Oralización del proceso judicial no penal. Algunos aspectos constitucionales
Voces: CONSTITUCION NACIONAL ~ TRATADO INTERNACIONAL ~ ADMINISTRACION DE JUSTICIA ~ PLAZO RAZONABLE ~ JUICIO ORAL ~ CONDUCTA DEL JUEZ ~ CIENCIA Y TECNOLOGIA ~ INFORMATICA ~ INFORMATICA JURIDICA ~ CONSEJO DE LA MAGISTRATURA ~ GARANTIAS CONSTITUCIONALES ~ JUICIO POR JURADOS ~ CELERIDAD PROCESAL ~ DEFENSA EN JUICIO ~ DERECHO A SER OIDO ~ DEBIDO PROCESO ~ TUTELA JUDICIAL EFECTIVA
Publicado en: Sup. Const. 2012 (noviembre), c, 1 – LA LEY2012-F, 911
Sumario: I. La oralidad del proceso judicial en la Constitución de 1853/60. II. La oralidad en las Declaraciones y Tratados de Derechos Humanos. III. La cuestión de la duración de los procesos. IV. La importancia del papel del juez y la adopción de medios tecnológicos. V. Una finalidad incumplida por el Consejo de la Magistratura.
En el tema debatido, la oralidad del proceso judicial y su íntima vinculación con garantías ciudadanas, me interesa señalar cuáles pueden ser algunos enfoques y aportes constitucionales a una cuestión que parece ser de incumbencia de la rama específica del derecho procesal.
I. La oralidad del proceso judicial en la Constitución de 1853/60
Del pensamiento político que inspiró a la Constitución de 1853-60, surgen referencias en su texto, que implícitamente presuponen el principio de la oralidad y el conocimiento y participación del pueblo en la administración de justicia, en los artículos 24, 67 inc. 11 (hoy 75 inc. 12) y 102 (actual 118) de esa Constitución, al prever el «establecimiento del juicio por jurados».
Esos tres artículos permanecieron sin cambios en la reforma de 1994; si bien para los artículos 24 y 102 no había sido habilitada tal reforma por la ley declarativa 24.309, el conservar esa institución entre las facultades del Congreso resultó una decisión, de modo consciente, consecuencia de un debate previo en la Convención en el cual me tocó intervenir, y que se resolvió por mantener tales juicios en atención a ciertas ventajas que poseen en el plano teórico, entre otras las que dan origen a este encuentro.
Si bien el juicio por jurados se lo ha vinculado en la doctrina con juicios criminales ordinarios, dada la mención que se hace específicamente de ellos en el actual artículo 118 C.N., los otros dos artículos citados precedentemente no realizan tal mención, y más aún, su implementación por las provincias parece referirse a una previa autorización en el orden federal, en cuanto se expresa «luego que se establezca en la República esta institución».
El artículo 24 es muy significativo, pues «el establecimiento del juicio por jurados» ha sido incluido en el mismo artículo donde la Constitución ordenó (y bajo la misma manda) que: «El Congreso promoverá la reforma de la actual legislación en todos sus ramos». Aclaro que el mandato histórico de promover la reforma legislativa, se mantiene, en mi opinión, hoy como válido también para la implementación de los nuevos principios incorporados por la reforma de 1994, exégesis que se afirma con la terminología usada en varios nuevos incisos del artículo 75 de la C.N., y en particular por lo prescripto en su inc. 23, respecto a medidas tendientes a efectivizar las garantías allí mencionadas.
Es decir, el principio de oralidad y participación ciudadana en los procesos judiciales, que se desprende del establecimiento del juicio por jurados, en materia no penal, viene a estar reconocida e incluso bajo la forma de un mandato, en los artículos 24 y 75, inciso 12 de la Constitución Nacional.
Quiero aclarar que las referencias que estoy haciendo al juicio por jurados no implica que esté preconizando su implementación (en otros trabajos propuse implementarlos de modo gradual para juicios de menor cuantía, y no en materia criminal, tomando en cuenta el proceso de educación popular que apareja), sino para demostrar que desde los orígenes más antiguos de nuestro derecho constitucional, y ya en las primeras décadas de nuestra historia patria, existió una reacción contra los pesados procedimientos escritos de la época virreinal, basados en la necesidad de la corona española de controlar, por vía de la administración de justicia, lo que sucedía en sus colonias.
Así, uno de nuestros más insignes constitucionalistas, Joaquín V. González, en su Manual de la Constitución Argentina, [1]obra de 1897, al referirse al juicio por jurados, realiza la identificación política cuyos contenidos estoy siguiendo. Expresa: «Es uno de sus propósitos [de la Constitución] más decididos el establecimiento de esta forma de juicio, que correspondía a los nuevos principios de gobierno adoptados, pues reconocía que, así como el sufragio era el medio por el cual el pueblo participaba en la formación de la ley, el Jurado era la única en la cual podía tener parte también en su aplicación».
Vale aquí otra aclaración: si este tipo de juicios, para el siglo XIX y parte del XX, tenía tal virtud, actualmente hay otras formas de participación de organizaciones ciudadanas en los procesos judiciales, desconocidas en aquella época, tales como la participación de asociaciones en defensa de ciertos intereses sociales, que admiten los artículos 42 y 43 de la Constitución.
Joaquín V. González también recuerda los principios que regularon al juicio por jurados en los EE.UU., y que tienen que ver con la materia que aquí se trata, pues al recepcionar nuestra Constitución a tales juicios hizo suyos esos principios que los informan, pues «sus caracteres esenciales son: la publicidad, la celeridad, la unanimidad en el fallo, la libertad de la defensa y el ser celebrado en el lugar en donde se ha cometido el delito, y por convecinos del acusado» (se refiere a los juicios criminales). Considerando que es difícil precisar el origen de este tipo de juicios, los encuentra en las instituciones de Inglaterra, en sus usos y costumbres, esto es, «se ha desarrollado con el derecho común y es una parte esencial de él». Ve en toda su historia «una institución del pueblo y para el pueblo», pero también se hace cargo de la principal objeción que presentan, ya que «requiere una grande y general cultura en el pueblo, y que depende en mucha parte de su índole moral». [2]
Suele olvidarse que el juicio por jurados fue proyectado «en cuanto lo permitan las circunstancias», ya en las fallidas Constituciones de 1819 (art. 114) y 1826 (art. 164).[3] En rigor, la oralidad en los procesos tiene aún antecedentes más antiguos,[4] puesto que el Reglamento de 1812 estableció que en las causas civiles que se sustanciaban en primera instancia ante los alcaldes de hermandad o los alcaldes ordinarios, según su monto, el juicio sería oral, aunque debían labrarse actas de las etapas de audiencia, prueba y sentencia. Los juicios de montos mayores debían ser escritos.
Para concluir este desarrollo histórico y conceptual, cabe entonces afirmar que los principios de oralidad y de publicidad del proceso ya estaban reconocidos en nuestra Constitución de 1853-60, implícitamente en la política que ordenaba al Congreso llevar a la práctica el juicio por jurados.
II. La oralidad en las Declaraciones y Tratados de Derechos Humanos
Luego de la reforma de 1994 esos principios ya existentes en nuestra Constitución, fueron reafirmados por la incorporación con rango constitucional de las Declaraciones de Derechos y Tratados de Derechos Humanos.
La Declaración Universal de Derechos Humanos[5] establece el derecho de toda persona «a ser oída públicamente por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal». El resaltado en cursivas y de la conjunción «o», de mi autoría, indica que aquel derecho está establecido también para los fueros no penales.
Esta exégesis queda reafirmada en el artículo 14.1. del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos,[6] al disponer: «Toda persona tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación de carácter penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos y obligaciones de carácter civil» (las cursivas me pertenecen). Se prevé excluir a la prensa y al público «…cuando las circunstancias especiales del asunto la publicidad pudiere perjudicar a los intereses de la justicia»; aunque toda sentencia penal o contenciosa será pública, excepto en los casos de menores de edad o juicios matrimoniales.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida como Pacto de San José de Costa Rica[7] -artículo 8.1- sienta similares garantías, agregando que debe ser oída «dentro de un plazo razonable», no sólo para cualquier acusación penal sino «para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter».
A su vez, la Convención sobre los Derechos del Niño,[8] por su artículo 12.2., reconoce al niño «la oportunidad de ser escuchado en todo procedimiento judicial…, en consonancia con las normas de procedimientos de la ley nacional».
El enfoque tradicional del derecho constitucional en materia procesal ha sido interpretar esos principios —que, en general, eran admitidos por la doctrina y jurisprudencia aún antes de la reforma de 1994— como garantías específicas del «debido proceso», a partir de las previsiones del artículo 18 de la C.N., y sus claros vínculos con la inviolabilidad del derecho de defensa.
Sin embargo, apunta con acierto Osvaldo A. Gozaíni que nuestro país elaboró la doctrina del «debido proceso» sobre bases negativas, exponiendo siempre la ausencia que tal o cual requisito ocasionaba una violación al derecho de defensa en juicio, que fue tradicionalmente su referente inmediato, mientras que a partir de la reforma de 1994 ese concepto involucra una serie de garantías sustanciales, que culminan con el dictado de una decisión fundada, y constituye un mandato que, de ser soslayado, desvirtuaría las previsiones constitucionales, y que alcanza —por los compromisos asumidos por el Estado Nacional en las Convenciones internacionales de derechos humanos— a todos sus poderes.[9]
Algún autor considera con razón al «derecho a ser oído» como el eje del mecanismo constitucional —de esencia libertaria en la Constitución de 1853/60 y de índole social por las reformas de 1957 y 1994— que es la más eminente expresión de respeto a la dignidad del hombre, y junto con el mandato constitucional de «afianzar la justicia» son la clave de bóveda del sistema procesal y el que determina el nivel de efectividad de la tutela judicial.[10]
Este «derecho a ser oído» no vale sólo para quien demanda sino también para quien es demandado, y ello genera cuestiones relativas, por ejemplo, respecto a las medidas cautelares —en particular las autosatisfactivas— que se dictan inaudita parte, también cuando se reconocen ciertos privilegios al accionar del Estado —como, por ejemplo, los alcances del solve et repete— o cuando el derecho a la jurisdicción, que es consecuencia de aquél, resulta obturado por la facultad judicial de repeler in limine las demandas. Por lo tanto, le cabe al legislador establecer las instituciones dentro del ordenamiento judicial y al prudente equilibrio de los jueces en su aplicación, quienes deben hacerlos efectivos para que en todo proceso ese «derecho a ser oído» se efectivice con eficacia y prontitud.[11]
Adviértase que las exégesis señaladas, de las citadas normas de las Declaraciones y Tratados de Derechos Humanos con jerarquía constitucional, no hacen prevalecer una interpretación acorde a la letra de los textos, en tanto la garantía de la persona está dispuesta para ser «oída públicamente», mientras que en general se la considera cumplida bajo las condiciones del «debido proceso» y la inviolabilidad de la defensa, con las usuales formas escritas.
III. La cuestión de la duración de los procesos
El Pacto de San José de Costa Rica, según se ha visto, agregó al «derecho a ser oído» la nota del «plazo razonable», cuestión que viene siendo examinada en sus aspectos centrales por la doctrina,[12] que también aparejaría abordar dos órdenes de consideraciones: (i) las relativas a la existencia y magnitud de la demora judicial, (ii) las atinentes a las eventuales medidas que puedan resultar idóneas para conjurar tal situación.
Hay algunos autores que analizan este problema en el marco de las responsabilidades que se generarían para el Estado y los jueces por el incumplimiento de dicho plazo.[13]
Sin embargo, una posición más realista aconseja centrar la solución en evitar las dilaciones indebidas de modo tal que el proceso pueda arribar con cierto éxito a dicha necesidad de eficacia temporal.[14] Pero este tipo de interpretaciones del «derecho a ser oído» y del «plazo razonable», aun cuando parecen realistas y progresivas, descartarían que deba o pueda asumirse una reforma judicial de mayor alcance, tal como comenzar paulatinamente a implementar la adopción del proceso oral en materias no penales.
Aquí cabe hacer otra aclaración. Cuando modernamente se plantea la conveniencia de oralizar los procedimientos no penales, no se propone en rigor adecuarlos a un sistema absolutamente oral, sino implementarlo en ciertas etapas del proceso, y conjugado necesariamente con la inmediación del juez, es decir, armoniza las formas escritas con las orales, estas últimas en particular en su etapa probatoria.
Así, la forma escrita predomina en la interposición de la acción y en su responde, como para los recursos que se deducen ante la alzada. Pero aún en la etapa probatoria cabe acudir a la forma escrita para poder fijar los resultados de Audiencias orales, con el objeto de posibilitar a la Alzada la valoración adecuada de la sentencia apelada.
Por estas razones, autores como Rafael Bielsa y Augusto Morello[15] señalan que en el moderno proceso civil centroeuropeo, dominado desde hace tiempo por los principios de oralidad e inmediación, hay una combinación con elementos esenciales del proceso escriturario, de modo tal que el principio de oralidad estaba siendo repensado, principalmente en la fase preparatoria; y que en Alemania, hacia fines de la década de los ’80 se asignó al juez la posibilidad de optar por un proceso preponderantemente oral o escrito, después de la entrega de la petición inicial, según la naturaleza del litigio. Esos autores, por lo demás, resaltan la importancia del poder de iniciativa del juez en el proceso.
IV. La importancia del papel del juez y la adopción de medios tecnológicos
A este último respecto no podemos desconocer que el artículo 36 del CPCCN acuerda a los jueces, adoptar medidas -especialmente en los incisos 2 y 4 a)- para la comparencia personal de las partes, con el fin de impulsar una conciliación o requerir explicaciones; hacer comparecer a testigos, peritos o consultores técnicos para interrogarlos en lo que creyere necesario, por el inciso 4 b). En el mismo sentido, representa un avance hacia la oralidad el artículo 360 del CPCCN. A nivel de la CSJN la implementación del régimen de audiencias entre las partes, ya sean de conciliación o informativas,[16] algunas de ellas públicas, también importan un notorio avance no sólo con relación a la oralidad, sino respecto a la inmediación y publicidad de los actos del Alto Tribunal. La aplicación de estas posibilidades procesales, como se ha visto en línea con el sistema de la oralidad e inmediación, representa una exégesis más acorde con la letra del derecho de la persona a ser «oída públicamente».
A su vez, ciertos juzgados, contando con autorización de las Cámaras, han puesto en marcha planes pilotos para incorporar en la etapa probatoria la filmación de audiencias testimoniales.[17]
La combinación de un procedimiento oral con los medios informáticos y tecnológicos podría todavía reducir la necesidad del procedimiento escrito, con suficientes garantías del derecho de defensa que aseguren el conocimiento adecuado por las instancias de apelación.
Un juez provincial a cargo de un proyecto piloto, el titular del Quinto Juzgado Civil, Comercial y Minas de la Segunda Circunscripción Judicial de la Provincia de Mendoza, —Darío Bermejo— menciona recaudos a adoptar en los procedimientos de oralidad filmada —por ejemplo, archivar la filmación y permitir a las partes obtener un DVD no regrabable, para ser utilizado en el ejercicio de su derecho de defensa— y señalando resultados que juzga excelentes de más de 100 audiencias tomadas bajo el sistema, con reducción del tiempo promedio insumido por audiencia (16m contra 1,46 hs), lo que ha permitido ahorrar más de 150 hs, de trabajo a un auxiliar, el que fue dedicado a otras actividades.[18]
Otras ventajas de este sistema, que menciona Darío Bermejo y que también han sido destacadas por otros autores —p. ej., Toribio Sosa[19] y Mario Masciotra[20] — resaltan un aspecto de la oralidad poco atendido, cual es que en investigaciones neurolingüísticas se aprecia que el tono de voz, el lenguaje corporal y la postura de los interlocutores (en el caso los testigos), que Toribio Sosa denomina «para» y «extra» lingüísticos y que estima parte sustancial del poder comunicacional de los seres humanos (en más del 90%), puede captarlo el juez, y quedar registrado en las audiencias filmadas.
He tenido oportunidad de asistir como letrado de parte, en el trámite de la prueba testimonial de un litigio, a la experiencia del sistema de oralidad filmada, y pienso que resulta un avance notorio respecto al sistema tradicional.
No obstante, como dicho avance importa un gran cambio cultural —que destacan los autores y los jueces a cargo de las experiencias piloto, no sólo para los mismos jueces sino también para los abogados— me parece que en una primera etapa de transición, sería apropiado que las filmaciones y grabaciones que se utilicen en la etapa probatoria oral, puedan ser desgrabadas y volcadas por las partes a los expedientes por escrito, hasta podes asegurar que los jueces de apelación, o la Corte Suprema cuando entienda por vía ordinaria (o extraordinaria en los casos de sentencias arbitrarias), encuentran adaptados los respectivos tribunales al sistema de oralidad y en condiciones de ver directamente las filmaciones.
En este sentido, una jueza nacional —Alejandra Abrevaya— que implementa otro programa piloto en esta materia, ha resaltado el papel del juez de primera instancia en su implementación, en su rol independiente atribuido por la Constitución, aún respecto a su «superior»; y las dificultades que genera para el ejercicio de la función judicial la existencia de la burocracia clásica, basada en la jerarquía, asumiendo la necesidad de tal burocracia —en la órbita interna de cada juzgado, cámara o Corte— por el trabajo masivo interno que hay que organizar, para poder cumplir ordenadamente con él y de la forma más pronta posible. En el manejo de esas estructuras burocráticas ve un peligro para el accionar del juez, mientras que al juicio oral lo estima «una magnifica escenificación de republicanismo»; no obstante lo cual, como se ha visto en otras partes de esta exposición, también afirma la conveniencia de tomar los mejores elementos de ambos sistemas, escrito y oral.[21]
Ha sido señalado con razón que el régimen de la oralidad, por sí mismo, no implica una mayor celeridad de los trámites judiciales,[22] sin que se adopten otras medidas tendientes a reducir cuantitativamente la carga de trabajo en los órganos judiciales. En este sentido, a los muy buenos efectos que trajo aparejado la implementación de la mediación debería aunársele ciertos medios articulados en otros países, para atender diversos tipos de juicios. Así, me impresionó constatar en un viaje de estudio de estos problemas a los EE.UU., que hice años atrás, que en la Corte de Distrito correspondiente a Washington, ese tribunal era auxiliado por unos 500 abogados de la matrícula que se inscribían —como carga pública— para atender diversos tipos de causas que esa Corte les derivaba.
Por otra parte, ese país no tiene una estructura de fueros en razón de las distintas materias tal como existe de un modo muy rígido en nuestro país, y que implica además que, en ciertos momentos, alguno o varios de ellos se colapsan por el mayor número de causas, en casos que efecto de leyes o de políticas de Estado conducen a gran cantidad de litigios.
V. Una finalidad incumplida por el Consejo de la Magistratura
Para finalizar, quiero señalar que la necesidad de adoptar cambios profundos en los procedimientos judiciales, adecuados a una mucha mayor cantidad de litigios, entre otras razones por los crecientes derechos individuales y sociales reconocidos constitucionalmente, también producto de esta época que suele denominarse de la «posmodernidad», era una situación ya percibida al momento de prepararse y debatirse la reforma constitucional de 1994.
La creación del Consejo de la Magistratura, tuvo por objeto concretar dos fines esenciales: asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia, según lo enuncia en su parte final el inciso 6 del artículo 114, pero que importan objetivos para toda la institución; teniéndose en vista la necesidad de encarar profundas reformas.[23]
Son bien conocidas las dificultades prácticas, y de índole política, que ha tenido y tiene actualmente ese Consejo, primero por su implementación demorada, y luego por los difíciles acuerdos políticos necesarios para arribar a las formas de su organización y funcionamiento.
Ello no obstante, su diseño constitucional ratificó el valor «eficacia» en la prestación del servicio de justicia, y con tal sentido se dotó a un órgano con las facultades necesarias para encarar reformas profundas a ese respecto; tales como administrar recursos —que por un correcto sistema de acuerdos con la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha permitido canalizar algunos conflictos que se produjeron entre ambas instituciones— y con la atribución de dictar reglamentos relacionados con la organización judicial. En otros lugares he analizado la organización legal y el funcionamiento de ese Consejo, como medidas a adoptarse para el cumplimiento de sus fines originarios.[24]
Resulta, por otra parte, por demás evidente que las demoras en designar los jueces titulares de muchos juzgados, o aportar los fondos necesarios para la renovación o ampliación edilicia, son también presupuestos imprescindibles para enfrentar el atraso judicial, y no podría implementarse un régimen más avanzado en materia de oralidad, con la consiguiente publicidad y transparencia procesal, sin simultáneamente contar con un plan integral y con una política de Estado que atienda a todas esas situaciones.
Mientras tanto, son destacables y cabe alentar continuos avances, como los que han podido advertirse en este trabajo, en orden a la oralidad y a la inmediación de los jueces, que conectan con las referidas garantías de la persona, que se traducen en el debido proceso y en un plazo razonable para la conclusión de los litigios, aspectos que deben interesar directamente al derecho constitucional y no sólo al derecho procesal.
Especial para La Ley. Derechos
reservados (Ley 11.723).
(*) El presente trabajo fue la base de exposición en el evento Oralización del proceso judicial. La oralización (del proceso no penal) como garantía ciudadana, organizado por la Asociación Civil Justicia Democrática el 3 y 4 de octubre del 2012.
[1] Ver números 634 y siguientes.[2] Ver, número 636.
[3] Joaquín V. González, se queja, en la obra citada número 637, que sólo en 1871 —por una ley—dispuso el Congreso que se proyectase una ley de organización del jurado, que no fue tomado en cuenta.
[4] Ver, Seghezzo de López Aragón, M. Cristina, «Génesis histórica del Poder Judicial», en «El Poder Judicial», obra colectiva del Instituto Argentino de Estudios Constitucionales y Políticos», Depalma, Buenos Aires, 1989.
[5] Asamblea General de la ONU, 10 de diciembre de 1948.
[6] Asamblea General de Naciones Unidas, N.Y., EE.UU., 1966.
[7] Firmada en San José de Costa Rica, el 22 de noviembre de 1969.
[8] Adoptada por la Asamblea General de la ONU, NY., 20 de noviembre de 1989.
[9] «Derecho procesal constitucional. El debido proceso». Rubinzal — Culzoni, Santa Fe, 2004, pp. 34/42.
[10] Ver, HERRERO, Luis René, «El derecho a ser oído. Eficacia del debate procesal», en «Debido proceso», obra colectiva, Rubinzal – Culzoni Editores, Santa Fe 2005, pp. 91/154.
[11] Ver, ENDERLE, Guillermo Jorge, bajo el mismo título, «El derecho a ser oído. Eficacia del debate procesal», en op. cit. en nota anterior, pp. 155/173.
[12] Ver, para la garantía del «plazo razonable» o duración razonable del proceso, en materia penal, GELLI, María A., «Constitución de la nación Argentina. Comentada y Concordada», 4ª ed. La Ley, 2009, pp. 283/86.
[13] Ver, GRILLO CIOCHINI, Pablo Agustín, «Debido proceso, ‘plazo razonable’ y otras declamaciones» en op. cit., pp. 175/201.
[14] GOZAÍNI, Osvaldo, op. cit., p. 503.
[15] BIELSA, Rafael A., «Transformación del Derecho en Justicia. Ideas para una reforma pendiente», La Ley, Buenos Aires, 1993, pp. 93/98, con cita de MORELLO, «La reforma de la Justicia», Abeledo Perrot, 1991, Buenos Aires, pp. 17/21/72.
[16] Ver, Acordada 30/2007 de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
[17] Ver, por ejemplo, el aprobado por la Acordada Nº 1068 de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil.
[18] Ver, «Oralización y digitalización de audiencias testimoniales», Infojus.
[19] Ver, «Modalidad informática del lenguaje: nueva escritura y nueva oralidad, juntas, a través de la computadora», Sup. Doctrina Judicial Procesal 2011 (octubre)
[20] Ver, «La oralidad en el proceso civil», Infojus.
[21] Ver, «Oralización del proceso civil», LA LEY, 07/08/2012.
[22] Ver «La oralidad procesal en Iberoamérica», XIV Cumbre Judicial Iberoamericana, Brasilia, 4 a 6 de marzo de 2008.
[23] La necesidad de encarar reformas requeridas en la administración de justicia, para enfrentar problemas que afectaban su «eficacia», entre ellas la duración de los procesos, fue indicada como una de las razones que dio origen a la institución, y desarrollada por mi parte en «La reforma por dentro», Planeta, Buenos Aires, 1994, pp. 214/220.
[24] Ver, entre otros, GARCÍA LEMA, Alberto Manuel, «Algo más sobre la reforma del Consejo de la Magistratura», en Estudios de Derecho Constitucional, año 2009, La Ley, Buenos Aires, 2011.