La hora del semipresidencialismo

Artículo publicado en La Nación, el 13 de julio de 2009.

El jefe de Gabinete debe tener más presencia

En el proceso previo a la reforma constitucional de 1994 se debatió si debían anularse las elecciones de mitad de período presidencial para renovar la Cámara de Diputados, y adoptar un mandato único de cuatro años, como sucede en varias constituciones provinciales, o si era mejor mantenerlas e incluso fortalecerlas con la elección de senadores nacionales cada dos años. Estuve entre quienes apoyaron esta última opción, que se impuso, como otro modo de perfeccionar el sistema democrático, en la confianza de que nuestro pueblo sabe votar.

Si las elecciones de mitad de período representan siempre un juicio de valor de la ciudadanía sobre las políticas presidenciales, en el caso de las ocurridas el 28 de junio último cobraron dimensión mayor, al habérselas planteado como un plebiscito sobre la gestión de gobierno. El plebiscito se perdió y es lógico cambiar ciertas políticas.

La Constitución reformada ha previsto la situación institucional que ocasiona para el Gobierno la pérdida de los comicios de mitad de período, cuando se encuentra con inferioridad de legisladores, en una o ambas cámaras. Es el momento en que el presidencialismo se desplaza hacia mayores formas parlamentarias, para adoptar un sistema semipresidencialista y con un nuevo papel del jefe de gabinete de ministros.

Cuando el presidencialismo es fuerte, porque está avalado por grandes mayorías ciudadanas, el jefe de Gabinete también tiene una función importante, al ejercer la administración del país. En los últimos años, esta función se vio deslucida, entre otras cosas, porque no actuó el gabinete de ministros como tal, y por existir una suerte de Ejecutivo paralelo desde la presidencia del Partido Justicialista.

En el futuro próximo, el jefe de gabinete deberá asumir, además, la función de nexo entre el Ejecutivo y un Congreso controlado por la oposición. No cabe olvidar que puede ser interpelado a los efectos de una moción de censura y removido por el voto de la mayoría absoluta (mitad más uno) de los miembros de cada cámara, situación que cabría interpretar como una censura contra las políticas del Poder Ejecutivo.

Esa previsión constitucional parece haber descartado alternativas políticas que puedan agudizar un conflicto entre Gobierno y oposición, como designar al ex presidente Kirchner como jefe de gabinete. Por el contrario, será responsabilidad del jefe de Gabinete arribar -con la iniciativa o el apoyo de la oposición- a consensos parlamentarios, no sólo para el dictado de nueva legislación, sino debido a los mayores controles que ejercerá el Congreso sobre el Ejecutivo.

En este sentido, es impensable que el jefe de Gabinete siga incumpliendo (según sucedió en los últimos años) con su obligación constitucional de concurrir en forma personal, mensualmente, a una Cámara para informar sobre la marcha del gobierno.

También debe presentarse ante la Comisión Bicameral Permanente (que tendrá el año próximo una integración con más presencia opositora) para someter la sanción de decretos de necesidad y urgencia y los que reciben veto parcial. La concurrencia personal transparenta, por los medios de difusión, la acción del Gobierno y de la oposición. La figura de un jefe de Gabinete con aceptación y eventual respaldo en la oposición, capaz de articular políticas consensuadas y de reemplazar algunas de las derrotadas en el acto comicial, es la solución que mejor se adapta a la arquitectura de la reforma constitucional de 1994, para alejar la crisis política por esa derrota.

Máxime cuando, además, el Gobierno debe encarar los efectos de una crisis económica mundial con graves consecuencias sociales, situación que obliga a replantear el sistema de relaciones con los líderes empresariales y sindicales.

Paralelamente al deslizamiento hacia un sistema semipresidencialista, previsto en la Constitución reformada, nuestro régimen institucional opera ahora, en la práctica, con un fortalecimiento de las provincias respecto del gobierno nacional, tal como ya se ha visto en la crisis de 2002 y comienza a advertirse en estos días.

La crisis económica ha implicado no sólo un freno brutal al crecimiento del país (con sus efectos sociales), sino que ha traído una disminución abrupta en los ingresos públicos provinciales. No puede olvidarse que el principal motivo aducido para adelantar los comicios fue dicha crisis económica, que ha terminado de cerrar el acceso a las fuentes externas de financiamiento, disminuyó notoriamente la inversión e incluso genera una importante fuga de capitales. Todo ello amenaza los recursos nacionales afectables a políticas anticíclicas (obras públicas y muy variados subsidios), pero además ocasiona una situación crítica para las finanzas provinciales.

Numerosos pactos federales -suscriptos entre la Nación y las provincias- que ocurrieron en el proceso previo a la reforma de 1994 y posterior a ella y que tuvieron particular importancia durante la crisis del año 2002 sirvieron para ordenar las finanzas nacionales y provinciales, reemplazando al dictado de la ley de coparticipación federal, prevista en la Constitución para antes de finalizar el año 1996.

La grave escasez actual de recursos provinciales puede llevar a cesación de pagos a muchas provincias y a la reaparición de las cuasimonedas. Los numerosos juicios promovidos por las provincias contra la Nación en la Corte Suprema dan prueba de ello. Parece imprescindible un nuevo pacto federal para la reasignación de recursos, dirigidos a la Nación en detrimento de las provincias. No bastará ya sólo con la ley de presupuesto nacional para la determinación de los recursos (que implicará, posiblemente, políticas de aliento a la inversión, especialmente en materia agropecuaria) y la reasignación del gasto público. Ello, a la vez, llevará a atender la reestructuración de sus respectivas deudas, externa e interna.

Esta situación requiere, entonces, de un gobierno nacional que pueda articular nuevos consensos. Por un lado, de naturaleza parlamentaria, que contemplen los intereses empresariales y sindicales y, por otro lado, de índole federal, que reasignen recursos entre Nación y provincias. Aunque parezca poco creíble, una lectura atenta de nuestra vigente Constitución proporciona los instrumentos necesarios para instrumentarlos. Y se sabe internacionalmente que una fortalecida estabilidad institucional contribuye, de modo decisivo, a la resolución de graves problemas económicos y sociales.

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