Las dificultades del consenso

Publicado en Revista de Derecho público y Teoría del Estado, n° 1, septiembre 1989.

I. EL REQUISITO DEL CONSENSO

Durante el curso de las conversaciones y negociaciones, así como de los prolongados debates, sucedidos en estos últimos años acerca de la reforma de la Constitución Nacional resultó una primera e importante coincidencia entre los principales partidos. Debía llevarse a cabo desde una amplia base de consenso  político y social.

En esta perspectiva gravitó sin duda una razón de índole normativa, cual es la exigencia que la ley declarativa de la necesidad de la reforma sea aprobada por una mayoría de dos tercios de los miembros (totales o presentes, según las dos interpretaciones posibles del art. 30 de nuestra ley fundamental) de ambas Cámaras. Dicha exigencia debe ser leída a la luz de una composición de la Cámara de Diputados resultante de la aplicación del sistema de representación proporcional, que también influye —si bien por vía indirecta— en la integración del Senado, toda vez que los senadores son electos por las legislaturas provinciales conformadas bajo el mismo sistema.

Pero esta razón no fue la decisiva. El justicialismo, que se transformó nuevamente en el partido mayoritario luego de las elecciones del 6 de setiembre, había ya abandonado en vida del Tte. Gral. Perón la pretensión de poner nuevamente en vigencia la Constitución de 1949, derogada por el golpe militar de 1955, y se orientaba a postular desde una base consensual la necesidad, de sancionar una nueva Constitución, que  tomara   en  consideración   los  cambios  acaecidos en la constitución real del país y la evolución del mundo en que nos tocará vivir en el año 2000. Esa posición fue fijada por el propio Perón en su discurso del 21 de diciembre de 1973 al anunciar su Plan  Trienal de gobierno.

Siguiendo esta línea doctrinaria, el justicialismo respondió de modo afirmativo, durante los últimos años, a las reiteradas propuestas del Presidente Alfonsín y del partido radical de encarar una reforma de la vigente Constitución de 1853-60, y propuso una forma de instrumentar un  amplio consenso  mediante   la  elaboración  de   un pacto político, hacer lo propio entre la Nación y las provincias para redefinir los contenidos del federalismo -materia del llamado pacto o acuerdo federal-, y con los más significativos sectores sociales en las áreas de sus respectivos intereses. A tal efecto sus principales dirigentes, y particularmente el Dr. Antonio Cañero, adoptaron un conjunto de iniciativas que se tradujeron en varios documentos públicos e importantes avances respecto de los posibles contenidos de una reforma consensuada.

Al día de hoy puede hacerse ya una primera evaluación de las coincidencias que han ido tomando cuerpo, pero también cabe hacer lo propio de las dificultades que vienen presentándose para la cons­trucción del consenso perseguido.

II. POSIBLES COINCIDENCIAS ACERCA DE LOS CONTENIDOS

El radicalismo dirigió sus miras en la reforma primordialmente a los cambios propuestos para el funcionamiento del sistema de poderes, aún cuando los dictámenes del Consejo de Consolidación de la Democracia y el emanado de la comisión partidaria de reforma constitucional contemplaron también modificaciones de ciertos contenidos de la primera parte de la Constitución. En los últimos tiempos ha sido advertible una evolución de las fuerzas liberales y conservadoras –particularmente de la UCEDE- que irían derivado desde una posición de negativa cerrada a la reforma a otra más permeable a la introducción de cambios en el sistema institucional.

El justicialismo, por su parte, compartió gran parte de las ini­ciativas del gobierno en cuanto a la transformación del régimen institucional en especial las encaminadas a democratizar el mismo medio mediante la adopción de un conjunto de mecanismos que en buena parte reconocían como antecedentes a la Constitución de 1949 y a la reforma del año 1972. No obstante, puso también el acento en la conveniencia de incluir nuevos derechos y garantías, tanto personales como sociales, pretendiendo conciliar equilibradamente la per­manente vigencia del valor de libertad,  predominante en la Constitución de 1853-60, con el valor de la justicia que presidiera la refor­ma de 1949, sin descuidar por ello las necesarias formulaciones de un proyecto económico que permitiese reinsertar al país en la senda de un crecimiento acelerado. El enfoque justicialista fue acompa­ñado por la Democracia Cristiana, el Partido Intransigente y ciertas fuerzas socialistas de menor caudal electoral.

Si repasamos, en prieta síntesis, las posibles coincidencias re­sultantes de los diálogos interpartidarios, podemos mencionar las relativas a la elección directa del Presidente y Vicepresidente, al acortamiento del mandato presidencial a cuatro años con reelección, y el de senadores a cuatro o seis años (quizás también su elección directa), la agilización del funcionamiento del poder legislativo re­duciendo el número de intervenciones de ambas Cámaras en la revisión de los proyectos de leyes, estableciendo un órgano de coordi­nación entre las mismas para transar sus diferencias siguiendo la práctica estadounidense, facilitando la aprobación ficta de proyec­tos de leyes de necesidad y urgencia promovidos por el Ejecutivo, vigorizando los mecanismos de control legislativo respecto a la administración. En lo que hace al funcionamiento del poder judicial los cambios a contemplarse se orientaron hacia la extensión del con­tralor constitucional de las leyes y normas inferiores, el dirimir con­flictos de poderes, en ambas oportunidades confiando probablemen­te dichas funciones a un Tribunal Constitucional, y a la casación por un tribunal federal de las leyes nacionales de derecho común. Podría también obtenerse acuerdos para introducir formas semidirectas de democracia, tales como el plebiscito y el referéndum, y modos de participación de las entidades intermedias en un Consejo Econó­mico y Social.

En orden a los contenidos de la primera parte de la Constitu­ción resultaría admisible una ampliación de las notas distintivas del estado nacional, al quedar no sólo definido en función de la forma representativa, republicana y federal, sino también democrática (plu­ralista) y social. Las fórmulas de las constituciones española de 1978 e italiana de 1947 serían aplicables para consagrar el prin­cipio de separación entre el estado y la Iglesia Católica permitiendo suprimir el patronato nacional a la vez que complementar la liber­tad de cultos con la cooperación hacia los mismos, con privilegio de la situación de la Iglesia Católica por corresponder a la religión predominante y remitiendo la regulación de sus relaciones con el estado a los concordatos que se celebren.

Las prescripciones dirigidas a rediseñar aspectos de nuestro fe­deralismo podrían emerger de los trabajos aportados por sucesi­vos encuentros de gobernadores justicialistas, particularmente de los realizados este año en Mar del Plata y Jujuy, cuyo documento denominado Pacto Federal fue conciliado con el redactado por los gobernadores de Corrientes, San Juan y Neuquén (titulado «Declaración de Corrientes») y con el Acta de Reafirmación Federal preparada por del gobierno nacional y gobernadores radicales. Dicha conciliación registró un importante grado de avance en reuniones mantenidas durante varios meses en una comisión que ha venido trabajando en el ámbito del Ministerio del Interior. Entre las mencionadas pres­cripciones pueden consignarse el introducir la promoción y protec­ción del regionalismo; la autonomía municipal; ciertas garantías eco­nómicas para los gobiernos provinciales, tales como constitucionalizar la coparticipación federal con mínimos establecidos, el flujo de caudales de ingresos que garantice el funcionamiento de sus insti­tuciones evitando los efectos distorcionantes de las políticas finan­cieras cambiarías o monetarias del gobierno nacional que alteren substancialmente las previsiones contenidas en los presupuestos de provincia; la modificación del régimen de la intervención federal. No ofrecería mayores dificultades privilegiar en la constitución reformada la integración latinoamericana mediante una regulación de los tratados referidos a esa materia que les otorgue una autori­dad superior a las leyes, pudiéndose también delegar competencias constitucionales a instituciones latinoamericanas. Tampoco ofrecería dificultades el tratamiento constitucional de los partidos políticos sentar las bases de nuestro sistema electoral, y la protección del orden constitucional.

III. CUESTIONES CONTROVERTIBLES

Las cuestiones más controvertidas se han presentado, en lo ati­nente a las modificaciones de la parte orgánica de la Constitución, en las propuestas de implementación del ballotage (sistema de doble vuelta) para la elección del poder ejecutivo, y a la transformación de nuestro actual presidencialismo en un régimen mixto.

En cuanto a lo primero, el radicalismo pretende reemplazar el Colegio Electoral por la elección directa del Presidente, pero acu­diendo al ballotage, si el candidato más votado no obtiene la mitad más uno de los sufragios. Por su parte, el justicialismo defiende la elección directa del Presidente por simple mayoría. No obstante esa diferencia de criterios, podrían encontrarse fórmulas conciliato­rias si se admitiese la elección directa por simple mayoría cuando el partido más votado reúna un piso mínimo de sufragios que garan­tice suficientemente la representatividad del Presidente electo   (por ej. un 40 % de los votos emitidos), acudiendo a una segunda vuelta de no alcanzarse dicho piso.

Con respecto a la transformación del actual régimen presidencialista, el justicialismo aceptaría una flexibilización de las caracte­rísticas históricas de ese régimen, si bien ha sido reticente a la in­troducción de un sistema mixto de base semiparlamentaria como lo desearía el partido del gobierno. En este sentido, cabe señalar que la experiencia de una descentralización de las funciones del Eje­cutivo en un gabinete —dentro de un régimen presidencialista— ya comenzó por ser ensayada durante el último gobierno del Tte. Gral. Perón mediante la delegación de la firma del Presidente en ciertas materias, habiendo sostenido alguno de sus ministros en aquella época la conveniencia de designar un Primer Ministro.

Un punto posible de encuentro entre los criterios divergentes podría ser iniciar una primera etapa de descentralización de las fun­ciones ejecutivas, constitucionalizando un gabinete dirigido por un ministro coordinador, jefe de gabinete o primer ministro, designado y removido por el Poder Ejecutivo. En dicho gabinete cabría dele­gar ciertas competencias ejecutivas, primordialmente las atinentes a la administración, mientras que el Presidente conservaría el ejerci­cio exclusivo de las competencias propias del jefe de estado. La censura parlamentaria del gabinete o de alguno de sus ministros, si se decidiese implementarla, podría reservarse para supuestos excep­cionales. También es concebible una apertura parlamentaria del sis­tema de modo progresivo, acudiendo a cláusulas transitorias, me­diante la censura ministerial recién transcurridos un número de años en que los mencionados cambios al régimen presidencialista pudiesen ser convalidados en la práctica.

En lo que hace a la parte dogmática de la Constitución, ha sido controvertido el alcance que pueda otorgarse a una reforma de los derechos personales y sociales, así como de sus garantías.

En algunos casos los acuerdos no deberían ser imposibles de lograr, incluyendo aún a los partidos liberales que más se oponen a los cambios en esta materia. Así la constitucionalización de garan­tías como el habeas corpus y el amparo; la introducción de nuevos derechos como la protección al medio ambiente; la defensa de los consumidores y usuarios; la regulación del derecho a la vida, a la integridad física y moral, al honor, a la intimidad personal o fami­liar y a la propia imagen; la complementación de los contenidos del derecho a la igualdad sobre la base de la no-discriminación, entre otros.

En cambio puede ser objeto de mayor debate la protección de ciertos derechos sociales, la función social de la propiedad, o cuáles deberían ser las previsiones constitucionales que faciliten un más acelerado crecimiento económico. De encararse esta temática con amplitud de conceptos y criterios, cabe arribar a fórmulas contenidas en las constituciones modernas, como la española de 1978, que presentan puntos de equilibrio entre las distintas concepciones e intereses actuantes.

Buen ejemplo de ello lo constituye el art. 38 de dicha constitución, al expresar que «se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación». Aún cuando pueda considerarse esta fórmula excesivamente amplia, permitiendo sostener doctrinas o políticas económicas diferentes según privilegien las exigencias de la economía general la libertad de empresa, lo cierto es que establece los límites extremos que no pueden ser desconocidos y, por lo tanto, enmarcan la actividad dentro de reglas de juego conocidas.

IV. LAS DIFICULTADES DEL CONSENSO

Las iniciativas generadas en estos últimos años con vistas a una forma constitucional consensuada tropezaron con un conjunto de dificultades políticas que han llevado al tema, en el momento de escribirse este artículo, a una suerte de estancamiento. Aún cuando parece prematuro predecir si dicho estancamiento será superado en un futuro próximo, no puede desconocerse que la tarea de reforma depende de renovadas decisiones de los partidos y principales protagonistas. El consenso no fluye de circunstancias fortuitas: debe ser construido deliberadamente.

Varias son las razones que explican las dificultades presentadas.

En primer término, una suerte de incomprensión y escepticismo nuestra dirigencia, acerca del valor que tienen las nuevas constituciones para ayudar a superar épocas de graves crisis nacionales. En este sentido es ilustrativo el ejemplo de la segunda postguerra europea y del Japón, en donde los principales países —que hoy ocupan destacadas posiciones en el ranking de naciones— iniciaron su reconstrucción con nuevas constituciones, que sentaban las bases la organización del estado y de la sociedad adaptadas a las nuevas circunstancias, prefigurando el modelo de sociedad a alcanzar en el futuro. Otro tanto cabe decir acerca de su valor para dirigir las transiciones:   así las  recorridas  por  países como  Francia entre la cuarta y la quinta república, España y Portugal entre sus dictaduras de base corporativa y el sistema democrático actualmente vigente.

En nuestro país la reforma tiene que atender a deficiencias de gravedad en el funcionamiento del sistema político.

El régimen presidencialista parece entrar en crisis aproxima­damente entre los tres y cuatro años de iniciado un mandato. Esta circunstancia se presentó durante los gobiernos de Frondizi (1958-1962), Illia  (1963-1966))  y del justicialismo  (1973-1976).

Se acaba de reiterar con la derrota electoral del Presidente Alfonsín el 6 de septiembre de 1987. Si en los tres casos anteriores la crisis arrastró al conjunto del sistema constitucional abriendo las puertas a otros tantos gobiernos militares, el gobierno de Alfonsín quedó seriamente herido por el contraste político sufrido, al punto que se transformó en una suerte de administración interina hasta el próximo comicio, llevándolo a promover una campaña presiden­cial con dos años de anticipación a la entrega del mando. Por lo tanto una reducción del mandato presidencial a cuatro años, con una com­pulsa a la ciudadanía en ese momento, tiende a evitar la reiteración de tales crisis.

Es cierto también que las características de nuestro presidencia­lismo tornan particularmente vulnerable al primer magistrado. La personalización del poder es tan grande que los problemas que aquejan al Presidente afectan al conjunto del sistema. La descen­tralización de las competencias administrativas del Presidente en un gabinete, dirigido por un jefe o ministro coordinador, ayudaría a preservar la figura de aquél, facilitándole la toma de las grandes de­cisiones, mientras que el desgaste del gobierno corriente correría a cargo de los ministros, o susceptibles de ser cambiados más fácil­mente según las circunstancias.

La elección directa del Presidente y Vicepresidente aparece im­puesta por un imperativo de la ciudadanía que desea conocer quie­nes han triunfado, a las pocas horas de emitir su voto; también por el juego de los grandes partidos que transforman a los electores en personeros de la voluntad de éstos. El pésimo ejemplo de la actuación del colegio electoral de la Provincia de Tucumán en la última elección de gobernador, preanuncia peligros institucionales en ciernes, de producirse un resultado electoral no concluyente, si se advierte en lo que significa un colegio electoral funcionando en la capital de cada provincia para elegir las primeras magistraturas.

Ya hemos señalado los otros temas a encarar en una futura reforma. Ellos apuntan a corregir defectos del funcionamiento del sistema político que dificultan la tarea de gobierno o ponen en ries­go el proceso de consolidación de la democracia, o sientan las bases para la apertura de un nuevo ciclo de crecimiento económico con justicia social.

La extrema competitividad entre los partidos y los protagonis­tas políticas, producto de las reglas de juego que emergen del sis­tema institucional vigente, ha sido otra de las principales causas que vienen dificultando el proceso de reforma. Si se convalida el argumento de que es imposible encararla en medio de una cam­paña electoral, cabe reparar que en nuestro país por el sistema cons­titucional de elecciones periódicas (nacionales y provinciales) existe tal campaña cada dos años, sin contar las internas de los partidos que preceden a los mismos, por lo que podría afirmarse que todos los años son electorales (repárese que justamente 1988 no debió ha­berlo sido). Ello traería aparejado vivir en un cortoplacismo político, al no poder pensarse en las reformas de largo plazo, equivalente al que registra nuestra actividad económica.

Se ha dicho también, con harto frecuencia y superficialidad, que no puede afrontarse un proceso de reforma constitucional mientras existen necesidades más urgentes que atender (bajos salarios, deso­cupación, marginalidad social, etc.). Precisamente porque existen evi­dencias económicas y sociales de una grave crisis, incluso de una pertinaz decadencia nacional, es que —prosiguiendo el camino de los países europeos— debe encararse la tarea de aquella reforma.

Si no se afrontara una crisis de gran magnitud, ¿para qué refor­mar las instituciones? No se cambia lo que funciona, sólo debe cam­biarse aquello que impide el desarrollo político y social.

Finalmente, la tarea de reforma desde una perspectiva de con­senso, persigue restablecer la confianza en el futuro, tanto en nuestro propio pueblo como en los países extranjeros. Dar mayor estabilidad al sistema político. Sentar nuevas reglas de juego en lo económico y social. Ello no habrá de ahuyentar el ingreso de los capitales que requiere el desarrollo. Por el contrario será, como lo entendieran lú­cidamente nuestros constituyentes de 1853, la precondición de su venida.

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