Semblanza y trayectoria de Arturo Enrique Sampay. Un testimonio personal.
Panel de la jornada en conmemoración de la persona y la obra de Arturo Enrique Sampay. 18 de abril de 2012.
Conocí a Arturo Enrique Sampay en algún momento del año 1971. Mi amigo Jorge Vanossi me dijo que dada mi condición de joven profesor de derecho constitucional (tenía 28 años) y adherente al justicialismo desde cerca de una década atrás, debía tratar a quien él consideraba como el más eminente jurista de esa disciplina también de trayectoria justicialista.
En un almuerzo que compartimos los tres tuve mi primer encuentro con Sampay, e inmediatamente quedé cautivado por su vasta cultura y sabiduría, no sólo en el derecho constitucional, sino en filosofía general y del derecho, por su aguda percepción de los acontecimientos políticos y sociales (de singular intensidad y teñidos de violencia) que sucedían entonces en el mundo y en el país, los que interpretaba desde sus amplios conocimientos de esas disciplinas y de la ciencia política; pero, sobre todo, porque interrelacionaba íntimamente la política y el derecho con la economía -internacional y nacional, cuyas reglas y funcionamiento dominaba- y todo ello con una estructura de pensamiento de base aristotélico-tomista que otorgaba primacía a la realidad, pero afirmada a la vez en sólidos principios éticos y religiosos.
Es decir, fui deslumbrado por un auténtico maestro, del que inmediatamente quise convertirme en discípulo, siendo aceptado en este difícil rol con gran generosidad de su parte.
Los años de formación y las primeras obras
Más tarde me enteré que Arturo Sampay había nacido en la Provincia de Entre Ríos en 1911 y se había formado en el histórico Colegio de Concepción del Uruguay, fundado por Urquiza, en donde se educara una parte considerable de nuestra elite provinciana de todo el país, y luego cursó estudios de derecho en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de La Plata, de la que egresó como abogado en 1932, con brillantes calificaciones.
Es conocido que Sampay se formó durante varios años en Europa y recibió la influencia de la obra de Hermann Heller a través de cursos dictados en Zurich por Dietrich Schindler, de las de Monseñor Olgiati y Amíntore Fanfani en Milán, y la de Jacques Maritain en París, entre otros autores de gran influencia académica y política en el pensamiento europeo de ambas posguerras mundiales.
Vale la pena hacer una breve mención al modo como Sampay financió esos años de estudio en el exterior, porque contribuye a entender a la personalidad que evocamos. Así, en una oportunidad, rememorando aquellos años, me confió que había muerto su padre poco antes, y que él le pidió a su tío -probablemente administrador de la sucesión- que vendiera primero la totalidad de la hacienda que le pertenecía y luego su parte del campo para ir girándole dinero a Europa para sostener sus viajes, previniéndole que le avisara con tiempo cuando se consumiera el producido de esos bienes para organizar su regreso al país: así, por decisión personal, la herencia paterna fue íntegramente destinada a una formación cultural de primera categoría.
Podemos apreciar el fruto de esa excelente formación en la alta calidad de todas sus obras y la difusión que tuvieron en el exterior. Las notas, que pueblan sus trabajos, hablan a las claras de que dominaba latín, inglés, francés y alemán, citando a los autores en sus respectivas lenguas. En algunos de nuestros encuentros, cuando ya era titular del Instituto de Derecho Político y Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, me asombraba su método de lectura. Le traían de la biblioteca de esa Facultad, a su pedido, un carrito que contenía libros por decenas, en varios idiomas, y los hojeaba rápidamente, con una lectura de tipo fotográfico, hasta que se detenía y leía con mayor atención alguna parte que le interesaba en especial.
En 1942 publica su primera obra de envergadura, La crisis del Estado de Derecho liberal-burgués (que fue comentada por autores extranjeros de la talla de Recasens Siches, entre otros), en la que estudia las nuevas formas del Estado: fascista, nacional-socialista, marxista soviético, corporativo portugués, preconizando superar la crisis que da título a su obra, sin recurrir a la absorción de la persona por entidades colectivas y pronunciándose contra la democracia cesarista.
Poco después -entre 1943 y 1944- publicó La filosofía del iluminismo y la Constitución Argentina de 1853, publicada por Depalma en ocasión del 90º aniversario de la sanción de esta Constitución, cuando Sampay ingresaba también a la cátedra de Derecho Político de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de La Plata. Fue proseguida por otras muchas obras, recordadas en trabajos de un principal discípulo, Alberto González Arzac, en especial Sampay y la Constitución del futuro (Buenos Aires, 1982), y en su Noticia preliminar a Arturo Sampay. La Constitución democrática (Ciudad Argentina, 1999); algunas las citaré en adelante, por su influencia en mi concepción de la historia, la ciencia política y el derecho constitucional.
Sampay en los comienzos de la década de los setenta.
En la época que comencé a tratarlo, Sampay empezaba a transitar sus sesenta años, y el país se encontraba dirigido, desde los primeros meses de 1971, por el presidente Alejandro A. Lanusse. La dirigencia peronista se hallaba sometida a una conducta pendular -alentada por el propio Perón desde Madrid- entre el retorno a una legalidad constitucional y democrática (expresada, por ejemplo, en un acuerdo de los partidos políticos, «La hora del pueblo», superador de viejos antagonismos) y la confrontación armada, conducida por las «formaciones especiales» de la juventud, en las que predominaba el nacionalismo de Montoneros, cerca del cual se hallaban las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas, inspiradas en John William Cooke), y que evolucionaban hacia la izquierda, en donde el marxista ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) preconizaba la lucha de clases.
Para situar correctamente a Sampay en esos años cabe decir que había contribuido a crear, desde tiempo atrás, el Instituto Argentino para el Desarrollo Económico, que presidía, y una revista -Realidad económica- cuya dirección estaba a su cargo, y que suscribí por consejo suyo en 1971 (a partir del nº 3) hasta el segundo trimestre de 1976 (nº 24), ya en pleno golpe militar, y que repasé para esta exposición. En sus números se expresa la íntima relación que, según anticipara, existía para su inspirador entre economía y derecho.
El Instituto se autodefinía como un «nucleamiento de profesionales, industriales, productores, comerciantes, técnicos, estudiosos de la economía, y de todos aquellos que desarrollan sus actividades en la esfera económica nacional». Pretendía ser una entidad destinada a esclarecer falencias estructurales de la economía y «las soluciones que corresponden al interés nacional en cada caso», es decir, para «un gran programa nacional de desarrollo económico autónomo». La revista aparecía cada dos o tres meses, careciendo de firma en muchos artículos, lo que revela fuerte actividad de su dirección editorial; destinaba una primera parte al seguimiento de la coyuntura económica y luego publicaba otros trabajos, con cierta unidad temática, en defensa del interés nacional, en sectores definidos como estratégicos, e incluía documentos históricos y noticias del Instituto. Allí se aprecia a Sampay como un hombre de pensamiento, que deseaba influir en los acontecimientos políticos y económicos de la época.
Su pensamiento católico
Para avanzar en un bosquejo de sus ideas en ese tiempo, voy a referenciar con cierta extensión un trabajo que apareció en el nº 10 de Realidad económica -sept./oct. de 1972- con la disertación de Sampay ante la XXV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina, titulado «Socialización, socialismo y política de espíritu cristiano».
Antes de abordarlo, creo oportuno recordar una narración que me hizo Sampay en una cena que organizara en mi casa, hacia el año 1975, cuando invité a un grupo de jóvenes académicos e interesados en la política para escucharlo, circunstancia en que también realizara una notable profecía, inconcebible entonces, y que todavía me impresiona.
La narración se refería a una embajada plenipotenciaria en Italia, que Perón había confiado a Sampay, poco después de concluir la Segunda Guerra Mundial, con el fin de examinar el avance -en ese país- del comunismo, y qué podía hacer la Argentina para ayudar a aventar ese peligro. Dada la importancia de su misión, el Vaticano designó como acompañante personal y una suerte de cicerone a una de sus figuras, Monseñor Montini, quien años más tarde se convertiría en Pablo VI.
Luego de realizar una amplia recorrida por el ambiente político y social de Italia, Sampay, antes de regresar al país, expresó a Montini su grave preocupación y desaliento ante la propagación del comunismo en Europa y en la propia Italia, que consideraba incontenible -más allá de toda la considerable ayuda que la Argentina prestase a ésta- y, en particular, por la posible destrucción de la misma Iglesia Católica.
Montini le respondió con una metáfora, en la que representó al comunismo como un mar embravecido que, en medio de un temporal y con una enorme fuerza desatada, golpeaba y golpeaba la costa, pero mientras tanto la arena lo chupaba y chupaba, hasta que finalmente el mar se calmaba. Sampay nos dijo, como síntesis, que en ese momento comprendió el verdadero significado de la eternidad de la Iglesia.
Ahora, la profecía que pronunciara hacia el fin de aquella cena, cuando la cortina de hierro no sólo era impenetrable, sino el comunismo proseguía su expansión mundial. Sampay observó que, por efecto de la política de la Iglesia hacia el este, el muro de Berlín y la propia cortina de hierro habrían de desaparecer. Lo escuchamos con total incredulidad; quince años después el muro fue derrumbado, y poco más tarde desaparecía la propia URSS; y el polaco Juan Pablo II había tenido mucho que ver con esos acontecimientos, impensables en 1975.
He creído conveniente recordar esas anécdotas para que pueda visualizarse a Sampay como un hombre de rigurosa fe católica y, por tanto, abordar sin prejuicios el contenido de su delicada exposición ante la Conferencia Episcopal, en el tema ya expresado, todavía con una aclaración: de veintiún notas con las que allí sostiene sus ideas, doce eran referencias a numerosas cartas o alocuciones de Pablo VI, otra cita es de Jean Guiton en sus Diálogos con Paulo VI (todo lo que revela la detenida lectura que hacía Sampay de las palabras de este Papa); hay una del Concilio Vaticano II -Gaudium et Spes-; otra de Pío XI y su Encíclica Quadragesimo anno y cuatro de Sócrates, Aristóteles y Santo Tomás de Aquino (de la Política y la Suma teológica, respectivamente, con menciones de muchos pasajes de estas obras).
Con tal apoyo teológico, Sampay expone ideas que sintetizo, con la aclaración que sólo he compartido y comparto algunas de ellas:
1. Parte de reconocer que el Concilio Vaticano II ha conferido un campo de autonomía a la técnica política, como lugar de acción del seglar, asumiendo la Iglesia una actitud prescindente respecto a decidir cuál es el sistema socio-político más adecuado para realizar el bien común, o sea, la justicia. Utilizando ese ámbito de libertad y responsabilidad, el «voto de confianza» que la Iglesia concede a los laicos se propuso elucidar los dos problemas más acuciosos de esa época: la socialización y el socialismo.
2. Para ello, comienza por asentarse en Sócrates quien afirmara que «lo político es lo justo», fundándolo en una moral objetiva intrínseca a la persona humana, y definir lo justo que «es dar a cada uno lo debido», entendido esto como «dar a cada uno lo que necesita según su propia naturaleza»; y se apoyaba en la exposición de Pablo VI ante la ONU, afirmando que ella se situaba en el plano de Sócrates y buscaba «lo que era justo (…) lo que debe pensar todo hombre razonable. Si evangelizaba era ese Evangelio contenido virtualmente en el Evangelio, que es también el de la razón y la justicia».
3. Identifica la justicia política -denominación que los griegos daban a lo que ahora llamamos la justicia social- como virtud que ordena el cambio de los bienes exteriores, a fin de que cada uno de los miembros de la comunidad tenga lo necesario para desarrollarse plenamente. Implica que cada uno debe dar a la comunidad cuanto le permite su capacidad productiva, y debe recibir según la cantidad y calidad aportadas a la sociedad y en sus necesidades, cuanto la comunidad le puede dar por su fuerza productiva global.
4. Luego incursiona en un extenso desarrollo sobre la justicia política cuya exposición excede los límites de este trabajo, pero en el que lucen sus ideas claramente optimistas como «el ansia incontenible de ser feliz, ínsita en la naturaleza humana -lo cual requiere la suficiencia de bienes exteriores-, y la ineludible precedencia que la misma naturaleza impone a la provisión de los bienes exteriores [se apoya aquí en San Pablo], hace inexorable la lucha de los hombres por el establecimiento de la justicia y esta lucha imprime el sentido al progreso de la civilización». Afirma que la justicia se fundamenta en una profunda disposición de la naturaleza humana «que inclina a la amistad y, más acabadamente, a la amistad política», a fin de que el conjunto de los seres humanos promueva las condiciones indispensables para que cada uno de los miembros pueda desarrollarse plenamente. En este sentido, se opone a quienes preconizan la imposición del más fuerte, partiendo de la falsedad que «el hombre es lobo para el hombre», cuestionando implícitamente a Hobbes y su justificación del autoritarismo.
5. Sampay saca tal consecuencia de lo expuesto: «A medida que los miembros de la comunidad política intensifican su cultura intelectual, progresa la conciencia política o la conciencia popular de la justicia, que consiste en su reflexiva demanda por las condiciones de vida que en la ocasión histórica son posibles de satisfacer y que entonces le son debidas». De ello deriva otra consecuencia: «para efectuar plenamente la justicia hay que aumentar la producción de los bienes exteriores al grado que sean suficientes para todos; y para lo cual hay que ordenar con ese objeto, los recursos y los medios con que cuenta la sociedad».
6. En este orden de ideas, Sampay alude a los grandes efectos del progreso de las ciencias, que trae una enorme incidencia sobre el género y nivel de vida. Ello produce dos efectos. Por un lado, la «prodigiosa ampliación de los medios de instrucción e información ha sacado a las masas de la población de la mansedumbre ignara y la ha elevado a la conciencia de la justicia», y por otro lado, «con el progreso de las ciencias del mundo físico aplicadas a la técnica de la producción, se pusieron los gérmenes de una civilización que ha de terminar con la escasez de los bienes exteriores, o, dicho de otro modo, que hace factible la universalización de la justicia; que ha de popularizar la cultura intelectual y el ocio indispensable para que cada uno esté en condiciones de vivir conforme a la virtud y actuar en la política»; como también posibilita que los hombres transformen las luchas entre sí por la posesión de los bienes exteriores -ineludibles en épocas de escasez- «en lucha de todos los hombres contra la naturaleza para conseguirlos para todos»; y este incremento portentoso de los bienes exteriores y de los «medios de transportar personas, ideas y cosas, y a causa del aumento explosivo de la población a la unificación del mundo en una sola polis, a la unitaria efectuación de la justicia política para todo el género humano».
7. Este fenómeno, indica a continuación Sampay, fue descripto en 1937 por el teólogo Chenu, que llamó «socialización» al hecho que los actos humanos interpersonales y la más pequeña realidad social quedan insertos en un amplio régimen comunitario que los dirige y que por todas partes penetra, afirmando que estas formas colectivas de producción, cuyo nudo lo constituye un trabajo social «efectuado por todos y para todos» era una «verdadera preparación evangélica»; concepto que fue adoptado en las traducciones de la encíclica Mater et Magistra, de Juan XXIII.
8. En tal orden de ideas, Sampay afirma que por «socializar» entiende «convertir bienes privados en bienes públicos», lo cual «es legítimo cuando lo requiere el bien común, o sea, la justicia». Para ello, asigna otro sentido al «principio de subsidiaridad», relativizando la regla del régimen de propiedad del capitalismo y como excepción la intervención estatal, para otorgarle un alcance más amplio: «La ordenación pública de la economía suple, debido a manifiestos defectos, la función que los particulares deberían cumplir en el manejo de bienes destinados por Dios a la óptima suficiencia de vida de todos». Este camino de la «socialización» al «socialismo» lo encara Sampay en términos flexibles, porque «cuándo y con qué alcance se deben convertir en bienes públicos a las grandes empresas de producción (…) es un problema de técnica política o (…) de prudencia política arquitectónica». Apoya la existencia de «magnas empresas estatales de producción», porque el fenómeno de socialización de la vida «exige inversiones tan cuantiosas que solamente el Estado las puede realizar». De allí que se oponga a monopolios privados, que se dedican a la explotación de los sectores populares.
9. Sampay también se apoya en la encíclica Quadragesimo Anno para cuestionar el «principio de libre concurrencia», destrozado a sí mismo, porque -en palabras de Pío XI, que cita- «la prepotencia económica ha suplantado al mercado libre; al deseo de lucro ha sucedido la ambición desenfrenada de poder», alertando, en conceptos de Pablo VI que transcribe, contra dos corrientes que emanan de la misma fuente: por un lado, «fluye el nacionalismo o también el imperialismo económico; por el otro, el no menos funesto y detestable internacionalismo del capital, o sea el imperialismo internacional». Desde esta perspectiva reivindica su redacción del célebre art. 40 de la Constitución de 1949.
10. Finalmente, sigue nuevamente a Juan XXIIII y Pablo VI en cuanto afirman que la «cuestión social» ha devenido un problema mundial; considera con ellos que la «descristianización» en los países de tradición cristiana y la no debida propagación del mensaje evangélico en los pueblos de Asia y África es el resultado de haber recibido una apologética del ateísmo. Y se pronuncia a favor del optimismo de la Iglesia a nuestra prodigiosa civilización científica del presente «no obstante ser sustancialmente atea y no obstante los riesgos que acarrea su ambivalencia en el campo moral», siguiendo en su cierre a Pablo VI al concebir a la Iglesia como «portadora de esperanza» y a la prognosis de ese Papa al que cita: «Las grandes ideas que son faros del mundo moderno no se apagarán. La unidad del mundo se hará. La dignidad de la persona humana será reconocida no sólo formalmente sino también realmente. La inviolabilidad de la vida, desde el seno materno hasta el final de la vejez, obtendrá un general y efectivo reconocimiento. Las indebidas desigualdades sociales quedarán niveladas. Las relaciones entre los pueblos serán pacíficas, razonables y fraternas. Ni el egoísmo, ni la arbitrariedad, ni la indigencia, ni el desenfreno de las costumbres, ni la ignorancia, ni las numerosas taras que todavía caracterizan y angustian a la sociedad contemporánea, impedirán la instauración de un verdadero orden humano, de un bien común universal, de una civilización».
Más allá de las dificultades históricas que ha tenido la concreción de este programa papal, continúa siendo una guía para la acción de la Iglesia y un mensaje de esperanza. Por esta razón, Sampay concluye su exposición describiendo a Pablo VI como un «nuevo Pablo, profeta y apóstol del Concilio cuyo plan de acción consiste en insuflar el espíritu de Cristo a la más portentosa civilización edificada por el hombre en la historia. También el otro Pablo se encontró ante una gran civilización atea que había creado Roma!».
Creo que esa larga exposición de Sampay, que he tratado de sintetizar lo más fielmente posible, lo describe cabalmente como un católico comprometido con las ideas más avanzadas de su época, en la medida en que tradujeran la aspiración del cristianismo de construir un mundo mejor, a la vez que lo aleja de cualquier posible calificación de comunista, más allá que pertenece a un tiempo en el cual católicos y marxistas habían comenzado a dialogar. Pero él no tiene dudas de quién habrá de prevalecer en el futuro entre esas dos partes del diálogo, como lo demuestra la profecía que he recordado anteriormente. En este sentido, su profecía sobre una caída del comunismo ateo no demasiada lejana, más allá de su aguda intuición sobre el porvenir, contaba para él con sólidas bases espirituales y racionales, resultantes del proceso de renovación de la Iglesia, impulsado por Juan XXIII y que conducía entonces Pablo VI.
La influencia de Sampay como mi maestro
El encuentro con Sampay fue de gran significación para mí, razón que me obliga a realizar algunas aclaraciones personales. Hasta el momento en que conocí a Sampay, me había formado con dos grandes profesores de historia y ciencia política (disciplina comprensiva del antiguo derecho político) y del derecho constitucional.
El primero de esos profesores fue Carlos Floria, con quien estudié y luego colaboré desde mis años de estudiante en su cátedra de Historia de las Instituciones Argentinas y luego en la de Derecho Político. En 1967, al recibirme de abogado, y siendo nombrado decano de la Facultad de Ciencias Políticas en la Universidad del Salvador me convocó para ser también docente en la cátedra de Historia de la filosofía política, a cargo del profesor García Venturini para el posgrado en Ciencias Políticas. El segundo de ellos fue Germán Bidart Campos, en cuya cátedra de Derecho Constitucional ingresé por concurso al recibirme de abogado, y recorrí todas las jerarquías docentes, como era entonces habitual.
Si, por vocación y placer en las lecturas personales, la filosofía de la historia, la historia general y la relativa a las instituciones argentinas en particular fueron ejes conceptuales que eligiera predominantemente para mi formación, el derecho constitucional permitía engarzar -en su supremacía- tales ejes con otras disciplinas del derecho.
Tanto Carlos Floria como Germán Bidart Campos eran católicos liberales y antiperonistas, pero, sin embargo, debo decir -en homenaje a ambos- que siempre respetaron mi condición de justicialista, adquirida en mis años de estudio en la Facultad de Derecho, al evolucionar junto con otros compañeros del Movimiento Humanista Universitario (como Julio Bárbaro que cursaba Agronomía) desde mi inicial posición social cristiana al movimiento peronista, cuando éste no era un protagonista del poder sino una fuerza política perseguida. Las ideas de Sampay, católico nacionalista de izquierda, representaron un agudo contraste con la influencia ejercida por el pensamiento de aquellos primeros maestros, por su modo de entender la historia política y económica nacional.
Paralelamente a mi vida académica de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, los primeros años de ejercicio de la profesión y la creencia en el valor de la democracia que profesé desde muy joven, pese a la proscripción política que implantó la llamada «Revolución argentina», me habían alejado del camino recorrido por una parte considerable de mi generación hacia los crecientes modos de violencia que propugnaron las «formaciones especiales» del peronismo y su conexión con similares fuerzas anarquistas o marxistas.
Empero, no estuve totalmente ajeno al debate que generaba el uso de la fuerza, como modo de resistencia al gobierno militar, ya que en reuniones esporádicas mantenidas con compañeros de la militancia universitaria, algunas de las cuales se celebraron en ámbitos religiosos, fui siguiendo ese proceso. De tal modo, conocí y traté a algunos de los principales dirigentes montoneros y de las FAP, mientras también hacía lo propio con la dirigencia de otros encuadramientos juveniles -el Comando Tecnológico conducido por Licastro o el llamado Guardia de Hierro- que privilegiaban, en el seno del justicialismo, la acción política antes que la respuesta militar. Pero lo cierto es que la realidad del gobierno militar de la época y la proscripción política mantenían unidos, o al menos con la posibilidad de intercambio de ideas, a los distintos sectores de la juventud peronista.
Por otra parte, el retorno de Perón al país, el 17-11-72, contribuyó a alentar y unificar a todos los sectores del justicialismo y de la juventud; y el participar de marchas multitudinarias a Gaspar Campos, en Vicente López (no muy lejos de donde yo vivía), fueron un hecho histórico gravado en mi memoria; mientras en el interior de esa casa se producía el histórico encuentro con Balbín. Poco después, Perón resignaba su candidatura y se gestaba la fórmula del FREJULI, Cámpora – Solano Lima, que se impuso en las elecciones del 11-3-73 por el 49,6% de los votos, reconociendo la UCR -el segundo partido más votado- el triunfo, sin necesidad de acudir al ballotage incorporado por la reforma constitucional de 1972.
Jorge Vanossi, durante su ejercicio de la Secretaría Académica de la Universidad Nacional de Buenos Aires, me había designado, en el año 1972, Director de Investigaciones Científicas de esa casa, cargo en el que me confirmó la juventud peronista al asumir el control de esa Universidad y designarse rector a Rodolfo Puiggrós, historiador nacionalista y ex comunista.
Desde esa posición, y con amigos en el decanato de la Facultad de Derecho de esa Universidad, pude impulsar el nombramiento de Sampay como profesor titular de una cátedra de Derecho Constitucional, a la vez que se lo designaba al frente del Instituto de Derecho Político y Constitucional. Sampay me incluyó como profesor adjunto de su nueva cátedra, encontrándome en la curiosa situación de serlo también en la cátedra de Germán Bidart Campos. Poco después, Sampay me pidió que lo asistiera en otra cátedra en la Universidad del Salvador.
Estas aclaraciones son necesarias para explicar el período más fecundo de mi trato con Sampay, pues al asumir la dirección del referido Instituto, me sorprendió con una invitación, al ofrecerme ingresar a su oficina en cualquier momento, cualquiera fuere la persona con quien se encontrara, y escuchar las conversaciones que él mantuviera. Era un modo informal de acceder a su pensamiento y a las numerosas anécdotas de su vida política y académica que contaba.
Acepté e hice uso de ese ofrecimiento, máxime cuando el devenir vertiginoso de los acontecimientos, y habiendo los montoneros decidido enfrentar con las armas a otros sectores del justicialismo y del propio gobierno, renuncié hacia finales de 1973 a mi cargo en la Universidad, adherí a la juventud peronista leal al gobierno ya en manos de Perón, e ingresé en la Procuración General de la Nación, en una función entonces judicial, pero que me dejaba tiempo para concurrir dos o tres tardes a la semana al Instituto conducido por Sampay.
La admiración de Sampay por Perón
Aunque tengo numerosos recuerdos de tales encuentros, me limitaré a los que atañen a la ambivalente actitud que Sampay tenía con relación a la persona de Perón.
Según Tagle Achával, habría sido presentado a Perón y a Evita en su departamento, por dos coroneles, en 1944 cuando aquél ocupaba la Secretaría de Trabajo y Previsión, desde la cual construiría su poder popular. Sampay todavía recordaba el intenso poder de seducción de Perón, al tiempo de conocerlo, al comentarme que para su cumpleaños, que celebrara en su casa de La Plata en donde vivía con su familia, éste suspendiera momentáneamente sus intensas ocupaciones en la aludida Secretaría para concurrir en un viaje -que entonces demandaba cierto tiempo- a fin de entregar personalmente un regalo para la ocasión, y pronto regresar para continuar su trabajo hasta altas horas de la noche.
La admiración de Sampay hacia Perón no sólo estaba basada en ese tipo de cuidadoso trato personal, sino porque lo consideraba un gran lector -una cualidad que ambos compartían- y en ese aspecto lo comparaba nada menos que con Rosas, aspecto poco conocido de este caudillo, al cual Sampay dedicara un estudio histórico, pero al que no apreciaba por considerarlo de pensamiento reaccionario, dado que según afirmaba, Rosas conocía perfectamente el sentido de la historia de la civilización, pero no estaba de acuerdo hacia dónde marchaba, razón por la cual -al igual que los principales exponentes de la generación de 1837- culpaba a Rosas de haber mantenido en el atraso al país en un momento crucial, malogrando la posibilidad de que la Argentina fuese los «Estados Unidos del sur», al adoptar su proyecto de desarrollo nacional.
También Sampay contaba que concurría a habituales desayunos, bien tempraneros, a la Casa de Gobierno, como uno de los hombres de consulta de Perón. Me lo describió también como un hombre muy serio y concentrado en sus tareas, que construía su imagen de líder carismático ensayando frente al espejo los gestos y la voz -como lo haría un actor teatral (aptitud quizás adquirida de Evita)- con los que pronunciaría sus famosos discursos al pueblo. Recordaba las dudas que tenía de enfrentar en sus primeras elecciones nacionales a la famosa coalición política antiperonista, al carecer de partido propio, y sus preferencias de llegar a un acuerdo con el caudillo radical de Córdoba, Sabattini.
Sampay -hombre de confianza del número dos del GOU, el entonces coronel Domingo Mercante, figura clave en la Provincia de Buenos Aires- fue uno de los más entusiastas impulsores de esa candidatura presidencial, e instaba a Perón a presentarse como candidato a presidente de la nueva fuerza en gestación. Aún antes del triunfo del peronismo, en los comicios del 24-2-46, ya había sido nombrado -en 1945- Asesor General de Gobierno por Atilio Bramuglia (Interventor federal en la provincia), y designado luego como Fiscal de Estado. Fue ratificado en esta función por el nuevo gobernador Mercante, recibiendo el acuerdo del Senado provincial -con mayoría radical- por unanimidad.
En esas funciones le cupo un papel protagónico en la transformación en entidad absolutamente pública del centenario Banco de la Provincia de Buenos Aires, en ese momento presidido por Arturo Jauretche, entre otros asuntos jurídicos de relieve en los que asesoró. Sin embargo, por su rol de asesor y persona de íntima confianza de Perón y Evita, la importancia de Sampay excedía con creces sus funciones como Fiscal de Estado de aquella provincia.
Hay dos hechos especiales, que me transmitiera, que pintan en detalle el grado de su cercanía al matrimonio que conducía la Nación.
El primero de ellos ocurrió en una cena de Nochebuena en la residencia presidencial, en el cual sólo estaban presentes tres parejas: el propio Perón y Evita; Mercante y Sampay acompañados de sus respectivas esposas. Como era habitual en la época, los hombres estaban vestidos con esmoquin y las mujeres con vestidos largos de gala, y con joyas, entre ellas un valioso collar que usaba Evita y que vino a ser una parte significativa del acontecimiento. En un rincón de la sala se encontraban conversando Perón, con Sampay y Mercante, mientras las mujeres, algo alejadas, lo hacían entre ellas, aunque Evita seguía también los diálogos de aquellos. Perón se refería al accionar de sus ministros y destacaba la labor extraordinaria de quien era su ministro de salud, el Dr. Ramón Carrillo, por llevar la medicina al pueblo, incluso preventiva, que le valió su fama de gran higienista. Eva intervino, entonces, señalando que Carillo era un buen traidor. Perón desestimó sus palabras con un gesto. Aquella insistió con su acusación de traidor, y Perón, cada vez más molesto, le indicó: «Señora, ya le he dicho muchas veces que no se meta con mis ministros». Eva reiteró su acusación de traidor. Entonces Perón, rojo de furia, le dijo: «Señora, usted es para mí como uno de sus perritos, que me puede morder el saco, pero yo lo sacudo con fuerza y lo lanzo bien lejos». Y Evita, en respuesta, se arrancó su valioso collar y lo estrelló contra un espejo. Sampay terminó su relato expresando que Eva se retiró del salón, acompañada por las otras dos mujeres y así concluyó esa cena. Ese acontecimiento servía a Sampay para explicar, a la vez, el grado de turbulencia al que llegaba por momentos la relación entre Perón y Eva, pero se desprendía de su lectura que, en definitiva, era el general quien ejercía firmemente el liderato presidencial y popular.
El segundo hecho, narrado por Mercante a Sampay, consistió en un llamado de Eva al gobernador de Buenos Aires para que concurriera con suma urgencia a la residencia presidencial. Mercante, de inmediato, se desplazó de La Plata a esa residencia y encontró a Eva en un estado de intenso nerviosismo. Le pidió disculpas por poner en riesgo su vida, entendiendo que también peligraba la suya, y ello porque Perón había dejado el único juego de llaves, que siempre llevaba consigo, colocadas en la caja fuerte. La razón de ese temor -bastante irracional- consistía en que Perón, como buen militar que había sido y varios años como profesor en la Escuela de Guerra, escribía con todo detalle sus planes estratégicos, y los guardaba en un único ejemplar en esa caja fuerte. Conocer esos planes representaba entender toda la marcha de su gestión de gobierno. Mercante aconsejó a Eva que llamara de inmediato a Perón y le informara el olvido de las llaves. Este dejó todas sus actividades en la Casa Rosada e inmediatamente se dirigió a la residencia y a su caja fuerte, revisando el estado en que se hallaban sus papeles. Acotaba luego Sampay que Perón sometió durante un tiempo a Eva y a Mercante a discretos interrogatorios, en medio de conversaciones sobre ciertos temas, hasta que se convenció de que ambos no habían leído sus planes, y así finalizó el incidente.
Estas dos anécdotas evidencian el grado de inmediatez que tuvo Sampay con Perón durante varios años. El primer elemento de la ambivalencia creo que ha quedado esbozado, y consistía en el respeto y admiración que le merecía la personalidad del líder del justicialismo.
La relevante participación de Sampay en la Constitución de 1949
El sentimiento opuesto se produce a raíz de la sanción de la Constitución de 1949, y los efectos negativos que le trajo aparejado su central participación que tuvo en el proceso de redacción. Sin dudas, ello ocurrió en el momento más significativo de la trayectoria de Sampay, por su contribución a la preparación, redacción y sanción de la reforma constitucional de 1949.
Como lo recuerda Joseph Page en su biografía de Perón (Buenos Aires, Grijalbo, 1999), éste dejó previamente de lado el borrador de nueva Constitución y los documentos preparatorios que había elaborado su consejero José Figuerola -el artífice del primer Plan Quinquenal justicialista- y favoreció la opción que le presentara una comisión designada por el bloque peronista del Congreso de la Nación, encabezada por Sampay.
Alberto González Arzac, en su prólogo a La Constitución democrática (Buenos Aires, Ciudad Argentina, 1999), que contiene varios trabajos de Sampay, señala que fue él quien elaboró el proyecto de la parte dogmática, otorgándole una estructura que fue aprobada en la nueva Constitución: Capítulo I, Forma de Gobierno y declaraciones políticas; Capítulo II, Derechos, deberes y garantías de la libertad personal; Capítulo III, Derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la cultura; Capítulo IV, La propiedad y la actividad económica.
También ese autor indica que la similitud entre el proyecto Sampay y el texto aprobado fue muy grande, pese a visibles diferencias que se advierten en varios de sus artículos. En el famoso art. 40, eje del sistema económico, las cláusulas relativas a los servicios públicos fueron redactadas por Sampay en colaboración con Juan Sábato y Jorge del Río, y consultadas con Raúl Scalabrini Ortiz y José Luis Torres.
Sampay fue electo en 1948 como convencional constituyente, y sus discursos en esa Convención, como miembro informante de la Comisión Revisora, explicativos de la redacción de la Constitución de 1949, fueron reunidos en una obra titulada La reforma constitucional, publicada en La Plata en 1949 (Fermín Ubertone reunió en un trabajo publicado en el nº 5 de la Revista de Derecho Público y Teoría del Estado un «Índice de su actuación parlamentaria»).
El problema se presentó con la aprobación del citado art. 40, con cuya redacción final Perón no estuvo de acuerdo, precisamente en punto a la nacionalización de recursos naturales y servicios públicos. El propio Sampay me comentó que Perón envió un emisario a la Convención Constituyente, presidida por Mercante, para evitar la sanción de ese artículo y que tanto éste como Sampay lo demoraron sin atenderlo hasta que su texto fuera aprobado. Alberto González Arzac, sin relatar esta anécdota en la obra citada, refiere la opinión del economista justicialista Gómez Morales, según la cual el art. 40 se aprobó contra los deseos del presidente de la Nación. Y agrega que Perón no volvió a entrevistarse personalmente con Sampay después del juramento de la Constitución de 1949, lo que es un fuerte indicio de que había caído en desgracia, dada su relación anterior.
En 1951, Sampay editó dos obras: Derecho fiscal internacional e Introducción a la Teoría del Estado, que, en opinión de André Hauriou -célebre catedrático francés de derecho constitucional comparado e hijo del no menos célebre publicista Maurice Hauriou-, entre otros autores, se la considera uno de los textos principales en esa materia.
Los años de persecución política
Con la finalización del mandato de Mercante como gobernador de Buenos Aires, lo sustituyó en 1952 el mayor Carlos Aloé, quien inició una persecución política de sus colaboradores de mayor confianza, entre ellos, Sampay. Para el cardenal Luis Copello, esa situación hacía peligrar su vida, y le aconsejó su exilio, que con el auxilio de los padres de Don Orione lo llevó a Paraguay en donde lo recibió su presidente Dr. Federico Chávez; luego a Bolivia, cuyo presidente Víctor Paz Estensoro era su amigo y lo designó como miembro del Instituto de Derecho Político de la Universidad de La Paz; por último -en 1954- a Montevideo (donde su esposa e hijos podían visitarlo más asiduamente), y allí trabó una relación de amistad y comunión de ideas con el viejo caudillo del Partido Nacional Dr. Luis Alberto Herrera.
La caída del gobierno peronista en 1955 no varió su condición de exiliado, y fue recién en la presidencia de Arturo Frondizi, en 1958, cuando pudo regresar al país. Antes, en 1956, publica en Montevideo la obra La declaración de inconstitucionalidad en el derecho uruguayo.
Alberto González Arzac relata en el prólogo que con posterioridad a su regreso se le siguió negando el reintegro a la vida académica y universitaria, que trabajaron profesionalmente juntos y que la influencia de su pensamiento sólo pudo hacerse sentir en escasas oportunidades y fuera del país, como en 1967 cuando viajó a Uruguay y a Santiago de Chile para pronunciar conferencias sobre las reformas constitucionales promovidas por los gobiernos militares de esos países.
Como puede apreciarse de la propia trayectoria de Sampay, contaba con razones personales muy profundas para ser ambivalente respecto a las transformaciones estructurales que podrían impulsarse por Perón, cuando llegara al poder en 1973.
Las cartas al lector de los números 12 y 13 -escritas en abril y agosto de 1973- de la revista realidad económica son ilustrativas de las esperanzas de su consejo de redacción presidido por Sampay. En el segundo número, no se cuestiona el desplazamiento sufrido por los sectores de la juventud peronista, sino sólo expresa, antes de los comicios que llevan al gobierno nuevamente a Perón, que las urnas ratificarán la política antiimperialista y antimonopolista.
Más en confianza y en nuestras conversaciones, Sampay dudaba acerca de las intenciones de Perón. En este sentido, opinaba que éste no deseó dirigirse al pueblo en Ezeiza (haciéndolo de alguna manera responsable de los enfrentamientos allí acaecidos) para evitar ser presionado a ejecutar políticas de izquierda que no compartía. Luego, se manifestaría en contra de los acuerdos que Perón tejía con Balbín y la importancia que acordaba a los partidos políticos, ya que tampoco compartía la intención de aquél de darles mayor protagonismo.
En rigor, Perón había aceptado gobernar en el marco de la Constitución de 1853-1860 -incluso lo hizo con las reformas introducidas en 1972 por el gobierno del general Lanusse- sin postular reimplantar la Constitución de 1949, en contra de la opinión de Sampay. Por otra parte, éste presagiaba un oscuro desenlace para el país, cuando sucediera la muerte de Perón, anticipando el caos que sobrevendría; no obstante lo cual aceptó colaborar con el gobierno de María Estela Martínez de Perón, asesorándola en cuestiones de Estado.
Su última concepción sobre la Constitución
En ese tiempo, Sampay había publicado dos trabajos importantes para exponer sus ideas sobre la evolución constitucional. El primero, Constitución y Pueblo (Buenos Aires, Cuenca Ediciones, 1973), contenía -como él lo explica en sus Advertencias preliminares fechadas el 1-1-73- cuatro lecciones de derecho constitucional que diera en distintos lugares de la República, que se inician con «La Constitución como objeto de ciencia», dictada en la Universidad de Córdoba a pedido de su amigo y también constitucionalista Carlos Tagle Achával. Luego trata el tema Qué Constitución tiene la Argentina y cuál debe tener, cuyo texto se publicara antes en el diario La Opinión poniéndole el título Constitución y pueblo, frase feliz según expresa Sampay y de la que se apropiara para designar al libro mencionado. Las otras dos lecciones son complementarias y se refieren a «Gobierno de facto y conversión de bienes nacionalizados en bienes privados», ponencia presentada en un congreso en defensa de las empresas del estado; y la última «La reforma de la Constitución de Chile y el art. 40 de la Constitución Argentina de 1949», expuesta en Bahía Blanca. El segundo trabajo, publicado en el nº 14 de la revista Realidad económica, en agosto-septiembre de 1973, se titula El cambio de las estructuras económicas y la Constitución Nacional.
Aunque existen conferencias en este encuentro que examinarán con mayor detenimiento la obra constitucional de Arturo Sampay, voy a realizar unas breves referencias a su pensamiento en la materia, para poder señalar más adelante mis acuerdos y discrepancias al respecto, utilizando los conceptos vertidos en este último artículo.
Sampay plantea, en primer término -y al igual que en otras obras- el concepto de «constitución real de un país», por oposición al concepto de «constitución escrita» (en el sentido de constitución jurídica). Señala que la clase o «sector» social (utiliza en el artículo ambos términos, siendo el segundo más amplio que el vocablo «clase», de mayores connotaciones ideológicas) que predomina es el que gobierna. Y atiende -utilizando el concepto aristotélico de la «causa-fin»- a la estructura social gobernante: si el sector social que predomina, gobierna con miras a utilizar en provecho propio los frutos de la actividad productiva del conjunto, se tiene una oligarquía, o sea, el gobierno de unos pocos que utilizan en su beneficio los bienes de todos. En el caso contrario, si la clase que gobierna lo hace para que todos los miembros de la comunidad participen de los bienes de la civilización, se está ante una verdadera democracia, «una democracia en el fin, cualquiera sea la forma que asuma el gobierno de la sociedad». Para Sampay, tales son los dos tipos de sociedad que se dan en la historia.
Es el sector dominante el que dicta las leyes escritas y, en primer término, «la súper ley, que es la Constitución jurídica o escrita». Afirma «que sólo hay cambio de estructuras económicas y de Constitución real cuando una clase sustituye a otra en el predominio político»; y tal sustitución puede realizarse súbitamente por la fuerza, o a través de un proceso de transición, en cuyo caso coexisten dos poderes: el que se halla en trance de ser sometido y aquel cuyo predominio ha comenzado. Esta última situación suele desarrollarse en el marco de la Constitución escrita preexistente, por la flexibilidad de la Constitución, usando el nuevo sector social el método de interpretación revolucionaria o de lege ferenda.
A continuación, considera: «Nuestras estructuras económicas conforman la Constitución real de un país dependiente, porque en lo fundamental, están articuladas con miras a satisfacer los intereses de los monopolios transnacionales». Argumenta seguidamente acerca de cómo tales monopolios se han apoderado de los recursos del país. De la dependencia creada por los monopolios internacionales deriva también la dependencia tecnológica, porque aquellos imponen la tecnología que les interesa que se adopte por el país. De esa situación deriva que los monopolios internacionales no sólo remesen al exterior sus grandes ganancias sino también importantes regalías tecnológicas. Además, Sampay conecta el accionar de esos monopolios internacionales a las estructuras latifundistas de la pampa húmeda y a la exportación de los productos agrícolo-ganaderos también a cargo de monopolios internacionales.
Su programa constitucional y político reside en recuperar los recursos naturales en poder de los monopolios, nacionalizar los centros de acumulación del ahorro social, pues quien orienta las inversiones imprime el sentido del desarrollo económico. Así, un aspecto central es nacionalizar y estatizar la explotación de los recursos energéticos, en especial de las petroleras.
Orienta también la reforma a la protección de la salud, indicando su íntima conexión con el progreso de la educación, y entendiendo que la base de aquella es la buena nutrición y la generalización de la alimentación suficiente -mediante transformaciones agrarias- con el objeto de bajar los costos de producción e incrementar no sólo el consumo sino los saldos exportables para que las divisas que generen se dediquen a la capitalización básica del país; proponiendo la nacionalización del comercio exterior. Pone el acento en el hecho de que la revolución científica y tecnológica es la que genera el moderno progreso social, por lo cual también hay que convertir a las Universidades y Academias en centros oficiales de altos estudios dirigidos a lograr la liberación nacional en el campo tecnológico. Todo ello lo conduce a reivindicar la educación gratuita, universalizada de manera absoluta y vinculada con características regionales de la producción, sin desdeñar las donaciones privadas a institutos docentes particulares.
Sampay admite que la Constitución de 1853 permite implementar gran parte de su programa de cambio de estructuras económicas y sociales, por el carácter elástico de sus normas y por la interpretación revolucionaria o de lege ferenda de sus normas; así como por el carácter axiológico de su preámbulo, dentro de cuyos fines supremos allí enunciados tiene preeminencia ontológica el «bienestar general». Esta posición permite señalar que aun cuando preconiza los cambios revolucionarios en la Constitución real, viene a admitir que puedan lograse sin acudir al uso de la fuerza o la violencia por la nueva clase o sector dirigente.
A continuación, entiende necesario una política de expropiación de bienes a los grupos monopólicos para pasarlos al dominio del Estado regido por grupos sociales organizados, a partir de un pago de expropiaciones distinto del establecido por la jurisprudencia de la Corte Suprema.
En este sentido, Sampay adelanta en ese artículo su interpretación de qué significaba la importación de capitales extranjeros en el tiempo de sanción de la Constitución de 1853, es decir, representaba la nacionalización de esos capitales y las personas que los trasladaban, incorporándolos a la riqueza del país. Esa idea, que toma parcialmente de José Nicolás Matienzo -en el sentido de que los únicos extranjeros a los que se acuerdan los derechos civiles de los ciudadanos son los habitantes de la República-, la extiende a los capitales que traen al país. Más adelante, Sampay, en el extenso y meduloso prólogo a su obra Las constituciones argentinas (EUDEBA, 1975), expondrá extensamente tal interpretación de nuestra historia constitucional, que ha tenido gran influencia en mi propia concepción de esa historia.
Desde esta perspectiva, sostiene que no se expropia la propiedad personal, sino los bienes de las grandes empresas por considerarlos colectivos, y en tal caso se aplican los criterios de los arts. 39 y 40 de la Constitución de 1949. En similar orden de ideas al antes señalado, considera posible la institucionalización de los movimientos de masas, en el marco del respeto a la «pluralidad de los partidos políticos» cuya fuente además radica en la forma de gobierno republicana que adopta la Constitución de 1853.
Finalmente, sostiene que todo lo que permite la Constitución de 1853 por falta de preceptos prohibitivos, la Constitución de 1949 lo dispone de manera expresa, por lo que consideraba posible que fuera reimplantada por el simple juramento del presidente -en la asunción de Perón al ser electo en 1973- al recibírselo en Asamblea Legislativa, en atención a que esta última Constitución fue derogada de facto, tesitura política que no avalara Perón.
Algunas diferencias con el pensamiento de Sampay
El considerar a Sampay como uno de mis grandes maestros no implica necesariamente, ni él tampoco lo pretendió, adherir a todas sus posiciones. En efecto, en varios artículos que publiqué en El Cronista Comercial para la misma época en que lo trataba intensamente, como ya recordara, preferí propugnar una nueva reforma de la Constitución de 1853-1860, en vez de reimplantar la Constitución de 1949. Propuse también que dicha reforma debía estar precedida por un acuerdo de partidos -principalmente entre el justicialismo y el radicalismo, tomando en cuenta la relación que se articulara entre Perón y Balbín- y adelanté sus principales contenidos.
Mi interpretación del Perón de 1973 y 1974 fue que no volvía al país para conducirlo a una solución política similar a la que pensaba Sampay, tal como por otra parte éste desconfiaba en que así fuera. En este sentido, no cabe obviar que la principal discrepancia de Perón con Sampay, que causó su distanciamiento personal como he recordado, no salvado siquiera en postrimerías de la vida de aquél, fue por la sanción del art. 40 de la Constitución de 1949, que dificultaba la política de abrir la economía del país a las empresas extranjeras, en especial en materia petrolera, tal como lo preconizó en los últimos años de gobierno antes de 1955.
Tampoco cabe desconocer que el pacto Perón-Frondizi, que llevó a la presidencia a este último, tenía coincidencias en la política de desarrollo económico nacional. Así lo interpretó Frondizi (y Frigerio), ya que luego de su caída, la fuerza que éste creara terminó por integrarse en diversas alianzas políticas conducidas por el justicialismo.
Sampay no valoró totalmente, en mi opinión, las implicancias de dos puntos centrales de su pensamiento, expuesto ante la citada XXV Conferencia Episcopal Argentina: la necesidad de incrementar la insuficiente producción de bienes y servicios para atender a crecientes necesidades sociales -que él pensaba que se obtendría por el proceso de estatizar sectores estratégicos de la economía-, por un lado, y la distribución justa de tales bienes y servicios a todo el pueblo de la Nación, por otro lado. Perón se orientó, desde el acceso de Cámpora al gobierno, por un pacto social conducido por José Ber Gelbard, quien representaba a las empresas de capital nacional, pero que no postulaba la expropiación de empresas extranjeras, aunque tratase de limitar sus beneficios y aplicarlos al desarrollo nacional y a la distribución social.
Por otra parte, como adelantara, Perón no aceptó reimplantar la Constitución de 1949, sino comenzó a dar pasos para una reforma de la Constitución de 1853-1860, en conversaciones y acuerdos con otras fuerzas políticas, simbolizadas en sus vínculos con Balbín.
Tampoco cabe desconocer que los largos años de exilio de Perón en Madrid lo familiarizaron con las más avanzadas ideas europeas de esa época. Así, cuando habló, por ejemplo, de la necesidad de prestar atención a la protección ecológica, visualizaba políticas tan desconocidas en nuestro medio que la juventud dudaba sobre su salud mental.
Las ideas centrales de Perón sobre la Tercera Posición se extendían en el proceso de descolonización del mundo africano y asiático del Tercer Mundo, que en buena medida operaba bajo formas marxistas, pero en las condiciones particulares de los movimientos de liberación nacional y con notables excepciones en grandes países como la India. Pero también existía una versión cercana en el mundo europeo, por la posición autonómica de De Gaulle respecto a la Alianza Atlántica, y que había inspirado a la Constitución de 1958, la más avanzada en su tiempo, que más tarde tendría influencia en las constituciones de Portugal y España, abriendo también nuevas perspectivas en la llamada «constitución económica» del Estado, que balanceaba la libre iniciativa económica del capital privado con la presencia de la regulación estatal.
El debate sobre las ideas de Sampay en la década de los ochenta
Para concluir, debo señalar que el debate sobre las ideas teóricas, políticas y constitucionales de Sampay renació con el retorno a la democracia.
Por tal razón, promoví hacia mediados de la década de los ochenta, junto con antiguos discípulos y nuevos jóvenes destacados en esas disciplinas, hoy reconocidos profesores, la creación de un Instituto de Derecho Público y Teoría del Estado, dedicado a Arturo Sampay, que me tocó presidir y participar en la dirección de varios números de una revista que editamos, en la que se encuentran valiosos artículos que desarrollaron numerosos aspectos de su pensar, así como otros que desarrollan conceptos de sus múltiples obras.
Si los antecedentes de la reforma de 1994 se remontan a las iniciativas de Raúl Alfonsín, que llevaron a los trabajos del Consejo para la Consolidación de la Democracia dirigidos por Carlos Nino, y se centraban en una reforma de índole predominantemente política, los artículos que se publicaron en la revista de ese Instituto se orientaron a una reforma que incluyera las cuestiones económicas y sociales -como también sus consecuencias en el régimen federal y en la integración latinoamericana- en las que puede advertirse la influencia inspiradora de Sampay.
Así lo expresé en el editorial de su nº 1, de agosto de 1986, titulado «En memoria del Dr. Arturo Enrique Sampay», indicando que «al colocarse el Instituto ahora creado, bajo el patrocinio moral del Dr. Sampay, no sólo se pretende perpetuar su memoria, rindiéndole un merecido recuerdo. Se desea, por encima de ello, confrontar sus ideas y las que fueron fuentes de su inspiración, que ya pertenecen al patrimonio común de la cultura, con las nuevas realidades que vive hoy nuestro país y el mundo en que se halla inserto, así como las perspectivas y tendencias que pueden advertirse para el próximo porvenir (…) Es muy posible que nuestro maestro concordase en que una continua producción intelectual, adecuada a los desafíos de esta hora, puede representar el mejor homenaje que podamos tributarle».
Esa misma perspectiva tuvieron los artículos que publicaron en esa revista destacadas personalidades, muchos de ellos vinculados con el proceso de reforma de constituciones provinciales que comenzó a ocurrir en esos años, también preparando lo que sucedería en el orden nacional.
En el plano conceptual, hubo artículos inspirados en sus ideas, en diversos números, como Ideas de Sampay para la reformulación del Derecho Civil, de Alberto González Arzac; Alta tecnología y derecho, de Héctor Masnatta; La contribución de Sampay a los principios del derecho administrativo, de Roberto Dromi; Constitución y propiedad, de Leopoldo Schifrin; Significado de Sampay en las Ciencias Políticas, de Francisco Arias Pelerano; Introducción a la Teoría del Estado de Arturo E. Sampay, de Mons. Octavio N. Derisi; Constitucionalismo social y legítima defensa, de Eugenio R. Zaffaroni. También Sampay fue recordado en el homenaje que se le hiciera en la Convención Constituyente de Salta y de Córdoba, por destacados constituyentes que participaron en ellas, cuyos testimonios quedaron en páginas de esa revista; Pablo A. Ramella, distinguido constitucionalista y amigo de Sampay, nos honró con una nota sobre La Constitución de San Juan, mientras que Alberto R. González Arzac se refería a la Región en la nueva Constitución riojana y a la Provincialización de Tierra del Fuego.
No cabe ocultar que en esa revista se advierten algunas diferencias conceptuales entre quienes nos hemos seguido autodenominando discípulos del maestro, pero lo que importa -por lo menos es mi parecer- es que las ideas de Sampay continuaron siendo divulgadas y debatidas, y por tanto enriquecieron, más allá de necesarios ajustes al mundo de otras décadas, aspectos destacados de la reforma constitucional de 1994, especialmente en sus grandes aspiraciones de crecimiento económico -también educativo y tecnológico nacional como el propio a los sectores trabajadores- con desarrollo humano y justicia social.
De ese modo, el pensamiento de Sampay se proyectó al futuro, y en su clásica matriz aristotélico-tomista, sigue siendo fuente de inspiración y debate en este siglo xxi.
Voces: derecho político – derecho constitucional – historia del derecho