Hacia la búsqueda de un nuevo acuerdo constitucional
«…juzgo superfluo manifestar que la sanción de la Constitución es urgente y que los pueblos la reclaman con exigencia; porque el Congreso conoce muy bien que la Constitución es el más poderoso elemento de pacificación de los Pueblos; el único recurso que nos queda para restablecer el orden, y salvar a la Confederación de la disolución y de la anarquía». Benjamín Gorostiaga.[2]
«Lo que parece claro es que la Argentina sufre una crisis de autoridad, crisis del estado de derecho, porque no hay voluntad de someterse al imperio de la ley justa y de la autoridad legítimamente constituida, tal vez porque se ha desarraigado la autoridad de su origen último que es Dios. Se ha olvidado que el acatamiento que se debe a la ley, obliga por igual a todos, a quienes poseen la fuerza política, económica, militar, social, como a los que nada poseen» (Documento Iglesia y Comunidad Nacional – Primera Parte).
Un enfoque constitucional para nuestra crisis
La crisis profunda que se advierte en nuestro país y que abarca todos los aspectos de la realidad, sea ésta política, económica, social, cultural o moral, es susceptible de ser examinada desde distintos ángulos y perspectivas.
La mayor parte de los análisis de dicha realidad que se realizan a diario, así como las soluciones que se proponen para cualquiera de sus aspectos, reflejan la tendencia a destacar los problemas coyunturales y, por ende, ofrecen también respuestas del mismo carácter para un horizonte histórico que se mide en días, meses o en el mejor de los casos en unos pocos años por delante. Tal enfoque de los problemas y de las soluciones desconoce habitualmente la antigüedad de la crisis que padece la Nación.
Dado que las respuestas a las urgencias que plantea la coyuntura parten de diagnósticos temporarios, parciales y fundamentalmente erróneos de la realidad, las consecuencias que se siguen son los fracasos reiterados de las mismas, situación que agudiza un sentimiento generalizado de incertidumbre, impotencia y exasperación nacional.
Pienso que el camino adecuado para comenzar a superar este sentimiento pasa por colocar las dificultades que aquejan al país en una amplia perspectiva histórica para recordar sus causas, así como a enmarcar las soluciones dentro de un horizonte futuro de varias décadas, tratando de promover una dinámica de largo plazo que concite las mayores adhesiones posibles a fin de liberar, en torno a la consecución de objetivos comunes, las energías nacionales hoy trabadas, frustradas o reprimidas.
El análisis constitucional de los problemas de nuestra realidad nos proporciona una metodología útil para ubicar dichos problemas como mojones de un proceso histórico de una duración aproximada de medio siglo. Por otra parte, ese análisis puede contribuir a fundar una nueva política constitucional que aspire a precisar fines para un futuro de largo plazo y que, a su vez, sirvan de norte para abordar y resolver las cuestiones coyunturales.
No obstante su utilidad, cabe advertir que un enfoque de este carácter puede despertar extrañeza y escepticismo en muchos lectores. El autor de estas notas, como profesor de la materia constitucional, ha tenido que vencer tales prevenciones no sólo entre sus alumnos sino algunas veces hasta en sus propios colegas.
Ello así, porque si bien nuestra Constitución puede ser hoy respetada por buena parte de nuestras élites políticas y por el mismo pueblo como una bandera, ha quizás dejado de ser vivida al mismo tiempo como un programa para el futuro, la fuente de los ‘principios jurídicos básicos de la sociedad, y como el marco de referencia dentro del cual debería desenvolverse la actividad institucional.
Con exactitud ha señalado el Documento Iglesia y Comunidad Nacional, con los conceptos arriba citados, que la Argentina vive una crisis del estado de derecho y que ha olvidado el acatamiento que se debe a la ley. En la base de esta situación se encuentra la crisis de nuestro sistema constitucional.
No siempre ha sido de este modo. En efecto, luego de Caseros cuando el país comenzaba a emerger de una cruenta guerra civil y se planteaba la necesidad de superar estructuras sociales anacrónicas que lo mantenían sumergido en el atraso económico, social y cultural, un conjunto de estadistas, actuando muchas veces desde facciones enfrentadas entre sí, se propusieron como metodología para la superación de los agobiantes problemas de su circunstancia la construcción del futuro a partir de un Proyecto Nacional de largo alcance que, al ser constitucionalizado, debía constituir el faro que alumbrara toda la acción política, tanto la realizada desde el gobierno como desde la oposición.
Las recordadas palabras de Benjamín Gorostiaga, pronunciadas en la Convención Constituyente de Santa Fe defendiendo la sanción inmediata de uña Constitución contra una reformulación de la doctrina rosista que sostenía como condición previa a su dictado lograr la tranquilidad social plena del país, sintetiza la opinión de un nutrido grupo de pensadores, algunos integrantes de la generación de 1837 y otros representativos de las ideas progresistas del interior, acerca del papel que habría de tener la Constitución.
Ella debía ser instrumento de pacificación, esto es, el medio de superación de las guerras civiles vividas, de las diferencias que todavía separaban a los argentinos —piénsese en el enfrentamiento que se mantenía entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires—, la forma de canalizar la acción política proveyendo la institucionalización del país y aportando las necesarias seguridades personales y patrimoniales a las élites actuantes y, finalmente, compendiaba el programa básico para el futuro en el cual todos, aún los que eran circunstanciales adversarios, estaban de acuerdo.
El acierto de este pensamiento no resulta discutible. La Constitución sancionada en 1853, consolidada con el triunfo primero de las fuerzas de la Confederación sobre los de Buenos Aires en Cepeda y por la Reforma de 1860, sobrellevó también la revancha porteña en Pavón. Luego de un breve interregno de gobiernos de facto, con Mitre como Gobernador de Buenos Aires a la cabeza, nuestro régimen constitucional inició un período de estabilidad en sus instituciones que, definitivamente afianzado en 1880 con la federalización de la ciudad de Buenos Aires, se extendió aproximadamente durante setenta años.
La estabilidad de las instituciones durante un lapso tan prolongado, y el desarrollo consiguiente obtenido por el país, representó no sólo la victoria de la Constitución y del proyecto que ella contenía contra las fuerzas de la disolución nacional, de la anarquía o del statu-quo, sino muy especialmente la victoria de los constitucionales.
Distingo con este nombre, diferenciándolos de los constituyentes o de los constitucionalistas, a aquellas personas que defendieron al sistema institucional, ya fuesen políticos actuantes en el gobierno o en la oposición y aún en ocasiones desde la revolución (como por momentos Mitre, Alem e Irigoyen) pero sin abjurar de la Constitución vigente, u ocupando posiciones destacadas en los demás segmentos del poder en la Argentina.
El pensamiento constitucional, el respeto social del derecho y de las instituciones, la educación en torno del Programa de las nuevas generaciones de argentinos —muchas de hijos de inmigrantes—, un sistema de ideas y creencias sólidamente establecido, constituyeron los medios de superación de la lucha política muchas veces enconada y facciosa, y ello contribuyó a una era de paz y progreso sin precedentes en el país.
Esa misma estabilidad institucional perdida en los últimos cincuenta años y que nos parece en la hora actual tan inalcanzable, luego de ciclos de gobiernos constitucionales y de facto y del intento sin éxito de ensayos constitucionales mediante Reformas de la Constitución o de Actas Institucionales, debería representar en mi opinión el objetivo último de la acción política de nuestro tiempo.
Sólo de este modo puede restablecerse un Estado de Derecho que permita fundar una nueva legitimidad institucional y promover nuevamente un acelerado desarrollo nacional, en todas sus facetas.
A este objetivo dedico las reflexiones siguientes.
Crisis de la constitución jurídica y de la constitución real
Es fundamental distinguir, para el curso del análisis posterior, los conceptos de Constitución en sentido jurídico y en sentido real.
El concepto de «Constitución Jurídica» es utilizado en su acepción más habitual, para denotar el instrumento normativo que pretende regular el total de la actividad del Estado.
Como en un documento de ese tipo no pueden figurar la totalidad de los preceptos a los que se ajusta la organización estatal, es obvio que sólo pueden condensarse en él los fines supremos que persigue esta organización. Entre unas y otra existe la habitual relación de fin a medio. Es por ello, que una Constitución escrita no contiene un conjunto de normas aisladas e inconexas, sino que, por el contrario, se hallan enlazadas formando un sistema coherente, en donde los órganos del poder creados por la propia ley fundamental tratan de ser los más adecuados para el cumplimiento de los fines perseguidos. De modo tal, que la unidad de sentido del sistema está dada por estos fines, que es como decir, por el pensamiento de los hombres que concibieran un modelo de sociedad a alcanzar en el futuro. Este modelo de sociedad es lo que puede llamarse un proyecto nacional.
En cambio, la noción de «Constitución real» hace referencia a la normalidad de la conducta de un pueblo regulada extrajurídicamente por la costumbre, la moral, la religión, la urbanidad, la moda, etc.[3] Esta normalidad de las conductas se encuentra habitualmente articulada formando un orden social, siendo el poder el motor que constituye ese orden. Por ello, la constitución real se revela también como la estructura de poder social vigente en una comunidad en un momento determinado, estructura que —valga la aclaración— es esencialmente dinámica y se halla en perpetuo devenir.
Cabe advertir aquí que la Constitución jurídica no coincide necesariamente con la Constitución real, que es como expresar que el poder institucionalizado tal cual emerge de la Constitución escrita no se correlaciona en forma total con el poder social que, habitualmente, lo limita y lo trasciende.
Existe entre dichas Constituciones una relación ambivalente. La Constitución real influye decididamente en el origen de la Constitución normativa. Luego de dictada, la Constitución jurídica tiene la pretensión de modelar «a imagen y semejanza» a la Constitución real previa, es decir aproximar la realidad al modelo, nunca consiguiéndolo del todo puesto que es imposible encerrar por las normas en forma absoluta a dicha realidad. Finalmente, en oportunidades la Constitución real desborda a la Constitución Jurídica produciendo su ruptura.
La crisis de la «Constitución Jurídica» se revela en las rupturas de la estabilidad institucional. Cuando esto ha sucedido es porque lo normativo a través de la acción del poder institucionalizado ha dejado de expresar y dirigir la realidad y el poder social irrumpe en escena quebrando la normalidad constitucional. Siendo reiteradas las rupturas o cíclicas parece obvia la conclusión que la constitución normativa, tal cual ella ha sido pensada por generaciones anteriores, es ineficaz para dirigir la realidad social. Aquí es preciso también tomar en cuenta que, si es verdad lo afirmado, de que una Constitución jurídica es un sistema basado en una unidad de sentido, que está proporcionado por los fines (el modelo), una vez alterada o destruida esta unidad, no puede ser reconstruido mediante simples ajustes en el funcionamiento institucional de los poderes —como lo pretendió, por ejemplo, la Reforma de 1972— porque éstos son dependientes de aquellos fines.
Desde otra perspectiva, la crisis de la «Constitución real» se evidencia como un estado de desorden en la misma base social. Este, fenómeno sucede cuando el sector dirigente de la sociedad carece de fuerza propia para conducir en forma homogénea el proceso histórico y no alcanza a articular un plexo de alianzas convenientes que permitan una acción política duradera.
Ambas crisis se han producido desde hace tiempo en el país. Y la resolución de los problemas de todo tipo que ello trae aparejado no puede remitirse a meras respuestas coyunturales sino que hay que encararlas con una metodología de soluciones de fondo.
Hacia la búsqueda de un nuevo acuerdo constitucional
Planteada muy suscintamente la problemática de una crisis que afecta a la constitución jurídica y a la real, parece claro que debería perseguirse primeramente una restructuración del poder social y hacerlo sobre la base de coincidencias políticas que permitieren, luego, la elaboración en conjunto de un proyecto nacional que conformaría la unidad de sentido de la futura Constitución normativa.
Este fue el camino elegido por Urquiza, luego de Caseros, al convocar a los representantes de los principales poderes sociales de la época, esto es a los caudillos-Gobernadores de las Provincias, cuyas coincidencias se plasmaron en el Acuerdo de San Nicolás, que fue la fuente próxima de nuestra Constitución de 1853.
Un nuevo acuerdo social, no podría ser obtenido sin considerable trabajo. En efecto, tendrían que compatibilizarse las opiniones y los intereses de los distintos sectores que conforman la estructura actual de la sociedad, lo que exigirá por parte de éstos de una actitud dispuesta a hacer concesiones. Así, y a título de ejemplo, para definir el futuro perfil económico de la Nación —para varias décadas—, cabría articular las opiniones del capital y el trabajo, de la industria y del agro, del comercio y las finanzas, de los intereses privados y los de la comunidad.
Esta acción tendiente a obtener un acuerdo social de fondo, que constituya la base de una nueva legitimidad constitucional, puede verse facilitada en nuestro país por la presencia de importantes y extendidas estructuras intermedias, representativas de ios distintos sectores en juego que pueden, sin mayores obstáculos, ocupar su puesto en la mesa de negociaciones.
Por otro lado, si se desea fundar una nueva estabilidad institucional, también parece obvio que las Fuerzas Armadas y los principales partidos políticos deberán compatibilizar sus respectivos proyectos nacionales, y en esa labor podrían constituirse en los vasos comunicantes de los distintos segmentos de la estructura social y, en última instancia, en árbitros que transen las posiciones más enconadas de aquellos.
Desde la óptica que visualizamos nuestra realidad, el «diálogo» que desde distintas tribunas y procedimientos encaran el gobierno y los partidos políticos, debería exceder entonces del plano de lo que podría llamarse una «salida política» para abordar la cuestión de echar las bases de una solución de fondo y duradera de los problemas nacionales que permita obtener la estabilidad institucional que todos deseamos. Para ello el «diálogo» no podría ser únicamente político, entendido por ello que se dirige a la reorganización de los partidos y a una convocatoria electoral, sino que simultáneamente habría de ser también económico y social. Es decir, que no resulta demasiado adecuada la fragmentación del diálogo en un área política, otra económica y otra social, persiguiéndose en cada uno de los casos objetivos limitados y temporarios, sino que debe reconocerse que cada uno de ellos implica a los demás.
Las coincidencias que se obtuvieran de un diálogo dirigido a los problemas de fondo, que permitiera compatibilizar en mesas de negociaciones los distintos «modelos» del país, constituiría la base del futuro Proyecto Nacional, que definiría el perfil del país para las próximas décadas.
Finalmente, restarían todavía tres condiciones para que el acuerdo social logrado y el proyecto nacional que fuese su consecuencia, permitieren fundar una estabilidad institucional; 1) que fuera sometido a la opinión del pueblo en una Convención Constituyente, para que la Constitución jurídica lograda sea el fundamento de una nueva legitimidad; 2) que sea sostenido en el futuro por todos los sectores políticos y sociales que han conformado el acuerdo, prestándole así un juramento de obediencia; 3) que se consiga un sistema educativo inspirado en sus postulados para que las nuevas generaciones prosigan la acción desplegada por sus creadores.
Notas:
[1] Publicado en Revista Criterio, 1975.
[2] Cfr. Convención Constituyente reunida en Santa Fe, año 1853 en Asambleas Constituyentes Argentinas, fuentes seleccionadas por Emilio Ravignani, tomo IV, p. 468.
[3] Cfr. Herman Heller, Teoría del Estado, México, Fondo de Cultura Económica, 1963, p. 271.