Relectura de la idea del «Progreso»

RELECTURA DE LA IDEA DEL «PROGRESO»

por Alberto Manuel García Lema

Sumario: I. La dialéctica entre la concepción universal y nacional del «progreso» en el Salón Literario y en el Fragmento. II. Esa dialéctica en el Dogma Socialista. Las fuentes ideológicas. III. El «progreso», los valores y la religión. IV. La orga­nización democrática, la educación y la ilustración. V. Los aspectos sociológicos de la idea del «progreso». VI. Las bases económicas para el «progreso». Vil. La cuestión agraria y la tierra pública. VIII. La idea del «progreso» en la Constitución de 1853. IX. El «progreso» y la Constitución de los EE. UU. X. El «progreso», cincuenta años después. XI. La crisis de la idea del «progreso». XII. Cien años después del dictado de la Constitución de 1853. XIII. El «desarrollo», nuevo  nombre del “progreso”. La reforma constitucional de 1994. XIV. Algunas conclusiones.

En una obra en homenaje a la Constitución de 1853 no podría faltar un recordatorio de una de las ideas centrales que inspiraron su sanción. La idea -fuerza del «progreso»- fue sin duda una de las bases de la filosofía política que inspiró a nuestra Constitución histórica; uno de los ejes de su proyecto nacional de mediano y largo plazo.

    Si bien, como es sabido, se encuentra específicamente contenida en el antiguo artículo 67, inciso 16, diversos elementos de esa idea, de carácter multifacético, han inspirado a varios preceptos constitu­cionales.

  Aquella norma, denominada habitualmente «cláusula del progreso (o de la prosperidad)», fue expresamente preservada por la reforma de 1994 en el actual artículo 75, inciso 18; más aún, fue complementada por otra -el inciso 19 del mismo artículo- que ha pretendido ser co­nocida como la «cláusula del nuevo progreso», manteniéndose así una rigurosa fidelidad, acrecentada por su actualización, con este aspecto sustantivo de nuestra filosofía política tradicional.

Rememorar la idea del «progreso» nos remonta pues a la gestación de dicha filosofía política y a su expresión constitucional. Proceder a una relectura[1] significa hacerlo desde nuestros días, es decir, prestando atención a aquellos aspectos conceptuales que han permanecido vi­gentes en el tiempo. Ello no implica pasar por alto ciertos cuestionamientos que ha recibido en el curso de la evolución de la historia de las ideas políticas; e incluso permitirnos dudar (y tenemos muchos motivos para hacerlo en nuestro país) del éxito del proyecto nacional a largo plazo que inspirara; o reconocer (sin compartir) la existencia de un enfoque constitucional más pragmático en el que esa idea ya no tiene lugar.

I. La dialéctica entre la concepción universal y nacional del «progreso» en el Salón Literario y en el Fragmento

Se suele rastrear los orígenes, en nuestro medio, de la idea del «progreso» al nacimiento del Salón Literario, a las lecturas allí reali­zadas por los hombres que luego constituyeron la «generación de 1837» (año en que aquél se inauguró), a las fuentes y contenidos de dichas lecturas. Y en efecto, la idea tuvo un lugar central en el lanzamiento y en la breve actividad de ese espacio del pensamiento.

Como lo sintetizó Marcos Sastre en su discurso inaugural[2]: «Porque los espíritus todos están preparados a la adopción del gran principio del progreso pacífico, que debe ser efectuado por el tiempo, y dirigido por las luces», aclarando que no debe ser precipitado por la espada.[3] Recalcó que en su salón «…todo libro que dé un impulso notable al progreso social, tendrá un lugar en esta biblioteca, si no, no. E in­dividualizó la presencia de una nueva generación dispuesta «…a co­nocer todos los errores que han entorpecido el desarrollo intelectual, y por consecuencia la marcha pacífica del progreso; errores que pueden reducirse a esta simple expresión: Error de plagio político: Error deplagio científico; Error de plagio literario».

Juan B. Alberdi, en su lectura[4], coincidía sustancialmente con este enfoque. Apreciaba que «…el desarrollo […] es el fin, la ley de toda la humanidad; pero esta ley tiene también sus leyes. Todos los pueblos se desarrollan necesariamente, pero cada uno se desarrolla  a su modo; porque el desenvolvimiento se opera según ciertas leyes constantes, en una íntima subordinación a las condiciones del tiempo y del espacio […] Este modo individual de progreso constituye la civilización de cada pue­blo; cada pueblo, pues, tiene y debe tener su civilización propia, que ha de tomarla en la combinación de la ley universal del desenvolvimiento humano, con sus condiciones individuales de tiempo y espacio”. Si ello no sucede un pueblo «no camina, no se desenvuelve, no progresa”.

Juan María Gutiérrez, en su lectura[5], compartía este pensamiento. Enunciaba los elementos que constituían la mentada «civilización» de un pueblo, entendiendo que «…las ciencias, la literatura y el arte existen a la par de la religión, de las formas gubernativas, de la industria, en fin y del comercio, que fortalecen y dan vigor al cuerpo social”. Agregaba: «La historia general filosófica ha demostrado que cada pueblo debe, según sus necesidades, según su suelo y propensiones, cultivar aquellos ramos del saber que le son análogos; que cada pueblo tiene una literatura y un arte, que armoniza con su moral, con sus creencias y tradiciones, con su imaginación y sensibilidad”.

No menos comprometido con la idea se encontraba Esteban Eche­verría, según lo expresaba en dos lecturas en el Salón Literario[6], en­tendiendo en la primera que: «La ley franca de la condición social es el progreso, porque la sociedad para él y por él existe». Y, en la segunda, en conceptos similares, resumía: «…que la educación del pue­blo no se ha empezado; que existen muchas ideas en nuestra sociedad pero no un sistema argentino de doctrinas políticas, filosóficas, ar­tísticas; que, en suma, nuestra cultura intelectual permanece en estado embrionario…»

Alberdi, en su Fragmento[7], destaca extensamente el carácter inde­finido y continuo del «progreso»[8]. En el Prefacio enuncia el delicado equilibrio entre los principios universales, que «son humanos y no varían», y «las formas [que] son nacionales y varían. Se buscan y abrazan los principios, y se les hace tomar la forma más adecuada, más individual, más propia. Entonces se cesa de plagiar, se abdica lo imposible y se vuelve a lo natural, a lo propio, a lo oportuno. Tal es la edad de la verdadera emancipación, el verdadero principio del progreso». «Una nación no es una nación, sino por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen»[9].

Desde los comienzos de la filosofía política de la generación del ’37 se advierte, entonces, un aspecto de la idea del «progreso» de especial valor para su relectura contemporánea: la relación íntima que presenta entre principios de índole universal y su adaptación o reformulación en términos nacionales. Ello se corrobora con fuentes posteriores[10].

II. Esa dialéctica en el Dogma Socialista. Las fuentes ideológicas

Luego del cierre del Salón Literario se abre otro capítulo cuando el 23 de junio de 1838 Echeverría lee las «palabras simbólicas» ante un grupo de adherentes, que desemboca en la creación de la Asociación de la Joven Generación Argentina, que presidiera y orientara el propio Echeverría[11]. En esta relectura no importa mayormente determinar cuánto del pensamiento de Echeverría, volcado en esas palabras que conformaron el Dogma Socialista, es original, o resulta una glosa e incluso simples traducciones de ideas de autores extranjeros.[12] Inte­resa, en cambio, continuar mostrando la dialéctica entre la idea del progreso en el contexto de la historia universal y su adaptación a nuestro medio.

Así lo han entendido Jorge Mayer[13], y José Luis Romero[14], quien afirma: «Bajo la influencia del pensamiento francés – de Saint – Simon, de Fourier, de Leroux, de Lamennais,  de Lermimer – y. en parte, del pensamiento alemán -Hegel y Savigny- que les llegaba a través de algunos de aquellos  sectores franceses, los hombres de 1837 advirtieron que las soluciones políticas carecían de fundamento si no se analizaba  a fondo la realidad social. Alberdi seguía a Savigny -a través de Lerminier- en el Fragmento preliminar, cuando afirmaba que era ne­fasto todo trasplante del Derecho; y Echeverría se mostraba discípulo fidelísimo de Leroux cuando analizaba los fenómenos dela realidad y preconizaba soluciones adecuadas al medio. Acaso las sugestiones prácticas pesaron poco en la programación de una política; pero sin duda pesó mucho, y decisivamente, el descubrimiento de que, bajo los problemas políticos, latían problemas sociales y económicos que solían determinarlos».

Esta influencia francesa llevó a José Ingenieros a denominar a los miembros de la generación del ’37 «Los sansimonianos argentinos»[15]Empero, no fue menor la influencia de José Mazzini, fundador de la Joven Italia, que suministró el modelo de organización de la joven Argentina.[16]

Un buen ejemplo de las limitaciones que las diversas influencias del pensamiento universal ejercieron sobre la generación del ’37 quedan de manifiesto cuando atendemos a Marcel Prelot quien -analizando las ideas de Saint-Simon, Fourier, Considerant, como principales miem­bros de una Escuela francesa- los describe como creyentes de la pri­macía de la acción intelectual, deístas, incluso cristianos en un cierto sentido, todos apelando a nociones ideales y subjetivas de Derecho y de Justicia, todos «constructores, arquitectos, promotores de institu­ciones», pero en cambio «antipolíticos o, al menos, apolíticos».[17]

Esta última observación se compadece poco con la actividad política de la generación. Echeverría es impulsor de un partido nuevo, el gran partido nacional, producto de sus ideas, pues, como lo expresara Es­trada: “…en el fondo, el Dogma era un credo político; luego tendía a reclutar un partido»[18]. Varios aspectos del ideario y de la vida de los hombres de la generación mejor parecen compatibilizarse con los pos­tulados de Mazzini, caracterizado por Jean Touchard como «uno de los mejores representantes de este nacionalismo liberal y romántico […] patriota italiano, un eterno proscrito, un obstinado conspirador»[19].

Con estas aclaraciones, puede ingresarse en algunos conceptos cla­ves del Dogma Socialista[20], especialmente en la segunda de las «pa­labras simbólicas», «Progreso» (adviértase la primacía que esa nume­ración le otorga como valor), aunque con relaciones e implicancias en otras varias. Se reconoce la indicada visión idealista y optimista de una humanidad que «progresa constantemente”, mediante la acción» que se desarrolla y se manifiesta en el tiempo por una serie de ge­neraciones continuas…» Se define a la civilización misma [que] no es otra cosa que el testimonio indeleble del progreso humanitario».

También aparece emparentada allí con otro término de raigambre constitucional, incluido en el Preámbulo, el «bienestar», pues: «El bie­nestar de un pueblo está en relación y nace de su progreso. Y, como clara manifestación de la dialéctica apuntada entre lo universal y lo nacional, se agrega: «La Europa es el centro de la civilización de los siglos y del progreso humanitario. La América debe, por consiguiente, estudiar el movimiento progresivo de la inteligencia europea; pero sin sujetarse ciegamente a sus influencias[21].

Las relaciones de la idea examinada con otros valores esenciales quedan reveladas desde la primera palabra: «Asociación,  progreso, li­bertad, igualdad, fraternidad, términos correlativos de la gran síntesis social y humanitaria». Siempre se vuelve a la perspectiva nacional, pues se concibe como organización más perfecta «…aquel gobierno será mejor que tenga más analogía con nuestras costumbres y nuestra condición social”.

Pero, a su vez, tales valores conducen a otro, la «democracia» engendrada por los principios de la igualdad y la libertad. «La de­mocracia es por consiguiente el régimen que nos conviene y el único realizable entre nosotros». Se afirma también que cabe » preparar los elementos de la organización de la nacionalidad argentina sobre el principio democrático», ya que «en su institución definitiva pro­curará hermanar las dos ideas fundamentales de la época: patria y humanidad[22]. En esta relectura, no resulta poca cosa recordar que la democracia era el valor mentado como síntesis final de la dialéctica apuntada. Así también lo sostenía enfáticamente Alberdi, en su Frag­mento[23].

Todavía falta referirme a otras palabras simbólicas relacionadas con el juego conceptual entre lo universal y lo nacional, cuales son desde la octava hasta la undécima inclusive. La idea de un «progreso» nacional es nuevamente recibida al mentarse “ Las glorias legítimas tanto indi­viduales como colectivas de la revolución», bajo la perspectiva de la «continuación de las tradiciones progresivas de la Revolución de Mayo», que es lo opuesto a las «tradiciones retrógradas que nos su­bordinan al antiguo régimen», mientras que aquéllas conducen a la «emancipación del espíritu americano». Las tradiciones retrógradas deben ser combatidas mediante «una reforma radical en nuestras cos­tumbres; tal será la obra de la educación y de las leyes», aunque la obra de la legislación es lenta, porque las costumbres no se modifican de un golpe y las leyes positivas deben estar en armonía con los prin­cipios de Derecho Natural[24]. Se funda así una filosofía de la historia, que desarrollará Vicente Fidel López[25].

III. El «progreso», los valores y la religión

La idea de «progreso» se asienta en valores morales pero también religiosos. Así en la palabra sexta (Dios, centro y periferia de nuestra creencia religiosa; el cristianismo; su ley) se afirma: » El cristianismo trajo al mundo la fraternidad, la igualdad y la libertad, y rehabilitando al género humano en sus derechos, lo redimió. El cristianismo es esen­cialmente civilizador y progresivo». Por ello: » El cristianismo debe ser la religión de las democracias». Esa definición se compatibiliza con la defensa de la libertad de conciencia, que funda la libertad de cultos, y con un pronunciamiento contra la religión de Estado[26].

De este modo, ya desde el comienzo, la generación del ´37 sostiene una posición en materia religiosa, favorable a la libertad de cultos -considerada un punto central para su política inmigratoria [27]– que en­gendrará arduos debates, que se extenderán hasta el seno de la Con­vención Constituyente de Santa Fe en 1853, siendo uno de los pocos temas controvertidos en sus sesiones plenarias.

No menos importante es el significado de la palabra séptima: «El honor y el sacrificio, móvil y norma de nuestra conducta social”. Co­mienza por distinguirse entre la moral, que regla los actos del hombre privado, y el honor, los del hombre público. La primera pertenece al fuero de la conciencia individual, pero el honor entra en el fuero de la conciencia del hombre social «y es la norma de sus acciones con relación a la sociedad”.

Esta distinción entre moral privada y pública, resultante de cierto desacuerdo, que se visualiza en el Dogma…. entre algunos preceptos evangélicos y la organización de las sociedades, lleva a una diferen­ciación inaceptable para nuestra época. Pues se afirma que: «La moral será el dogma del cristiano y del hombre privado; el honor, el dogma del ciudadano y del hombre público». Dicha diferenciación, entre moral pública y privada, que así se funda, tendrá consecuencias nefastas para la historia política y constitucional de nuestro país.

Si bien el elogio al hombre de honor es de gran elocuencia, como resulta particularmente rescatable el vínculo entre honor y sacrificio, parece excesiva la afirmación: «Sólo es acreedor a gloria, el que trabaja por el progreso y bienestar de la humanidad». Igualmente es inacep­table, en nuestros días, la subordinación de la religión a la idea del «progreso»: «La filosofía ilumina la fe, explica la religión y la subordina también a la ley del progreso». En buena medida, la generación concibe a la religión de un modo funcional parael «progreso» y no como un valor en sí mismo[28].

Comentando la palabra sexta, José Ingenieros indica que la enci­clopedia y la ideología habían difundido el gusto por la religión natural, especie de teísmo o panteísmo trascendental que adoraba a Dios sin intervención de las Iglesias; de esa religión natural parte Echeverría, quien agrega que como ella no bastaba al hombre han aparecido las religiones positivas, siendo la mejor el cristianismo, porque no es otra cosa que la revelación de los instintos morales de la humanidad[29].

Por otra parte, la adopción del cristianismo como «religión del pue­blo» es ratificada en la palabra doce (Organización de la patria sobre la base democrática), en donde se ratifica su funcionalidad, respecto de las masas ignorantes: «La religión, moralizándolas, fecundará en su corazón los gérmenes de las buenas costumbres»[30]. Una ampliación de estos conceptos será realizada en la Ojeada retrospectiva[31].

IV. La organización democrática, la educación y la ilustración

La palabra doce es reveladora de la finalidad política de la gene­ración del ’37, la organización del país bajo la forma democrática, pero, a la vez, demuestra sus dificultades ideológicas en el tema.

Ante todo, cabe decir que uno de los máximos inspiradores del pensamiento de aquella generación, Saint-Simon, no era un demócrata; consideraba la desigualdad como natural y beneficiosa; y, en cambio, creía en la virtud de las elites[32]. Para Saint-Simon eran los savants, grupo que incluía a quienes trabajaban intelectualmente, sobre todo loscientíficos, los que representaban el progreso. Ese autor estaba impresionado por las futuras posibilidades del nuevo industrialismo; veía que cualquier desarrollo de esa fuente potencial de riqueza y abundancia dependía de la organización económica y social de los nuevos banqueros y hombres de negocios de la industria, en cooperación con los trabajadores; los artistas, los hombres de ciencia y los dirigentes industriales eran los llamados a guiar a la masa de seres humanos, en su condición de nueva aristocracia del talento y del conocimiento[33].

Si, en cambio, para Condorcet, su ideal social se resumía en el concepto de igualdad, de su analísis se desprendía que una Constitución democrática no podía ser administrada por un pueblo sin ilustración; la inteligencia de una asamblea legislativa era más importante que su forma o su procedimiento; cuanto más ilustrados fuesen sus miembros, tanto más beneficioso sería para los menos ilustrados»[34].

En las antípodas de tal influencia positivista se encuentra Tocqueville (citado por Echeverría en una nota a la palabra doce), quien siendo aristócrata de instinto, la reflexión le lleva a aceptar como irre­versible la evolución hacia la democracia, a adaptarse a un régimen que no le gusta; por ello su obra es una meditación sobre la libertad, es decir, cómo lograr conciliar la libertad con la nivelación igualitaria[35].

También en Echeverría cabe apreciar compromisos entre la idea de­mocrática como fin de la asociación -la «democracia no es una forma de gobierno, sino la esencia misma de todos los gobiernos republicanos»- y la necesidad de asegurar a todos y cada uno de sus miembros asociados «la más amplia y libre fruición de sus derechos naturales». “Luego el pueblo soberano o la mayoría no puede violar esos derechos individuales».

Comienza a jugar, en ese compromiso, el límite impuesto por «la razón», pues: «La razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva». De allí resulta que «la soberanía del pueblo sólo puede residir en la razón del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte sensata racional de la comunidad social. La parte ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consen­timiento uniforme del pueblo racional. La democracia, pues, no es el despotismo absoluto de las masas, ni de las mayorías; es el régimen de la razón»[36].

Similares reflexiones realiza Alberdi, en el Prefacio a su Fragmento. Él también destaca la importancia de la razón[37]; de la filosofía como madre de toda emancipación, de toda libertad, de todo progreso social; y de la inteligencia que es la fuente de la libertad[38].

Reconoce Echeverría, en su Ojeada retrospectiva…, que un punto controvertido en la generación del ’37 había sido el del sufragio. Imputa al sufragio universal el vicio radical del sistema unitario, el que minó sus cimientos. Concibió una forma de sufragio progresiva, comenzando por el municipio «…y pasando por dos o tres grados diferentes, llegar a la representación; o concediendo a la propiedad solamente el derecho de sufragio para representantes, el proletariado llevaría temporaria­mente su voto a la urna municipal del partido». Se definía la propuesta «todo para el pueblo, y por la razón del pueblo».[39]

Si la línea argumental habría quedado allí, parece claro que se estaría fundamentando un régimen definitivamente aristocrático. Pero es en este punto que aparece otro rasgo central de la idea del «progreso», cual es el valor que se acuerda a la educación popular[40].

Según lo expresa Alberdi: «La mejora de la condición intelectual, moral y material de la plebe, es el fin dominante de las instituciones sociales del siglo 19»[41]. Y agrega Echeverría: «Para emancipar las masas ignorantes y abrirles el camino de la soberanía, es preciso educarlas». «La instrucción elemental las pondrá en estado de adquirir mayores luces y de llegar un día a penetrarse de los derechos y deberes que les impone la ciudadanía». Tal finalidad del «progreso» sólo es realizable en el tiempo [42]

Sarmiento es quien más se comprometería, luego, con el impulso a ese aspecto del «progreso», en su vertiente de la educación pública[43].

 Sin embargo, ya Estrada -formado también en los ideales del progreso, pero más joven- asume ese compromiso con valores parcialmente distintos, pues resalta la necesidad de la participación del pueblo: «No presumáis que sin el pueblo puede equilibrarse un gobierno po­pular»[44].

Alberdi, en las Bases, pone todavía el acento en los contenidos de la educación. «La instrucción, para ser fecunda, ha de contraerse a ciencias y artes de aplicación, a cosas prácticas, a lenguas vivas, a conocimientos de utilidad material e inmediata […] El plan de ins­trucción debe multiplicar las escuelas de comercio y de industria…”[45]

V. Los aspectos sociológicos de la idea del «progreso»

Si la enseñanza primaria y la extensión de la ilustración debían convertirse en caminos hacia una democracia popular en un futuro, al mismo objetivo contribuiría el desarrollo de los estudios socioló­gicos.

Así lo ha explicado José Luis Romero, al indicar que pesó mucho en la generación del ’37 el descubrimiento de que, bajo los problemas políticos, latían problemas sociales y económicos, situación que los llevó a indagar en los caracteres de nuestra realidad social.

Echeverría concede, en su Ojeada retrospectiva…, un papel relevante en esta materia al trabajo de Sarmiento, sobre la vida de Fr. Aldao y de Juan Facundo Quiroga, destacando que estas obras «…revelan el mecanismo orgánico de nuestra sociabilidad y dan la clave para la explicación de nuestros fenómenos sociales…”[46].

Tampoco será materia de esta relectura ingresar en el extenso debate que ha generado el Facundo. Lo más valioso de esa obra -como otras de Sarmiento- es constituir el embrión de una sociología argentina según lo expresa Ezequiel Martínez Estrada[47]. No por la dialéctica -de valor y prueba dudosos- entre los principios del progreso, asociación y libertad, opuestos al principio antisocial y anárquico del statu quo, ignorancia y tiranía, simbolizados en civilización y barbarie, que re­siden el uno en la vida urbana -dentro de las ciudades- y el otro en la rural[48]. Sino por la relevancia asignada al desierto en la configuración social y en su significación económica[49].

La importancia de contar con una sociología argentina fue central en la obra de Alberdi, y explica los postulados de las Bases…, que Ingenieros[50]  enumera del siguiente modo: a) El primero es su concepto de una sociología nacional, constante y básico en todos sus escritos; b) el segundo es una valoración de toda la sociología hispano-americana (que no era la autóctona), cuya civilización era la europea, de donde ha venido y seguirá viniendo (pedir a Europa sus hombres, sus ideas, sus capitales, sus brazos, es pedirle su civilización); c) el tercero, la necesidad de formar una población nacional de raza blanca; d) el cuarto, «gobernar es poblar» (aquí se halla su crítica a las constituciones sudamericanas, cuyos constituyentes no habían tenido noción de que éstos eran países desiertos, que era indispensable poblarlos, y su en­cuentro con el modelo de la Constitución de California); e) el quinto, la educación adaptada al medio; f) el sexto, la concepción de una política económica, y g) el séptimo, la moral del trabajo, coronación ética de sus ideas sociales: «La industria es el gran medio de mora­lización facilitando los medios de vivir, se previene el delito, hijo las más de las veces de la miseria y el ocio. En vano llenaréis la inteli­gencia de la juventud de nociones abstractas sobre religión; si la dejáis ociosa y pobre […] Inglaterra y los Estados Unidos han llegado a la moralidad religiosa por la industria…» Estos dos últimos postu­lados se atenderán en el apartado siguiente.

VI. Las bases económicas para el «progreso»

Se ha visto ya la influencia del pensamiento sansimoniano, con­cebido como una doctrina de la producción, en los albores del indus­trialismo moderno. Echeverría instala, con vigor, el tema en su Se­gunda Lectura ante el Salón Literario, cuando afirma: «La industria es la fuente de la riqueza y poder de las naciones”. Agrega más adelante: «las grandes operaciones de la industria fabril, mercantil, agrícola, exigen capital y brazos». «Nosotros carecemos de uno y de otro».

Esta carencia le lleva a formular los medios para una política eco­nómica posible: «debemos aplicarnos a fomentar aquellos que existen ya y han tomado gran incremento; tales son, la industria agrícola y el pastoreo». Por el desarrollo de estos medios, expresa con genialidad: «aglomeraremos capital para llevar con el tiempo nuestra actividad a otra clase de industrias». Se pronuncia a continuación por la mejora de los campos y las haciendas; y por el desarrollo de una industria propia «para darles el valor que el extranjero les da en su país y del cual los recibimos manufacturados por doble o mayor precio de aquel a que los hemos vendido». También, indica, se requiere «facilitar los medios de transporte, en remover las infinitas trabas naturales que se oponen a su desarrollo».

Fundando las bases del proyecto económico de la Constitución de 1853 se pregunta y contesta: «¿Qué pediremos, pues, nosotros para la industria? Libertad, garantías, protección y fomento por parte de los gobiernos. Sólo a estas condiciones nuestra industria puede pro­gresar». Ya en sus comienzos, la generación del ’37 no vislumbra que la libertad económica fuese incompatible con el fomento y la protección industrial.

Aún más importante es su observación sobre la necesidad de elaborar una ciencia económica argentina. Admitiendo que existen verdades económicas universales, expresa sus limitaciones, pues: «cada econo­mista tiene su sistema, y entre sistemas contradictorios fácil es escoger en abstracto, pero cuando se trata de aplicar a un país nuevo en donde nada hay estable, todo es imprevisto y dependiente de las cir­cunstancias, de las localidades y de los sucesos…» Y luego de diversas apreciaciones sobre políticas económicas aplicadas pone el acento en el fomento de la extensión de nuestros cultivos, formulando preguntas destinadas a proteger «a labradores industriosos que no tienen campo de propiedad suya, dándoles suertes de chacras que se han malven­dido», «suministrándoles recursos para cosechar, con un fondo público que se destinase a ese efecto», e incluso pronunciándose por un im­puesto progresivo a la renta, a medida que aumente el valor de las tierras, sobre la propiedad territorial[51].

Para la época en que Alberdi escribe las Bases…, asumido como principal problema de política económica la lucha contra el desierto, la inmigración requiere además de otros instrumentos: los ferrocarriles; las libertades de culto, de comercio, de navegación interior: la supre­sión de las aduanas interiores; la concesión de derechos civiles al extranjero de modo similar al nacional; la legislación civil y comercial uniforme para todo el país. Todos esos instrumentos serán el primordial fin de la Constitución. «Yo llamaré estos medios garantías públicas de progreso y engrandecimiento«[52]. A tales garantías dedica Alberdi los capítulos III y IV de la Primera Parte de su proyecto de Consti­tución.

Mariano Fragueiro realiza, al igual que Alberdi, en dos obras que preceden a la sanción de la Constitución[53], algunos aportes notables a la idea del «progreso». Influido por Leroux, aunque también por la escuela nacionalista alemana y por autores estadounidenses como Hamilton[54], expone las ventajas, pero también los inconvenientes a que puede dar lugar la industrialización. Así, por una parte, valora al hombre y a los pueblos industriosos[55], pero, por la otra, toma nota de las críticas que ya recibe el desarrollo de la industria, tales como el aumento de la miseria y del crimen, o el número de proletarios que hace el cáncer de las grandes sociedades, aunque no culpa a la industria. «En su lugar probaremos que el modo en que está hoy distribuido el trabajo, y que la distribución poco equitativa de los ramos de la industria producen fatalmente ese resultado. El orden social y la riqueza misma se interesan en que el mayor número de hombres tenga participación en la civilización. Esta participación no puede obtenerse sino por la distribución de la riqueza«[56].

En una visión muy anticipada a futuros problemas que generará el «progreso», afirma: «Nada de comunismo; nada de socialismo en el sentido de invadir la propiedad, que es el derecho de libertad. Abo­gamos por el socialismo en el sentido de una organización de los bienes materiales que dé por resultado la armonía de los individuos con la sociedad o con su representante, el gobierno […] Queremos robustecer el poder, dilatar su acción y darle también la libertad que deseamos para el individuo el uso perfecto de su propiedad; que el gobierno organice un sistema de rentas que importe la derivación de un producto industrial como el resultado de su capital[57]. Aporta una visión compleja de las fuentes de producción, dividiéndolas en industria privada (agricultura, artes, comercio y ciencias) e industria pública, proponiendo un sistema de organización del crédito que favorezca la acumulación y la distribución del capital[58].

Todo ello le lleva a plantear cinco grandes temas para la organi­zación constitucional: a) el arreglo de la administración general del país bajo el régimen federal; b) el arreglo del comercio exterior e interior; c) el arreglo de la navegación; d) el cobro y distribución de las rentas generales; e) el pago de la deuda de la República[59].

En las obras de Fragueiro comienzan a insinuarse otras polémicas que la idea del «progreso», una vez implementada en la Constitución de 1853, dará lugar, respecto al rol del Estado en la economía, como acerca del nivel de protección de la industria nacional[60].

VII. La cuestión agraria y la tierra pública

Si Fragueiro pone el acento en la organización del crédito como un aspecto central de la propiedad pública, tanto Alberdi como Sarmiento lo hacen respecto de la tierra pública, en obras inmediatamente posteriores a la sanción de la Constitución de 1853.

Alberdi en su Sistema…[61] destaca que de los tres agentes o fuerzas de producción (tierra, capital y trabajo), la Confederación, a esa época, sólo posee el primero. De allí la importancia de la política de la tierra pública para atraer inmigrantes y colonos, en un país que por ser en­tonces un desierto se encontraban despobladas las nueve décimas partes del suelo argentino. Eran esenciales las leyes e instituciones que fa­voreciesen el empleo más útil de la tierra, incluyendo el arrendamiento territorial en provecho del arrendamiento y no del propietario ocioso.

Resulta relevante que Sarmiento, entonces adversario de Alberdi,dedique un extenso espacio de sus Comentarios de la Constitución de la Confederación Argentina (1853) a la legislación de los EE. UU. en la materia[62]. Expone la acción de su Estado federal y sus consecuencias: “No hay en los Estados Unidos una clase del pueblo, destinada como entre nosotros al proletariado, y como consecuencia a la miseria, a la dependencia, a la degradación y al vicio. El salario, muy subido a causa del corto número de hombres que quieren trabajar para otros, no es más que el medio de ganar los 51 pesos que cuesta el más pequeño de los lotes que se venden. Así la tierra está al alcance de todas las fortunas…«[63]

La política de la tierra pública y su colonización será un tema central en la acción de las tres primeras presidencias[64], un elemento vital para la ejecución de la idea del «progreso». Al desviarse más tarde esa política de los objetivos trazados por el pensamiento de la generación del ’37, se apreciará una negativa diferenciación de sus resultados en la historia económica argentina respecto de su modelo estadounidense.

VIII. La idea del «progreso» en la Constitución de 1853

Jorge Vanossi ha resaltado, en su obra sobre Gorostiaga[65], que en la redacción de la Constitución de 1853 éste interviene directamente en la totalidad de la parte orgánica y en el Preámbulo, siendo las fuentes su propio Anteproyecto, el Proyecto de Alberdi, la Constitución de Filadelfia (1787) y los comentarios de El Federalista (entre otras). Por su parte, Juan María Gutiérrez trabajó preferentemente en la parte dogmática de aquélla, siendo el vocero de Alberdi en el Congreso Constituyente.

De la comparación entre el Preámbulo de la Constitución de 1853, de la Constitución de EE. UU. y del Proyecto de Alberdi[66] se advierte que éste era más programático. Ha sido excluida en aquél la parte relativa a las condiciones del progreso[67]. Gorostiaga siguió la fórmula concisa de la Constitución de los EE. UU.: «promover el bienestar general

Sin embargo, las ideas de la generación del ’37 sobre el «progreso» inspiran varias normas de la dogmática de la Constitución de 1853[68]: a) artículo 5o (garantía federal a la educación primaria)[69]; b) artículos 9o al 12[70] (aduana nacional, libertades de circulación interior, de tránsito, y de navegación); c) artículo 20[71] (derechos de los extranjeros, superfluo dada la amplitud del artículo 14); d) artículo 24[72] (reforma de la legislación en todos sus ramos); e) artículo 25[73] (fomento de la inmigración); f) artículo 26[74] (completa al 12); g) artículo 27[75] (afianzamiento de relaciones de paz y comercio con potencias extranjeras); h) artículo 28[76] (prohibición de alterar garantías por leyes reglamentarias).

En algunos pocos casos, en la parte dogmática y siempre en lo relativo a las ideas de la generación del ’37 sobre el «progreso», la Constitución de 1853 se aparta de su fuente alberdiana. El más ostensible es el artículo 1o, en donde no se define al gobierno federal por su condición democrática[77] sino por su carácter republicano[78]. No lo es menos la carencia en la Constitución de las garantías del progreso por el accionar de los gobernantes, que lucen en el Proyecto de Alberdi, en los términos del juramento y sanciones previstas, que vienen a constituir una coacción para el cumplimiento de las cláusulas programáticas[79].

Comentario aparte merece sin dudas la denominada cláusula de la prosperidad o del progreso (art. 67, inc. 16 de la Constitución de 1853, hoy art. 75, inc. 18), que reconoce su fuente directa en el artículo 67, inciso 3o del Proyecto de Alberdi. Además de compendiar el ideario de la generación del ’37, vale para deslindar las atribuciones del go­bierno federal y los gobiernos de provincia (ver su correlato en el originario art. 107, hoy 125 de la Constitución), pero sobre todo para reconocer la concepción de un Estado promotor del progreso, bien lejana de un Estado ausente, librado al juego de las leyes del mercado.

El punto fue objeto de reflexiones por Alberdi en su Sistema…: «Las leyes protectoras, las concesiones temporales de privilegios y las recompensas de estímulo son, según el artículo citado, otro medio que la Constitución pone en manos del Estado para fomentar la in­dustria fabril que está por nacer». Agrega: «Este medio es delicadísimo en su ejercicio…», pues no se le escapa que allí residirá un debate con los que preconicen la protección industrial, por medio de restricciones y prohibiciones[80]. Y eso fue lo que sucedió, precisamente, en nuestra evolución constitucional.

IX. El «progreso” y la Constitución de los EE. UU.

Cabe agregar que en la Constitución de los EE. UU., en las facul­tades del Congreso ­-Sección 8-, se incluye un apartado sobre el tema (más conciso que nuestra cláusula de la prosperidad) que dice: «Para fomentar el progreso de la ciencia y artes útiles, asegurando a los autores e inventores, por un tiempo limitado, el derecho exclusivo sobre sus respectivos escritos y descubrimientos», que sin embargo no merece explicaciones mayores en El Federalista, salvo recordar sus antecedentes ingleses sobre los derechos de autor[81].

Una acotación de este tipo podría llevar a sacar la falsa conclusión de que la idea del «progreso» estuvo ausente del pensamiento político de los EE. UU. Aparte de que la Constitución de ese país contiene numerosas normas necesarias para el desarrollo económico y social de lo que era entonces una nación emergente, y de allí que sus alcances como «modelo» de nuestra Constitución excedan el plano de las ins­tituciones políticas, no cabe ignorar varios programas de desarrollo nacional concebidos por estadistas norteamericanos.

Entre tales programas de desarrollo cabe citar los de Robert Morris (1782), quien proponía consolidar las deudas de la Confederación pararevivir el crédito público; utilizar los impuestos para la construcción de obras de utilidad pública, como los caminos y navegación; alentar la emigración hacia el oeste; fomentar el aumento de la población; e impulsar la industria manufacturera interna por medio de derechos de importación y mediante préstamos dirigidos a invertir capital en la agricultura y en la industria. Se ha considerado que mediaba una notable similitud de objetivos entre este programa y el de Hamilton[82], en los que adjudicada al gobierno el papel de promotor de una economía equilibrada y autosuficiente. Ello sin mencionar la llamada ayuda federal para el desarrollo económico, que constituyó un eje de la acción de los tres presidentes  republicanos que sucedieron a Jefferson, y que completa la identificación con el «hamiltonianismo»[83].

Los alcances referidos del modelo de la Constitución de los EE. UU. No fueron desconocidos por Sarmiento, quien impulsa en Argirópolis a seguirla, y en sus Comentarios… afirma que la adopción del Preámbulo importa hacer lo propio con su Derecho Constitucional, en lo que tiene de similar[84]. Más aún, Dalmacio Vélez Sársfield empalma la adopción de ese modelo de consideraciones afines a la idea del “progreso”[85].

Para marcar las diferencias entre el pensamiento de la generación del ’37 (fuente ideológica de la Constitución de 1853) y la génesis de la Constitución de los EE. UU., vale la pena citar a Jean Touchard: «La revolución americana se realiza bajo el impulso de los hechos. Ni está precedida -como la Revolución Francesa- de una larga madu­ración ideológica, ni es el producto ni el crisol de doctrinas origina­les»[86].

X. El «progreso», cincuenta años después

En la Argentina del «Centenario» (a cincuenta años de dictada la Constitución) se mantenía en plena vigencia la idea de «progreso», no sólo en su aspecto material sino también espiritual, aunque se vigilaban sus deformaciones posibles y vertientes peligrosas. Juan Agustín García -junto con Alejandro Korn, uno de los adalides de ese pensamiento- anotaba cuatro factores fundamentales de la vida argentina: la fe pro­funda en la grandeza del país, la preocupación económica con exclusión de todo otro interés, el culto del coraje y el desprecio de la ley.

El paisaje, que se tenía ante la vista, incluía la definitiva victoria contra el desierto en 1879, pero con la consecuencia de una enorme concentración de la tierra en pocas manos[87]; un ingreso constante de capitales e inmigrantes extranjeros al país, aunque concentrados espe­cialmente en el litoral y en la ciudad de Buenos Aires; el afianzamiento de la legislación liberal y la organización de la educación pública en todos sus niveles, que aparejó enfrentamientos con los grupos católicos; la conversión de la elite liberal y progresista en conservadora, que había contribuido al funcionamiento de las instituciones, pese a que Mitre iniciara la denuncia contra el fraude político, generando el co­mienzo de una ruptura en dicha elite, que culminara exitosamente en el advenimiento de la democracia con las leyes sobre el sufragio; la paulatina incorporación a la vida política de las «clases medias», luego de luchas y revoluciones; el mantenimiento del país en un sistema de división internacional del trabajo, especializado en el sector primario, que retardó su despegue industrial, no resuelto ni por la Primera Guerra Mundial ni por el acceso del radicalismo al poder[88].

Dos tendencias ideológicas aparecen en esos años, que ya revelan aspectos de la crisis universal de la idea del «progreso», el anarquismo y el nacionalismo (este último predominante durante el siglo XX).

XI. La crisis de la idea del «progreso»

Si la idea del «progreso» fue un resultado principal del racionalismo, el devenir de su crisis debe vincularse con su opuesto: el irracionalismo. Éste había ya tenido un lugar menor en el pensamiento del siglo XIX, pero se desenvolvió en el siglo XX. Sabine expresa que: «El irracionalismo nació de  la experiencia de que la vida es demasiado difícil, demasiado compleja y demasiado variable para entenderla; que la naturaleza es movida por fuerzas oscuras y misteriosas, opacas a la ciencia, y que una sociedad convencional es intolerablemente rígida y superficial. Contra la inteligencia enfrentó, pues, otro principio de conocimiento y acción. Podía ser la intuición del genio o la astucia inarticulada de los instintos o la afirmación de la voluntad y la acción […]Había sido un culto de Volk, el pueblo o la nación y un culto del héroe, el genio o el grande hombre”[89].

El culto de “Volk” y del héroe fue iniciado en Alemania por el romanticismo literario; incluyendo a Nietzsche como figura destacada. Sus desarrollos conceptuales dieron origen, por una parte, al fascismo y al nacionalsocialismo, y por la otra parte al anarquismo de Sorel (violento crítico de las «ilusiones del progreso» y de la democracia)[90].

A ello se agregó la filosofía del comunismo, pues, como también lo señala Sabine, comparándola con la del nacionalsocialismo: «Ambas tienen la marca genuina del fanatismo: en un momento dado, se vol­vieron inaccesibles intelectualmente para quien no fuera un devoto. Ambas exigían la renuncia al juicio crítico por la fe ciega y levantaron una barrera a la comunicación entre iniciados y extraños y entre di­rigentes y seguidores»[91].

En rigor, la crisis de la idea del «progreso» excede al irracionalismo y a las enormes fuerzas destructivas que originó. Desde el comienzo del siglo XX, el tema de la decadencia (también opuesto a aquélla) está a la orden del día. Y las meditaciones sobre esta decadencia van unidas, a menudo, a una reflexión sobre el valor de las elites en des­medro del pueblo, incluida la importancia asignada a la tecnocracia[92].

 Sin contar con la dialéctica que condujo a la denominada tiranía de las masas.

Otro aspecto de la crisis de la idea, más profundo aún, se relaciona con el fin de las ideologías. Raymond Arón indicaba que: «Una ideo­logía supone una estructuración aparentemente sistemática de hechos, de interpretaciones, de deseos, de previsiones». A medida que nos acercamos a nuestros días, la época está marcada por una desideologización que corresponde a una despolitización de las masas y a una personalización del poder. Se aprecia el final de los conflictos ideo­lógicos, al no ejercer los hombres más que opciones técnicas o per­sonales[93].

La idea del «progreso» pierde esencialmente, durante el transcurso del siglo XX, su perspectiva optimista en cuanto al futuro de la historia, no sólo por la barbarie de la guerra, sino también por la creciente difusión del hambre, de las desigualdades del desarrollo, en suma, del riesgo cierto de destrucción del planeta o de la humanidad.

Jacques Maritain pone de relieve, fundado en la parábola del trigo y la cizaña (Evangelio según San Mateo, capítulo XIII), la «ley del doble progreso contrario». Fuera de su sustento teológico, describe que “la vida de las sociedades humanas avanza y progresa a costa de muchas pérdidas. Avanza y progresa gracias a la vitalización y superelevación de la energía de la historia brotando del espíritu y de la libertad humana. Pero, al mismo tiempo, esta misma energía de la historia es degradada y disipada en razón de la pasividad de la materia […] Y, desde luego en ciertos períodos de la historia lo que prevalece y predomina es el movimiento de degradación y, en otros periodos es el  movimiento del progreso. Mi punto de vista es que ambos existen al mismo tiempo, en una u otra medida». A continuación, Maritain juzga la historia moderna, desde fines del siglo XVIII hasta mediados del  Siglo XX, por la aplicación de esa doble ley[94].

XII. Cien años después del dictado de la Constitución de 1853

             En buena parte del siglo XX la crisis de la idea no se había afincado en nuestro medio, más allá de los retrocesos evidentes del país, tanto en lo institucional cuanto en lo económico, a partir de 1930.

Así, cien años después de la sanción de la Constitución de 1853 se hallaba vigente la reforma de 1949 que, pese a los cuestionamientos políticos que recibiera, pretendió adaptar las condiciones del «progreso» a la situación del mundo y de las constituciones de la segunda pos­guerra.

Un ejemplo de ello fue el nuevo texto del artículo 67, inciso 16 de la Constitución, que conservaba lo esencial de su redacción originaria, aunque incorporó nuevos valores[95]. La inspiración del nacionalismo, de los contenidos sociales de la reforma, y de los roles intensificados del Estado eran más evidentes en sus nuevos artículos 37 a 40[96].

Con posterioridad a la Segunda Guerra se fue concretando una incorporación de valores vinculados a la idea del «progreso», en el orden internacional. La Declaración Americana de los Derechos y De­beres del Hombre (1948) afirmaba que «las instituciones jurídicas y políticas, rectoras de la vida en sociedad, tienen como fin principal la protección de los derechos esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le permitan progresar espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad”. En la Declaración Universal de Derechos humanos (1948) se consideran fines de los pueblos de las Naciones Unidas «promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad».

Puede inferirse de ello que a mediados del siglo XX, pese a la crisis sufrida, en términos de pensamiento y realidad, la idea de «pro­greso» como valor constitucional se mantenía vigente en el panorama universal y nacional, aunque había adquirido una extensión más social y estatal.

XIII. El «desarrollo», nuevo nombre del «progreso».

La reforma constitucional de 1994

A partir de la década de los ’60 un nuevo valor, el «desarrollo», vino a competir con la antigua idea del «progreso». En ese momento, a pedido del presidente Kennedy, las Naciones Unidas proclamaron el «Decenio del Desarrollo», que dirigía sus esfuerzos a acelerar los progresos económicos de los países poco industrializados (subdesarrollados, como pronto dio en llamarse). En América latina y en nues­tro país el desarrollismo originó una ideología (y una vasta biblio­grafía) sustitutiva de aquella idea.

Helio Jaguaribe intentó explicar sus diferencias: «el concepto de desarrollo contrasta con el del progreso, tal como éste fue definiéndose en el curso del siglo XVIII. La idea de progreso es el concepto secu­larizado de la providencia divina. Característica de la perspectiva de la ilustración y del deísmo trascendente, peculiar a ésta, la idea de progreso implica la continua incorporación de valores a lo largo de un proceso, en sí mismo ilimitado, de descubrimiento y creación de valores. Por el contrario, la idea de desarrollo, que es una segunda secularización, radical e inmanente, del concepto originario de la pro­videncia divina, trae consigo la connotación de la explicitación y ac­tualización de posibilidades virtualmente preexistentes. Implica, por ello, un sentido de limitación, en términos cuantitativos, y una pauta de legalidad o validez, en sentido cualitativo. Para una comunidad y por un período determinado, no se puede llegar sino a determinados índices de desarrollo. El desarrollo sólo se puede promover dentro de ciertas normas y de acuerdo a ciertos criterios dictados por las con­diciones reales en que se encuentra la sociedad a desarrollar». El desarrollo es también un proceso de racionalización de una comunidad, máxime en la especie de desarrollo programado, cuando constituye un proyecto la concentración de los esfuerzos tendientes al logro de ciertos objetivos[97].

Empero, en este concepto del «desarrollo» median pensamientos comunes a los hombres de la generación del ’37, que ya he descrito. La diferencia estriba en la importancia asignada a la intervención del Estado y a la programación (o planificación) para un desarrollo no espontáneo.

El concepto de «desarrollo» impregna, en la década mencionada, los fines de las nuevas convenciones, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Nueva York, 1966)[98].

La vinculación de los dos conceptos surge nítida en el Pacto de San José de Costa Rica (1969), en donde se procura el «desarrollo pro­gresivo» de los Estados partes, mediante la cooperación internacional (art. 26); como también en la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer»[99].

Esta identidad conceptual, entre progreso y desarrollo, ha que­dado no sólo incorporada, por la reforma de 1994 a nuestra Cons­titución, en la jerarquía constitucional de estos pactos, sino en su propio texto, pues el inciso 19 del artículo 75 dispone: «Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con jus­ticia social…»

La norma se originó en los trabajos preconstituyentes. Tuvo por finalidad «orientar la acción de las políticas económicas y la actividad legislativa hacia cuestiones primordiales de la denominada tercera etapa de la Revolución Industrial, definitoria de nuestro tiempo. En efecto, el elemento más dinámico del progreso económico no lo cons­tituye ya el capital de la tierra, o los medios físicos de producción, sino las mismas fuerzas del pensamiento humano de la innovación científica y tecnológica aplicadas a la producción». En la redacción originaria, que propuse a la comisión redactora de un anteproyecto, se contempló además el progreso económico y social para garantizar los derechos individuales y sociales, incluidos los de tercera genera­ción[100]. Así fue ratificado por Antonio Cafiero, quien la vinculó a los contenidos de pactos internacionales[101].

XIV. Algunas conclusiones

Parece conveniente pasar rápida revista, a modo de conclusiones, a ciertos temas relevantes que han surgido en esta relectura.

  1. La arquitectura política, económica, social y cultural de nuestra Constitución de 1853 estuvo influida por un pensamiento nacional, obra de la generación del ’37, cuyo pivote central fue la idea de «pro­greso».
  2. Esa idea había sido desarrollada por diversos autores europeos; sin embargo, los hombres de la generación del ’37 seleccionaron aque­llas fuentes que mejor se adaptaban a las condiciones del país en esa época.
  3. Para ello utilizaron diversas disciplinas (algunas de las cuales eran modernas aun en Europa), tales como la filosofía política y de la historia, la ética política (con incursiones en lo moral y religioso), la filosofía e historia del derecho, las ciencias (especialmente la so­ciología y la economía), las artes (en sentido inclusive de las técnicas), la literatura y la educación (popular y de las elites).
  4. Con aportes de ellas concibieron un proyecto nacional, para un país que llamaríamos hoy subdesarrollado en extremo, que debía ser concretado en plazos de medianos a largos, llevándolo a la Constitución de 1853 como cúspide del Derecho, en numerosas normas articuladas entre sí como un plan; y además tuvieron en claro que debía reformarse la legislación posterior, y ser seguido por políticas y prácticas de gobierno, consecuentes con ese proyecto, para tener éxito.
  5. Se recibió la influencia de la Constitución de los EE. UU. y de alguno de sus Estados (California) y de su práctica posterior por tratarse, en esos años, de un país también periférico, que se proponía similares objetivos y políticas para convertirse en un país central; mediante un modelo de acumulación de capital (en inversiones, créditos y brazos) que permitiese llegar al industrialismo alcanzado en las naciones avan­zadas.
  6. Se fijaron prioridades y metas de llegada (una muy importante fue la democracia) a lograr en el tiempo y así, efectivamente, acaeció.
  7. Se advirtieron las dificultades con las que se enfrentaban, los matices y las contradicciones de elementos del proyecto, debatiendo su despliegue, incluso acerbamente, entre los miembros de la genera­ción.
  8. El proyecto implementado en la Constitución de 1853 fue sustancialmente exitoso durante casi setenta años; y recibió los ajustes que demandaban las nuevas realidades.
  9. La crisis de la idea del «progreso», sucedida en Europa durante el siglo XX, se proyectó con alcances limitados en nuestro medio; empero, el nacionalismo tuvo una influencia significativa en ese siglo.
  10. La originaria idea de «progreso» fue perdiendo su condición esen­cialmente optimista en cuanto al futuro de la historia; la cita de Jacques Maritain no es casual; expresa la convicción de que en cada momento histórico existen unos movimientos en pos del progreso y otros en el sentido de la degradación o decadencia, y que el predominio de unos u otros marca la línea directriz de un país en el largo plazo.
  11. A partir de la segunda posguerra la idea del «progreso» y su continuadora, la del «desarrollo», se enriquecieron con los contenidos de los pactos internacionales, que agregaron los derechos de segunda y tercera generación; a medida que las sociedades industriales se fueron tomando más y más complejas (y pusieron en riesgo la globalidad del planeta), el Derecho Internacional y el Constitucional (universal) de­bieron responder con instituciones cada vez más sofisticadas.
  12. En nuestro país, tales aportes han sido incorporados, en cierta medida, por la reforma de 1994, al texto constitucional; la idea de «progreso», y ahora la de un desarrollo integral, se mantiene vigente.
  13. Sin embargo, no puede pasarse por alto que, como lo advertían ya los pensadores del «Centenario», ha sido una especie de mal en­démico entre nosotros, una suerte de desprecio a la ley, y luego a la Constitución (manifestada, por ejemplo, en los largos períodos de facto); el desajuste entre el derecho y los hechos se evidencia por la recurrencia a instituciones de excepción como el estado de sitio o la intervención federal (hoy poco frecuentes), o la emergencia y los de­cretos de necesidad y urgencia (muy habituales).
  14. El principal legado que nos ha dejado el pensamiento inspirador de la Constitución de 1853, en esta temática, es la necesidad de conciliar hechos y costumbres con las fuerzas transformadoras del derecho, uti­lizando para ello todas las disciplinas auxiliares mencionadas, puestas al servicio de la programación; no se me oculta que un pensamiento moderno y pesimista en tales disciplinas, plagado de incertidumbres ( muchas legítimas) en cuanto a las reales posibilidades de progreso en términos universales, ha derivado en visiones pragmáticas, limitadas a resolver problemas concretos, que se han trasladado con fuerza al Derecho Constitucional; empero, median aún valiosas respuestas, que ponen el acento en la necesidad de seguir contando con arquitecturas interdisciplinarias[102] para poder enfrentar, desde la acción y el derecho, los acuciantes problemas de la época.

[1]  Releer implica «leer de nuevo o volver a leer una cosa» (Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, 21a ed., p. 1765).

 [2]  Titulado Ojeada filosófica sobre el estado presente y la suerte futura de la Nación Argentina (Ver. WEINBERG, Félix, El Salón Literario de 1837, ps. 117 y ss.).

[3] Esta formulación importaba, en su momento, un intento de compromiso con la figura de Rosas. En el caso de Sastre, no resultó un compromiso superado por el desarrollo de los acontecimientos, como lo fue para Alberdi, Gutiérrez, Echeverría (quien menos los tuvo) y otros, sino que Sastre permaneció viviendo en Buenos Aires durante la época rosista, como convencido federal y adversario nacionalista de las ideas europeas, antecedentes que le crearon un ambiente bastante hostil después de Caseros (ver Introducción de Gregorio Weinberg a la ob. cit., p.55, nota 62).

[4] Titulada Doble armonía entre el objeto de esta institución, con una exigencia de nuestro desarrollo social; y de esta exigencia con otra general del espíritu humano, en ob. Cit., ps. 135 y ss.

[5]  Titulada Fisonomía del saber español: cuál deba ser entre nosotros, en ob. cit., ps. 145 y ss.

[6] Gutiérrez las incluyó en el tomo V de las Obras completas de Echeverría. He utilizado su edición en el libro Reflexiones sobre la organización económica de la Argentina, Raigal, Buenos Aires, 1953, citas de ps. 23 y 45/6.

[7] Fragmento preliminar del estudio del Derecho, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 1942.

[8] Como lo indica su comentarista Jorge Cabral Texo: «La ley de la evolución de los pueblos o sea la ‘ciencia de las leyes naturales que rigen en los agregados humanos’ que suele denominarse Filosofía de la historia es materia de la consideración de una serie de páginas […] al estilo de Vico y Condorcet, cuya característica consiste en sostener que el progreso de la Humanidad es indefinido y continuo y así Alberdi sostiene que el factor jurídico de un pueblo «se desenvuelve en un paralelismo fatal con el elemento económico, religioso, artístico y filosófico de este pueblo»» (p. LXVI).

[9] Ver p. 11. Estos conceptos son desarrollados en otros lugares del Prefacio. Así, por ejemplo:» Una nueva era se abre para los pueblos de Sudamérica […] cuyo doble carácter es: la abdicación de lo exótico, por lo nacional; del plagio por la esponta­neidad; de lo extemporáneo por lo oportuno del entusiasmo, por la reflexión: y después el triunfo de la mayoría sobre la minoría popular» (p. 32).

[10] Ver, por ej., ECHEVERRÍA, Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año ’37. en Dogma Socialista y otras páginas políticas. Estrada, Buenos Aires, 1956, ps. 18/19.

[11] WEINBERG, ob. cit., ps. 112/113.

[12] Respecto de esta polémica, se encuentran como detractores de su originalidad a Raúl Orgaz con cita de juicios lapidarios de Groussac y de Ingenieros. mientras que Gutiérrez, Alberto Palcos y Salvador Dana Montano lo consideran expresión de un pensamiento genuinamente argentino, como lo indica este último autor: » la originalidad de una doctrina política no puede consistir en su absoluta novedad, dada la identidad de la naturaleza del problema político, las semejanzas de las ne­cesidades públicas que originan al Estado y las analogías consiguientes de organi­zación del mismo, distribución de poderes, fines, etc. […] su originalidad consiste en su adaptación o conformidad al país y a la época  que se destina» (en su Prólogoa ECHEVERRÍA, Dogma… cit.. ps. XLI  a XLVI. cita de p. XLIV).

[13] ver en Alberdi y su tiempo, Eudeba. Buenos Aires, 1963, ps 163 y ss.

[14] Las ideas políticas en Argentina. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires. 2002, p. 140.

[15] Obras Completas, vol. 16, La  evolución de las ideas argentinas, Libro IV, Ediciones L. J. Rosso, Buenos Aires, 1937, Cap. VII, ps. 237 y ss.

[16] MAYER, ob. cit., p. 163.

[17] Ver Historia de las ideas políticas

[18] Ver, DANA MONTANO, ob. cit, p. LVI.

[19] Ver, Historia de las ideas políticas, Tecnos, Madrid, 1996, p. 413; agrega que: «El pensamiento de Mazzini es profundamente idealista y religioso. Se opone en todos los puntos a Bentham, cuyo utilitarismo le repugna. Mazzini cree en el progreso, en la humanidad, en la fusión de clases,  en la eminente fraternidad humana, en la eminente dignidad del pueblo». Una crítica al utilitarismo de Bentham y Helvecio se halla además el Prefacio al Fragmento…de Alberdi, al calificarla como doctrina egoísta, causas de las tendencias insociales y anarquistas de nuestras repúblicas americanas ( ob. cit. Ps. 28/29)

[20] Publicado a fines de 1838 en El iniciador de Montevideo.

[21] Ver Dogma…cit., ps. 114/116.

[22] Ídem ,ps 113/114.

[23] Ver sus conceptos transcriptos en nota 9; también ps. 21, 22, 30, del Prefacio al Fragmento… y otras.

[24] Ver, Dogma .. cit., ps. 133/154.

[25] Ver, Vicente Fidel López  y la idea del desarrollo universal de la historia, en ROMFRO, José Luis, Argentina: imágenes y perspectivas, Raigal, Buenos Aires, 1956, ps. 109/116.

[26] Ídem, ps 125/127.

[27] Ver, Ojeada retrospectiva… cit., p. 28.

[28] Echeverría, en su nota a la palabra novena, relata ambiguamente un principio fundamental de Leroux y su escuela, según el cual “la filosofía presiente ya y anuncia el nacimiento de una religión racional del porvenir, más amplia que el cristianismo, que sirva de base para el desenvolvimiento del espíritu humano y a la reorganización de las sociedades europeas, y que satisfaga plenamente las necesidades actuales de la humanidad”. Pero acota prudentemente que esa idea “no ha salido aún de la esfera de la especulación, y nosotros nos reducimos a anunciarla” pronunciándose seguidamente por su fe completa en el cristianismo al cual “ adoptamos, además, como la religión del pueblo” (Dogma… cit. Ps. 129/131 y 152).

[29] En ob. Cit., p. 265, Ingenieros destaca que la Creencia es un programa político y no una expresión de opiniones personales ( pues ubica a Echeverría como integrante de las escuelas “ sensacionalista” y “ frenologista”, dos aspectos extremos de lo que los espiritualistas llaman “ materialismo”.

[30] Ver Dogma…cit., p. 160.

[31] Ver, ps. 24/26.

[32] Ver, TOUCHARD, ob. cit., p. 430.

[33] Ver VEREKER, Charles, El desarrollo de la teoría política, Eudeba, Buenos Aires 1961, Cap. V. El progreso, especialmente, ps. 240/241.

[34]  Ver VEREKER, ob. Cit., ps. 238/240.

[35] TOUCHARD, ob. cit., ps. 408/410.

[36] Ver, Dogma… cit., ps. 154/158.

[37] La define: «ley de leyes, ley suprema, divina, es traducida por todos los códigos del mundo» (p. 5).

[38] Alberdi considera que la soberanía del pueblo no es su voluntad colectiva sino «la razón colectiva del pueblo». Más aún, que: «La soberanía pertenece a la inteli­gencia. El pueblo es soberano cuando es inteligente. De modo que el progreso re­presentativo es paralelo del progreso inteligente. De modo que la forma de gobierno, es una cosa normal, un resultado fatal de la respectiva situación moral e intelectual de un pueblo: y nada tiene de arbitraria y discrecional: pues que no está en que un pueblo diga “quiero ser república sino que es menester que sea capaz de serlo» (Fragmento… cit., ps. 12/16 y 59).

[39] Ver, ps. 29/37. También se agrega: «Sentíamos la necesidad de fijar una base, de tener un punto de arranque que nos llevase por una serie de progresos graduales a la perfección de la institución democrática. Caminábamos a la democracia, es decir, a la igualdad de las clases«.

[40] La educación como proceso condicionante del futuro, ya que «los ciudadanos educados del futuro ayudarían a su vez a construir sociedades mejores», fue un aspecto destacado de la obra de Paul Henri Thierry Von Holbach, Sistema de la naturaleza. Ver, VEREKER, ob. cit., p. 233.

[41] Fragmento… cit., p. 33.

[42] Ídem, ps. 159/160. Se agrega que «la obra de organizar la democracia no es de un día; que las constituciones no se improvisan; que la libertad no se funda sino sobre el cimiento de las luces y de las costumbres; que una sociedad no se ilustra y moraliza de un golpe; que la razón de un pueblo que aspira a ser libre, no se sazona sino con el tiempo; pero, teniendo fe en el porvenir […] trabajará con todo el lleno de sus facultades a fin de que las generaciones venideras, recogiendo el fruto de su labor, tengan en sus manos mayores

 elementos que nosotras para organizar y constituir la sociedad argentina sobre la base incontrastable de la igualdad y la libertad democrática» (id., ps. 167/168).

[43] Ver, INGENIEROS, ob. cit., ps. 377/8. Ya decía en Facundo  que la primera tarea de un nuevo gobierno será organizar la educación pública, y a partir de 1852 le dedica una actividad de treinta años.

[44] Ver ESTRADA, José Manuel, Sus mejores discursos, Difusión, Buenos Aires. 1942, p. 8.

[45] Bases y puntos de partida para la organización política de la República Ar­gentina, Cap. XIII, en El pensamiento político hispanoamericano. Depalma, Buenos Aires, 1964, p. 31.

[46] Ver, p. 56. José Ingenieros ratifica la influencia de Leroux sobre Sarmiento, en la etapa del Facundo, pero indica que luego de 1845, cuando viaja a Europa y EE. UU. esa influencia decrece, y es absorbida por las ideas vigentes en este último país (ob. cit., ps. 374/375).

[47] Ver, Sarmiento, Argos, Buenos Aires, 1956. p. 146.

[48] Ver, ROMERO, ob. cit., ps. 140/141. Ver Facundo, Sopena Argentina, Buenos Aires, 1958, Cap. IV.

[49] Ver, Facundo, Cap. I: «El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, se le insinúa en las entrañas, la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son por lo general los límites incuestionables entre unas y otras provincias» (p. 19).

[50] Ver, ob. cit., ps. 60/71 del Apéndice, al vol. 16.

[51] Ver Segunda Lectura, en ob. cit. ps. 62/64, y un fragmento sobre La contribución territorial para la Provincia de Buenos Aires ( ps. 65/68).

[52] Ver Caps. XV al XVIII, ob. cit., ps. 39/66.

[53] Cuestiones argentinas y Organización del crédito, Solar Hachette. Buenos Aires. 1976. La segunda de esas obras es de 1850 y la primera de 1852.

[54] Ver el Estudio preliminar de Gregorio Weinberg al libro mencionado en nota anterior. No cabe desatender que Fragueiro fue un importante empresario y director de bancos, en su época. Fue, además, el primer Ministro de Hacienda de la Confe­deración e inspirador del Estatuto de Hacienda y Crédito, primera organización del Tesoro Nacional, luego de la sanción de la Constitución de 1853.

[55] Expresa: «a los bienes materiales como la base del bien social […] la menor observación demostrará que en ello la naturaleza procura !a conservación y progreso de la especie humana. La industria liga a todos los pueblos de la tierra, provee a las multiplicadas necesidades y goces de todos; ensancha nuestras afecciones y relaciones; suaviza y hace más afectuoso el nudo entre las familias; la esposa, la hija, dejan el duro trabajo a que las sometía la barbarie, y cada hombre desarrollando más y más su físico y su entendimiento se acerca a la perfección moral” (Organización del crédito cit., p. 205).

[56] Organización del crédito cit., ps. 205/206.

[57] Ídem p. 221.

[58] Ídem p. 217 y ss.

[59] Cuestiones argentinas. Estudio preliminar, ob. cit., ps. 72/79.

[60] Ver, el comienzo de tal polémica, en torno del debate aduanero, en CHIARA-MONTE, José C., Nacionalismo y Liberalismo económicos en Argentina 1860-1880, Solar, Buenos Aires, 1982.

[61] Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina, según su Cons­titución de 1853 (publicada en 1854), Raigal, Buenos Aires, 1954, ps. 118/123

[62] Ver, en Depalma, Buenos Aires, 1964. «Los principios en que esta legislación se funda son el fruto de una larga experiencia, en la que los Estados Unidos son el único país colonizador que haya sabido aprovechar con fruto del recurso inmenso que un Estado americano posee en las tierras baldías para asegurarse un porvenir de poder, de población y riqueza, que lo exalte en pocos años de la nada al rango de gran nación» (p. 473).

[63] íd., p. 474.

[64] Ver, CARCAMO, Miguel Ángel, Evolución histórica del régimen de la tierra pública, Eudeba, Buenos Aires, 1972, Cap. XII; Natalio J. Pisano, Depalma, Bueno Aires, 1980, Caps. VIII al X.

[65] La influencia de José Benjamín Gorostiaga en la Constitución Argentina y en su jurisprudencia, Pannedille, Buenos Aires, 1970, ver especialmente ps. 27 y ss.

[66] Ver la comparación entre los tres textos en GALLETT1, Alfredo, Historia Cons­titucional Argentina, Platense, vol. 2, p. 507.

[67] Ese texto del Proyecto Alberdi decía en su parte pertinente: «fijar los derechos naturales de los habitantes […] [siguen bajo otra forma fines incluidos en el Preámbulo de la Constitución] y de progreso material e inteligente, por aumento y mejora de su población, por la construcción de grandes vías de transporte, por la navegación de los ríos, por las franquicias dadas a la industria y al comercio y por el fomento de la educación popular».

[68] Con la aclaración de que algunas de ellas provienen de nuestros antecedentes patrios.

[69] Ver, Proyecto Alberdi, artículo 32, que se refiere a «la instrucción gratuita que será sostenida con fondos nacionales destinados de un modo irrevocable y especial a ese destino”.

[70] Ver, Proyecto Alberdi, arts. 9° al 11.

[71] Ver, Proyecto Alberdi, art. 21.

[72] Ver, Proyecto Alberdi, art. 32.

[73] Ver, Proyecto Alberdi, art. 33.

[74] Ver, Proyecto Alberdi, art. 34.

[75] Ver, Proyecto Alberdi, art. 35.

[76] Ver, Proyecto Alberdi, art. 36.

[77] Ver, Proyecto Alberdi, art. 2°.

 [78] Sobre este punto merecen citarse las distinciones que se hacen entre democracia y república en El Federalista,  Fondo de Cultura Económica, México, 1957, especialmente art. XIV (Madison), p. 53.

[79] Ver, Proyecto Alberdi, art. 29: «El presidente, los ministros y los miembros del Congreso pueden ser acusados por haber dejado sin ejecución las promesas de la Constitución en el término fijado por ella, por haber comprometido y frustrado el progreso de la República…»-, art. 30: «Deben prestar caución juratoria. al tomar posesión de su puesto, de que cumplirán lealmente con la Constitución, ejecutando y haciendo cumplir sus disposiciones a la letra, y promoviendo la realización de sus fines relativos a la población, construcción de caminos y canales, educación del pueblo y demás reformas de progreso, contenidos en el Preámbulo de la Constitución».

[80] Ver, Sistema… cit., ps. 30/34.

[81] Ver, ob. cit., XLIII (Madison), p. 182. Sobre su última parte, ver art. 17 de la Constitución de 1853.

[82] Informes sobre Crédito Público -enero de 1790 y de 1795—; sobre un Banco Nacional -diciembre de 1790-; y Manufacturas – diciembre de 1791-.

[83] Ver, BRUCHEY, Stuart, Raíces del desarrollo económico norteamericano 1607- 1861, Unión Tipográfica Editorial  Hispano Americana. México. 1966. ps. 91/106.

[84] Ver, Comentarios cit., p. 380, en donde expresa: que  por el Preámbulo «el Derecho Constitucional norteamericano, la doctrina de sus estadistas, las declara­ciones de sus tribunales, la práctica constante, en los puntos análogos o idénticos, hacen autoridad en la República Argentina, pueden ser alegadas en juicio, sus autores citados como autoridad reconocida y adaptada su interpretación como interpretación genuina de nuestra Constitución».

[85] En su Prólogo a la obra de TICKNOR CURTIS. Jorge. Historia del origen, formación y adopción de la Constitución de los Estados Unidos. Imprenta del Siglo,Victoria, Buenos Aires, 1866, expresa: «A los 70 años de la existencia de aquella República, la Constitución que la creó ha puesto en sus manos la lumbrera de la civilización; ¡cuánto han ganado las ciencias, las artes, el comercio, la industria, ycuánto ha ganado y ganará en adelante la especie humana con el principio, base del ser de los Estados, la educación del hombre, y el mayor poder de los pueblos ilustrados!” (p. XXX).

[86] Ver, ob. cit., p. 353.

[87] Roca incorporó unas quince mil leguas cuadradas a la ganadería, distribuidas entre allegados al gobierno.

[88] Ver ROMERO José Luis, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, Solar, Buenos Aires, 1983, Caps. I y II; OSLAK, Oscar, La formación de! Estado argentino, Belgrano, Buenos Aires. 1982, Cap. IV; SCOBIE, James R., Revolución en las Pampa* (1860-1910). Solar. Buenos Aires, 1983, Caps. VII al IX,

entre otros.

[89] SABINE, George, Historia de la teoría política, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, p. 635.

[90]  Ídem, ps. 638 y ss. «£/ uso de la palabra “mito” por Alfred Rosenberg en el título de su Mito del siglo XX era un claro eco de Sorel” (p. 640).

[91] Ídem, p. 659.

[92] Ver, TOUCHARD, ob. cit., ps. 618/630.

[93] Ver, PRELOT, ob. cit., ps. 774/776.

[94] Ver, Filosofía de la historia, Troquel. Buenos Aires, 1960, ps. 54/55. Expresa así: «Pensamos en algunos rasgos notables de la historia moderna. Por una parte tenemos, desde las últimas décadas del siglo XVIII, una acentuación de los derechos humanos y de la dignidad de la persona humana, un anhelo de libertad y de con­fraternidad humanas, un reconocimiento del principio: gobierno del pueblo para el pueblo; una creciente preocupación por las libertades civiles y por la justicia social, una aserción del poder del hombre sobre la naturaleza que constituye un excepcional progreso ascendente. Pero, por otra parte, tenemos que afrontar, durante el mismo lapso, con la sujeción de todos los ciudadanos al servicio militar, con más y más guerras destructivas, con el crecimiento del materialismo mercantil, con las pasiones nacionalistas, con el comunismo, el fascismo, el racismo, y con aquellos años que están vivos en nuestra memoria, con el asesinato en masa de seis millones de judíos por Hiller; la primera mitad del siglo XIX fue testigo de las condiciones esclavi­zantes de vida a las que entonces estaba sometido el proletariado industrial…» (ps. 54/55).

[95] Ellos eran proveer «a la higiene, moralidad, salud pública y asistencia social”, al progreso «de la ciencia» (en vez de la ilustración), y de la extensión de la política de colonización de la tierra pública a la proveniente «de la extinción de latifundios, procurando el desarrollo de la pequeña propiedad agrícola en explotación y la creación de nuevos centros poblados…»

[96] Ver, La Constitución de 1949 comentada por sus autores. El Coloquio, Buenos Aires, 1975. SAMPAY, Arturo E., La Constitución argentina de 1949, Buenos Aires, 1963.

97 Ver, Desarrollo económico y desarrollo político, Eudeba, Buenos Aires, 1964, ps. 13 y ss.

98 Ver, su art.1.1 como derecho de los pueblos a establecer libremente su condición política y proveer a su “desarrollo económico, Eudeba, Buenos Aires, 1964, ps. 13 y ss.

99 Ver sus considerandos, donde expresan los Estados partes que: «promoverán el progreso y el desarrollo sociales y en consecuencia contribuirán al logro de la plena igualdad entre el hombre y la mujer»

[100] Ver, GARCÍA LEMA, Alberto, La reforma por dentro. Planeta, Buenos Aires, 1994, p. 246. El autor de este trabajo propuso el proyecto de norma al redactar el tercer documento de la Comisión de Juristas del Justicialismo

(2-6-92), ver su texto en ps. 379/80 de ese libro.

[101] Al fundamentar la incorporación de esa cláusula, Cafiero remarcó que: «El progreso no es una simple cuestión de crecimiento económico; el progreso no es ‘incrementalismo’ […] Si el progreso no tiene una dimensión cualitativa basada en el hombre y sólo representa una mera expresión cuantitativa de la cantidad de riqueza que se crea, deja de ser tal, conforme a criterios ampliamente aceptados en el mundo contemporáneo. Tanto por el Magisterio de la Iglesia Católica, como por las propias Naciones Unidas».

[102]  En este sentido, me han resultado particularmente valiosos, por su visión realista y optimista en el campo del debate existente en las ciencias sociales, los trabajos de Mario Bunge en especial Las ciencias sociales en discusión. Una perspectiva filosófica, Sudamericana, Buenos Aires, 1993. Caps. 6 al 9 y 11; y Ciencia, técnica y desarrollo. Sudamericana, Buenos Aires, 1997.

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