracasados todos los intentos realizados a lo largo de nuestra historia.

[23] Ese principio constitucional ha sido reglamentado por la ley 25.188.

[24] Pese a levantarse algunas objeciones contra la obligatoriedad del sufragio, sigo entendiendo que la vigencia de esta garantía contribuye a dificultar el aumento de la marginalidad política (que acaece aún en países desarrollados), como consecuencia de políticas que incrementan la marginalidad económica y social.

[25] Esas reformas ya habían sido incluidas en la Constitución de 1949. Con posterio­ridad a la reforma de 1994, no puede dejar de mencionarse la propuesta de Menem de retornar -por una nueva reforma- a la elección del presidente y vicepresidente por un Colegio Electoral, que no tuvo mayor apoyo político.

[26] Esta institución aunque todavía no materializada en los hechos, ya tuvo consecuen­cias políticas pues, como se advirtió en la última elección, quien no consigue esa mayoría en la primera vuelta puede ser derrotado en la segunda (circunstancia que condujo al retiro de la candidatura de Menem).

[27] Existe, sin embargo y desde el principio, un fuerte debate respecto al traspaso a la ciudad de la Policía Federal y de la justicia nacional. He sostenido, como solución gradual, la conveniencia de traslados parciales (ordenados por leyes convenios) de sectores de la Policía Federal (directamente afectados a la seguridad de los habitantes de la ciudad, y no a la protección de autoridades o competencias federales); y de segmentos de diversos fueros de la justicia nacional en cuanto se relacionan con cuestiones de vecindad (ver capítulo VIII «La reforma de la ciudad de Buenos Aires», puntos 5 y 6, ps. 373/6 de la obra La reforma de la Constitución explicada por…, cit.).

[28] Las leyes 24.747 (de iniciativa legislativa popular) y 25.432 (de consulta popu­lar) presentan la deficiencia que no han combinado a ambas; de modo que el rechazo parlamentario de la iniciativa no puede ser, a su vez, sometido a consulta popular.

[29] Respecto a un debate abierto, aclaro que no comparto la tesitura que sostiene que la reforma de 1994 ha asegurado el monopolio de las candidaturas electivas para los partidos políticos, porque ello no resulta del art. 37 de la Constitución, que sienta las bases del ejercicio de los derechos políticos (la aptitud para ser elector o elegido) y del sistema electoral, sin imponer restricciones a candidaturas extrapartidarias.

[30] Ya en las Conclusiones de la Comisión de Reforma Constitucional justicialista del 23 de junio de 1987 (ver Anexo Documental, II, al citado libro Reforma por dentro) se había expresado que: » Un pacto federal que, garantizando la unidad nacional esté destinado a resolver la crisis actual del sistema de autonomías provinciales. Pacto que permita por el acuerdo de las propias provincias la creación de regiones político-económicas, capaces de asegurar un nuevo equilibrio territorial y hábiles para colabo­rar en un proceso de integración latinoamericana conducido por la Nación, que debe ser la matriz de un modelo o proyecto que se proponga insertar al País en el orden mundial del futuro». En el punto IV del Acuerdo de Reafirmación Federal, suscripto por el  presidente de la Nación y todos los gobernadores de provincia, el 24 de mayo de 1990 (antecedente directo de la reforma de 1994 en la materia), se dijo: «Impulsar el desarrollo de un federalismo de concertación, entre otros medios, a través de la formalización de acuerdos interjurisdiccionales que instituyan regiones que aporten al nuevo equilibrio territorial perseguido y que favorezcan el proceso de integración latinoamericana conducido por la Nación » (ver. Anexo Documental citado, documen­to XVII).

[31] Ver «El Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento de jueces en la teoría de la división de poderes»; «La modernización del Parlamento en el contexto de las reformas introducidas al régimen de poderes», respectivamente, L.L., 25/4/95 y 2/5/96.

[32] Ver mi trabajo, en colaboración con Antonio Martino, «¿Atenuación o flexibilización del presidencialismo? La jefatura de gabinete ante nuevos escenarios políticos comparada con la propuesta de Sartorio L.L., 15/12/98.

[33] Respecto del concepto del jefe de gabinete como un primus ínter pares de los demás ministros y de la diferenciación entre «acuerdos de gabinete» y «reuniones de gabinete», ver mi artículo «La jefatura de gabinete de ministros en el proyecto de ley de ministerios», L.L., 7/12/95.

[34] La responsabilidad primaria de elaborar la ley de presupuesto corresponde al Ministerio de Economía, pero la jefatura de gabinete interviene activamente en la con­fección del proyecto de esa ley.

[35] Una delegación de este tipo es, a mi juicio, inconstitucional, porque no cumple con los requisitos del art. 76 de la Constitución.

[36] El refrendo por cada ministro de un decreto de los señalados permite, en teoría, que alguno o varios de ellos se nieguen a utilizarlos, en determinadas circunstancias. Si bien el presidente puede pedir, para superar la oposición, la renuncia ministerial, no cabe desconocer que ese requerimiento puede suscitar o agravar una crisis política. Por ello, el refrendo en acuerdo general de ministros debería representar un primer elemento de control del uso de tales decretos; si no lo ha sido, cabe atribuirlo a un respeto desmedido al poder presidencial.

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